ANTES DE COMENTAR las copiosas y torrenciales ideas de Versílov, coherentes unas veces, deslavazadas y contradictorias otras, sumidas en una dialéctica inagotable siempre, hay que hacer una breve, pero importante parada. Es para refrescarle la memoria al lector acerca de quién fue el primero en Rusia que reflexionó seriamente sobre la situación presente y sobre el destino de su país. Esa persona fue Piotr Chaadaev, que finalizó en Moscú, el 1 de diciembre de 1829, su extraordinario texto Primera carta filosófica a una dama, publicado por vez primera, quizá sin su consentimiento (aunque el texto circulaba desde hacía tiempo con fluidez de forma manuscrita), en la revista moscovita Teleskop, en 1836, originando un enorme revuelo, que, dada la elevada posición social del autor, quedóse en la retirada del texto y en que el régimen autocrático de Nicolás I lo considerase una persona trastornada, que había perdido transitoriamente el juicio, si bien el editor de la publicación, Nikolai Ivanovich Nadezhdin, fue deportado a Siberia, la revista clausurada y el censor oficial correspondiente cesado en el cargo [176]. Lo que dice en ese texto Chaadaev, que no gustó a muchos intelectuales rusos, incluso presumiblemente progresistas, no sólo fue decisivo para que Rusia comenzara a tomar conciencia espiritual de su posición en el mundo, para que adoptase una posición autocrítica, para que despertase, como reclamaría más tarde Alexander Herzen desde el exilio, sino que puede también iluminarnos, indirecta y paradójicamente, sobre la hora presente de Europa, al final de este turbulento y sangriento estío de 2013. En cualquier caso, Dostoyevski lo leyó con suma atención, y, sin duda, influyó en él. En una carta que le escribe Dostoyevski desde Dresde a su amigo Apollon Nikoláyevich Máikov el 25 de marzo de 1870, relacionada con su proyecto de escribir una novela titulada Vida de un gran pecador, alude, nombrándolo, a Chaadaev [177].

Para Chaadaev hay un supremo principio de unidad, Cristo, de igual modo que la creencia de la fe en Cristo está por encima de los usos, normas y costumbres de la Iglesia (él se refiere, claro está, a la ortodoxa griega). Rusia se ha quedado material y culturalmente atrasada. Rusia no pertenece ni a Oriente ni a Occidente. Rusia es la consecuencia de una cultura de importación, de imitación. No ha tenido un desarrollo propio y su saber es superficial. Pero Rusia—y esto lo suscribiría Dostoyevski casi letra por letra—es un destino, una nación que sólo existe para dar al mundo una gran lección. Rusia debe aprender de los pueblos de Europa, que tienen una fisonomía común. Hasta no hace mucho, Europa era todavía la Cristiandad [178]. En Europa ha primado el contacto íntimo de las inteligencias, que ha hecho realidad ideas como el Deber, el Derecho, la Justicia y el orden. Las mejores ideas de las mentes rusas han quedado paralizadas. Los rusos son demasiado individualistas, inconstantes, fluctuantes, indiferentes al riesgo, y, por eso mismo, indiferentes al bien y al mal. ¿Quién piensa en Rusia? ¿Qué le ha dado Rusia al mundo? Todo lo ha tomado hasta ahora de fuera. Rusia no ha contribuido al progreso. Para hacerse notar se ha hecho con una superficie enormemente grande. En vez de mirar hacia el Occidente cristiano, Rusia ha mirado a Bizancio (el cesaropapismo). El cristianismo no ha madurado en Rusia. Durante quince siglos los europeos han tenido un solo idioma para hablar con Dios. Han caminado juntos. Es necesario que Rusia reanime su fe y dé un nuevo impulso a su cristianismo. En Occidente, todo lo ha hecho el cristianismo. Las ideas deben estar por encima de los intereses. Las revoluciones deben ser, ante todo, revoluciones morales, no políticas. Europa posee sólidos cimientos morales y religiosos cristianos. Su futuro está asegurado en cuanto que tiene un proyecto moral. La necesidad material debe ser sustituida por la necesidad moral. La razón cristiana está exenta del prejuicio nacionalista [179].

En estos pensamientos de Chaadaev hay, sin duda, ideas acertadas, otras demasiado idealizadas y también las hay claramente equivocadas. Al menos, hay dos circunstancias históricas que no pueden ser olvidadas para comprender y calibrar en sus justos términos lo que dice Chaadaev. En primer lugar, por supuesto, el atraso económico e industrial de Rusia. La verdadera modernización, la occidentalización del país (aunque prescindiendo por completo de los principios políticos del parlamentarismo británico), a sangre y fuego, comenzó a partir del último cuarto del siglo XVII, con Pedro I, continuó con accidentadas intermitencias durante el siglo siguiente, desde 1725 en que murió el creador de San Petersburgo, y tomó otro gran impulso, muy despótico pero menos opresor y más tolerante que con Pedro, con Catalina la Grande, en los últimos treinta años del siglo XVIII. Alejandro I intentó una reforma de índole espiritual y religiosa, pero se quedó prácticamente en nada. De nuevo la autocracia y el régimen policial a partir de 1825, cuyo pistoletazo de salida fue la conspiración de los Decembristas. Por eso tenía en parte razón Herzen cuando afirmaba que la verdadera historia de Rusia comenzaba con el reinado de Pedro, es decir, con la decidida convicción de que había que occidentalizar el inmenso país, costase lo que costase. «Desde Pedro el Grande el problema está planteado entre Rusia y Europa», comenta Madaule [180]. Pero el precio que hubo que pagar por ello fue demasiado alto, y, después del opresivo e insoportable reinado de Iván IV el Terrible, contemporáneo de nuestro Felipe II, el reinado de Pedro constituyó la gran experiencia político-policial que desbrozaría el camino a la tiranía sanguinaria de José Stalin. En segundo lugar, Chaadaev escribe todavía a finales de la Restauración salida del Congreso de Viena de 1815, es decir, unos ocho meses antes de la Revolución liberal burguesa de 1830 en Francia, que supuso la caída del ultramontano Carlos X y trajo a Luis Felipe de Orleáns, el rey burgués, o, lo que es lo mismo, el triunfo de las altas finanzas, de la especulación y de la Bolsa, tan maravillosamente descrito en algunas de las mejores novelas de Honoré de Balzac. Lo más revolucionario que existía en la Europa de 1829 era el pensamiento de los socialistas utópicos, pues el anarquismo, salvo por las ideas de William Godwin, aún estaba en mantillas, y el comunismo, aunque no pueden despreciarse las ideas igualitarias de François Nöel Babeuf (ejecutado, sin embargo, en 1797, después de haber intentado materializar la idea de la «dictadura revolucionaria» de Jean-Paul Marat) e incluso algunas del conde Claude Henri de Saint-Simon, estaba todavía en pañales. Chaadaev, con la mejor intención del mundo, quiere que Rusia sea ella misma, que despierte de su letargo de siglos, de su ignorancia, de su fanatismo religioso (piénsese en los viejos creyentes surgidos del Raskol [cisma] a mediados del siglo XVII), de sus prejuicios, que se desarrolle económicamente, que se entregue a una fe cristiana verdadera, esto es, ni formal ni meramente ritual, pero también, simultáneamente, que se mire en Europa, que la tome como modelo. Éste, creo yo, es uno de sus principales errores, y eso que había certeramente intuido que Rusia ni pertenecía a Occidente ni a Oriente, sino que se hallaba entre ambos. El occidente de Europa, primordialmente Gran Bretaña, lo que hoy es Bélgica y Francia, podía ser un modelo para el desarrollo económico, aunque este primer capitalismo industrial era sumamente injusto con los trabajadores, despreciaba sus derechos y hacía caso omiso de sus miserables condiciones materiales de vida y de sus legítimas reivindicaciones políticas, sociales y sindicales. Pero donde más yerra Chaadaev, y este error no va a cometerlo Dostoyevski, es en creer, primero, que existía solidaridad entre las distintas naciones de Europa, que el veneno del nacionalismo estaba neutralizado por el antídoto del cristianismo, cuando lo cierto es que el nacionalismo avanza a marchas forzadas en toda Europa bajo la cobertura filosófica e ideológica del Romanticismo alemán, e incluso antes, pues ya se prepara desde los tiempos del Sturm und Drang en el decenio de 1770, y, sobre todo, desde los Discursos a la Nación alemana de Johann Gottlieb Fichte en 1807; en segundo lugar, en creer que el cristianismo europeo era sólido, firme, con un proyecto de futuro, cuando el cristianismo, la fe verdadera en Cristo, en la que sí que creía Chaadaev como principalísimo acicate de regeneración de Rusia, estaba en franco retroceso en Europa, en un alarmante proceso de disolución, que continuaría imparable hasta que el Papado, demasiado tarde por cierto, reaccionase enérgicamente bajo León XIII, pero para entonces la pérdida del proletariado para la fe cristiana era un hecho casi irreversible. Chaadaev aún ve sólo un espejismo, pensando que hay una sólida trabazón de ideas cristianas entre las naciones de Europa, casi como en esa Edad Media cristiana tan añorada por Novalis, que sí percibió tres decenios antes, en 1799, aquella disolución, comenzada, como ha analizado con gran rigor crítico Berdiaev, desde los tiempos del nominalismo de Guillermo de Occam y la inmediatamente siguiente época del Humanismo y del Renacimiento, en Italia y en los Países Bajos. No; Europa no era cristiana en 1829; todo lo más lo era formalmente, como aquella religión mosaica denunciada por Jesús. El cristianismo de la burguesía europea del tiempo de Chaadaev no estaba comprometido con nada auténticamente cristiano: redentor, salvífico, escatológico. Europa caminaba hacia un materialismo positivista, hacia un cientificismo, hacia nuevos modelos religiosos: la Ciencia, el Estado, el Capital, el Socialismo. Estos gigantescos y potentísimos campos de experimentación, en los que será ahogada la libertad del hombre y su naturaleza trascendente de origen divino, serán a partir de entonces—y no han dejado de serlo, muy perfeccionados por cierto—los nuevos credos religiosos de Europa, del patéticamente llamado «Occidente cristiano». Pero Chaadaev sí acierta en lo esencial; se equivoca en el diagnóstico de Europa, pero sí ve la luz respecto de la medicina que debe tomar Rusia, y esto, por supuesto que habrán de tenerlo en cuenta muchos escritores e intelectuales cristianos rusos que vengan detrás, entre ellos Dostoyevski. Acierta en que percibe con absoluta claridad que ese abandono de Rusia del atraso económico, cultural y religioso no podrá lograrse, o que ese anquilosamiento, esa dependencia externa, no podrá superarse con las solas fuerzas de la razón, de la ciencia, de la tecnología, de la democracia parlamentaria, aun siendo como son poderosísimas fuerzas, sino que habrá que salir del tremebundo agujero, necesariamente, gracias a mecerse, a adentrarse en el seno de una fe en Cristo regenerada, auténtica, algo en sí mismo dificilísimo por el reto que supone a la integridad y a la realización plena del ser, y esto significa—y dense ustedes cuenta lo profundamente que Dostoyevski asimiló esta idea—que Rusia tiene que avanzar, progresar y desarrollarse siendo ella misma, es decir, atendiendo a algo muy auténtico que hay, como escondido, en su útero materno más íntimo: la fraternidad entre los hombres, la justicia social, el amor al prójimo, pero no en abstracto, no formalmente, sino en concreto, de manera real, constatable y verificable. Por eso el texto de Chaadaev es tan oportuno hoy, en este 2013, ante el desconcierto, el relativismo moral y la pérdida de orientación que atraviesa Europa, esta Europa entumecida, acomplejada, inactiva, que se resiste a reconocer sus raíces cristianas, como ha proclamado sin ser escuchado Benedicto XVI, regenerándolas, enriqueciéndolas, viviéndolas desde el interior de las personas, pues no hay otro modo de encontrar una salida fructífera y digna a la encrucijada que amenaza con llevarnos a la catástrofe moral; la superación de la prueba, que dura ya muchos decenios, pasa por el mensaje evangélico, que es sinónimo de respeto profundo a la dignidad del hombre, a su libertad individual irrenunciable, que es libertad de elección y ética de la responsabilidad, y a su naturaleza trascendente, hecha a imagen y semejanza de Dios; a su creencia en Cristo, en el Verbo hecho carne, en Dios, pues de esa creencia, de esa Verdad, y sólo de ella, derivan y dependen la libertad, la auténtica libertad que no impone nada, ni siquiera el bien, y la dignidad de la criatura humana. Esta es la soberana lección, entre líneas, que se desprende del intenso ensayo de Piotr Chaadaev, tenido muy presente por Dostoyevski y por Vladimir Soloviev, su joven, cultivado, deslumbrante y místico amigo, el que muy probablemente, en las interminables conversaciones que mantenían ambos, le inspirase, o incluso le esbozase, el máximo escrito dostoyevskiano, La Leyenda del Gran Inquisidor, a mi modo de ver, después del Evangelio de San Juan, y junto con el Quijote, el texto fundamental y decisivo—ontológica, existencial y religiosamente hablando—escrito por un ser humano. Ahí se encierra el enigma, el trágico enigma de nuestra existencia, pero también está en él la solución a ese enigma, que nunca puede ser definitiva, puesto que el hombre es una misteriosa e indescifrable mixtura de fe y de duda. Si algo no he acertado en toda mi vida a comprender, es que un espíritu tan profundo y tan insondable como Nietzsche, tanto como el propio Dostoyevski (su hermano espiritual en más de un sentido), no aceptase ni captase, con su poderosísima intuición, lo que encerraba la Leyenda que Iván Karamásov le narra a su querido hermano Alíoscha. El sentido de la tierra le impidió comprender, pero con las razones del corazón, no con los silogismos de la razón, el misterio de la Cruz, el único verdadero misterio que hay en todo el Universo.

En las ideas que Versílov va exponiéndole a su hijo, podemos comprobar la existencia de una relación ambivalente, dual, equívoca, ambigua, contradictoria con Europa, en la que la admiración se mezcla con el desprecio y el amor con el odio. El tipo del aristócrata ruso que encarna Versílov, desea sinceramente modernizar su país, siente pena del atraso de Rusia, y, en su impotencia, se marcha, vagabundea por Europa, con el propósito también de aprender, de nutrirse con sus enseñanzas, pero, al mismo tiempo, para… enterrarla, pues sabe, en el fondo de su ser ruso, que Rusia no es Europa, que Rusia debe levantarse de su postración con su solo esfuerzo, porque ella así lo haya decidido, pero sin renunciar tampoco a lo que la distingue de verdad, a esa creencia en la fe ortodoxa, que tiene que ser una fe auténtica, sincera, no farisaica ni propia de hipócritas sepulcros blanqueados. En Rusia han ido depositando los siglos un tipo de cultura, no sólo singular, único, sino muy elevado, como no se ha dado en ninguna otra parte del mundo, y eso tiene que ver con su capacidad de sufrimiento, la del pueblo ruso, la de los campesinos rusos, cual si les fuese intrínseca una sed redentora de sufrimiento, así como con que Rusia tiene una predisposición especial, también inencontrable en lugar alguno de la tierra, para comprender a las otras naciones, fundirse con ellas, reconciliarlas, y, aunque parezca paradójico y difícil de entender, con el hecho de que Rusia se hace más Rusia, un ruso es más ruso, cuanto más acepta a Europa, cuanto más viaja y se asimila lo europeo, porque ello le permitirá a Rusia descubrirse a ella misma, y a un ruso ser también más él mismo. Rusia no aspira a la hegemonía en términos geopolíticos, Rusia no quiere el dominium mundi, como lo han querido el Papado romano o el Sacro Imperio Romano Germánico en la época medieval, sino que desea la reconciliación universal, la fraternidad entre las naciones, que deben sentirse hermanadas en Cristo. Con palabras parecidas, lo expresa Dostoyevski en su Diario de un escritor (Introducción, II y III): la ignorancia en que también viven los europeos respecto de Rusia; su extraordinaria singularidad; el que la «fusión espiritual universal» sea su verdadera «argamasa»; la tendencia de los rusos a la síntesis, a la reconciliación; su innata simpatía por los demás pueblos [181]. Lo volverá a decir en el discurso en homenaje a Puschkin: ser un ruso auténtico es conciliar las antítesis europeas, mostrar a Europa la fraternidad según la evangélica ley de Cristo [182].

Rusia, continúa Versílov, no vive para sí, sino para la «idea»; hace casi un siglo que vive «para Europa». Es verdaderamente difícil interpretar a Andrei Petróvich, pues pareciera estar hablando como si estuviese en estado de trance, poseído de un cierto delirio. La «idea» es esa idea de reconciliación universal; el que haga casi un siglo que vive para Europa, en cierto modo significa que, desde el reinado de Catalina, que era de origen alemán, Rusia ha servido, demasiado indignamente quizás, a los intereses europeos (por ejemplo, el primer reparto de Polonia, en 1788-1791, tan deseado por Prusia, al que terminó plegándose primero Austria y después Rusia, reinando en ésta Catalina, que también accedió a un segundo reparto, en connivencia con Prusia, en 1794; todavía habría un tercero y definitivo, en 1795, dos años antes de morir Catalina, que suprimiría Polonia del mapa europeo), como si fuese una criada, una simple sirvienta, y eso que Rusia, aun pudiendo vencer, tiene como destino el no vencer nunca en Europa (éstas últimas palabras están extraídas del Diario de un escritor, abril de 1876, cap. I) [183]. Vivir para Europa puede también interpretarse como no atender suficientemente la cuestión eslava, la obligación de Rusia de defender a los eslavos oprimidos, bien fuese en el territorio del Imperio turco otomano o en cualquier otro lugar del este de Europa. Hay una gran cantidad de páginas en el Diario de un escritor en las que Dostoyevski se pronuncia con toda claridad y sin ambages acerca de la defensa de los eslavos, aunque en la inmensa mayoría de esas páginas se puede observar una idea reconciliadora, una predisposición al entendimiento, un respeto mutuo entre los pueblos y las diferentes creencias religiosas. En otras, las menos, es verdad que se aprecia una equivocada beligerancia, una toma de partido eslavófila intransigente, incluso ciertos conatos de imperialismo, como cuando se empecina en diversos artículos en que Rusia debe hacerse con Constantinopla, conquistarla, pues se trata de un verdadero símbolo para comprender el desarrollo de la historia de Rusia [184]. Hay un pasaje de la novela Anna Karénina que desagradó profundamente a Dostoyevski, y le hizo en cierta medida cambiar de opinión sobre el personaje de Levin, ya que ese pasaje aparece en la innecesaria e impostada última parte de la inmortal novela de Tolstói, en la octava, concretamente en el capítulo XVI. Por esa octava parte, principalmente, Dostoyevski considerará a Levin, y posteriormente dirá lo mismo Thomas Mann, como un alter ego del propio Tolstói [185]. Sobre tal pasaje, que es un diálogo que mantienen Levin, su hermano de madre Serguiéi Ivánovich Koznyshov, Fiodor Vassilyevich  Katávasov (amigo intelectual de Levin de su época universitaria), el príncipe Alexander Dmitrievich Scherbatski (el padre de Kiti, la esposa de Levin) y Dolli (la hermana de Kiti), han llamado la atención diversos críticos, mereciendo la pena recordar especialmente a León Chestov [186]. En ese diálogo, ante ciertas palabras del príncipe que suponían una ridiculización y una mofa del papel de las tropas rusas en la guerra balcánica de 1876, cuando Rusia acudió en ayuda de Serbia y otros territorios frente a Turquía, Serguiéi Ivánovich le reprende, pero Levin interviene diciendo que «yo no veo en eso ninguna chanza». Como Serguiéi le interrumpiera y dijese, entre otras cosas, que «hoy, el pueblo ruso, pronto a sacrificarse y levantarse como un solo hombre para salvar a sus hermanos, hace oír su voz unánime», Levin le replica «tímidamente»: «Perdón. No se trata sólo de sacrificarse, sino de matar turcos. El pueblo está dispuesto a hacer bastantes sacrificios cuando se trata de su alma, pero no a cumplir una misión mortífera» [187]. En el Diario de un escritor (año 1877, julio – agosto, cap. I, I), como acabo de indicar en una nota al pie, habla Dostoyevski de la publicación de esa octava parte, que ha sido rechazada por la dirección de El Mensajero Ruso (Ruskii Vestnik), precisamente por cómo se trata en ella «la cuestión de Oriente y la guerra del año pasado» [188]. Pero es en el cap. II, I, del año y meses citados del Diario, donde Dostoyevski vierte su nueva opinión sobre Levin y sobre el modo, inaceptable para él, en que Tolstói se burla de los soldados rusos. Dice que continúa creyendo, «invariablemente, en la pureza de su corazón», el de Levin, que es lo que había expresado con anterioridad, antes de que se publicase la octava parte de marras. Pero ya no lo considera «pueblo», ya no ve a Levin identificado con el pueblo ruso. «No es Levin—dice ahora Dostoyevski—una personalidad actual, viva, sino sólo una figura fantástica, creada por el escritor; pero ese escritor, que tiene un talento enorme, un ingenio notable y es hombre al que estima toda la Inteligencia rusa, encarga a esa figura fantástica de exponer también sus ideas personales, las del autor, lo que se advierte, sobre todo, en esa parte última, poniéndose en abierta contradicción con la actual realidad rusa […] …al hablar del inexistente Levin hablamos realmente de las ideas de uno de los principales rusos de nuestro tiempo. Y esas ideas se refieren a la actual gesta rusa: la guerra balcánica. Lo esencial de esas ideas se reduce, si he entendido bien al autor, a decir que nuestro pueblo no comparte en modo alguno nuestro llamado movimiento nacional en pro de los hermanos eslavos, y más todavía: no lo comprende. Por donde vemos que también Levin, el hombre de corazón puro, se descuaja y aparta de la gigantesca mayoría de los rusos» [189].

En lo que atañe a una de las cuestiones más controvertidas de la llamada «Idea Rusa» en Dostoyevski, que está latente en las palabras de Versílov, como en las de otros personajes del novelista en varias de sus obras, y que es la cuestión del «mesianismo», la concepción «mesiánica» de Rusia como pueblo elegido, ya la abordé, como dije antes, en mi ensayo sobre El idiota, donde resumí la valoración que hace Berdiaev de esta concepción en su estudio El espíritu de Dostoyevski. No cabe duda de que se trata de un asunto estrechamente vinculado a la disciplina que llamamos Filosofía de la Historia, y en este sentido no está de más recordar que fue precisamente Berdiaev, en el pequeño Prefacio a su libro El sentido de la Historia, el que dijo que los pensadores rusos se habían ocupado sobre todo de Filosofía de la Historia durante el siglo XIX, siendo su vocación «la de construir una filosofía religiosa de la historia» [190]. Sólo quiero añadir que, como he tratado de mostrar en las frases de Dostoyevski del discurso sobre Puschkin, no puede eludirse en él una evolución de su idea mesiánica sobre Rusia, en cuanto que se muestra mucho más conciliador y mucho menos integrista o nacionalista que algunos destacados eslavófilos que lo tomaban a veces como su jefe de filas. Esta evolución, este alejamiento de la idea reduccionista sobre Rusia en el último Dostoyevski, la admite sin reservas Berdiaev. La había subrayado con anterioridad, en un brevísimo ensayo de 1915, El alma de Rusia, en el que afirma: «Dostoyevski proclamó directamente que el hombre ruso es un hombre universal, que el espíritu de Rusia es un espíritu universal, interpretando la misión de Rusia de una manera contraria a como la entienden los nacionalistas» [191]. Aun siendo tan breve, se trata de un ensayo en el que Berdiaev hace una formidable síntesis, muy pedagógica, de las ideas de los rusos sobre Rusia, y como se trata de un pensador que por encima de todo persigue la búsqueda de la verdad, esto es, la no tergiversación de las ideas, ni su manipulación tendenciosa, no tiene ningún escrúpulo en reconocer que Rusia es, al mismo tiempo, el país menos chovinista del mundo y el más nacionalista. Incluso se muestra muy crítico con su admiradísimo Dostoyevski, al admitir que el gran escritor propagó a veces un nacionalismo muy sofisticado, en el que no sólo llamaba a la persecución de los judíos y los polacos, sino que le niega «al Occidente cualquier derecho de pertenecer al mundo cristiano» [192]. Estas últimas palabras entrecomilladas, se basan, naturalmente, no sólo en lo que afirman algunos personajes de Dostoyevski, por ejemplo el príncipe Mischkin, sino en lo que escribió en el Diario de un escritor (mayo-junio 1877, cap. III) el novelista acerca de que el Papado de Roma, con sus deseos impúdicos de poder temporal, es la plasmación viva de una de las tentaciones de Jesús en el desierto, y que la idea del Papado y la idea religiosa son, no ya distintas, sino antagónicas [193]. El propio Berdiaev—así como antes de él Soloviev— se pronunciará en contra de estas opiniones, diciendo que Dostoyevski fue injusto con el catolicismo romano.

Llegados a este punto, sí quiero hacer de nuevo un inciso que me parece importante. La amistad entre Dostoyevski y Vladímir Soloviev se inició en 1873. Éste último tenía tan sólo veinte años, pues había nacido en enero de 1853. Por entonces, sus conocimientos de Historia, Filosofía, Literatura, Teología, Física y Matemáticas eran bastante considerables. Después de Dostoyevski, y en un plano desde luego muy distinto, probablemente haya sido el mayor pensador que ha dado Rusia al mundo. Desde luego, el más original, junto con su inmortal amigo Fiodor Mijaílovich. Entre las conversaciones que mantenían, Rusia debía estar muy presente. No estamos autorizados a afirmar que las ideas sobre Rusia de Soloviev pudiesen haber influido de manera decisiva en Dostoyevski, pues todavía era aquél muy joven. Sí influyeron en materia religiosa; mejor dicho, en la relación entre el problema de Dios, el del mal y el de la libertad. En cualquier caso, las ideas de Soloviev sobre Rusia han de ser tenidas en consideración al hablar de las ideas de Dostoyevski sobre esta delicada y controvertida cuestión. Soloviev fue un espíritu muy abierto, que evolucionó considerablemente durante toda su vida. El 23 de mayo de 1888 dictó una conferencia en París, titulada La Idea Rusa [194], que no sólo es un texto de presentación de su célebre, extenso y meditado estudio Rusia y la Iglesia Universal [195], sino que marca un cambio de orientación en su pensamiento, que se hace aún más ecuménico, que ya lo era, y más escatológico, más apocalíptico, como demostrará abiertamente en sus textos finales, en concreto Los tres diálogos y el Relato del Anticristo [196]. He citado en nota estos escritos, basándome en las ediciones que poseo. En 1875, mientras El adolescente iba siendo redactado, Soloviev fue invitado a Yasnaia Poliana, ejerciendo una clara influencia en León Tolstói, como reconoció el propio conde en una carta al crítico literario Nikolay Strájov (1828-1896) fechada el 25 de agosto de ese año [197]. No es propósito de este ensayo ocuparse de Soloviev, pues nos apartaríamos por completo de su principal objetivo. Pero no está de más recordar algunas de las principales ideas que tenía Soloviev sobre Rusia en 1888, a pesar de que debían haber cambiado respecto a las que pudiera haber profesado en los años en que mantuvo su amistad con Dostoyevski, que, en realidad, sólo se rompió por la muerte del novelista. En realidad, durante esos años de amistad con el escritor, las ideas de Soloviev sobre Rusia no se habían aún concretado ni tomado carta de naturaleza. A principios del decenio de 1880, muerto ya Dostoyevski, se interesa Soloviev por la cuestión polaca y por el judaísmo, acentuándose su pensamiento ecuménico, que, seguramente, hubiese ofrecido puntos de discrepancia con la visión de Dostoyevski sobre estos asuntos tan espinosos.

Lo que yo quiero resaltar de la mencionada conferencia de Soloviev de 1888, es únicamente lo siguiente (cito textualmente o bien resumo con la mayor concisión posible): «La idea de la nación no es lo que ella misma piensa sobre sí en el tiempo, sino lo que Dios piensa sobre ella en la eternidad». Soloviev se muestra contrario al nacionalismo burdo y excluyente, que es una nueva forma de idolatría. Las naciones, como los seres humanos individuales, son también seres morales. Para saber los verdaderos intereses de una nación y su real misión histórica, el único medio seguro es preguntarle al pueblo de esa nación qué opina sobre ello. Tal medio empírico es inaplicable allí donde la opinión de la nación se fragmenta. Esta opinión, en Rusia, en 1888, es, como mínimo, triple: a) la del presente, esto es, la oficial; b) la del pasado, es decir, la de los «viejos creyentes»; c) la del futuro, o sea, la de los nihilistas. «El sentido de la existencia de las naciones no está en ellas mismas, sino en la humanidad». La verdadera idea substancial de la humanidad «se encarnó cuando el centro absoluto de todos los seres se abrió en Cristo». Para Cristo, todas las naciones «existían sólo en su unión moral y orgánica, como los vivos miembros de un solo cuerpo espiritual y real». En el pensamiento eslavófilo de Iván Aksakov (1823-1720) [198] hay sin duda aspectos positivos. La posición de Aksakov se dirige contra la estatalización de la Iglesia y también se muestra claramente contrario a cualquier forma de persecución religiosa. Soloviev está completamente a favor de la reconciliación con Polonia y de detener la rusificación de este país de mayoría católica. La Iglesia universal debe admitir la diversidad existente entre las naciones y los Estados. La Idea Rusa consiste en reconstruir en la tierra la imagen de la Santísima Trinidad. Para la realización de esta Idea, Rusia no tiene «que actuar en contra de las otras naciones sino con ellas y para ellas. Porque la Verdad es solamente la forma del Bien, y el Bien no conoce la envidia».

Sobre el supuesto antijudaísmo de Dostoyevski, en cuya valoración no podemos tampoco entrar aquí, remito al lector a lo que el propio autor dice en su descargo sobre tan grave acusación en el Diario de un escritor (marzo 1877, cap. II), contestando a «una carta de un hebreo cultísimo, que me ha interesado extraordinariamente», que le inculpa de «mi “odio a los hebreros como pueblo”» [199]. Dostoyevski, deliberadamente, mantiene en secreto el nombre de ese judío, que no es otro que Avraam Uri Kovner (1842-1909), identificado con el nombre de Albert Kovner por Cansinos Asséns en una nota al pie. Por cierto, resulta muy clarificadora otra nota al pie de Cansinos, en esa misma página del Diario, en donde llama la atención del lector sobre el distinto significado que tiene en Dostoyevski, en un mismo texto, el término «hebreo» (ausente de carga despectiva) y el vocablo «judío» (que sí entraña una crítica). Sí estimo oportuno, no obstante, en relación con el «antijudaísmo» de Dostoyevski, rememorar que, en las páginas del capítulo del Diario a las que me estoy refiriendo, el novelista arguye que está fuera de duda el sometimiento al punto de vista judío de la política conservadora británica del primer ministro Benjamín Disraeli (llamado siempre por Dostoyevski, quien recuerda su ascendencia judaico-española, lord Beaconsfield, pues tal era el título nobiliario que le concedió su admiradora la reina Victoria) [200], al igual que afirma que los hebreos han conseguido reducir a la población rusa indígena de las regiones fronterizas a una situación de dependencia económica, sin óbice de reconocer que han sabido aprovechar admirablemente las circunstancias que se les ofrecían. Pero ocho o diez líneas antes, sí les hace a los judíos de las fronteras una gravísima acusación, pues ya no les recrimina sólo esa capacidad para subordinar económicamente a sus intereses a aquella población indígena, sino que los inculpa de impedir por todos los medios la elevación del nivel cultural de las masas campesinas rusas, evitándoles el acceso a la ciencia y a la educación en general, pues, a diferencia de otros pueblos, «los hebreos, dondequiera que se han afincado, han rebajado y pervertido todavía más al pueblo, dondequiera se ha encorvado más la humanidad y ha bajado más el nivel de la cultura, cundiendo una miseria negra, inhumana, y con ella la desesperación» [201]. Incluso les atribuye una grave responsabilidad en la extensión desmedida del materialismo económico por Europa durante el siglo XIX. ¿Seré yo, por ventura, un judeófobo?, se pregunta unos párrafos más adelante Dostoyevski. Y se contesta a sí mismo que está dispuesto a que se amplíen los derechos de los judíos en Rusia, que los rusos no sienten ningún odio religioso específico contra los judíos, y que son éstos, con su soberbia y engreimiento de creerse el único pueblo de la Tierra elegido por Dios, los que están plagados de prejuicios contra los empobrecidos mujiks rusos. Al final del capítulo aboga por una reconciliación entre rusos y hebreos, pues, a no ser que tras el pueblo hebreo se oculte una misteriosa razón histórica que lo impida, la desigualdad jurídica entre rusos y judíos «no tardará en desaparecer, y unos y otros vivirán en perfecta armonía y fraternidad, ayudándonos mutuamente y laborando de consuno en una magna empresa: la de servir a nuestra tierra, a nuestra nación y nuestra patria» [202]. Por supuesto que, a pesar de esta aspiración sincera, Dostoyevski está convencido, y lo dice en el mismo párrafo, que el mayor esfuerzo para conseguir esa armonía, lo habrán de hacer los hebreos, no los rusos, que, por su idiosincrasia misma, están predispuestos a ello. La cuestión judía se había planteado con cierta crudeza en Rusia desde el siglo XVIII. Tanto la división de Polonia como la anexión de territorios en el sudeste, supusieron la incorporación de numerosos súbditos judíos a Rusia. En 1804, bajo Alejandro I, se promulgaron leyes que impidieron a los judíos establecerse en las regiones centrales de Rusia. En las provincias occidentales y meridionales, un «estatuto de residencia», fijaba con precisión el asentamiento de la población judía. No obstante, bajo Alejandro III, muerto ya Dostoyevski, las leyes que regulaban estos asentamientos judíos fueron aún más restrictivas [203]. Tampoco puede ser olvidado el hecho de que un número significativo de revolucionarios y de destacados miembros de la intelligentsia rusa del siglo XIX eran de origen judío. Por ceñirnos sólo a la época en que estuvo activo como escritor Dostoyevski, recordemos a Nikolai Isaakovich Utin (1841-1883), adversario de Bakunin y entusiasta de Marx, emigrado forzoso en 1863; numerosos judíos de la segunda etapa (desde 1876) de la organización revolucionaria clandestina Zemlia i volia («Tierra y libertad»); Mark Andreyevich Natanson (1850-1919), a cuyo alrededor, en octubre de 1869, surgió la llamada «comuna de la Malaya Vul’fovaya» (por el nombre de la calle de Petersburgo donde tenía su sede), cofundador de la segunda época de Zemlia i volia y alma del grupo populista revolucionario de los chaikovtsy; Leo Jogiches (Leon Tyszka, 1867-1919), marxista de origen lituano y compañero durante algunos años de Rosa Luxemburgo; Aaron Samuel Liebermann (1845-1880), destacado socialista de origen lituano que se mostró muy activo en torno a 1876; Rosalia Markovana Bograd, compañera sentimental de Georgi Plejánov (1856-1918), fundador del marxismo en Rusia; Lev Deutsch, deportado a Siberia en 1884; Pavel Axelrod (1850-1928), primero bakuninista y después marxista que llegó a ser dirigente menchevique; así como muchos otros [204].

Como dije en un párrafo anterior, algunos destacados pensadores y ensayistas liberales europeos han mostrado un grave desconocimiento del pensamiento de Dostoyevski, haciendo de él una caricatura esperpéntica, y en parte se ha debido a que, más que leer con atención sus novelas y valorar la extraordinaria dialéctica de las ideas que contienen, se han dejado llevar por una lectura plagada de prejuicios del Diario de un escritor, donde Dostoyevski, si se lee entero, matiza también considerablemente algunas de sus más polémicas, controvertidas e inaceptables ideas. El caso más representativo de lo que digo es el del gran historiador de las ideas y ensayista liberal inglés—nacido en Riga en el seno de una acomodada familia rusa judía—Isaiah Berlin, cuyos más conocidos estudios acerca de los pensadores rusos del siglo XIX fueron compilados por Henry Hardy, ayudado por la señora Aileen Kelly, especializada en cultura rusa de la decimonona centuria, y publicados en inglés en 1978. Este mismo volumen ha sido publicado en español bajo el título de Pensadores rusos. Pues bien, llaman al menos la atención, amén de otras menos relevantes, dos cosas; la primera es que en todos los textos, conferencias y artículos recopilados, Berlin no sólo habla poquísimo de Dostoyevski, dedicándole en total menos de una página, sino que traza de él una suerte de caricatura, pues lo aborda muy superficialmente. El que no lo mencione puede tener una explicación, que no comparto, pero que respeto: el que Isaiah Berlin, como su compatriota Hallett Carr, no considere a Dostoyevski un pensador; ya lo hemos dicho, y no vamos a insistir más en ello: no es, por supuesto un filósofo académico, un filósofo sistemático (como tampoco lo fueron Herzen, o Bakunin o Tolstói, a los que sí dedica enjundiosas páginas Isaiah Berlin en ese mismo volumen), pero muchos estamos convencidos de que se trata del más grande pensador de toda la historia de Rusia. La segunda observación, es que Berlin falta a la verdad, precisamente por simplificar en exceso y hablar de oídas. En el Apéndice del libro, afirma estar de acuerdo con la opinión de los liberales contemporáneos de Dostoyevski, quienes lo califican de «leal partidario de la autocracia y un irremediable reaccionario» [205]. Pocas veces he asistido a un despropósito semejante, y más viniendo de una inteligencia lúcida como la del citado ensayista británico. No tengo más remedio que traer aquí a colación—podría traer muchas más—unas palabras de Dostoyevski que reproduce Pareyson: «Le diré que soy un hijo del siglo, hijo de la incredulidad y de la duda: lo soy hoy y lo seré hasta la tumba. Cuántos atroces tormentos me ha costado y me cuesta esta sed de creer, tanto más fuerte en mi alma cuanto más encuentro en mí argumentos contrarios. // Esos bellacos me han echado en cara mi fe retrógrada en Dios. Aquellos imbéciles no han visto ni siquiera en sueños una potencia de negación similar a la que he plasmado en mi Leyenda del Gran Inquisidor y en el capítulo que la precede. Su estupidez no podrá jamás imaginar el poder de negación que yo he conocido. Toca precisamente a ellos darme la lección. En materia de duda ninguno me vence. No es como un niño que yo profeso a Cristo. ¡Mi hosanna ha pasado a través del crisol de la duda!» [206]. Esta misma lucha, este mismo debate interno, esta duda y este inexistente maniqueísmo, también lo hallamos cuando Dostoyevski se refiere a Rusia y su destino. Pensamientos contradictorios, sí, pero no simplistas, ni reduccionistas, ni mucho menos fundamentalistas o nacionalistas. Calificar de integrista o de reaccionario a un hombre como Dostoyevski, en materia religiosa, política, estética o social, es signo evidente de una profunda ignorancia sobre un autor tan grande, tan inabarcable e incapaz de ser reducido a cómodas, y, por lo general, falsas taxonomías ideológicas.

Después de referirse a Rusia, es cuando Versílov le habla a su hijo del ateísmo. «Ellos» son los europeos, que ya han comenzado a apartarse de Dios. Aquí inserta Dostoyevski una de sus más profundas y hermosas, al tiempo que dolorosas reflexiones sobre una Humanidad sin Dios, en la que los hombres sentirían una inmensa orfandad, se sentirían enormemente solos y desvalidos, y por eso se apretujarían unos contra los otros, como buscando consuelo, un imposible consuelo aquí, en la tierra, desprovista ya de todo sentido de la trascendencia y definitivamente olvidada del molde divino con el que el hombre está hecho. Esos hombres, que no tienen fe ya en la vida eterna y en la resurrección de la carne, sólo podrán contentarse, como lo más parecido a la inmortalidad del espíritu, aunque no deje de ser una simple caricatura, con guardar todo el tiempo que puedan el recuerdo de otros hombres que conocieron, pero ese recuerdo terminará, indefectiblemente, también por desvanecerse, por diluirse, y de tales hombres no quedará entonces nada. Estas reflexiones de Versílov sobre el ateísmo se sitúan entre Demonios (1870) y Los hermanos Karamásovi (1879), es decir, entre las dos obras capitales que abordan el tremendo problema del ateísmo, íntimamente vinculado al problema del mal, que ya había sido estudiado de una manera muy profunda en Crimen y castigo (1866). En Raskólnikov nos hallamos ante un individuo que se cree un superhombre, que mata a la vieja usurera, quien supuestamente está esquilmando a personas buenas y humildes como su madre y su hermana, para demostrarse a sí mismo que está por encima de las leyes divinas y humanas, pero, finalmente descubre que no es más que un hombre corriente; menos aún: un piojo. Raskólnikov, y en ello cumple un papel muy importante el ejemplo de Sonia Marmeládov, esa María Magdalena rusa, sólo al final reconoce su culpa, se arrepiente sinceramente y acepta el merecido castigo de ser deportado a Siberia. Raskólnikov ha elegido, pues, el camino del arrepentimiento y del bien, diciéndonos el novelista, al final de la narración, que comenzaba para él y para Sonia una nueva vida, abriéndose de par en par la puerta de la esperanza. La creencia en Cristo es determinante para que comience a removerse la conciencia de culpa de Rodion Románovich. En Demonios nos encontraremos con los nihilistas ateos más arquetípicos de Dostoyevski hasta ese momento, hombres que, precisamente por su ateísmo, son capaces de encarnar el mal en estado puro, absoluto, cual es el caso de Piotr Verjovenski, y, sobre todo, de Nicolai Vsevolódovich Stavroguin, que terminarán por diluirse en la nada, suicidándose. El ingeniero Aléksieyi Kirillov, a diferencia de Verjovenski y de Stavroguin, está absolutamente obsesionado con el problema de la existencia de Dios, pues, para él, si Dios existe el hombre no es libre, y si Dios no existe el hombre sí es libre, y el único modo de poder demostrar esa libertad es matándose, quitándose el hombre la vida. Esta es la «idea» de esta patética y atormentada encarnación dostoyevskiana, pues a Kirillov se lo «tragó su idea»; su suicidio es un suicidio «lógico», y, al mismo tiempo, absurdo: también acabará diluyéndose en la nada. Después viene, en 1879, la gigantesca y extraordinaria figura de Iván Karamásov, otro ateo, un intelectual, pero en su caso, lo que no disminuye un ápice el profundo error de su increencia, un ateo que, como le dice a su hermano Alíoscha, no puede creer en Dios por el inútil sufrimiento que padecen los hombres, especialmente los niños, sufrimiento que sería permitido por ese Dios en el que creen Alíoscha y el stárets Zósima. Iván, asimismo, se disolverá también en la nada, pero no a través del suicidio, sino de la locura en la que se internará para siempre.

Versílov, por su parte, está convencido de que ese día llegará, el día en que la Humanidad europea abrace el ateísmo, y ése será el día postrero, último, de la Humanidad. ¿De verdad se está refiriendo Versílov sólo a Europa? No lo creo; es más: ni siquiera fundamentalmente. Versílov-Dostoyevski está pensando en Rusia, en el futuro de Rusia, y por eso tenía tanta razón Dmitri Merejkovski al calificar a Dostoyevski de profeta, de profeta de la Revolución rusa, que él prevé como nadie en Rusia y en el mundo, y la prevé porque está atento al comportamiento de esos «demonios», esos jóvenes nihilistas que creen en la justicia social y en la igualdad, pero no creen en Dios, y tanto la justicia social, como la igualdad, pero, sobre todo, la libertad, no son posibles sin Dios. El ateísmo entraña una profunda animadversión a Cristo y al Reino de Dios, como ha sabido ver el filósofo alemán Reinhardt Lauth [207]. El adolescente no entra en las abismales profundidades de las otras dos novelas en relación al problema del mal, del ateísmo y de la libertad, que, en el fondo, se resumen en el problema de Dios, que es el problema capital y decisivo para Dostoyevski. Esto lo ha entendido muy bien, a mi juicio, Luigi Pareyson, como también lo comprendieron antes de él León Chestov y Nicolás Berdiaev. Pero es Pareyson el que más insiste en la decisiva importancia que tiene la libertad para Dostoyevski, pues sin libertad no existe Dios y sin Dios no hay tampoco libertad. La libertad del hombre, y esto se puede deducir perfectamente de las grandes novelas dostoyevskianas—Henri Troyat decía que «como todas las grandes novelas de Dostoyevski, El adolescente es la historia de una lucha por la libertad» [207]—, no deber ser, y, de hecho, no es ilimitada, siendo su principal facultad la de poder elegir entre el bien y el mal, entre creer en Dios y en Cristo, que le conducirá a la paz, a la unidad del ser y a la salvación en el amor al prójimo, o no creer más que en el hombre, un hombre-dios que se cree por encima de cualquier ley, y que, por eso mismo, acaba cayendo en la arbitrariedad, en la amoralidad, en la destrucción de la vida, en la negación de la unidad ontológica del ser y en el abandono en la nada materialista y en la intrascendencia. Dios prefiere que el hombre lo niegue, a que el hombre pierda su libertad intrínseca, connatural, insustituible, su más preciado tesoro, aquello que, en última instancia, lo distingue de cualquier otra criatura. La libertad es, esencialmente, libertad de elegir, esto es, una moral de la responsabilidad, pero el bien no puede ser impuesto, porque, como muy bien argumenta Pareyson, el bien como imposición deja de ser bien para convertirse en algo malvado y perverso. Dios prefiere ser negado, inmolado por el hombre, con tal de que éste no pierda su auténtica libertad [208]. Al final siempre vence el bien, e incluso un ateo auténtico es preferible a un tibio o a un indiferente en relación a la creencia en Dios, pues el ateo, o la persona malvada, aún puede arrepentirse y elegir el camino del bien. Ésta es la pavorosa tragedia del hombre, que escrutó como nadie en el mundo Dostoyevski, la tragedia de la libertad que permite al hombre elegir entre Cristo o el demonio, una criatura esta última que es primordialmente parasitaria, parasitaria del hombre y de la realidad de la unidad del ser, y que sólo puede rozar la realidad a costa de destruir la integridad trascendente y divina que hay en el ser humano. La tragedia de la libertad, que es al mismo tiempo la tragedia del hombre y que presupone inexcusablemente la existencia de Dios y el infinito sacrificio de Cristo, es lo que niega, rechaza, desprecia y trata de borrar de la faz de la Tierra el ateísmo, el totalitarismo, el nihilismo, el comunismo, cuya más arquetípica encarnación literaria es el anciano inquisidor español, el nonagenario cardenal que, en la Sevilla del siglo XVII, habla y habla y habla ante el Verbo que ha vuelto de nuevo, por una sola vez, antes de su última venida; el Verbo, el auténtico Hijo del Hombre, que permanecerá mudo durante horas delante de ese símbolo del Poder, de la negación de la libertad y de la negación de la trascendencia divina que hay en el hombre. Un silencio tremendo, que paraliza el movimiento de los astros y detiene por un instante el curso de la vida, un silencio como no lo ha habido antes ni lo habrá nunca después, un silencio infinitamente elocuente, ensordecedor, que desesperará a quien no puede comprender que el Verbo hecho carne, Cristo, se haya atrevido a venir otra vez a la Tierra, a estar entre los hombres, a incrementar aún más si cabe la protección hacia esa libertad que Él defiende para la criatura humana, y no lo entiende porque esa libertad supone infelicidad, desasosiego, angustia, ineludible necesidad de elegir, cuando los hombres, para ese anciano aparentemente inocente e inofensivo, pero que representa el mal, no necesitan para nada la libertad, sino estar contentos, ser felices, pues ellos son como niños a los que hay que guiar; mejor aún, no como niños, sino como un rebaño, como un inmenso hormiguero. Ese mismo hormiguero acabará creciendo y creciendo con la Revolución bolchevique, vaticinada por Dostoyevski como por ningún otro espíritu europeo, y es que el veneno de la Revolución estaba ya inoculado en el ateísmo nihilista de muchos intelectuales de la intelligentsia rusa de la época en que escribía el genial novelista. Varias décadas después, otro poco conocido y prematuramente desparecido, pero gran escritor, el austriaco de origen húngaro Ödön von Horváth (1901-1938), lo plasmó en su magnífica novela Juventud sin Dios (1937), en la que un maestro, un educador, representante de una de las profesiones más nobles que existen, asiste al desprecio más absoluto de los valores morales más elementales en una sociedad en la que crece el monstruo del nacionalsocialismo, del nazismo alemán, un monstruo infinitamente malvado que destruye la esencia misma del hombre convirtiéndolo en un mero instrumento, en el engranaje de una maquinaria infernal y diabólica que será capaz, nada menos, que de convertir el crimen en un asunto de eficacia científica y de asesinar en masa a millones de seres humanos por el solo hecho de pertenecer a una raza considerada inferior. En su última novela, Un hijo de nuestro tiempo (1938), publicada ya después de su muerte, Ödön von Horváth aborda de nuevo el odio que se apodera del ser humano en una sociedad alienada, en una sociedad sin Dios, como la que construye la Alemania hitleriana [209]. Todo este horror ilimitado, producto de la libertad aviesamente entendida del hombre, ya lo previó Dostoyevski. Fue Camus, en El hombre rebelde, quien dijo aquello de que una libertad ilimitada conduce a un despotismo ilimitado. Es el hombre, con su trágica capacidad de elegir, el único que puede comprometerse con el bien y con la verdad, optando por Cristo, por el amor a Cristo, que es optar por el amor al hombre concreto, individual y personal. Al hacer esta elección, libremente, sin coacción ni imposición alguna, el hombre pone freno a esa libertad ilimitada, y es entonces cuando acepta el orden divino, la unidad del ser, la vida vivificante de la salvación en Cristo. Pero, aunque la libertad ha sido reconducida, ha sido orientada al seno del Padre, continúa siendo libertad, que, en cualquier momento puede producir un brusco giro en la conducta del hombre. Por eso dice Dostoyevski que no concibe la fe sino en el piélago proceloso de la duda, una duda que lo acompañará siempre, hasta el momento mismo de su muerte corporal. La libertad, pues, es asumir la propia responsabilidad. Por eso enfatiza Pareyson que Dios prefiere que el hombre lo niegue a que el hombre pierda su libertad. La libertad del hombre es también la libertad de Dios. En sus novelas, en sus escritos, en sus cartas, como en aquella que le escribe en 1854 a Madame von Vizine, se diferencia sustancialmente Dostoyevski de los eslavófilos, pues en éstos pesaban sobre todo la tradición, las costumbres religiosas, la fe de los antepasados, la fe ortodoxa de Rusia, y en Dostoyevski la fe se cimenta sobre la duda, como en nuestro don Miguel de Unamuno. La fe y la duda son dos abismos inseparables. Decía Santa Teresa de Jesús que no temía el infierno por sus penas, sino porque es un sitio donde no se ama. El amor al prójimo, el amor desinteresado, servicial y profundo a tu prójimo, que es tu hermano, aunque sea tu enemigo. Parece una doctrina moral inhumana, pero así lo ha dispuesto Dios, de tal modo que el hombre elija con absoluta libertad ese sentido del amor; si no lo elige, se estará condenando a sí mismo, se adentrará en ese infierno imaginado por la gran mística de Occidente, nuestra santa de Ávila, un infierno seco, estéril, sin vida, pues se halla desprovisto de amor, que es lo único que puede redimir al hombre y hacerlo verdaderamente hombre, no un homúnculo, un malvado, un instrumento, un robot o un alienado.

No puedo compartir, y me parece que es fruto de una lectura superficial o de una preocupante incomprensión, la opinión del historiador polaco Waliszewski al afirmar que «Dostoyevski es esencialmente comunista. La libertad y el perfeccionamiento individuales le importan poco» [210]. A no ser que emplee el término «comunista», cosa que no creo, en su sentido originario de «comunidad de bienes», como ocurría en la Urgemeinde (Comunidad cristiana primitiva de Jerusalén, dispersada en el año 70 de nuestra era), decir que Dostoyevski es un comunista es un despropósito. Sus palabras contra el Socialismo ateo y contra los comunistas en el Diario de un escritor son, a este respecto, inequívocas. En las páginas del Diario correspondientes a marzo de 1876, cap. I, IV, antes de arremeter contra la burguesía francesa revolucionaria de la época de la Convención republicana, leemos: «Por lo demás, también la República [Francesa] está abocada a una lucha, si no con Alemania, sí con un enemigo todavía más peligroso: con el enemigo de toda Europa: el comunismo y el socialismo» [211]. Y eso que tampoco tiene empacho en reconocer, como lo hace en ese mismo capítulo del Diario, unas líneas más adelante, que la República burguesa surgida en Francia después del destronamiento de Luis XVI, fue la forma más eficaz y el más formidable dique de contención frente al comunismo. En efecto, ni Robespierre, ni Saint-Just ni los otros miembros del Comité de Salvación Pública eran comunistas, sino defensores de la propiedad privada. Aún más increíble, sin embargo, es tachar a Dostoyevski de indiferente hacia la libertad y la perfectibilidad moral del ser humano. Todas sus grandes novelas demuestran lo contrario, todos sus escritos. Junto con Cervantes, Dostoyevski es, probablemente, el más ardiente defensor de la libertad que haya existido en la literatura en todo el mundo, pero, claro está, como ya hemos insinuado, de una libertad originaria, no vicaria ni subordinada; una libertad radicalmente libre, no una parodia de ella. Si algo nos enseñan los torturados personajes de Dostoyevski es que, para alcanzar el bien, es necesario, casi siempre, pasar por la experiencia del mal (hay poderosas excepciones, entre otras el príncipe Mischkin, el obispo Tijón o el stárets Zósima). Su deseo es que el hombre se haga mejor, más perfecto moralmente, y, para ello, no tendrá más remedio que expiar sus pecados a través del castigo y del sufrimiento. No es posible la libertad ni la perfección moral sin el sufrimiento. En este caso, no el sufrimiento inútil al que se refiere Iván Karamásov, sino el sufrimiento que nos redime de las culpas una vez que nos hayamos sinceramente arrepentido.

En 1930, Ortega y Gasset fue uno de los espíritus europeos que con mayor clarividencia enjuiciaron la perversión moral y política que se escondía tras los regímenes totalitarios entonces triunfantes, a saber, Italia y Rusia: «Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón» [212]. Y, más adelante, dice lo siguiente sobre el marxismo del régimen soviético: «Así, en Moscú hay una película de ideas europeas—el marxismo—pensadas en Europa en vista de realidades y problemas europeos. Debajo de ella hay un pueblo, no sólo distinto como materia étnica del europeo, sino—lo que importa mucho más—de una edad diferente de la nuestra. Un pueblo aún en fermento; es decir, juvenil. Que el marxismo haya triunfado en Rusia—donde no hay industria—sería la contradicción mayor que podía sobrevenir al marxismo. Pero no hay tal contradicción, porque no hay tal triunfo. Rusia es marxista aproximadamente como eran romanos los tudescos del Sacro Imperio Romano» [213]. Después de la caída del Muro de Berlín (9 de noviembre de 1989) y de la desintegración de la Unión Soviética (25 de diciembre de 1991), parece que el tiempo le ha dado la razón a Ortega. En cuanto a Dostoyevski, es lo más probable que no se hubiese sorprendido, caso de haberlo conocido, del marxismo soviético como ideología que quiere arrancar en el hombre la idea de Dios, sustituyéndola por la nueva religión comunista, pues él previó esa etapa de la historia de Rusia, pero sí hubiese pensado en el carácter epidérmico de ese mismo marxismo entre las amplias capas del campesinado y del pueblo ruso, como de hecho así ha sido.

La íntima conexión entre los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo veinte—el bolchevismo soviético, el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán—, ha sido estudiada con rigor histórico por varios autores sobradamente conocidos, entre los que destaca especialmente Hannah Arendt, aunque la pensadora alemana de origen judío matiza con inusual objetividad que, a pesar de lo orgulloso que se sentía Mussolini de la expresión «Estado totalitario» aplicada a su régimen, «no intentó establecer un completo régimen totalitario, y se contentó con una dictadura y un régimen unipartidistas» [214]. En apoyo de lo que dice, aduce que la «prueba de la naturaleza no totalitaria de la dictadura fascista es el número sorprendentemente pequeño y las sentencias relativamente suaves impuestas a los acusados de delitos políticos» [215]. Hannah Arendt tiene completa razón en su análisis y en los datos que ofrece, aunque, sin ánimo, ni mucho menos, de corregirla, sí debe admitirse que el régimen fascista italiano es, al menos en teoría, totalitario, pues se cumplen los dos requisitos básicos aducidos por el filósofo Jacques Maritain (en su ensayo Humanismo integral) para que tal régimen político sea posible y exista: que el Partido único se identifique con el conjunto del Estado, y que el individuo concreto sea sacrificado a la consecución de fines estatales. Pero a quien yo quería mencionar aquí, con el fin de apuntalar aquella conexión, sobre todo entre el totalitarismo comunista soviético y el nacionalsocialista alemán, es al ilustre sociólogo Waldemar Gurian (1902-1954), que, siguiendo los pasos dados por Nicolás Berdiaev, demuestra rigurosamente el carácter religioso del bolchevismo y del hitlerismo, esto es, el propósito demoniaco de sustituir la religión de Cristo por un nuevo culto y una nueva Iglesia, atea, laicista y amoral, sustentada en horrendos crímenes y en un inenarrable Estado policíaco. Todo ello, como hemos reiterado, lo entrevió con prístina claridad y lucidez extrema Dostoyevski con su Gran Inquisidor [216].

Versílov se define a sí mismo, delante de su hijo, como un «deísta filosófico», esto es como un hombre que cree en Dios como si Dios fuese una necesidad de la razón, al modo de Voltaire y otros philosophes de la Ilustración francesa; pero esta opinión que Versílov tiene de sí mismo es inexacta y demasiado modesta. El desarrollo de la novela, las mismas palabras que acaba de decir ante Arkadii sobre una Humanidad sin Dios, nos lo muestran, no como un «deísta», sino como un teísta, un hombre que cree en un Dios personal. Su hijo (3.ª parte, cap. IX, I) lo consideraba como un misionero, un hombre que «llevaba en el corazón el Siglo de Oro y conocía el porvenir del ateísmo, […] un tipo de hombre que renunciaba a todo y se erigía en vocero de la ciudadanía universal y del principal pensamiento ruso, de la fusión de todas las ideas».

En aquella conversación a que hemos aludido ya en que, como muestra palpable del desdoblamiento y del pensamiento contradictorio y equívoco frecuente en Versílov, éste le dice a su hijo aquello de la imposibilidad del hombre de amar a su prójimo, también le manifiesta: «…porque nuestro ateo ruso, cuando es ateo de veras y con algún talento…, es el hombre mejor del mundo, siempre propende a dar gusto a Dios, porque es infaliblemente bueno, y es bueno porque se halla inconmensurablemente satisfecho de ser… ateo». El propio Arkadii se da cuenta inmediatamente de la inmensa bruma que planeaba sobre estas frases, de lo escurridizo que resultaba su padre en materia de religión. No lo fue, sin embargo, o mucho menos, al evocarle ese hipotético pero factible futuro de una Humanidad sin Dios.

  

VIII

Uno de los aspectos más complejos de El adolescente en general y del personaje de Versílov en particular, es la figura o presencia del «doble», en alemán Doppelgänger, que en Dostoyevski constituye uno de los recursos fundamentales, desde el punto de vista literario, psicológico, metafísico y espiritual, de algunas de sus novelas más importantes, si bien lo aborda desde dos perspectivas que ofrecen distinta intensidad, o, si se prefiere, planos diferentes: el primero, como sucede principalmente en su pequeña novela El doble, supone una innegable manifestación de desdoblamiento del sujeto, que incluso terminará por desembocar en la locura, pero ese desdoblamiento, esa convicción del protagonista en la existencia de otro yo igual que él mismo, aún se mantiene muy alejado de cualquier connotación demoníaca, malvada, perversa; el segundo, sí entraña ya una profunda inmersión en la más inicua de las facetas del alma, aquella que la vincula estrechamente al mal, a lo demoníaco, dirigiéndola a la denigración, al ejercicio de la crueldad, del sufrimiento inútil, hasta que, finalmente, termina abismándose en la locura o en el suicidio, resultado y conclusión lógica del espantoso vacío existencial en que ha transcurrido la vida de la persona. A esta segunda constelación es a la que pertenecen individuos como Iván Karamásov o Nicolai Vsevolódovich Stavroguin, éste último, probablemente, su más despiadada y abyecta encarnación. También Versílov ofrece una faz de su personalidad que lo relaciona con lo demoníaco, con lo autodestructivo, con la vaciedad, la indolencia, la pereza y la disgregación del individuo en la nada; pero, por fortuna, terminará controlando esta terrible inclinación de su alma, domeñándola, reduciéndola a unos cauces en los que no pueda volver a desatarse, y ello es así, ello es posible porque, en el fondo de esa alma desdoblada, hay todavía una llama religiosa, durante mucho tiempo extremadamente débil, pero que se mantiene lo suficientemente luminosa para que nunca se extinga por completo la creencia en Cristo, de igual modo que asimismo acabará por triunfar el bien en un espíritu tan lacerado por la contienda que se libra en su seno entre el bien y el mal como el de Dmitrii Fiodórovich Karamásov, pues en él conviven, quizás más arquetípicamente que en cualquier otro personaje dostoyevskiano, de modo simultáneo el bien y el mal, la generosidad y la mezquindad, la ruindad y la nobleza, sobreponiéndose, finalmente, el bien, es decir, esa parte pura, generosa y honesta que anida en su desdoblado carácter. El caso de Versílov, como ya hemos tenido en parte ocasión de comprobar, es enormemente complejo por la propia ambigüedad y el carácter y modo de proceder equívoco, sigiloso, escurridizo, del personaje, aunque, insistimos, al terminar la novela podemos estar seguros que su lado positivo ha vencido definitivamente a su lado negativo, oscuro y más tenebroso. En este sentido, el final de El adolescente, como ha sabido ver Henri Troyat, nos evoca el de Crimen y castigo. En el último capítulo de la novela, piensa para sí Arkadii: «Ahora ya ha transcurrido casi medio año […] muchas cosas han cambiado del todo, y para mí hace ya mucho tiempo que empezó una nueva vida». Lo que viene después de las Memorias que acaba de escribir, pertenece ya a otra etapa de su vida, una vida que presumimos nueva y llena de esperanza. Es muy posible que se decida a entrar en la Universidad. ¿Y Versílov? ¿Qué ha sido de él transcurridos esos seis meses y después de los dramáticos hechos ocurridos entre él y Katerina Nikoláyevna, tal y como se narran al final del capítulo XII de la última parte? Arkadii nos informa con la suficiente precisión que su padre se ha restablecido bastante, que no se aparta del lado de Sonia, que incluso ha guardado, después de treinta años, la vigilia del tiempo de Cuaresma, con la consiguiente satisfacción de Sofía Andréyevna. Es verdad que rompió pronto el ayuno—«Amigos míos, yo amo mucho a Dios, pero… de eso soy incapaz»—; no obstante, su relación con Sonia ha cambiado por completo. Ella le habla y le habla, mientras él escucha apaciblemente, besándole las manos a su amada, cogiendo el retrato fotográfico de Sonia que una vez besase y ponderase ante su hijo, y lo besa inundándosele los ojos de lágrimas. Es decir, que también se abre una nueva vida para el cincuentón de Versílov, una vida abierta a la esperanza, al calor de la vida hogareña; para él, un hombre que muchas veces ha estado a punto de caer para siempre por el precipicio. Pero es la creencia en Cristo la que lo ha salvado, así como el inmenso amor que le profesa su querida Sonia. El amor salva. En este caso lo ha hecho. Como lo hizo con Rodion Románovich. Dostoyevski dosifica el destino trágico, fatal, tenebroso, de sus personajes; de lo contrario, no dejaría entreabierta ninguna puerta hacia la redención del hombre, hacia su potencial capacidad para ser bueno y elegir libremente el bien y la moralidad. Pero de lo que no tiene duda Arkadii es que su padre, al que ahora quiere con toda su alma, ha sido víctima del desdoblamiento. Lo escribe al final de sus Memorias, en ese último capítulo de la novela: Versílov, a pesar de la escena con Katerina, no ha padecido «una locura verdadera, tanto más cuanto que… tampoco ahora está loco. Pero lo del doble, eso sí, lo admito sin ningún género de duda. Pero, ¿qué es eso del doble? El doble […] no es otra cosa que el primer grado de cierto trastorno, ya grave, del espíritu, que puede conducir a un final bastante desastroso».

André Gide, en su conocido libro sobre Dostoyevski, publicado originalmente en 1923, se ha referido a la figura del «doble» en el gran novelista ruso, dejando claro que los personajes dostoyevskianos afectados por el desdoblamiento no tienen nada en común con esos otros de la literatura en los que hallamos casos patológicos «en que una segunda personalidad, injertada en la primera, alterna con ella», de tal manera que «se crean … dos personalidades distintas, dos huéspedes del mismo cuerpo». El ejemplo más conocido sería el que ofrece Robert Louis Stevenson en su novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1720). Para Gide, en cambio, «lo que en Dostoievsky resulta desconcertante es la simultaneidad con que se produce tal desdoblamiento, y el hecho de que sus personajes sean plenamente conscientes de sus inconsecuencias y de su dualidad» [217]. Un consumado ejemplo de ello sería Versílov.

La más antigua mención del «doble» se remonta, casi con toda seguridad, a la Meteorologica de Aristóteles, en donde habla del caso de un hombre cuya vista era débil y confusa, siendo frecuente que creyese ver, al caminar por la calle, una imagen semejante a la de su persona frente a él [218]. Esta experiencia de encontrarse con el «doble» de uno mismo, que se denomina también «autoscopia», es algo similar a una aparición, adquiriendo la forma de una imagen especular de la persona en cuestión, y de ahí que Aristóteles mencione varias veces el espejo en el referido pasaje. En cuanto a Sigmund Freud, la atención que prestó a este fenómeno es marginal en el conjunto de sus investigaciones. Las precisas definiciones y rasgos distintivos del «yo», del «super-yo» y del «ello», no se concretan en el caso del «doble». El «yo» es ese sector de nuestra vida psíquica que garantiza la supervivencia del sujeto y hace de mediador entre el mundo exterior y el «ello», estando determinado por las vivencias propias del individuo; el «super-yo» es una instancia especial del «yo» que se forma en el individuo como consecuencia del largo periodo de convivencia con los padres, aunque también se agregan a él modelos de otra índole (educadores, personas ejemplares), de tal manera que su función principal es la de restringir las satisfacciones primarias o instintivas; el «ello», cuya única similitud con el «super-yo» es que representa las influencias del pasado (heredadas en el caso del «ello» y recibidas de los demás en el caso del «super-yo»), lo que pretende es satisfacer las necesidades innatas del organismo, pero no las que tienen relación con mantenerse vivo, que es función del «yo», sino las vinculadas con los instintos, particularmente con los dos instintos básicos: el Eros y el instinto de destrucción (este segundo también llamado instinto de muerte). Freud define los instintos a los que acabamos de aludir como «las fuerzas que suponemos tras las tensiones causadas por las necesidades del ello» [219]. El fenómeno del «doble» lo estudia principalmente Freud en un breve artículo de 1919 titulado Das Unheimliche (Lo siniestro; en inglés, The Uncanny). Las opiniones que a nosotros nos interesan aquí las extraeré de una reconocida traducción francesa del artículo completo [220]. Lo primero que hay que decir es que lo que Freud estudia bajo ese término de lo «siniestro» no es ni mucho menos exactamente lo que Dostoyevski aborda en sus novelas bajo el concepto o la figura del «doble». En síntesis, Freud viene a decir que lo «siniestro» es un retorno de lo reprimido y supone una lucha entre el «yo» y el «ello». Lo «siniestro» es lo que inconscientemente nos recuerda nuestro «ello», es decir, los impulsos reprimidos, que nuestro «super-yo» percibe como una fuerza amenazadora. Lo inquietante, lo extraño, el desdoblamiento, tienen para Freud su origen en los fantasmas inconscientes que se despiertan, quizás por una impresión exterior, después de haber estado mucho tiempo reprimidos desde la infancia, o bien cuando ciertas convicciones primitivas, relacionadas por lo tanto con el «ello» y que parecían superadas, encuentran una nueva confirmación. Desde el primer momento Freud admite que no dispone, por razones evidentes (las dificultades derivadas presumiblemente del caótico periodo subsiguiente al final de la Gran Guerra), de los materiales bibliográficos necesarios para poder llevar a cabo con todo el rigor deseable su concisa investigación. Después de hacer una serie de precisiones de carácter filológico y etimológico sobre el término motivo de su análisis, y aun reconociendo sus discrepancias de fondo con el estudio del psiquiatra alemán Ernst Jentsch sobre lo «siniestro» (On the Psychology of the Uncanny, 1906) [221], Freud parte de este artículo pionero, tomando también muy en consideración algunos cuentos de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, al que llega a calificar, especialmente por su narración Der Sandmann [222] (1817), como maestro insuperable de lo «siniestro». Otro ejemplo memorable de Hoffmann que cita Freud es la novela Los elixires del diablo (1815-1816) [223]. A continuación se refiere Freud a un célebre trabajo sobre el «doble» escrito por el psicoanalista austriaco Otto Rank [224], que, como bien indican en nota al pie Marie Bonaparte y Madame Edouard Marty, parte del análisis del original y brillante guión cinematográfico escrito por Hanns Heinz Ewers para la película El estudiante de Praga, dirigida por Paul Wegener en 1913. El gran historiador del cine expresionista alemán Siegfried Kracauer admite sin reparos que Ewers «poseía un auténtico sentido fílmico», pero que también llegó a ser un «aliado natural de los nazis, para quienes escribiría, en 1933, la obra cinematográfica oficial sobre Horst Wessel» [225], esto es, el que fuera destacado jefe de una sección de la tristemente célebre SA (Sturmabteilung o «Sección de Asalto») y autor de la letra del himno del Partido Nacional-Socialista Alemán. Kracauer, que resume muy bien el argumento de la película, en la que el pobre estudiante Baldwin firma un pacto con el extraño hechicero Scapinelli (el demonio, su otro «yo»), resultando «obvio que el doble no es sino una de las dos almas que habitan en Baldwin», afirma que «Der Student von Prag introdujo en el cine un tema que se tornaría en una obsesión de la pantalla alemana: una preocupación temerosa y profunda por el trasfondo del “yo”» [226].

Ya nos hemos referido a la advertencia de Freud respecto de la escasa literatura clínica especializada de que disponía para escribir su artículo. No obstante, resulta significativa la importancia, en absoluto inmerecida, otorgada a Hoffmann, y el silencio que mantiene sobre la novela El doble de Dostoyevski, que ni siquiera nombra. Sí menciona, en cambio, para continuar poniendo ejemplos de lo «siniestro» en la literatura, un cuento del escritor romántico alemán Wilhelm Hauff, Die Geschichte von der abgehauenen Hand (Historia de la mano cortada, 1826) [227], y el poema El anillo de Polícrates, de Friedrich Schiller [228]. Al comentar el trabajo de Otto Rank, se refiere también Freud al «doble» (ka) que acompañaba al faraón difunto en la vida de ultratumba en el antiguo Egipto [229]. El silencio sobre El doble de Dostoyevski tiene difícil explicación si advertimos que ya hay una versión alemana de esta novela del escritor ruso publicada por la editorial Piper de Munich en 1913, acompañada con sesenta ilustraciones del escritor, pintor, dibujante y grabador simbolista y expresionista austriaco (nacido en Bohemia) Alfred Kubin (1877-1959). Menos sorprendente, aunque también puede resultar extraño dada su repercusión en los ambientes intelectuales centroeuropeos de la época de los comienzos de la República de Weimar, es que Freud no mencione la película Das Kabinett des Dr. Caligari, realizada en 1919 por Robert Wiene, cuya génesis y extraordinario contenido sintetiza admirablemente Kracauer en el capítulo 5 de su libro sobre el cine expresionista alemán. La extrañeza proviene del hecho de que esta película aborda de manera genial y revolucionaria el tema del «doble», pues, al identificar al final al siniestro empresario de barracón de feria Caligari, que maneja a su antojo al sonámbulo Cesare a fin de poder perpetrar impunemente sus crímenes, como el mismo director de la institución psiquiátrica donde está internado su infeliz instrumento, los autores de la historia, el checo Hans Janowitz y el austriaco Carl Mayer, están proponiéndole al espectador que «la razón maneja al poder irracional, [y por tanto] la autoridad vesánica [demente] es simbólicamente abolida» [230]. El subversivo guion es milagrosamente aceptado por Erich Pommer, un alto responsable de la Decla-Bioscop, pero, al encargársele la dirección a Wiene, lo altera (con el consentimiento de Fritz Lang), eliminando por completo el elemento crítico y antiautoritario. ¿Cómo? Pues haciendo que todo sea el sueño de un loco, Francis, el estudiante enamorado de Jane en el film. Por eso en la primera escena vemos a Francis, en el manicomio, que va a contarle a otro loco la historia de Jane, otra de las dementes que se hallan internadas. Lo que viene a continuación es la historia tal como la concibieron los guionistas originalmente, pero cuando esa historia termina, de nuevo nos encontramos con Francis, que acaba de terminar su narración. Por el patio deambulan seres entristecidos, entre ellos Cesare. Es entonces cuando aparece desde el fondo el director médico, con los mismos rasgos del Caligari de la película, un hombre ahora apacible e inofensivo: «Francis confunde al director con el personaje de pesadilla que ha creado y acusa a ese demonio imaginado de ser un demente peligroso. Grita y lucha enfurecido con los enfermeros. La escena se traslada a una sala de enfermos donde se ve al director colocándose unos anteojos de carey, que inmediatamente le cambian el aspecto: pareciera ser Caligari quien examina al postrado Francis. Se quita los anteojos y, todo dulzura, dice a sus colaboradores que Francis cree que él es Caligari. Ahora que entiende el caso de su paciente, termina diciendo el director, podrá curarlo. Y el público se retira con ese mensaje promisorio» [231]. Supongo que Freud conocería la película; en cualquier caso, lamentablemente, la omite, a pesar del valioso material que proporciona, pues no sólo las fuerzas del mal se encarnan en un psiquiatra, sino que éste hace uso de la hipnosis para poder dirigir a Cesare, su eficaz, aunque no culpable, instrumento de sus pérfidas acciones criminales.

Pero digamos ahora unas palabras sobre la novela El doble (Dvoinik), comenzada a escribir por Dostoyevski en 1845. Por su argumento y la problemática psicológica y espiritual que entraña, debería pertenecer a ese segundo periodo «trágico» de la producción de Dostoyevski señalado por Chestov, pues El doble constituye, sin lugar a dudas, un ejemplo singular, avant la lettre, de lo que vendrá más tarde, aunque todavía de modo embrionario y sin la presencia de lo demoniaco, de la ruindad moral y de la abyección. El protagonista de la novela, el consejero titular Yakov Petróvich Goliadkin, sufre de manía persecutoria, de una neurosis obsesiva que le hace creer, en un claro desdoblamiento de su personalidad, que otra persona exactamente igual que él ocupa otro puesto en la oficina, si bien Dostoyevski tiene la habilidad de mantener una calculada ambigüedad entre realidad e imaginación, entre lo que es objetivo y verificable y lo que pertenece al mundo de la más pura subjetividad. Aunque, como afirma Cansinos Asséns en el Prólogo que dedicó a la novela, El doble «plantea enormes problemas metafísicos», tales como «la realidad del mundo exterior» y «las relaciones entre el sueño y la vida», y aunque el señor Goliadkin, finalmente, debe ser internado en un manicomio, «donde ingresa conducido por la figura apocalíptica del doctor Krestian  Ivánovich  Rutenspitz»—una razón más para haber relacionado la novela de Dostoyevski con la película Caligari—, lo cierto es que, como se desprende de la lectura del relato y nos anticipa Cansinos Asséns, «el señor Goliadkin es, en el fondo, un hombre bueno, amoroso, efusivo, y de ahí le viene su desgracia» [232]. A ese  «doble» del inofensivo señor Goliadkin, podría denominársele también alter ego (literalmente: «otro yo»), aunque es preceptivo aclarar que el término alter ego ha conseguido un amplio desarrollo en otras dos direcciones, a saber, como personaje principal de una obra literaria en la que no es más que un trasunto del autor de la misma (en el caso del escritor portugués Fernando Pessoa, sus célebres heterónimos), o como creación de lo que podría denominarse un ejercicio de «travestismo» intencionadamente transgresor y anticonvencional en determinados artistas de la vanguardia histórica del primer tercio del siglo pasado, siendo el caso más relevante, sin duda, el de Marcel Duchamp, quien creó en Rrose Sélavy («el amor es la vida»), que no era otro que él mismo travestido como una mujer, un alter ego de sí mismo, un trasunto equívoco, sin dejar de ser una broma, de su compleja personalidad, al que supo dar genuina expresión estética la cámara fotográfica de Man Ray [233].

De ahí que la mejor manera de abordar e intentar comprender el significado de la figura del «doble» en Dostoyevski, sea remitiéndose el lector, como en tantos otros inabarcables y poliédricos aspectos de su obra, al texto de sus novelas, para poder extraer de él las conclusiones más fidedignas de lo que realmente quiso transmitirnos el escritor, si es que tal hazaña exegética es humanamente posible. Versílov, como hemos adelantado ya, no posee el alma abyecta de un Stavroguin o de un Piotr Verjovenski, que los conducirá ineluctablemente al suicidio, del mismo modo que tampoco sufre ese desdoblamiento torturado y sufriente de Iván Karamásov, quien, asimismo, terminará internándose en el reino de las sombras, es decir, en la locura. Yerra, a nuestro parecer, Cansinos Asséns, cuando califica—en el Prólogo a nuestra novela—de maniqueo a Dostoyevski, pues esa lucha entre el bien y el mal que, cual una tempestad apocalíptica, se desata con tanto ímpetu en el alma y en el corazón de algunos de sus personajes, no significa que Dostoyevski reduzca ese combate a una mera dualidad simplificadora del bien por un lado y del mal por otro, ya que en todo hombre anida de manera simultánea lo angelical y lo demoniaco, que se entremezclan y debaten en una tensión dialéctica en la que jamás se anula la libertad humana, esto es, la responsabilidad de elegir de un modo absolutamente libre e intransferible que sólo compete al ser humano. En todo el Universo, sólo el hombre es libre, sólo él puede elegir con plenitud de conciencia y de voluntad. Cansinos Asséns, que es un finísimo analista de la cosmovisión dostoyevskiana, a veces yerra, es verdad que en escasísimas ocasiones, y eso suele sucederle cuando hace demasiado caso a ciertas observaciones de Edward Hallett Carr, un buen biógrafo y un excelente historiador de la Rusia soviética, y que también está muy acertado en numerosas páginas de su entusiasta libro Los exiliados románticos, pero que no supo comprender el fondo último de las grandes novelas de Dostoyevski, precisamente porque antepone el psicólogo al antropólogo o al pneumatólogo, y, también, como hemos dicho ya, porque minusvalora extraordinariamente la capacidad filosófica y metafísica de Dostoyevski, que, aun cuando no era un filósofo académico, es, a no dudarlo, el más grande pensador ruso que haya existido, y porque—tampoco debo callarlo—mantiene una inconfesada resistencia a admitir la profunda religiosidad cristiana de algunos de los personajes dostoyevskianos, que Hallett Carr prefiere calificar de seres imbuidos casi exclusivamente de una escueta dimensión «ética». En principio no tengo nada que objetar a esa acepción, pero lo que no puede ocultarse es la íntima conciencia religiosa cristiana, con todo el sentido de creencia en la trascendencia espiritual del hombre y de fe en Jesús, de esos personajes, que, o bien encarnan primordialmente el bien, cosa muy rara en Dostoyevski, o bien terminan orientándose hacia él, como es el caso de Dmitrii Karamásov. El triunfo del bien en Dostoyevski se produce precisamente a través de la omnipresencia del pecado y del mal; puede parecernos una paradoja, pero es que toda la obra de Dostoyevski está llena de paradojas, de contradicciones, de tensión dinámica y dialéctica de las ideas, que es llevada hasta el límite de lo soportable, no como si esas ideas fuesen tratadas cual frías y lógicas abstracciones, ya lo decíamos antes, sino como concreciones encarnadas en individuos que sufren, sienten, aman y odian. Por eso tiene profunda razón Luigi Pareyson al subrayar que Dostoyevski no es ni un maniqueo, ni un optimista, ni un pesimista [234], sino un alma «trágica», esto es, que, como bien supo apreciar León Chestov, en la novelística dostoyevskiana se encarna una inconmensurable «filosofía de la tragedia». También se equivoca, a nuestro entender, aun reconociéndole algunas penetrantes observaciones, Juan Manuel Almarza Meñica, cuando afirma: «Cristo y el Gran Inquisidor son dos visiones del mundo, dos propuestas de humanidad, dos modos de superar lo trágico de la existencia. Representan los polos extremos del profundo maniqueísmo que domina toda la narración» [235].

Cuando la personalidad se desdobla y hay una parte de ella que se orienta decididamente hacia el mal y hacia la abyección, cayendo así en la amoralidad, sí puede afirmarse que esa parte está de uno u otro modo relacionada con el mundo de los instintos primarios, con el «ello», como comprendió Thomas Mann al vincular estrechamente el «ello» con la amoralidad: «Pues el inconsciente, el “ello”, es primitivo e irracional, es puramente dinámico. No conoce valoración alguna, no conoce ni el bien ni el mal, no conoce moral» [236].

El desdoblamiento de los personajes de Dostoyevski es una compleja consecuencia, pues no se trata de una mera o mecánica relación causa-efecto, del propio desdoblamiento del escritor, que tanto esfuerzo y tanto sufrimiento le costó, si es que alguna vez lo logró por completo, domesticar, pues parece constatado que ese «doble» lo acompañó hasta el final de sus días, no teniendo más remedio que convivir con él. En su retrato espiritual del escritor ruso, llevado a cabo en un breve capítulo de su magno libro Juicio Universal, lo percibe con gran agudeza Giovanni Papini. El escritor italiano simula que son los propios grandes hombres de la Historia, los que, cuando ya no existe el Tiempo, hablan sobre ellos mismos, ante los Ángeles, decidiendo únicamente Dios el veredicto final: la salvación o la condenación. Ante el Ángel que le llama, dice, entre otras cosas, Dostoyevski, sin asomo alguno de doblez o de mentira, incluso de un modo excesivamente severo para con él mismo: «Habitaban, en suma, dentro de mí un criminal y un santo: un criminal mal domado y un santo fallido […] Si yo no hubiese llegado a ser un escritor habría sido uno de los más desgraciados delincuentes de mi tiempo […] Volqué en los personajes de mi imaginación la turbia espuma de mi maldad, la obsesión de mis deseos homicidas, el refluir de mi libídine, el delirio de mi orgullo reprimido, la hez de mi vileza y de mi hipocresía […] Hoy aquí soy también un pordiosero que pide caridad, pero la espera sólo de Aquel que conoció, lo mismo que yo, la Transfiguración y la Flagelación» [237].

El desdoblamiento que atenaza a Andrei Petróvich Versílov es intermitente y transitorio, pero real y efectivo. En determinados momentos llega incluso a rozar la demencia. El «doble» que persigue a Versílov como si se tratase de su sombra, es el mundo de lo irracional, de los bajos instintos, de lo demoniaco, de lo perverso, de lo autodestructivo que hay en el interior del hombre, aunque, como hemos aclarado suficientemente, el «doble» no adquiere en Versílov, ni remotamente, las connotaciones absolutamente amorales y abyectas que asume en Verjovenski o en Stavroguin, o la inclinación hacia el mal y la potencia autodestructiva que observamos en Iván Karamásov. En Versílov, el fenómeno del «doble» toma ciertas intransferibles particularidades fantásticas, pasionales, pues buena parte de la expresión de su desdoblamiento está motivada por la incontrolada pasión que siente por Katerina Nikoláyevna. Esta compleja creación femenina dostoyevskiana, quizás no suficientemente acabada, y, por eso mismo, aún más sugerente, misteriosa y equívoca, despertará el amor del adolescente, dejando la novela, como decíamos, abierta la posibilidad de un futuro reencuentro entre ambos. Arkadii, que pronto se olvida de su «idea», a saber, la de convertirse en un nuevo Rothschild, tiene dos grandes leitmotiven: uno es descubrir el enigma de su padre, desentrañar su secreto; lo conseguirá, es decir, alcanzará a descifrar la personalidad tan evasiva de su padre, comprobará que su fondo es bueno, y esto lo reconciliará completamente con él, amándolo sinceramente como hijo; la otra motivación que le impulsa es Katerina, que le atrae no sólo por ella misma, por su extraordinaria hermosura y su personalidad elegantemente aristocrática, distante, aunque a veces también inexplicablemente vulnerable, sino porque su padre siente una irrefrenable pasión por ella, finalmente, por fortuna para todos, superada.

El desdoblamiento de Versílov se muestra de diversas maneras: en sus misteriosas e imprevisibles huidas, en las que vagabundea y deambula como alguien necesitado de una soledad y una libertad absolutas; en los efectos negativos que a veces acompañan sus acciones, incluso cuando éstas tienen un sincero propósito loable; en los cambios asimismo imprevisibles e incontrolados de su carácter, en los que puede dar pruebas de una gran irascibilidad; en la sensualidad de su temperamento.

El mejor ejemplo que ofrece la novela de aquellos efectos negativos y contrarios a unas buenas intenciones, es la desgraciada y trágica historia en torno a Olia, quien, junto con su madre, Daria Onisímovna, había llegado de Moscú a Petersburgo para resolver cierto enojoso asunto económico con un comerciante con el que había tratado el difunto marido de Daria Onisímovna. El negocio, lejos de resolverse, se embrolla aún más, haciéndose crecientemente difícil, hasta límites casi insoportables, la situación económica de madre e hija, que viven en un pequeño departamento alquilado. Olia, por diversos avatares, entra en conocimiento de la familia de Arkadii, intenta ganarse la vida dando clases, y es en este momento preciso cuando interviene Versílov, quien se presenta de improviso en el departamento de la joven y le entrega una sustanciosa suma de dinero a cambio de nada. La madre no está, y ella, confundida y desconcertada, acepta el ofrecimiento. Las intenciones de Versílov son decididamente buenas, sin doblez alguna. Pero la joven, después de pensarlo mejor a solas, interpreta negativamente el gesto de Andrei Petróvich, uno de cuyos rasgos de carácter era precisamente el desprendimiento y la generosidad, pues no le daba ninguna importancia al dinero, y decide presentarse en casa de Sofía Andréyevna, donde hace una escena, llevada sin duda del histerismo, mezclado con el orgullo, un cierto desequilibrio nervioso y acompañado todo ello del malentendido que obnubila su entendimiento. Arroja violentamente el dinero dado, insinúa graves acusaciones, completamente infundadas, contra Versílov, regresa a su departamento, y, al poco tiempo, tratando de que su madre no sospeche nada, como efectivamente así ocurre, le escribe una patética carta de despedida, pidiéndole perdón por lo que va a hacer, implorando que Dios la perdone, y que también la perdone ella, su queridísima madre, y se ahorca. Es la madre la que descubre el cuerpo inerte de su hija. Se trata de una escena sobrecogedora, que sólo podía ser descrita así por un espíritu como el de Dostoyevski. Esta dramática historia pone de relieve cómo la fatalidad parece acompañar a Versílov en muchas de las cosas que emprende. En cuanto a Daria Onisímovna, que casi enloquece de dolor por la pérdida de su joven hija, se convertirá desde ese instante en una mujer protegida por el entorno familiar de Versílov, especialmente por Tatiana Pávlovna Prútkova.

El segundo gran episodio en el que se muestra con escrupulosa meticulosidad clínica el desdoblamiento de la personalidad de Versílov, es el que transcurre en casa de Sofía Andréyevna, en cierta ocasión en que él estaba especialmente alterado, agitado, irritado y desesperado, aunque externamente, al principio, no se le notaba, pues toda esa lava incandescente recorría de manera arrolladora pero silenciosa las interioridades de su ser. Se describe muy al final de la novela (3.ª parte, cap. X, II), el tercer día en que Arkadii sale a la calle después de su convalecencia (es decir, menos de cuarenta y ocho horas después de haber tenido padre e hijo aquella extraordinaria conversación sobre el destino de Rusia y una Humanidad sin Dios, que siguió a la reflexión estética de Versílov acerca del retrato fotográfico de Sofía Andréyevna que estaba colgado en la pared de su despacho), ocurriendo todo a partir de las cinco de la tarde, que es cuando Versílov irrumpe en casa de Sonia. El adolescente describirá la escena, como he dicho, con la minuciosidad de un especialista en psiquiatría clínica. La atmósfera resulta cada vez más densa, más impenetrable, más cortante, palpándose con las manos la tensión que ensombrece tenebrosamente todo el ambiente. Al comienzo, nadie parece notar nada; por supuesto, el que menos, el propio Arkadii. Es Sofía la única que siente los pasos de Versílov al llegar. Entra con un ramillete de flores, pues es el día del cumpleaños de Sonia, y ésta es la razón que aduce Andrei Petróvich para excusarse por no haber estado en el cementerio, ya que es también el día en que ha sido enterrado Makar Ivánovich, con la sola asistencia de Sonia, sus hijos Liza y Arkadii, y Tatiana Pávlovna. El primer estremecimiento lo tiene Sonia cuando Versílov dice, sin que nadie atine a comprender en un primer momento el alcance o el significado de sus palabras, que ha estado a punto de arrojar el ramillete de flores sobre la nieve y pisotearlo con fuerza ante de presentarse en casa de su compañera. A partir de ahí, las incoherencias de Versílov se acrecientan. La situación estalla con motivo de tomarle una inquina extraña, irracional y dañina a un antiguo icono que representaba dos cabezas de santos con sendas coronas, que el difunto Makar había tenido por una imagen milagrosa. Versílov recuerda en voz alta que el viejo en toda su vida se había separado del icono, heredado de su abuela. Lo coge entre las manos, y, maquinalmente, lo deja de nuevo sobre la mesita. Arkadii comienza a sentir escalofríos al contemplar el semblante de su padre; Sonia fue pasando por varios estados, desde el miedo a la perplejidad y la compasión; Liza se puso pálida. Versílov continúa su perorata incoherente, casi delirante: «Yo, sin embargo, vine sólo por un minuto; habría querido decirle a Sonia algo bueno, y ando buscando la frase, y eso que tengo el corazón rebosando palabras que no acierto a decir; verdaderamente, son todas palabras muy extrañas. Miren ustedes: a mí me parece que estoy todo como partido en dos […] De veras que me imagino estar partido en dos, y le tengo a eso un miedo horrible. Parece como si al lado tuviera uno a su doble […] Mira Sonia: vuelvo a coger la imagen—la había cogido y la revolvía en su mano—, y escucha: me dan ahora unas ganas tremendas de ir y arrojarla ahora mismo, en este mismo instante, a la estufa, desde aquí mismo. Estoy seguro de que del golpe que recibiera se partiría en dos mitades…, ni más ni menos». Tatiana le insta con energía a que deje la imagen. Él continúa: «Sonia, yo no vine ni remotamente a hablarte de esto; vine a decirte algo; pero otra cosa muy distinta. Adiós, Sonia; vuelvo a dejarte para irme por ahí vagabundo, como ya otras veces te dejé por la misma razón… Bueno, desde luego que alguna vez vendré a verte… En este sentido eres inevitable. ¿Adónde habré de ir cuando todo se acabe? Creo, Sonia, que vine a verte ahora como a un ángel y no como a un enemigo. ¡Qué enemigo puedes ser tú para mí, qué enemigo! No pienses que vine para romper esta imagen, porque ¿sabes una cosa, Sonia?: que, a pesar de todo, siento unas ganas enormes de hacerla pedazos». Y lo hizo, ¡vaya si lo hizo! Con todas sus fuerzas estrelló el icono contra el pico de la estufa, partiéndolo en dos, al tiempo que todas sus facciones temblaron: «No lo toméis por una alegoría, Sonia, yo no he destrozado la herencia de Makar, sino que lo he hecho por que sí… ¡Y, sin embargo, a ti me vuelvo, al último ángel! ¡Aunque, después de todo, tomadlo, tomadlo por una alegoría, porque, irremisiblemente, ha sido así! ...» Sonia, presa de espanto, se puso en pie y aún tuvo valor para decirle sin recriminación alguna: «¡Andrei Petróvich, vuelve, aunque sea para despedirte, rico!».

Aquí tenemos, en esta pormenorizada descripción hecha por Arkadii de lo sucedido, un soberbio ejemplo del desdoblamiento que aprisiona a Versílov, dividido entre su amor a Sofía y su pasión irrefrenable por Katerina. Hemos podido comprobar cómo dice una cosa y la contraria, cómo afirma algo que, inmediatamente después, desdice con los hechos; en definitiva, cómo no puede controlar sus actos, hasta el punto de arrojar con violencia lejos de sí una imagen sagrada, una imagen muy querida por el peregrino Makar, y, por tanto, venerada también por Sofía Andréyevna. Pero Versílov no es dueño en absoluto de sus acciones. Sólo lo contiene de llegar aún más lejos aquella llama débil, pero todavía encendida, esa creencia en Cristo que alumbra su espíritu enfermo y desdoblado. La presencia del «doble», nada más terminar la escena y marcharse Arkadii a la calle, no dejará éste de admitirla: «¡Oh!, a mí habíame parecido que aquello era una alegoría y que él quería a todo trance acabar definitivamente con algo como con aquel icono, y dárnoslo a entender así a nosotros, a mamá, a todos. Pero también tenía el doble a su lado; sin duda alguna, eso era incuestionable».

Aún hay un tercer episodio en el que el efecto del «doble» en Versílov aparece algo atenuado, pero en estado latente. Me refiero a la entrevista que mantiene con Katerina Nikoláyevna casi al final de la novela (3.ª parte, cap. X, IV). Con Katerina había tenido Versílov un desagradable encuentro en Europa, a orillas del Rin, cuando el marido de Katerina estaba ya desahuciado por los médicos. Por lo que su padre le cuenta, incoherente y deslavazadamente, Arkadii deduce que «desde el primer instante ella le impresionó, cual si lo hubiese hechizado. Era el fatum. Es de notar que al escribir y recordar ahora no recuerdo que él emplease ni una vez siquiera en su relato la palabra amor ni dijese que estuviese enamorado. La palabra fatum, ésa sí la recuerdo» (3.ª parte, cap. VIII, II). La fatalidad consistía, precisamente, en que «no la quería, no quería amar». Así, al menos, lo piensa el adolescente, aunque no está muy seguro de si está recogiendo con fidelidad lo que sentía su padre por esa mujer. El haber conocido Versílov a Katerina, piensa Arkadii, ha disminuido la libertad de su padre. Es una mujer de mundo que no le conviene, precisamente por esa sencillez y franqueza que la caracterizan, tan extrañas en el gran mundo, pero al mismo tiempo tan irresistibles. En ese primer encuentro Versílov no ve la franqueza de Katerina, sino que la estima «falsa y jesuítica». Esto lo pensaba de ella por ser él «un idealista que se da de cabezadas con la realidad», que era la opinión que Versílov tenía de él mismo y que considera justa Arkadii. Éste también cree que Versílov quería a Sofía Andréyevna «con un amor, por así decirlo, humano y filantrópico […] y en cuanto dio con una mujer que amaba con ese amor sencillo, ya no quería él ese amor…». Tal mujer era Katerina, pero tampoco estaba seguro de estos pensamientos el adolescente, ni se los manifestó a su padre por «delicadeza». Parece ser que Katerina penetró en su secreto y que hasta coqueteó con Versílov, pero todo terminó en una brutal ruptura, en un irreprimible deseo de matarla, en odio. A este periodo siguióle otro en el que Versílov torturóse, como los monjes, con disciplinas. Se autoconvenció de ese odio hacia ella, y fue entonces cuando resolvió casarse con la hijastra de Katerina, la enfermiza Lidia Ajmákova que termina suicidándose con fósforo. Es verdad que hizo feliz a Lidia, pero mientras tanto Sofía Andréyevna lo esperaba ansiosa en Königsberg. La osadía, el desdoblamiento de Versílov, llegan hasta el punto de pedirle permiso a Sonia para casarse con Lidia, lo cual resulta inconcebible, con toda la razón del mundo, para el adolescente, quien dice para sí: «¡Oh! Es posible que todo esto… fuese tan sólo el retrato de un hombre libresco, según dijera después de él Katerina Nikoláyevna; pero ¿por qué, sin embargo, esos hombres de libros, suponiendo que sean… de libros [238], son capaces de modo tan positivo de atormentarse y llegar hasta la tragedia?»

El adolescente está recordando lo que su padre le ha contado que sucedió en Alemania, junto al Rin, y ahora, dos años después, Versílov recibe una carta de ella, «una carta de ella a él», en la que le dice que va a casarse con Bioring.

¿Qué ocurre en ese penúltimo encuentro entre Versílov y Katerina que ya he mencionado? Tiene lugar el mismo día del entierro de Makar Ivánovich, después del incidente con el icono en casa de Sofía Andréyevna. Andrei Petróvich y Katerina se han citado a las siete en punto en un departamento propiedad de Versílov que ocupa Daria Onisímovna. La cita tiene lugar en la misma habitación donde, dos días antes, habían conversado Arkadii y la Ajmákova. Sin que ambos lo supieran, Arkadii asiste, escondido en «un cuarto oscuro, contiguo a aquel donde ellos estaban», gracias al consentimiento de Daria Onisímovna (3.ª parte, cap. X, IV). El adolescente siente un inexplicable e incontrolado deseo, después de que Versílov haya hecho trizas la imagen santa, por conocer más exactamente el «doble» que anida en su padre, por saber qué cosas le dirá a Katerina Nikoláyevna. Ella «estaba bellísima y, por lo visto, tranquila, como siempre». Versílov comienza por echarse la culpa de todo, aunque también a ella la considera culpable: «¿No sabe usted que hay culpables sin culpa?» De nuevo el juego de las ambigüedades, de las insinuaciones. Indicios de la infinita tortura interior por no poder manifestar el hombre lo que siente, sea amor, sea odio, compasión o piedad. Por instantes, Versílov es presa de una extraña risa, una risa que, piensa para sí Arkadii, «de haber estado yo en el lugar de su interlocutora, me habría dado miedo aquella risa». ¿Es que ella ha acudido por miedo?, le inquiere Versílov. Éste trata de dominarse, le recuerda que hace dos años que no se ven, pero que, ya que ella ha accedido voluntariamente a esta cita, debe responderle a una pregunta: «¿Me ha querido usted alguna vez o… estoy equivocado?». Poniéndose toda «encarnada», le responde sin titubear: «Lo he amado». Pero cuando, a renglón seguido, él vuelve a preguntarle si aún lo ama, ella le contesta que no: «Ahora no le amo». La contestación va acompañada de una risa inofensiva, indicadora de que ella sabía que él iba a preguntarle eso, motivo de más para que Versílov se la estuviese, literalmente, comiendo con los ojos. Ahora no le ama, pero lo amó brevemente durante un tiempo.

«Ya lo sé, ya lo sé; usted vio que no era yo el hombre que necesitaba, pero… ¿qué es lo que usted necesita? Explíquemelo usted una vez más...

—¿Es que ya se lo he explicado alguna vez? ¿Qué es lo que yo necesito? ¡Pero si yo soy la mujer más vulgar…, la mujer… más tranquila; a mí me gustan…, a mí me gustan las personas alegres!...

—¿Alegres?

—Vea usted cómo ni siquiera sé hablarle. A mí me parece que si usted pudiera amarme menos, le amaría yo—tornó a sonreír, tímidamente».

Como él volviese a insistir, a demandarle claridad, ella, poniéndose de nuevo encarnada al decirlo, le contestó: «francamente, ya que le tengo por un alma grande: yo siempre creí observar en usted algo ridículo». Pero de pronto corrigió su «grave imprudencia»: «La ridícula soy yo…, tanto más cuanto que estoy aquí hablando con usted como una tonta». Entonces él, poniéndose pálido, le dice la verdadera razón por la que ella ha acudido: recuperar la carta que la compromete ante su padre el príncipe. La respuesta de Katerina, coge desprevenido a Versílov, pues le contesta que «yo he venido no tanto para tratar de convencerle a usted de que no me persiga, como para verle […] Pero me lo he encontrado a usted lo mismito que antes». Como él no creyese que había acudido a su presencia sin miedo, ella rogóle que no la amenazase, que, si quería, podía matarla allí mismo, pero que, por favor, no la amenazase. A ello, «él volvió a levantarse del asiento, y, mirándola con ardientes ojos, dijo, con entereza: —Usted saldrá de aquí sin haber sufrido la menor ofensa». Él pareciera como desarmado; le contesta que va a pensar en ella durante toda la noche —«¿Atormentarse?», responde Katerina a estas palabras—, que siempre que acude a tugurios y tabernuchas se la representa ante sus ojos, aunque en esas apariciones ella semejase reírse de él. Katerina le responde que no, que nunca se ha reído de él, y que si ha acudido a esta cita es porque «vine para decirle a usted que casi le amo… Perdóneme usted, puede que no haya dicho así—añadió aturrullada». Versílov echóse inocentemente a reír.

El diálogo, como puede suponer el lector, y para ello hay que conocer todo lo que ha ocurrido interiormente en el alma de estos seres que se aman con un amor imposible e irrealizable, es de una sutileza, de una penetración psicológica, de una belleza literaria, indescriptibles. Los formalistas dirán que un poco desmañado, que deslavazado, que falto de construcción sintáctica. ¡Pobres críticos, incapaces de adentrarse en los recovecos misteriosos del corazón de unos amantes que están marcados por el destino a ver separarse sus vidas! Ese tipo de críticos, de comentaristas, subordinan el contenido, el misterio del arte, lo inaprensible del amor y del espíritu, a la perfección de la forma, aunque sea gélida, estéril y aburrida. Por eso tales críticos no me interesan; es más, me aburren soberanamente. No dedicaría una hora de mi vida a leer sus académicos y sesudos, pero fríos e inertes, comentarios.

Ella intentó excusarse, remediar sus maravillosas palabras. Versílov estaba ya casi fuera de sí, oyéndola «sin apartar de ella la ardiente mirada». Le manifiesta que, delante de ella, es un «hombre acabado»; pero da igual que ella esté o no delante, porque ha sentido por ella una gran pasión, la ama y la odia, no puede apartarla de su presencia, aunque, al fin y al cabo «todo me es igual. Lo único que siento es haber amado a una mujer como usted». Arkadii puede comprobar cómo el «doble» hace su labor subterránea, heredero como es del hombre del subsuelo cuya desolada y pervertida conciencia describiera una vez tan incomparablemente el novelista. Desde luego, Versílov no es, ni por asomo, ese hombre del subsuelo que se arrastra como una larva inmunda y se regodea en su propia abyección moral. Pero tiene que liberarse del «doble», de ese otro yo que lo está carcomiendo y destruyendo por dentro. Versílov está empezando a transformarse. Se auto inculpa delante de ella, se compara con un mendigo, le implora, se humilla, piensa que ella siente lástima de él, y que, si pudiera, lo amaría, pero no puede. Katerina acercósele: «¡Amigo mío! —dijo, poniéndole la mano en el hombro y con inexpresable sentimiento—. No puedo escuchar esas palabras. Yo pensaré en usted toda mi vida como en el más inapreciable, como en el corazón más generoso, como en lo más sagrado de cuanto yo pueda respetar y amar […] Separémonos como amigos, y usted será el pensamiento mío más serio y más grato en toda mi vida». Pero el «doble», que estaba al acecho, en estado latente y un poco somnoliento, comenzó a despertarse por completo. Él ya sólo tiene una idea fija. Lo único que acierta decirle es que, si así lo desea, que no lo vea más, «yo seré su esclavo…, si usted lo permite, y en seguida desapareceré…, si no quiere usted ni verme ni oírme. Sólo…, ¡sólo que no se case usted con nadie!» (está refiriéndose, naturalmente, a Bioring). El adolescente asistía escondido a este diálogo sin poder creer en lo que estaba escuchando, viendo cómo Versílov se arrastraba como un gusano, imploraba, suplicaba, se degradaba espiritualmente. Pero, de pronto, sucedió lo que tenía que suceder. Andrei Petróvich pareció hasta mudar la voz, y, en un arrebato, en uno de esos aguijonazos del «doble», díjole: «¡Yo a usted la mato!» Pero Katerina mantuvo la entereza de ánimo, contestándole: «¡Yo a usted la mato! […] y usted se vengará luego de mí todavía mejor de como ahora me amenaza con hacerlo, porque jamás olvidará que hizo conmigo de pordiosero». Él trato de disculparse, de pedirle perdón, temblándole «todas las facciones de su semblante». Al pedirle él que se fuera, no sin antes insinuarle que cuando volvieran a encontrarse rememorarían esta escena entre risotadas, le dice de nuevo a su manera que la ama: «Yo le escribí una carta de loco y usted accedió a venir a decirme que “casi me ama” […] Sea usted siempre tan loca, no cambie, y nos encontraremos como amigos…, se lo pronostico, se lo juro». Y, ya en el umbral, antes de salir como una ráfaga, aún le lanzó a Versílov estas palabras: «¡Y entonces, irremisiblemente, le amaré, porque ya ahora lo siento!» Son las palabras de una gran mujer, que sabe que este amor es una quimera, que él debe estar con Sonia, pero que, en el fondo de su corazón, sabe que siempre sentirá un amor difícil de expresar hacia ese hombre, un hombre que una vez la hizo inmensamente feliz. Pero a Katerina, como he indicado ya, se le abrirá un horizonte de futuro con el adolescente, aunque el novelista no nos proporciona ninguna prueba fehaciente de que esa unión sea ni siquiera posible.

El capítulo XII de la 3.ª parte se desarrolla con una velocidad frenética, sucediéndose las idas y venidas de una casa a otra, las simulaciones y engaños de Lambert y Alphonsine, el intento de Arkadii por deshacer el entuerto una vez que ha descubierto que le han robado la carta y ha sido burlado por Alphonsine, la extraordinaria preocupación de Tatiana Pávlovna, la congoja mayor aún del adolescente por que su padre sea víctima definitiva del «doble» que se resiste a abandonar su alma, el peligro en que se halla Katerina Nikoláyevna. Al fin, Trischátov acude en ayuda de Arkadii y ambos tratan de llegar a tiempo para que no ocurra la catástrofe. Lo increíble y cierto es que Versílov, ahogado por el «doble», habíase puesto de acuerdo con el canalla de Lambert, que era quien había conseguido, por medio de su secuaz Alphonsine, sustraerle al adolescente la preciada carta que llevaba cosida en el forro de la chaqueta. Lambert había, a su vez, sobornado a la criada de Tatiana, manteniendo a ésta constantemente vigilada, por si acaso. Estamos ya en el quinto día posterior a la salida de Arkadii de su convalecencia, es decir, el 15 de diciembre. Para ese día, a las once y media en punto, había quedado Katerina en acudir a casa de Tatiana Pávlovna. Pero Versílov, inesperadamente, como por una maligna iluminación de su cerebro provocada por el «doble», urde un astuto plan, de tal modo que consigue que su hijo y Tatiana, abandonen la casa de ésta, con trucos y engaños, a fin de verse a solas con Katerina, en presencia de Lambert, y resolver de una vez para siempre el asunto del comprometedor documento. Gracias, como he dicho, a Trischátov, que a su vez ha sido informado por el picado de viruelas, Semión Sidórovich, que ha traicionado a su jefecillo Lambert, es por lo que se presentan de nuevo Arkadii y Tatiana en casa de ésta última. Pero la criada, María, les abre la puerta a Versílov y a Lambert, quien, como hemos apuntado, había sobornado a la sirvienta desde hacía pocos días, y dado que Katerina había acudido puntual a su cita con Tatiana, pues… se encuentra inevitablemente con los otros dos que habían entrado justo un minuto antes que ella. Cuando Tatiana y el adolescente llegan, ya se oyen voces desde la misma entrada. Se nota que hay una acalorada discusión. El que gritaba era Lambert. En ese preciso instante, Versílov no estaba presente. Katerina se hallaba sentada en un diván, y Lambert, de pie delante de ella, vociferaba blandiendo el documento en la mano. La pretensión de Lambert no era otra que chantajearla, obtener de ella treinta mil rublos a cambio de la carta, y, «aunque visiblemente asustada, lo miraba con cierto despectivo asombro». ¡Cómo consigue Dostoyevski hacer prevalecer la aristocracia del espíritu incluso en los trances más mezquinos e inoportunos! El inmoral y repugnante de Lambert continúa amenazándola aún más, pero ella «levantóse impetuosamente del asiento, púsose toda encarnada y… escupióle a la cara». El pudor de la virtud, aun en estos momentos tan humillantes, aflora de manera espontánea, y por eso ella se pone colorada, aunque no le ha faltado un ápice de valentía para escupirle a quien tan gravemente está ofendiéndola. Lambert, que es un ser despreciable, se revuelve ante el escupitajo, la coge por el hombro y enseña el revólver que traía consigo. Es en ese momento, cuando Katerina lanza un grito y se deja caer en el diván, cuando irrumpen al unísono padre e hijo. Versílov golpea en la cabeza con fuerza a Lambert, haciéndole sangrar. Katerina, al ver a Versílov, espantóse y púsose pálida, desmayándose. Entonces, Versílov abalanzóse sobre ella, con los «ojos inyectados en sangre». El adolescente anota que es muy posible que su padre ni siquiera se percatase de su presencia (de la de Arkadii). El «doble» se manifiesta entonces con toda su fuerza. La coge en vilo, como si fuera una pluma, y comienza a pasearla por la habitación, de un extremo al otro, desquiciado, fuera de sí. El revólver de Lambert lo tenía ahora Versílov, y apuntaba con él al rostro de Katerina. El adolescente intenta arrebatárselo, pero Versílov lo rechaza con un codazo y un puntapié. Estaba como loco, como poseído. Arkadii lo convenció de que la acostase en la cama, pero él se quedó mirándola, fijamente, durante un minuto, «y de pronto inclinóse y la besó por dos veces en sus labios descoloridos. ¡Oh, entonces comprendí, finalmente, que aquel hombre estaba fuera de sí! De pronto la amagó con el revólver, pero como adivinando volviólo luego y le apuntó a la cara. En el acto, con todas mis fuerzas, lo cogí del brazo y le di un grito a Trischátov. Recuerdo que ambos nos lanzamos sobre él, pero él logró zafar su brazo y se disparó el tiro. Quería matarla a ella y luego matarse él. Pero no habiéndole dejado nosotros matarla a ella, apuntóse el revólver al mismo corazón; pero yo acerté a tirarle del brazo hacia arriba, y la bala le dio en el hombro. En aquel momento entró gritando Tatiana Pávlovna; pero ya él yacía en la alfombra, sin sentido, al lado de Lambert».

Así termina este vertiginoso y enloquecido capítulo XII. Ya he dicho que el último es una suerte de Epílogo. Sabemos el final de la historia, mejor dicho, el arranque de una historia que está por escribirse, como en Crimen y castigo, pero ésa es una tarea que deja Dostoyevski al lector. Versílov ha podido domeñar al «doble»; el adolescente ha madurado y quizás inicie una nueva vida al lado de Katerina; Sofía Andréyevna ha recuperado al hombre que ama y que también la ama a ella.

Comenta con bastante agudeza Jacques Madaule que El adolescente es una novela llena de ambigüedades y de equívocos, donde el bien y el mal oscilan y fluctúan de modo extraño, como si la frontera entre ambos se difuminase en ciertos supremos momentos. Versílov, como he apuntado ya, es para Madaule un personaje equívoco, el más equívoco quizás de todos los de Dostoyevski, pero, al final, a pesar de que «continuamente» está «al borde de la infamia, jamás cae en ella del todo» [239]. El problema de Versílov, nos dice Madaule, es el problema de fondo que siempre hay en Dostoyevski: el problema de Dios: «Versilov es un hombre que nunca consiguió arreglar sus cuentas con Dios» [240]. Continúa Madaule, y hemos podido comprobar, leyendo la novela y sintetizando su contenido, que así ha sido: «Casi todo está a medias tintas en El adolescente y hasta las violencias ahí son violencias frustradas, lo cual da a esta obra difícil y compleja una extraordinaria poesía […] Versilov es el dueño secreto de esta poesía […] Nunca sabremos quién es Versilov y el misterio permanecerá íntegro hasta el final del libro […] Su mismo amor por Ajmakova tiene un carácter accidental, pues Versilov no es un sensual aunque lo parezca. Lo que ha habido entre Ajmakova y él es un encuentro de almas […] … lo que Versilov quisiera alcanzar es el lugar donde está el alma [la de Ajmákova] tal vez para probarla, tal vez para destruirla. Él la admira y, sin embargo, la declara llena de todos los vicios. También ella […] es un enigma. Esto ata a Versilov mucho más que la deslumbrante hermosura de su rostro. Penetrar este enigma es para él, quizá, el medio de resolver su propio problema […] Lo repito: todo es interrogante para Versilov porque él mismo es una interrogación […] Si Catalina Nikolaievna se niega a casarse con Versilov, y aun a amarlo, es porque él le exige demasiado; le exige lo que su hermosura parece prometer; pero lo que ella es incapaz de dar: la solución de todos los problemas […] Versilov es un Stavroguin frustrado, es decir, salvado […] la Providencia salva a Versilov de sí mismo» [241]. Y concluye: «…queda entonces la perspectiva de una nueva vida y de una lenta cura física y moral al lado de Sonia Andreevna […] Nada prueba que Versilov, ya que erró su propio suicidio, hubiese vuelto efectivamente a la casa del Padre. Este hijo pródigo continúa hasta el fin inquieto y equívoco». Aunque es cierto que la novela deja un cierto regusto «agridulce», de lo que no estoy tan seguro es de que «la síntesis armoniosa no pudo hacerse y Versílov continuará doble y desafinado» [243]. Mejor dicho, es posible que así sea, pero el «doble» está conjurado, creo que para siempre, en el regazo de Sofía, en el cariño inmenso a sus hijos y en la creencia en Cristo. En esta novela, Dostoyevski no cierra de modo definitivo la puerta a la esperanza. Es una puerta que deja abierta. El lector tiene la última palabra.

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NOTAS

176. Artur Mrówczynski-Van Allen, «La idea rusa y su interpretación», en La Idea Rusa, Granada, Nuevo Inicio, 2009, pág. 247.

177. Obras Completas, tomo III, págs. 1679-1680. La sección donde se reproduce la misiva es el Epistolario que hay al final del volumen; en este caso, el epistolario sobre la Vida de un gran pecador. Cansinos Asséns escribe el nombre de Chaadaev como Piotr Yakolevich Schaadáyev.

178. Es evidente que aquí está pensando Chaadaev en el famoso opúsculo del escritor romántico alemán Novalis, La Cristiandad o Europa, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977, págs. 69-106. Traducido por María Magdalena Truyol Wintrich, incluye un documentado estudio preliminar de Antonio Poch Gutiérrez. No obstante, el texto de Novalis es de una profunda añoranza por esa Cristiandad perdida.

179. He sintetizado al máximo las ideas de Chaadaev, pensando sobre todo en nuestra novela y en Dostoyevski. La lectura completa del texto no deja indiferente a nadie, en uno u otro sentido. Piotr Chaadaev, «Primera carta filosófica a una dama», en La Idea Rusa, Granada, Nuevo Inicio, 2009, págs. 105-136. La traducción es de Marcelo López Cambronero.

180. El cristianismo de Dostoievsky, pág. 135.

181. Obras Completas, tomo III, págs. 611-612 y 614-615.

182. Ibídem, pág. 1445.

183. Ibídem, pág. 968.

184. En Las revelaciones de la muerte (pág. 119), León Chestov dice, en referencia a la creencia de Dostoyevski de que Constantinopla pertenecería, más temprano o más tarde, a Rusia; de que ésta «no conocería la lucha de clases», y de «que la Europa occidental perecería sangrientamente e imploraría la ayuda de Rusia», lo siguiente: «Hoy [septiembre de 1921] vemos qué cruelmente se equivocó Dostoiewski. Rusia se ahoga hoy en su propia sangre, Rusia es el teatro de horrores tales como jamás conoció Europa». La apreciación de Chestov es cierta especialmente para lo que Dostoyevski afirmó en el Diario de un escritor, pero es en sus novelas donde la visión dostoyevskiana es profética, pues prevé con extraordinaria anticipación tales «horrores» con una exactitud que sobrecoge y da escalofríos.

185. La opinión del gran escritor alemán aparece en Thomas Mann, Freud, Goethe, Wagner, Tolstoi, Buenos Aires, Poseidón, 1944, página 151 (traducción de Pablo Simón). Tomo la referencia de la Introducción de Josefina Pérez Sacristán a la edición de Anna Karénina de la madrileña editorial Cátedra (1991, pág. 40), donde reproduce las frases más significativas de Tomas Mann sobre tal parecer. El primero en emitir esa misma opinión de Thomas Mann fue, como acabo de decir, Dostoyevski en su análisis de la novela de Tolstói publicado en el Diario de un escritor (julio-agosto de 1877). Ver Obras Completas, tomo III, págs. 1306-1327. La amplia reseña de Dostoyevski sobre Anna Karénina aparecida en el Diario de un escritor es casi inmediatamente posterior a la publicación de la susodicha octava parte de la novela de Tolstói. La séptima parte la había leído Dostoyevski en la primavera de ese 1877.

186. La filosofía de la tragedia, pág. 76.

187. Lev Tolstoi, Anna Karénina, Madrid, Cátedra, 1991, octava parte, cap. XVI, págs. 983-984. La traducción es de Alfredo Santiago Shaw y de Leoncio Sureda, revisada y corregida por Manuel Gisbert. El nombre de Levin lo traducen Lievin.

188. Obras Completas, tomo III, pág. 1287. La revista El Mensajero Ruso había ido publicando las siete partes anteriores de la novela.

189. Ibídem, págs. 1303-1304.

190. Nicolás Berdiaeff, El sentido de la Historia (ensayo filosófico sobre los destinos de la Humanidad), Barcelona, Araluce, 1936. No se especifica el traductor. El origen del libro, publicado por vez primera en 1931, se encuentra en unas lecciones impartidas por Berdiaev, durante el invierno de 1919-20, en la Academia Libre de Cultura Espiritual de Moscú, dos años antes de haber sido obligado a abandonar Rusia, en septiembre de 1922. Para que el Gobierno de los Comisarios del Pueblo tomase la decisión de expulsarlo, fue determinante la entrevista, después de su arresto, que mantuvo Berdiaev con Feliks Edmúndovich Dzerzhynski (1877-1926), a petición expresa de este último, un revolucionario polaco que fue el fundador de la Policía secreta bolchevique, la temible cheka (Comisión Extraordinaria), a las seis semanas del triunfo de la Revolución. Sobre esta minuciosa entrevista y sobre la decisión final de respetarle la vida a Berdiaev, se demora Artur Mrówczynski-Van Allen en el estupendo Prólogo a la edición española del libro de Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski. Por desgracia, la edición española de Araluce, que es la que poseo, no incluye el mencionado Prefacio, que, sin embargo, está disponible en la web:

<http://www.laeditorialvirtual.com.ar/pages/Berdiaev_Nicolas/SentidoHistoria_01.html>.

191. Nikolai Berdiáyev, El alma de Rusia, México, D. F., Universidad Iberoamericana, 1995, pág. 20. La edición es de Svetlana Vasílieva.

192. Ibídem, pág. 21.

193. Obras Completas, tomo III, pág. 1274.

194. Vladimir Soloviev, «La Idea Rusa», en La Idea Rusa, Granada, Nuevo Inicio, 2009, págs. 137-182. La traducción del ruso es de Olga Tabatadze.

195. Vladimiro Solovief, Rusia y la Iglesia universal, Madrid, Ediciones y Publicaciones Españolas, 1946. La traducción es del Instituto «Santo Tomás de Aquino» de Córdoba (Argentina). Incluye un interesante Prólogo de Osvaldo Lira. La edición original francesa es de 1889.

196. Vladimir Soloviev, Los tres diálogos y el Relato del Anticristo, Barcelona, Scire, 1999. La traducción es de Jorge Soley Climent. Estos dos textos fueron publicados el mismo año de la muerte de Soloviev, en 1900. La primera lectura pública del Relato del Anticristo la hizo el propio autor en marzo de ese año.

197. Artur Mrówczynski-Van Allen, «La Idea Rusa y su interpretación», en La Idea Rusa, op. cit., págs. 286-287.

198. Iván Sergeyevich Aksakov participó como orador en los discursos que tuvieron lugar durante el homenaje a Puschkin celebrado en Moscú en junio de 1880. Estaba considerado uno de los líderes eslavófilos más importantes. Dostoyevski se refiere a él, principalmente en diversas cartas que escribe en la primavera de 1880, con motivo de la preparación del discurso sobre Puschkin. Su hermano, Konstantin Sergueievich Aksakov, también era otro destacado eslavófilo. Acerca de éste último, es interesante leer lo que de él escribió Dostoyevski en noviembre de 1861 en la revista Vremia (donde aludía a ciertos artículos de Konstantin publicados en el periódico El Día), posteriormente reproducido en el Diario de un escritor, Introducción, V (Obras Completas, tomo III, págs. 693-701).

199. Obras Completas, tomo III, pág. 1206.

200. Ibídem, pág. 1208.

201. Ibídem, pág. 1213.

202. Ibídem, pág. 1216.

203. George Vernadsky, Historia de Rusia, pág. 181.

204. La lista sería interminable. Tomo la información, fundamentalmente, de Johannes Rogalla von Bieberstein, Jüdischer Bolschewismus. Mythos und Realität, Dresden, Antaios, 2002. También del citado El populismo ruso, de Franco Venturi, así como, en mucha menor medida, de Sergei Vasilievich Utechin, Historia del pensamiento político ruso, Madrid, Revista de Occidente, 1968. La traducción de este último libro es de Benito Seoane Sanjuán.

205. Isaiah Berlin, Pensadores rusos, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 2008, pág. 515. Traducción de Juan José Utrilla.

206. Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 178-179. Estas frases han sido extraídas de dos lugares distintos, aunque Pareyson no lo consigna. Las dos primeras frases proceden de la carta que le escribe Dostoyevski, poco después de salir del penal de Omsk, a Madame Von Vizine (Mme. N. D. Fonvisin), a principios de marzo de 1854. Esta carta ha sido publicada en la ya mencionada edición de las Letters of Fyodor Michailovitch Dostoevsky to his Family and Friends, New York, The Macmillan Company, 1914 (la traductora al inglés de esta selección de cartas, como recordará el lector, es Ethel Colburn Mayne). La carta a Madame Fonvisin es la nº XXII del volumen, págs. 69-73. En el Índice del libro, aparece mencionada así: «To Mme. N. D. Fonvisin: Beginning of March, 1854». En el encabezamiento, Dostoyevski especifica que la escribe desde Omsk. Otra importante referencia a esta carta, reproduciendo parte esencial de su contenido, es la que hace el crítico ruso Konstantin Mochulsky (1892-1948) en su importante estudio Dostoevsky: His Life and Work, Princeton University Press, 1973, págs. 151-152. La traducción al inglés es de Michael A. Minihan. La edición original en ruso del libro de Mochulsky es la de YMCA Press, París, 1947 (YMCA son las siglas de Young Men’s Christian Association, fundada en Inglaterra en 1844, una de cuyas principales tareas ha sido la publicación de libros de la cultura y civilización rusas). Natalia Dmitrievna Fonvisin fue la mujer que, en enero de 1850, en Tobolsk, le entregó a Dostoyevski el Evangelio que leyó asiduamente en el penal. La señora Fonvisin era la esposa del general de división y posterior conspirador decembrista Mikhail Aleksandrovich Fonvisin (1788-1854), deportado a Siberia, al ser descubierta y reprimida la revuelta, durante los largos años de 1826 a 1853, lugar adonde lo acompañó su valiente y abnegada mujer. En un artículo de Dostoyevski publicado en el primer número de la revista El Ciudadano, en 1873, y posteriormente incluido en el Diario de un escritor (VI, II) bajo el título «Gente vieja» (Obras Completas, tomo III, pág. 708), se puede leer lo siguiente: «…en Tobolsk, cuando, en espera de ulterior destino, nos encontrábamos en presidio aguardando ser trasladados a otra parte, las mujeres de los decembristas rogáronle al director de la prisión les concediese una entrevista con nosotros en su mismo cuarto. Allí vimos a aquellas grandes mártires que voluntariamente habían seguido a sus maridos a Siberia. Lo habían dejado todo: nombre, riqueza, amistades y familia; todo lo habían sacrificado en aras del más sublime deber moral, del más libre deber que imaginar se puede. Inocentes de todo, por espacio de veinticinco años largos sufrieron sus esposos. Nuestra entrevista duró una hora. Ellas nos echaron la bendición para el nuevo camino, nos santiguaron, y a cada uno nos dieron un Evangelio: el único libro consentido en el presidio. Allí tuve yo el mío cuatro años bajo la almohada».

Las frases que completan la cita de Pareyson, desde «Esos bellacos» hasta «duda», proceden de las anotaciones privadas realizadas entre 1880-1881 por Dostoyevski, a raíz de las críticas que los sectores llamados «progresistas» y «occidentalistas» hicieron de los Karamásov y del discurso sobre Puschkin. Ese fragmento de las anotaciones, sin indicar el nombre del traductor al español, lo reprodujo la notable revista madrileña Carta del Este (que tenía en España los derechos exclusivos de la revista Kontinent: Alternative Voice of Russia and Eastern Europe, en la que escribían Alexander Solzhenitsyn, Andrei D. Sakharov, Andrei Sinyavsky y Joseph Brodsky), fundada y dirigida por el periodista Gabriel Amiama (la noticia de su fallecimiento fue publicada en el diario madrileño ABC el 19 de junio de 1982), en el número triple de abril-junio de 1981 (Año IV, Segunda época, nos 61, 62 y 63), donde, en la pág. 40, bajo el epígrafe «Hosanna», reproducía el fragmento de Dostoyevski. Ese número triple es particularmente denso, con textos, entre otros, de Nicolás Berdiaev y Vladimir Lossky. La revista española aclara que la traducción se ha hecho de la siguiente fuente: F. M. Dostoievski. Obras Completas en treinta volúmenes (Moscú, 1976, volumen XV, pág. 484). El texto reproducido por la revista madrileña es el siguiente: «Miserables, me censuran de que mi fe en Dios es una fe subdesarrollada y retrógrada. Estos imbéciles no podían ni soñar una negación de Dios de tal fuerza como la del Gran Inquisidor, ni la del capítulo anterior, cuya respuesta es toda la novela, en su totalidad. Yo creo en Dios no como un idiota, ni como un fanático. Y ellos quieren enseñarme y se mofan de mi subdesarrollo. Sus imbéciles naturalezas jamás pudieron ni siquiera imaginar una negación de tal fuerza como el paso dado por mí… Yo no soy como los nihilistas de nuestros días, que pretenden demostrar su incredulidad sólo con el estrecho concepto que tienen del universo y con la estupidez de sus obtusas facultades mentales… El nihilismo ha florecido entre nosotros porque todos nosotros somos nihilistas. Nos ha asustado sólo la nueva y original forma en que este nihilismo se ha manifestado… La conciencia sin Dios es ya un horror por sí mismo, pero esta conciencia puede extraviarse más todavía hasta desembocar en la mayor de las inmoralidades. El Gran Inquisidor es precisamente inmoral, porque en su corazón y en su conciencia ha madurado la idea de que es necesario quemar a los hombres vivos… El Inquisidor y el capítulo dedicado a los niños. Partiendo de estos capítulos podían, al menos, referirse desde el punto de vista científico, pero no de forma tan altiva y en lo que concierne a la filosofía, sabiendo que la filosofía no es mi especialidad. Tampoco en Europa hay ni hubo manifestaciones ateas de tal fuerza. Y de ello precisamente se deduce que yo creo en Cristo y me confieso ante Él no como un niño, sino que mi hosanna ha pasado por el gran crisol de la duda, como en esta novela mía exclama el mismo diablo». Las últimas palabras hacen alusión a la conversación que mantienen Iván Karamásov y el diablo (4.ª parte, libro XI, cap. IX).

207. Esta certera opinión la manifiesta Lauth en el texto de su conferencia ¿Qué nos dice Dostoievski hoy?, leída el 15 de marzo de 1989 en el Instituto de Filosofía de la Academia de las Ciencias de la Unión Soviética. Junto con Pareyson, Lauth es uno de los más penetrantes analistas del pensamiento de Dostoyevski de los últimos decenios. El texto completo, absolutamente recomendable, así como otros más, puede verse en la web:

<http://www.reinhardlauth.net/Instituto/Dostoievski/Home.html>.

208. Henri Troyat, Dostoyevski, pág. 349.

209. Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 202-204.

210. La edición que conozco de ambas novelas es la de Espasa Calpe, traducidas por Berta Vias Mahou.

211. Kasimir Klemens Waliszewski, Historia de la literatura rusa, pág. 258.

212. Obras Completas, tomo III, págs. 936-937.

213. La rebelión de las masas, pág. 189.

214. Ibídem, pág. 240. Sobre la todavía insuficiente industrialización de Rusia en el momento de terminar su ensayo Ortega, recuérdese el enconado debate, suscitado a raíz de la aplicación de la Nueva Política Económica (NEP) impuesta por Lenin en marzo de 1921 para paliar las consecuencias desastrosas de la guerra civil, entre los partidarios de continuar con la NEP y el apoyo que suponía para los campesinos todavía en 1924 y en 1925, y los detractores de ella, favorables en cambio a otorgar prioridad a la industrialización de Rusia, pues el aliado natural del nuevo Estado comunista no era el campesinado, sino el proletariado urbano. León Trotski fue desde el principio sincero en su apoyo a la industria, resumiendo el conflicto en lo que él llamó, con su brillantez habitual, «crisis de las tijeras» (una hoja simbolizaba la agricultura y la otra la industria). José Stalin, en cambio, mantuvo una calculada ambigüedad hasta marzo de 1926, en que se decidió a criticar abiertamente la NEP y abogar por la prioridad de la industria (ya controlaba por entonces con bastante eficacia y seguridad los resortes esenciales del Poder), a la que deberán someterse los campesinos a través de los brutales planes quinquenales. Todo esto lo explica pormenorizadamente Edward Hallett Carr en su monumental Historia de la Rusia soviética, en varios volúmenes. El lector que quiera una rápida y rigurosa comprensión de este profundo debate en el seno de la cúpula dirigente de la Revolución bolchevique, deberá acudir al librito de Edward Hallett Carr, La Revolución rusa: de Lenin a Stalin (1917-1929), Madrid, Alianza, 2009, especialmente los capítulos 6, 13 y 14.

215. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006, pág. 435. Traducción de Guillermo Solana.

216. Ibídem, nota 11. Entre otras cifras, Arendt, que toma los datos del libro del historiador Ernst Kohn-Bramstedt, Dictatorships and Political Police: The Technique of Control by Fear (Londres, 1945), recuerda que, entre 1926 y 1932, se impusieron en Italia siete penas capitales por motivos políticos, 257 sentencias a diez o más años de cárcel, 1360 de menos de diez años y muchas más sentencias de condenados al exilio. Hannah Arendt se encarga de subrayar en esa nota al pie que esas cifran serían inimaginables, por infinitamente más abultadas, en la Rusia bolchevique o en la Alemania nazi.

217. Waldemar Gurian, Bolchevismo. Introducción al comunismo soviético, Madrid, Rialp, 1956, especialmente el apartado del cap. III titulado «Bolchevismo, Fascismo, Nazismo», págs. 150-155. La edición original en inglés es de 1952. Gurian fue un pensador cristiano ruso, de origen judío, teórico y estudioso del totalitarismo, que emigró a los Estados Unidos en 1937. Sobre el traductor de su libro, Gonzalo Puente Ojea, léase el comentario que le dedico en el resumen del contenido del célebre ensayo de Jacques Maritain, Humanismo integral

<http://enriquecastanos.com/maritain_humanismo.htm)>.

218. André Gide, Dostoievski, Barcelona, José Janés, 1950, pág. 129.

219. Aristotle, The Works, volume III, «Meteorologica», Oxford University Press, 1931, Book III, Chap. IV, 373 b. La traducción al inglés es de Erwin Wentworth Webster, fallecido en 1917 en la Gran Guerra. La traducción española de la editorial Gredos, bajo el título de Meteorológicos, se debe a Miguel Candel Sanmartín.

220. Sigmund Freud, «Compendio del psicoanálisis», en Obras Completas, Barcelona, RBA, 2006, tomo V, págs. 3380-3382. La traducción es la de Luis López-Ballesteros y de Torres para la editorial Biblioteca Nueva, ponderada por el propio médico vienés. El didáctico y lúcido «Compendio», a pesar de contar el autor con 82 años, lo dejó Freud inconcluso, por motivo de su dolorosa enfermedad, en julio de 1938, siendo publicado en la revista Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse und Imago en 1940 (la revista Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse y la revista Imago se habían fusionado en Londres en 1939, desapareciendo la nueva publicación muy pronto, en 1941).

221. Sigmund Freud, L’inquiétante étrangeté. Traducción del alemán al francés llevada a cabo por Marie Bonaparte y Mme. Edouard Marty para la editorial Gallimard en 1933 (disponible en la siguiente dirección web:

<http://classiques.uqac.ca/classiques/freud_sigmund/essais_psychanalyse_appliquee/10_

inquietante_etrangete/ inquietante_etrangete.html>.

Marie Bonaparte, discípula y amiga de Freud, vio ese mismo año de 1933 publicado en París su estudio psicoanalítico acerca de Edgar Allan Poe, un «gran poeta patológicamente afectado», según le escribe Freud en el Prólogo, que también se interesó por el fenómeno del «doble» en algunas de sus originalísimas narraciones. Sigmund Freud, Obras Completas, tomo V, pág. 3223.

222. El artículo de Ernst Jentsch está disponible en inglés en

<http://art3idea.psu.edu/locus/Jentsch_uncanny.pdf>.

223. Der Sandmann ha sido traducido al español como El hombre de la arena. El cuento está publicado por la editorial José J. Olañeta y la editorial Valdemar. La de Olañeta, que es la más conocida, gracias a la labor difusora de ese tipo de literatura fantástica que hizo Carmen Bravo Villasante en la editora mallorquina, viene precedida del artículo de Freud sobre lo «siniestro».

224. E. T. A. Hoffmann, Los elixires del diablo, Barcelona, Taifa, 1985. Traducción de Sigisfredo Krebs. En esta extensa novela, en la que también aparece la figura del «doble», dice Hoffmann en el Prólogo: «… incluso me pareció que lo que generalmente llamamos sueño e imaginación podría ser el conocimiento simbólico del hilo misterioso que pasa por nuestra vida, vinculándola en todas sus condiciones, pero que se ha de dar por perdido quien cree haber cobrado con aquel conocimiento la fuerza para romper violentamente el hilo y para hacer frente a los poderes tenebrosos que tienen dominio sobre nosotros» (págs. 10-11).

225. Otto Rank, «Der Doppelgänger», Imago, III, 1914.

226. Siegfried Kracauer, De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, Barcelona, Paidós, 1985, págs. 34-35. Traducción de Héctor Grossi.

227. Ibídem, págs. 35-36.

228. Guillermo Hauff, Cuentos, Madrid, Calpe, 1920. Traducción de Carmen Gallardo de Mesa. El volumen recoge ocho cuentos, entre ellos el que cita Freud.

229. Friedrich Schiller, L’Anneau de Polycrate, Paris, Charpentier, 1854, págs. 72-74. Traducción de Xavier Marmier. Disponible en:

<fr.wikisource.org/wiki/L’Anneau_de_Polycrate (tr. Marmier)>.

Acerca de Polícrates, hijo de Éaces y tirano de Samos en la segunda mitad del siglo VI a. C., véase, Heródoto, Historia, Madrid, Gredos, 1986, Libro III 39-43, págs. 90-97. El autor de la edición, Carlos Schrader, en la nota 222 (pág. 96), al indicar al lector el comienzo de la narración por Heródoto de la accidentada historia del anillo de Polícrates, menciona la inmortal balada de Schiller, Der Ring des Polykrates, escrita en junio de 1797 y publicada en el Musenalmanach de 1798, probablemente la adaptación de un cuento popular. La edición española que he manejado es: Schiller, Poesías líricas, Madrid, Librería de los sucesores de Hernando, 1907, tomo I, págs. 236-239. Cada poesía lleva en el Índice el nombre del traductor, siendo Juan Luis Estelrich el de la mayoría del volumen, además del colector; sin embargo, El anillo de Polícrates lo traduce Teodoro Llorente. La edición va acompañada de un Prólogo de Juan Fastenrath.

230. Acerca de la noción de ka o «doble» del faraón difunto en Egipto, emanación del dios Ra, véase la nota 65 de mi ensayo sobre El idiota.

231. De Caligari a Hitler, pág. 66.

232. Ibídem, pág. 68. Para quien no conozca la película, cuando el director médico les dice a sus colaboradores que Francis cree que él es Caligari, debe aclararse que ese tal Caligari es un personaje malvado supuestamente real que existió unos siglos antes en Alemania, que inducía a un sonámbulo a cometer crímenes. En el despacho del director del manicomio identificado por Francis con Caligari, es donde se encuentra el grueso volumen que habla de tan siniestro individuo del pasado.

233. Obras Completas, tomo I, págs. 203-204.

234. Juan Antonio Ramírez, Duchamp. El amor y la muerte, incluso, Madrid, Siruela, 1993, págs. 191-192.

235. Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 95-96.

236. Juan Manuel Almarza Meñica, «El sufrimiento del inocente en “La leyenda de El Gran Inquisidor” de F. Dostoievski», en la obra colectiva La religión, ¿cuestiona o consuela? En torno a La leyenda de El Gran Inquisidor de F. Dostoievski, Barcelona, Anthropos, 2006, pág. 41. La cursiva que aparece en la cita es mía.

237. Thomas Mann, «Freud y el porvenir», en Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Barcelona, Bruguera, 1984, pág. 225. La traducción y la nota preliminar corresponden a Andrés Sánchez Pascual, quien nos informa que «Freud y el porvenir» fue en su origen una conferencia pronunciada por vez primera en Viena el 8 de mayo de 1936, para celebrar los 80 años del padre del psicoanálisis.

238. Giovanni Papini, Juicio Universal, Barcelona, Planeta, 1959, págs. 634-635. La traducción es de Isidoro Martín. La primera idea del vasto y controvertido libro la tuvo Papini en 1904, aunque lo dejó inacabado en 1952.

239. Aun sin compartirlo enteramente, siempre me ha impresionado vivamente, desde que lo leyera en la salida de la adolescencia, cómo despacha don Miguel de Unamuno, en su extraordinario libro Vida de don Quijote y Sancho, el capítulo VI del Quijote, el del escrutinio de la biblioteca del hidalgo manchego: «Aquí inserta Cervantes aquel capítulo 6 en que nos cuenta “el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo”, todo lo cual es crítica literaria que debe importarnos muy poco. Trata de libros y no de vida. Pasémoslo por alto». Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1950, tomo IV, pág. 138. Ejemplo máximo de hombre libresco, y, por tanto, enemigo de la vida, era Erasmo de Rotterdam para Giovanni Papini, quien afirma: «La locura de Erasmo es la que se encuentra en mayor o menor grado en todos los intelectuales de tipo senil y libresco, pero en él asume contornos particularmente graves. Principales síntomas: la desconfianza y la hostilidad contra el mundo real; reducir toda la vida a la cultura y toda la cultura a los libros; sostener que comprender vale más que crear, recordar más que obrar, la dialéctica más que la pasión, la intuición, la inspiración. Estos síntomas se funden después en uno solo: preferir y buscar lo que se asemeja y se acerca a la muerte; desconfiar o escarnecer cuanto se asemeja o se aproxima a la vida». El comentario procede del libro L’imitazione del Padre (1946), en el que Papini dedica un breve capítulo a Erasmo centrado en su libro Laus Stultitiae (Elogio de la locura), escrito entre 1508 y 1509. El texto de Papini puede encontrarse en castellano en Descubrimientos espirituales, Buenos Aires, Emecé, 1951, págs. 100-105, una selección de los últimos textos del que fuera enfant terrible de las letras italianas llevada a cabo por Vintila Horia bajo la supervisión del propio Papini, que sugirió también el título del volumen.

240. El cristianismo de Dostoievski, pág. 122.

241. Ibídem, pág. 126.

242. Ibídem, págs. 138, 140, 141, 145, 148 y 149.

243. Ibídem, págs. 150-151.

  

  

Málaga, 7 de septiembre de 2013, festividad de Santa Regina, virgen y mártir, nacida en Alesia (Autun), en la antigua Galia, en el siglo V.

  

  

  

  

  

  

  

   

   

Enrique Castaños Alés (Málaga, 1956). Profesor de Instituto de Enseñanza Media desde 1982 hasta 2016. Profesor asociado del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga durante los cursos 2006-2011. Licenciado en Filosofía y Letras en 1979, se especializó en Historia Medieval. Su Memoria de Licenciatura, leída a finales de 1981 y aprobada con la calificación de Sobresaliente por unanimidad, versó sobre El socialismo postrevolucionario anterior a Karl Marx: Charles Fourier, Henri de Saint Simon, Robert Owen y Pierre-Joseph Proudhon. Su Tesis Doctoral, defendida en el año 2000 con la calificación de Sobresaliente cum Laude, se centró en Los orígenes del arte cibernético en España. La experiencia del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid.

Es autor del libro La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX (1997), reelaborado y ampliado en 2011 bajo el título Las artes plásticas en Málaga en la segunda mitad del siglo XX. Crítico de arte del diario SUR de Málaga entre 1996 y 2012. Colaborador de las revistas Lápiz, Galería, Cuadernos Hispanoamericanos, Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, Arte y Parte y Fedro. Revista de Estética y Teoría de las Artes (Universidad de Sevilla).

Ha sido Director de la Sala de Exposiciones de la Diputación de Málaga, Coordinador de la Sala de Exposiciones de la Universidad de Málaga, Director del Departamento de Promoción Cultural de la Fundación Picasso-Casa Natal y comisario de múltiples exposiciones, entre las que destacan las antológicas y retrospectivas dedicadas a Manuel Barbadillo Nocea, Stefan von Reiswitz, Godofredo Ortega Muñoz, Esteban Vicente y Francisco Hernández Díaz. Ha comisariado exposiciones monográficas de Tomás García Asensio, Lugán, Oriol Vilapuig, Santiago Mayo, Jordi Teixidor Otto, Andreu Alfaro, Manuel Salinas, Pablo Alonso Herráiz, Dámaso Ruano Gómez, Manuel Mingorance Acién y el Colectivo Palmo de Málaga. En 1992 fue comisario de la exposición El arte de construir el arte, con los fondos del Colegio de Arquitectos de Málaga. Colaborador de la muestra «Andalucía y la modernidad», del volumen Arte desde Andalucía para el siglo XXI, y del catálogo de la exposición El discreto encanto de la tecnología, celebrada en el MEIAC de Badajoz y el Museo ZKM de Karlsruhe.

Ha impartido numerosas conferencias y ha sido ponente en diversos seminarios organizados por las Universidades de Málaga y Alicante. Ha escrito y publicado en revistas especializadas amplios artículos sobre diversas novelas de Bram Stoker, Nathaniel Hawthorne, Anne Brontë, Miguel de Unamuno y Fiodor Dostoyevski, así como sobre películas de Leontine Sagan, Leni Riefenstahl, Philippe Claudel, Leopold Jessner, Ludwig Wolff y Paul Czinner. Colaborador del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. En 1997 publicó unas Consideraciones sobre «Ordet», de Carl Theodor Dreyer.

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 3. Página 15. Año XXII. II Época. Número 117. Octubre-Diciembre 2023. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2023 Enrique Castaños Alés. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2023 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 29730. Rincón de la Victoria (Málaga).

   

     

 

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