IV

AHORA QUIERO DECIR unas palabras acerca de uno de los personajes más entrañables y conmovedores de toda la novela, Makar Ivánovich Dolgorukii, el esposo legítimo de Sofía Andréyevna y padre ante la ley del adolescente. Su presencia casi no se hace notar, como corresponde a su auténtica sencillez, a su humildad, a su absoluta falta de soberbia o de vanidad (lo que no significa que no poseyese «cierta maliciosa sagacidad, sobre todo en los escarceos polémicos»), a su profunda espiritualidad, que prefiere mantenerla escondida, porque ése es su carácter, su natural temperamento, ocupar siempre un papel secundario entre los hombres, aunque termina siendo para el lector una persona de extraordinaria relevancia, pues refleja meridianamente la pureza y la limpieza de corazón, la incapacidad absoluta para el resentimiento, el odio o la venganza, el sincero amor al prójimo, la voluntad de servicio, el no querer constituir un estorbo para los demás; pasar, en suma, desapercibido, atravesar la existencia en silencio. Es evidente que su figura nos está anunciando ya al stárets Zósima de los Karamásovi, como el obispo Tijón de Demonios nos anticipa a Makar. Y eso que Makar Ivánovich tiene razones sobradas para que su alma se haya enturbiado, se haya ennegrecido, pues «el amo», Versílov, cuando sedujo a Sonia, para remediar lo que había hecho, estando como estaba dispuesto a renunciar a ella si era preciso, le propuso que aceptase una compensación económica, en concreto tres mil rublos, se quedase o no Makar con su legítima esposa. Al principio, Makar calla. Se siente profundamente ofendido. Sólo después de insistir varias veces Versílov, acepta Makar esos tres mil rublos, aunque eso ocurrió algún tiempo después, y esa es la razón de que Versílov se los entregase en dos tandas: setecientos y dos mil trescientos; esta segunda con los intereses. ¿De verdad los quería Makar para sí? ¿Los admite por codicia? ¿Es que acaso está aceptando la venta de su esposa? El adolescente descubre la verdad cuando Versílov, en un arranque de sinceridad, le confiesa que la aceptación de ese dinero por parte de Makar no tenía otro fin que asegurar el futuro de Sofía. Así es; Makar había dispuesto que los tres mil rublos, más sus intereses, de los que no había tocado ni una copeica, pasasen íntegramente a Sofía cuando él falleciese (1.ª parte, cap. VII, II). Makar no sólo no acepta esta suerte de mezquino soborno pensando en sus intereses, sino que no ejerce la más mínima violencia o intimidación sobre los verdaderos sentimientos de Sofía. Por eso ella termina marchándose con Versílov, no produciendo ese hecho el que germinase la planta del odio o de la venganza en Makar. Por supuesto que la quiere, que ama a su niña como si fuese su propia hija, pero puede más su sentido de la libertad inalienable del corazón humano. Makar sufrirá en silencio. Antes nos hemos referido al sincero e infinito agradecimiento de Sofía, que es plenamente consciente de su culpa, pero que también sabe que su destino es inevitable; como concluía Romano Guardini, creía en Dios y amaba a Cristo, pero no le era posible desprenderse de su pecado. Al fin tendrá oportunidad de demostrar el amor de hija, el profundo respeto que siente por su esposo al que ha abandonado. Y lo hace acogiéndolo periódicamente en su casa, pues Makar tiene la costumbre de visitarla unas tres veces al año, sin importunarla, quedándose cada vez muy pocos días, sólo para saber cómo está ella, si es feliz. Estas visitas ponían muy nervioso a Versílov, que, con esa habilidad suprema que sólo él posee, desaparece durante esos días o se mantiene completamente al margen. La presencia de Makar era como un aldabonazo en su conciencia. A la postre, Sofía aceptará recoger a Makar amorosamente en su casa, cuando él presiente encontrarse en la recta final de su vida, después de su dilatado peregrinaje por la existencia, y no en sentido figurado, pues constantemente ha ido de un lugar a otro, de una aldea o un monasterio a otro, de tal manera que lo que Makar Ivánovich encarna de modo arquetípico en toda la novelística dostoyevskiana es la figura del peregrino ruso, una figura consustancial a la historia espiritual de esa gran nación y de ese gran pueblo, uno de los dos o tres pueblos verdaderamente decisivos en la historia que comienza con la era cristiana, y del que todavía no podemos saber con exactitud qué papel jugará en el futuro. De lo que sí estamos convencidos es que ocupará una posición determinante en lo que de verdad importa, que no es otra cosa que el recinto del interior del hombre y el reino del Espíritu. El extraordinario florecimiento de la cultura, del pensamiento, de la literatura y de la religiosidad en Rusia durante el siglo XIX y los primeros decenios del siguiente, indiscutiblemente un caso único en el mundo, no puede caer en saco roto. Se produjo incluso una fractura, que duró unas siete décadas, que parecía ahogar para siempre a Rusia en la ciénaga del materialismo ateo. Pero no ha sido así; Rusia, como creía Dostoyevski, parece poseer un alma, y esa alma es eterna, aunque pueda estar por mucho tiempo adormecida. Ni siquiera se vislumbran hoy, cuando escribo estas páginas, señales, por tímidas que sean, de recuperación, de regeneración, de reencuentro con un pasado que hay que volver a releer, a reescribir, a criticar, a analizar, pero no a olvidar. Y, sin embargo, a pesar de los densos nubarrones que se ciernen todavía sobre el horizonte de Rusia, la semilla acabará dando su fruto. ¿Cuánto tardará? Eso no lo sabemos, nadie lo sabe; probablemente, mucho tiempo; no decenios, sino incluso siglos. Pero Rusia, como proféticamente entrevieron Dostoyevski y Vladímir Soloviev—cada uno, claro está, de un modo distinto—está predestinada a decir cosas, no ya importantes, sino decisivas para el futuro de la comunidad de los hombres, para su destino espiritual, pues nada tiene que ver con el Poder, con la conquista del Poder político y económico, con la geopolítica. Y no se trata de una predestinación irracional, ilógica, insensata, fanática, sino de algo que descansa sobre un magma muy denso y profundo, en intermitente ebullición.

Pues bien, Makar Ivánovich es un hito en ese proceloso y accidentado itinerario espiritual de la vasta e infinita Rusia, de la santa Rusia. Una de las mejores síntesis sobre la historia espiritual de Rusia la llevó a cabo Helen Iswolsky en El alma de Rusia, un libro fundamental que vio la luz en los Estados Unidos en 1943, gestándose entre París y Nueva York durante los terribles años de la última guerra mundial. Helen había nacido en Alemania, en 1896, y murió en la ciudad de los rascacielos en 1975, el mismo año que falleció Hannah Arendt. El padre de Helen, Alexander Iswolsky (Moscú, 1856 – París, 1919), era político y diplomático, y, como Ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno zarista en el crucial bienio de 1907-1908, llegó a ser el principal artífice de la alianza entre Rusia y el Imperio británico en los años inmediatamente anteriores a la Gran Guerra, los años de la Paz Armada [87]. Interesa, a nuestro propósito, detenerse en las breves pero luminosas páginas que Helen Iswolsky dedica, en el capítulo VIII de su precioso libro, bajo el epígrafe «La llama blanca» (una expresión recogida de Nicolás Berdiaev), a San Serafín de Sarov (1759-1833), cuyo nombre real era el de Prokhor [Prócoro] Moshnin, quien con tan sólo diecinueve años entró en el monasterio de Sarov (al SE de Moscú, en el oblast de Nizhny Novgorod). San Serafín de Sarov, una de las cimas de la espiritualidad rusa del siglo XIX, que Helen Iswolsky compara con el santo cura de Ars y con Santa Teresa de Lisieux, era hijo de mercaderes, de Kursk, y su vida la conocemos por un discípulo suyo, Nikolay Motovilov (1809-1879), también mercader. Un biógrafo reciente de San Serafín, citado por Helen Iswolsky, llamado Ivan Aleksandrovich Il’in (1883-1954), describe el rostro del santo como de una «blancura deslumbrante». Esta descripción coincide con un suceso que narra Motovilov, y que no fue otro que solicitarle al santo varón que le revelase algo del secreto de la verdad a la que había llegado en su aislada contemplación extática. Serafín le ordenó que lo mirase, y Motovilov «casi encegueció por la luz que se desprendía de la cara del viejo», como si se hubiese producido una transfiguración [88].

Pues bien, San Serafín de Sarov, que nos evoca inmediatamente al stárets Zósima (aunque sabemos que Dostoyevski inspiróse en el stárets Ambrosio Grénkov, nacido en 1812 y fallecido en 1891, del monasterio de Optyna Pustyn [89], para crear al guía espiritual de Alíoscha Karamásov), también nos viene a las mientes cuando conocemos el comportamiento y leemos las palabras que pronuncia Makar Ivánovich, especialmente aquellas que dirige al adolescente [90]. Para Makar, la alegría es inseparable de la verdadera existencia, de esa que se trasluce en aquellos que poseen un carácter alegre y sano. Se transparenta así el profundo sentido evangélico del personaje, su aproximación a la figura de Jesús. No importa que no exista ningún pasaje concreto en los sinópticos y en el Evangelio de Juan en el que expresamente Jesús se ría. No hace falta. Toda la buena nueva que nos anuncia está íntimamente relacionada con la alegría del corazón de las personas sencillas que oyen su Palabra y se reencuentran con el Padre. Lo que distingue sobre todo a Makar es la íntima percepción que tiene del misterio del mundo, que, para él, es el misterio de Dios, que todo lo impregna. Ese misterio inunda la naturaleza entera con todas sus criaturas, de tal modo que Dios, la naturaleza y el hombre forman una armonía unitaria [91], pero «el misterio más grande es qué aguardará al alma del hombre en el otro mundo» (3.ª parte, cap. I, III) [92]. Todo «es tanto más hermoso cuanto que es misterio». Sofía, su esposa legítima, lo cuida con abnegación, pues, como queda dicho, lo «había honrado mucho toda su vida, con temor y temblor» [93]. El ateísmo es terrible para él, porque «vivir sin Dios…, ése es todo un tormento», pero casi más perniciosos que los que son «francamente ateos» son los idólatras, los que «van con el nombre de Dios en los labios» y no creen en Él. Así se explica Makar ante Versílov (3.ª parte, cap. II, III) en un breve diálogo sobre el ateísmo. Escasas líneas antes, ha expresado Makar Ivánovich su creencia de que cuanto más se ilustra el hombre más se aparta de Dios; pero esta idea no hay que entenderla en un sentido reduccionista, simplista, maniqueo, o, simplemente, como una fanática andanada contra la cultura. No; lo que Makar quiere expresar es algo muy profundo, pues está refiriéndose a cómo se aparta el hombre de Dios cuando el hombre se endiosa, cuando sólo se centra exclusivamente en él mismo, en sus potencialidades y capacidades. Esta tendencia del hombre a convertirse en Dios, que arranca desde los prolegómenos del Renacimiento ya en el siglo XIV, la comprendió con particular hondura Nicolás Berdiaev en un breve ensayo al que he tenido ocasión de referirme en otro contexto [94].

Al adolescente le encanta escuchar las historias del viejo, pues era muy aficionado a narrarlas. Le sorprende mucho, por ejemplo, pues de esa vida «no tenía yo hasta entonces ninguna idea», la de Santa María Egipcíaca (344-421), quien, después de una existencia dedicada a la prostitución y a los placeres, se convirtió en una ferviente asceta, siendo posteriormente muy venerada por la Iglesia copta de Egipto [95]. Al interrogarle sobre el suicidio, le responde: «El suicidio es el pecado más grande del hombre»; hacía ya un lustro que había concebido Dostoyevski su encarnación individual más poderosa en este sentido, el ingeniero Kirillov de Demonios, quien pretende demostrar con su «suicidio lógico» la inexistencia de Dios, desafiándolo y dejando clara constancia de la libertad absoluta de decisión del hombre. Naturalmente, con ello no logra demostrar aquello que pretendía, sino sólo que es una víctima, grandiosa, pero víctima al fin y al cabo, de la idea, de su idea, que terminará tragándoselo, a él, que «se mata para ser dios» [96]. El hombre, piensa Makar, no puede erigirse en juez de sí mismo; esa tarea sólo le corresponde a Dios. Makar, un peregrino, ponía a veces la vida de los conventos y de los monasterios por encima del peregrinaje mismo. Esto lo desaprueba el adolescente, que ve en los monjes aislados del mundo un ejemplo de egoísmo, pudiendo entregarse a una causa filantrópica, o a salvar vidas, o a ser útiles a los demás. Makar, al principio, parece no comprenderlo, pero termina contestándole: «En el convento, el hombre se fortifica hasta toda suerte de hazañas […] ¿qué es lo que hay en el mundo? […] ¿No es sólo un sueño?»  Le recuerda las palabras de Cristo: «Ve y reparte tus riquezas y hazte el servidor de todos». Si las cumples «serás más rico que antes infinitas veces, porque no con la pitanza sólo, ni con suntuosos trajes, ni con el orgullo y la envidia serás feliz, sino con el amor que se multiplica sin cuento». Cuando eso ocurra, cuando hagamos nuestros a los que nos rodean, hasta el último mendigo, en ese momento no sacaremos «la sabiduría» únicamente «de los libros», sino que veremos «a Dios cara a cara; y resplandecerá la tierra más que el sol, y no habrá ni pena ni zozobra, sino que todo será un paraíso…». Daba esa vez la casualidad que Versílov se hallaba delante, y como el adolescente replicase a Makar que aquello que decía era comunismo, puro comunismo, y aquél no entendiese el significado de tal término, Arkadii intentó explicárselo, pero acabó haciéndose un lío. Versílov dio por zanjada la tertulia, aunque resolvió pasarse un momento por la habitación de su hijo, ponderándole a Makar Ivánovich, un hombre de «convicciones» «firmes», «claras» y «verdaderas». «Al lado de una ignorancia absoluta—continúa diciéndole Versílov a Arkadii—, es capaz inopinadamente de sorprenderle a uno con un conocimiento inesperado de ciertas ideas, que ni siquiera le suponíamos. Pondera el yermo con entusiasmo, pero ni al yermo ni al convento por nada del mundo se retira, porque es en alto grado vagabundo […] con arrechuchos de esa ternura universal que tan ampliamente pone nuestro pueblo en su sentimiento religioso» (3.ª parte, cap. III, II). Makar morirá como ha vivido: sin hacer ruido. Sólo Liza estaba en ese momento a su lado, pero cuando el anciano cayóse de pronto a un lado con todo el peso de su cuerpo, pues, como dijo después Versílov, le «reventó el corazón», los desesperados gritos de Liza hicieron que al instante acudiesen los demás que se encontraban en la casa. Al entrar en la habitación donde yacía el cadáver del anciano, el adolescente vio a Versílov y a Sofía juntos: «Mamá estaba echada en sus brazos, y él la estrechaba fuerte contra su corazón» (3.ª parte, cap. VI, II). Precisamente el día anterior había recordado Arkadii que Versílov «dio a Makar Ivánovich su palabra de noble de casarse con mamá, caso de quedarse viuda» (3.ª parte, cap. IV, II).

Antes de morir, aún tiene tiempo Makar Ivánovich de contar una larga y conmovedora historia (un relato intercalado dentro del relato, indudable homenaje de Dostoyevski a su admirado Don Quijote), íntegramente escuchada por el adolescente, que es toda una parábola sobre el fenómeno cultural y espiritual del peregrinaje en Rusia, esto es, de qué modo una persona puede acabar su existencia convirtiéndose en un peregrino de monasterio en monasterio, a modo de expiación de sus pecados anteriores, pues su protagonista, un rico comerciante de la imaginaria ciudad de Afimievskii, llamado Maksim [Máximo] Ivánovich Skotobóinikov, ha actuado cruelmente con una pobre viuda y el único hijo que le había quedado a ésta, y si bien intentó después reparar su crimen protegiendo al muchacho y tratando de hacerlo un hombrecito de provecho, el infante, con sólo ocho años, tanto miedo le había tomado a su nuevo tutor, que se lanzó desesperado al río y murió. Anonadado por la tragedia, Maksim, que tanto había hecho sufrir a aquella viuda, y a quien, aunque involuntariamente, habíale arrebatado ahora el único hijo que le quedaba de los cinco que llegó a tener, propúsole, nada menos, que casarse con ella y reparar de este modo su execrable conducta. Después de mucho insistirle los vecinos, la viuda, que tenía sobradas razones para rechazarlo por naturales escrúpulos de conciencia, finalmente accedió, e incluso llegaron a tener un hijito, pero a los ocho días de nacer—es decir, el mismo número de días que de años tenía el anterior hijo de la viuda que se había suicidado—, el niño se puso enfermo y murió repentinamente. Fue entonces cuando el comerciante, que había consultado algunas de sus anteriores actuaciones con un archimandrita [97] y que incluso había encargado también un cuadro con el retrato de un arjiereo [98] a modo de exvoto, entrególe todo lo que poseía, que era mucho, a la viuda, y, a pesar de las súplicas de la mujer para que no lo hiciese, inició una peregrinación hacia lejanas tierras, no volviéndose a saber nunca nada más de él (3.ª parte, cap. III, IV).

Hemos definido a Makar Ivánovich Dolgorukii como un acabado ejemplo literario de peregrino ruso. Alexis Marcoff se ha referido a cómo la cruel política represiva del segundo periodo del reinado de Iván IV el Terrible, iniciado en febrero de 1565, desatada por la temible Opríchina (Oprichnina), una auténtica milicia policiaca que puede considerarse el embrión del Estado totalitario que comenzará a pergeñarse en época de Pedro I el Grande, provocó no sólo el fenómeno del «cosaquismo» y del bandidaje, sino también la proliferación de santones y benditos que recorrían los caminos de Rusia sin un lugar fijo al que dirigirse. Estos peregrinos pacíficos, a diferencia de los cosacos violentos esparcidos por las tierras de Ucrania, se dirigieron a las ignotas zonas del norte, siendo el etnógrafo Sergei Maximov (1831-1901), que escribió un libro sobre este capítulo de la historia rusa titulado La Rusia errante (San Petersburgo, 1877), uno de sus principales estudiosos, cuyas conclusiones resume espléndidamente Marcoff [99]. Pero a Makar Ivánovich habría que relacionarlo sobre todo de un modo muy especial con uno de los principales textos de la espiritualidad rusa del siglo XIX, por fortuna muy difundido también en Occidente, los siete Relatos de un peregrino ruso, de autor anónimo, que narra las peripecias de un peregrino también anónimo que busca de manera incesante a alguien que le enseñe a orar. La más antigua redacción de los cuatro primeros relatos, conservada en el monasterio de Optyna Pustyn, corresponde a 1859, descubriéndose los tres restantes en 1911 entre los documentos del stárets Ambrosio de ese mismo monasterio. Aunque la primera edición de los cuatro relatos inicialmente conocidos se llevó a cabo en Kazán en 1881, bajo los auspicios del higúmeno Paisy Fiódorov (los otros tres fueron publicados por vez primera en 1911 por el monasterio de la Santísima Trinidad y San Sergio—Troitse-Sérguieva Lavra—,  a 71 km al nordeste de Moscú, en la antigua ciudad de Zagorsk, hoy Sérguiev Posad), hay que tener presente que tales breves narraciones pudieron ser perfectamente conocidas por Dostoyevski, que, al igual que otros escritores e intelectuales rusos, según hemos indicado anteriormente, visitó el monasterio de Optyna Pustyn. El alimento espiritual más importante del peregrino de la anónima narración, además de la Biblia, es la Filocalia, es decir, una colección de textos ascéticos y místicos de autores sagrados, que, en el caso de Rusia, fue la llamada Dobrotoliubie, cuya primera edición data de 1793. Los textos contenidos en la Filocalia, es decir, en ese libro que enseña a rezar, conforman una doctrina que se conoce con el nombre de «hesicasmo» (el término «hesiquia» es una traducción literal del griego ἡσυχία, que significa «quietud», «calma», «reposo», «tranquilidad»), definida por Sebastián Janeras y Vilaró como «un sistema espiritual de orientación esencialmente contemplativa que pone la perfección del hombre en la unión con Dios por medio de la oración continua». Ahora bien, aunque el ideal del peregrino está íntimamente vinculado al de los hesicastas, el peregrino ni es un monje ni es un hesicasta. Es «un laico, hombre sencillo del pueblo», cuya aspiración máxima es hallar el método de la oración pura, a fin de poder encontrarse con Dios [100]. Eso es lo que era exactamente nuestro Makar Ivánovich, el esposo de Sofía Andréyevna.

También se ocupa ampliamente en su estudio, y con evidente delectación, Romano Guardini de Makar Ivánovich, bajo el epígrafe, que ya no puede sorprendernos, de «Makar, el peregrino». Acierta plenamente el eximio teólogo de Tubinga (profesor de Joseph Ratzinger, es decir, Benedicto XVI) cuando afirma que el alma de Makar, quien no confía en Versílov y en su proceder con Sonia, «es un alma que posee medios de comprensión mucho más profundos que los de la razón, pues posee fuera de ella, muy fuera de ella, un punto de referencia que le permite superar todas las diferencias del mundo sensible y comprenderlo todo, soportarlo todo, penetrarlo todo con amor, sin que, empero, ninguna de esas diferencias [con Versílov] quede de alguna manera anulada» [101]. A fin de complementar y contextualizar la andadura emprendida por Makar, Guardini, además del anónimo libro de los Relatos de un peregrino ruso, que menciona con el título de Vida de los peregrinos de Rusia, en una edición berlinesa de 1925, también se refiere al breve libro Caminantes de Dios, que él cita según una edición muniquesa de 1927, pero que es más conocido como El peregrino encantado (1873), del escritor Nikolai Semiónovich Leskov (1831-1895), cuyo protagonista ha sido comparado con una especie de Gil Blas ruso [102]. Makar, viene a concluir Romano Guardini, es una pura expresión de las fuerzas vivas del pueblo ruso [103], que yacen diseminadas por las vastas llanuras y bosques de ese inmenso y misterioso país.

V

Ha llegado el momento de dirigir nuestra atención al principal objeto de este ensayo: la figura de Andrei Petróvich Versílov. Quiero decir, en primer lugar, que las opiniones de Ortega y Gasset sobre algunos personajes dostoyevskianos parecieran escritas como si hubiesen tenido por modelo a Versílov. Por ejemplo, cuando afirma que, al principio, el lector puede llevarse la impresión de que tales personajes están definidos de una vez y para siempre, pero lo cierto es que su carácter, su comportamiento y su evolución espiritual son mudables, inestables e incluso contradictorios. El perfil del personaje ha cambiado por completo en el ánimo del lector cuando termina de leer determinadas novelas del inabarcable escritor moscovita. Esta manera de proceder adquiere una de sus cimas en El adolescente, tanto en lo que se refiere a Arkadii como, sobre todo, a su padre. Es el propio lector el que se ve obligado a perseguir con suma atención el itinerario vital de ambos, y en esta actividad, hasta cierto punto detectivesca, lo que hace es definirlo él, no el novelista; dicho más precisamente: es Dostoyevski quien nos impele a que vayamos dibujando los serpenteantes contornos psicológicos de Versílov, a fin de que podamos construir una imagen coherente de tan complejo, versátil, resbaladizo y problemático personaje. Éste es, de hecho, uno de los principales nexos de unión entre las novelas de Dostoyevski y la vida real, pues, como sabemos y hemos experimentado múltiples veces, la existencia de una persona no viene dada de una vez, como algo inmóvil y definitivo, sino que, por su propia esencia es mudable, variable, oscilante, contradictoria, inestable. Éste sería, sin duda, uno de los grandes descubrimientos del genial escritor ruso [104].

Como todos los grandes personajes de Dostoyevski, puede afirmarse que Versílov es la encarnación de una idea, pero, como muy bien supo apreciar Berdiaev y después corroboró Pareyson, no se trata aquí de ideas rígidas, anquilosadas, hieráticas, sino de ideas dinámicas, vivientes, imbuidas de una extraordinaria dialéctica en continuo proceso de transformación [105], de tal modo que puede afirmarse sin ambages que, en los personajes dostoyevskianos, la personalidad se manifiesta a través de las ideas [106]. Las ideas, ya lo hemos dicho antes por boca del propio adolescente, absorben por completo a estos personajes, que lo mismo pueden entregarse al bien que al mal más bajo y abyecto. Estos personajes son absolutamente libres de elegir; la libertad es consustancial a su propia naturaleza, como lo es a la del hombre; de ahí que su elección pueda inclinarse hacia uno u otro lado, o se muevan a veces en una desesperante duda y ambigüedad respecto de su destino. Versílov, ya lo hemos apuntado, es arquetípico en este sentido: equívoco, contradictorio, hermético, culto, astuto, inteligente, apuesto, amante de la belleza, a veces inmoral, pero contiene en lo más profundo de su ser una pequeña llama encendida, muy débil, sí, pero encendida al fin y al cabo, que es la que, precisamente porque nunca termina por apagarse, acabará permitiendo su regeneración futura, o, al menos, que podamos presumir que esa renovación positiva de su persona, de su espíritu, es posible e incluso bastante probable, aunque Dostoyevski deja al final de la novela una especie de interrogante que debe resolver el lector. Hasta ese punto límite lleva Dostoyevski su concepción de que cada hombre posee, como uno de sus bienes más valiosos, una idea; cada hombre es portador de una idea, y esa idea constituye su secreto. Los personajes de El adolescente se devanan por averiguar cuál es ese secreto de Versílov [107], que enclaustra en las más recónditas profundidades de su alma, porque, no nos engañemos, todo lo esencial de la vida humana se resuelve a la postre en el seno del corazón del hombre [108]. No es el dinero, ni el poder, ni el sexo, ni la lucha de clases, lo que mueven el mundo, sino las ideas, ideas filosóficas, morales, o bien concepciones y creencias religiosas, que, como hemos dicho ya, pueden ser nobles, inclinadas hacia el bien, o abyectas, inclinadas hacia el mal. Eso también lo vio con prístina claridad Berdiaev a través de la lectura de Dostoyevski: si el hombre pretende convertirse en un super-hombre, si quiere convertirse en un dios y sustituir a Dios, si se ensoberbece y se cree infalible y con capacidades ilimitadas, engreído de que todo lo puede él solo, entonces el hombre acabará convirtiéndose en un homúnculo, en un sub-hombre, en un Hombre-dios que perderá la verdadera libertad, la dignidad y el sentido de la justicia, y, por lo tanto, estará dispuesto, en determinadas circunstancias y en aras de la pretendida felicidad del género humano, a construir un despiadado Estado totalitario que destruye la libertad individual como consecuencia de negar la trascendencia divina en el hombre; pero si el hombre, humildemente, acepta sus limitaciones, cree en la trascendencia, se ve hecho a imagen y semejanza de Dios, toma a Cristo como modelo y faro de su existencia, entonces, no sólo alcanzará la libertad, la que de verdad libera, sino que se reconocerá en su prójimo y alcanzará la vida eterna [109].

Si hay algo en el mundo que quiera desentrañar Arkadii, es el enigma y el secreto que se ocultan detrás de ese hombre impenetrable que es Versílov. Dostoyevski, como en otras novelas suyas, encuéntrase aquí en su verdadero elemento: en un espacio y un tiempo humanos, pero, asimismo, un espacio y un tiempo determinados por los acontecimientos espirituales que sin interrupción se suceden, donde todo transcurre en muy pocos días y en reducidos y angostos espacios, casi claustrofóbicos, en tabucos, buhardillas, tabernuchas, habitaciones alquiladas o mansiones, pero, si se trata de estas últimas, sin que el escritor se detenga en mostrarnos sus magnificencia, como hace con tanta maestría Tolstói, pues lo suyo es mostrarnos lo que acontece en los oscuros recovecos interiores de los seres que las habitan. Ni rastro alguno de naturaleza, sólo algunas leves indicaciones sobre el río Neva, pero como mera orientación topográfica, al referirse, por ejemplo, a los puentes que lo atraviesan, para que el lector sepa hacia qué calle se dirigen estos atareados y siempre ocupados personajes, que, como muy bien observó Pareyson, no trabajan como las personas normales, no laboran en nada en concreto, pues están febrilmente dedicados a resolver, como obsesos, como seres paranoicos y pacientes de una dolencia patológica, el enigma insondable del destino del hombre [110].

A Versílov le preocupa que sus palabras no puedan ser entendidas, que no consiga transmitir a través de ellas lo que piensa o lo que siente. De ahí que le diga a su hijo en una de sus frecuentes conversaciones: «¡Ah, también a ti te hace sufrir que el pensamiento no cuaje en palabras! Es un noble sufrimiento, amigo mío, y que sólo sienten los escogidos; el imbécil siempre está contento de lo que ha dicho, y siempre, también, dice más de lo necesario» (1.ª parte, cap. VII, I). Repárese en su sentimiento de superioridad, en su soberbia, en su dificultad para expresarse sin poder rebajar simultáneamente a otra persona; y eso, con independencia de que lleve razón, de que la mayor parte de las cosas que dice en estas u otras circunstancias parecidas sean verdad y respondan a la percepción de la mediocridad de los seres a los que se refiere.

En este mismo diálogo, padre e hijo hablan de Sofía Andréyevna. Versílov, como siempre, inesperadamente, le dice una de sus enigmáticas frases: «La mujer rusa… nunca es mujer». Es una especie de paradójica respuesta a la pregunta de Arkadii, poco antes, sobre qué pudo Versílov amar en Sonia. Las relaciones entre ambos amantes se han basado en veinte años de silencio. Sonia, la mujer abnegada, callada, sufriente, enamorada; pero aquí Versílov rompe una lanza por ella, ¡y qué lanza! Porque al expresarle confidencialmente a su hijo que «la mujer rusa… nunca es mujer», lo que quiere decirle es que la mujer rusa no es una prostituta; que, aun siendo aparentemente una prostituta y venda su cuerpo para poder vivir, su alma no está envilecida, pues se mantiene limpia, como siempre se mantuvieron puras Sonia Marmeládov o Nastasia Filíppovna. La mujer rusa, para que no haya equívocos aquí con respecto a Sofía, no practica un amor mercenario cuando ama. Por eso no es mujer, en el sentido prosaico y pedestre del término, adquiriendo así caracteres espirituales de virgen y de santa, y no olvidemos que, en algunos casos, en muchos casos incluso, esas mismas vírgenes y santas han sido las más grandes «pecadoras». Pero, sin embargo, están limpias de pecado. Estas paradojas, como señalaría Kierkegaard, no están hechas para que las comprenda la razón, sino para que las sienta el espíritu, que está situada en un plano, por infinitamente más elevado, distinto.

Antes hemos reproducido las palabras de Versílov acerca de Sofía Andréyevna, en las que ponderaba su mansedumbre, sumisión y timidez, pero reconociendo asimismo la extraordinaria energía que la caracterizaba.  En la frase inmediatamente anterior, sin embargo, le decía a su hijo Arkadii que, cuando inopinadamente se iba de casa, volvía siempre, porque los hombres vuelven siempre, siendo éste un rasgo de su magnanimidad: «Si el matrimonio dependiese únicamente de la mujer…, ni un solo matrimonio duraría». Son estos giros bruscos de su pensamiento, de sus sentimientos, estas contradicciones de su personalidad, los que fascinan a Arkadii, provocándole al mismo tiempo sentimientos de amor y de rechazo hacia su padre. En otra ocasión (2.ª parte, cap. I, III) le confiesa a su hijo que, al principio de su relación con Sofía, solía decirle que, aun cuando le hiciese sufrir, si ella se muriese, él se mataría luego, pues no podría soportarlo. Aquellos sentimientos se manifestaban de modos diversos. Una vez, cogióle [Arkadii] la mano a Versílov y se puso a besársela con ansia repetidamente (2.ª parte, cap. I, II). Algún tiempo antes de esa demostración de cariño, miró con malos ojos Versílov a su hijo, por algo que no viene al caso, o así creyó percibirlo él, y, sin embargo, pensó para sí Arkadii: «Si yo no lo quisiese, no me alegraría tanto con su odio» (1.ª parte, cap. IX, III). Versílov ha hablado de la energía de Sonia. Para Dostoyevski, la mujer rusa no sólo es valiente, sino que posee un innato sentido de la justicia y es capaz de una inmensa capacidad de sacrificio. Así lo expresa en el famosísimo discurso sobre Puschkin, inserto en el Diario de un escritor (año 1880, agosto, cap. I, II), que pronunció el 8 de junio de 1880, en Moscú, con motivo de erigírsele una estatua al padre de la literatura rusa contemporánea: «La mujer rusa es valerosa. La mujer rusa va derecha con intrepidez a lo que cree justo, y así lo tiene demostrado». Esa capacidad de sacrificio, es decir, sustancialmente no alcanzar la felicidad propia a costa de hacer infeliz a otro, la ve Dostoyevski reflejada, cual en ningún otro lugar, en el extraordinario personaje de Tatiana Larina de la «novela inmortal» Yevguenii Onieguin [111], una mujer llena de «pureza y delicadeza, y con el propio corazón henchido de amargura», precisamente porque, amando con toda su alma y todo su corazón a Onieguin, que, en cambio, la ama a ella por capricho y de manera voluble e inconstante, no puede irse con él, tan joven y apuesto, porque le ha dado «su palabra […] a ese viejo general, a su marido, al hombre honrado que la ama, la estima y está de ella orgulloso». Tatiana sabe, a pesar de su juventud, y ahí está la grandeza de su espíritu—como la Liza de Nido de nobles de Iván Turguéniev [112] (quien no se esperaba en absoluto, sentado como estaba entre el auditorio, que, salvo la natural referencia constante a los personajes y obras de Puschkin, fuese ésta la única alusión a un personaje de la literatura rusa en todo el insuperable discurso, hasta el punto que, siendo como eran adversarios y tan distintos en todo, se fundieron en un abrazo al terminar la conferencia)—, que «la dicha no se cifra únicamente en las delicias del amor, sino también en la superior armonía del espíritu» [113].

La intención de Versílov en los extensos diálogos que mantiene con Arkadii no es explícitamente pedagógica, ni tampoco pretende ejercer una especie de magisterio moral o intelectual sobre el adolescente, al que repetidas veces llama algo así como «joven amigo» o «querido amigo» o «palomito mío». Versílov habla, habla mucho cuando se decide a hacerlo, no sólo porque sea un hombre locuaz cuando las circunstancias predisponen a ello, sino porque hablando, dando libre curso a sus ideas, pensamientos y creencias, él mismo, simultáneamente, se las aclara, ordena y organiza, aunque lo fundamental es la necesidad que tiene de exteriorizarlas cuando se halla cómodo, rodeado de buena compañía, y desde luego la de Arkadii le transmite una sensación muy positiva, le despierta sus mejores sentimientos, que, como decíamos antes, irá su hijo descubriendo por sí mismo de manera paulatina.

Entre las ideas que expresa Versílov está la alabanza que hace del silencio: «Amigo mío, ten presente que callar es bueno, inofensivo y hermoso […] El silencio es siempre bello». La ponderación acerca del silencio—y no debemos olvidar que la conversación está girando indistintamente sobre ideas políticas, filosóficas, morales y religiosas—, ha sido una constante tanto del monacato y de la mística occidental como de los Padres de la Iglesia oriental. En el libro del Beato Enrique Suso al que ya nos hemos referido, hay una explícita exhortación al silencio, «De la útil virtud llamada silencio», que es como se titula el capítulo 14: «El Servidor sentía en su interior el deseo de llegar a la verdadera paz de su corazón y pensaba que el silencio le sería útil» [114]. Algunos críticos mostrencos, que se empeñan en convertir a Dostoyevski en un eslavófilo fanático e integrista, guiados quizás por las páginas del Diario de un escritor, aunque en absoluto sean razón suficiente para fundamentar la caricatura que pretenden hacer del gran escritor ruso, no sólo olvidan con demasiada frecuencia el contenido de sus novelas, lo que dicen, piensan y sienten sus personajes, sino que también ignoran, no sé si maliciosamente, la formidable cultura respecto de la civilización europea cristiana occidental que poseía Dostoyevski, especialmente de España, Francia, Alemania, Inglaterra e Italia. No debe sorprendernos, pues, su conocimiento, directo o indirecto, de la mística renana bajomedieval. A esos críticos les ocurre un poco lo que, entre nosotros, algunos han intentado hacer de don Miguel de Unamuno: una ridícula y esperpéntica caricatura, cuando el verdadero esperpento son ellos mismos. Se aferran patéticamente a unas cuantas frases tópicas, que sacan, naturalmente, de contexto, violentándolas y tergiversándolas. Por ejemplo, las célebres de que hay que españolizar Europa o el ¡Que inventen ellos! Se agarran a ellas como a un clavo ardiendo, y, por lo que suelen decir del Rector salmantino, se infiere que prácticamente no lo han leído. Si lo hubiesen hecho, reconocerían que el pensador bilbaíno era, en su tiempo, y muy posiblemente en todo el primer tercio del siglo pasado, el español que mejor conocía la cultura y la civilización europeas, en algunos aspectos con mayor profundidad que el propio Ortega, estando perfectamente enterado de lo mejor que se publicaba en los ámbitos de la literatura, el pensamiento y la teología en el viejo continente. Un libro como Del sentimiento trágico de la vida, rezuma cultura europea, alta cultura europea, por todos sus poros. Pero los mediocres y los mezquinos sienten envidia, una envidia atroz, del espíritu selecto y superior. Ésa es la envidia que mejor los caracteriza, al tiempo que los convierte en irrelevantes.

No obstante la referencia a Enrique Suso, es indudable que la tradición que mejor conocía Dostoyevski en materia religiosa era la de la Iglesia ortodoxa y la de los Santos Padres del Oriente cristiano, que es la que le inspira esas figuras de honda significación religiosa de algunas de sus novelas, más puntos de referencia y modelos morales que personajes entremezclados en las luchas y avatares del mundo, tales como el obispo Tijón Sandoskii de «La confesión de Stavroguin», el capítulo suprimido de Demonios, el stárets Zósima de Los hermanos Karamásovi o el propio Makar Ivánovich de El adolescente. Al comentar el sentido de la plegaria espiritual o la contemplación que lleva a la paz absoluta y al reposo, de que habla San Isaac Siríaco, el estudioso Vladímir Lossky relaciona las palabras del santo—tales como: «Al haber adquirido la pureza absoluta, los movimientos del alma participan en las energías del Espíritu Santo […] La naturaleza permanece sin movimiento, sin acción, sin memoria de las cosas terrenales»—con «“el silencio del espíritu”, que es superior a la oración, [con el] “arrobamiento” del espíritu en estado de “silencio”» [115].

Otra idea de Versílov es esa en la que antepone el heroísmo a la felicidad, idea desprendida como el fruto maduro del árbol después de haberle manifestado inmediatamente antes a Arkadii, en la misma frase, que nunca le impondría «ninguna virtud burguesa» a cambio de sus ideales, pues hace algún tiempo que viene advirtiendo que Arkadii persigue un ideal. La exaltación del heroísmo, el escepticismo ante la felicidad y la subordinación de las virtudes burguesas, esto es, europeas, respecto de los ideales, revelan que Versílov no sólo es consecuente con esos ideales que debieran distinguir a la clase noble a la que pertenece por nacimiento, sino que, a pesar de su «liberalismo» y de su confianza en el desarrollo económico y cultural de Rusia, es también un crítico de la razón ilustrada burguesa, especialmente de esa «virtud burguesa» que se emparenta con el utilitarismo y el grosero beneficio económico.

Pero no olvidemos que Versílov, como analizaremos más detalladamente después, es una víctima del desdoblamiento, y su alma y su pensamiento está aprisionados por terribles contradicciones, por ideas enfrentadas, por juicios morales que se contrarrestan los unos a los otros. A veces se deja llevar por un realismo que casi nos recuerda a Maquiavelo o a Hobbes, o, si se prefiere, por un inevitable pesimismo respecto de la condición humana, de su ruindad intrínseca y de la imposibilidad que tienen los hombres de amar desinteresadamente a sus semejantes. Así se lo manifiesta a un desconcertado, al tiempo que embelesado Arkadii, en otra conversación posterior a la que acabamos de aludir, al final del primer capítulo de la 2.ª parte. Le dice: «Amigo mío…, amor a la gente, tal y como es, resulta imposible. Y, sin embargo, es un deber. Así, que hazles bien, contrariando tus sentimientos, tapándote la nariz y cerrando los ojos […] Sufre el mal que te hagan; no te enojes con ellos, a ser posible, teniendo en cuenta que también tú eres hombre […] Los hombres, por naturaleza, son ruines y gustan de amar por miedo; no les inspires un amor así, y no dejarán de despreciarte. No sé dónde, en el Corán, manda Alá al Profeta mirar a los tercos como a ratones, hacerles bien y pasar de largo… [116] Es un poco arrogante, pero verdad. Aprende a despreciarlos también, aunque sean buenos, porque es lo más frecuente que sean también antipáticos […] Amar al prójimo y no despreciarlo… es imposible. A mi juicio, el hombre ha sido criado con la imposibilidad física de amar a su prójimo […], y eso del amor a la Humanidad ha de entenderse sólo para aquella humanidad que tú mismo has creado en tu alma…». Arkadii le replica: «¿Cómo después de esto pueden llamarle a usted cristiano?» «Pero ¿quién me llama a mí eso?», contesta Versílov, y dio por zanjada la conversación.

Nunca podemos perder de vista que Versílov habla como si lo estuviese haciendo en realidad consigo mismo, y que sus profundos juicios son cambiantes, contradictorios, no por inmadurez, frivolidad o inconsistencia espiritual, sino, precisamente, por todo lo contrario, por el tremendo combate que tiene lugar en su alma, por su desgarramiento interior, por su permanente balanceo entre el bien y el mal, entre la generosidad y el egoísmo, entre el amor y el desprecio. Las fuerzas del bien acabarán triunfando en su seno, pero la lucha ha tenido que ser titánica, casi sobrehumana, y no cabe duda alguna que la actitud de la dulcísima Sofía Andréyevna y la paz interior que emana tan naturalmente de Makar Ivánovich han sido determinantes en esa victoria.

En otra ocasión, en presencia de Tatiana Pávlovna y de Sofía Andréyevna, en un diálogo al que ya he hecho referencia, le dice Versílov a su hijo que «sin desdicha, no vale la pena vivir». Arkadii lo tilda entonces de «feroz reaccionario» y le reprocha que no les diga a los demás francamente las cosas a la cara, a lo que Versílov le responde que ni quiere ni puede «juzgar a nadie». «¿Por qué no quiere, por qué no puede?», le pregunta en el fondo irritado Arkadii; y Versílov da una de esas respuestas suyas al mismo tiempo profundas, enigmáticas, paradójicas y misteriosas: «Por pereza y por repugnancia. Una mujer inteligente [inmediatamente después se aclara que se trata de Tatiana Pávlovna] me dijo una vez que yo no tenía derecho a juzgar a los demás, porque no sabía sufrir, y que para erigirse en juez del prójimo era preciso adquirir mediante el sufrimiento el derecho a serlo» (2.ª parte, cap. V, I). Evdokimov nos recuerda las palabras de ese embarazoso y heterodoxo católico francés que fue León Bloy: «El sufrimiento pasa; haber sufrido no pasa jamás» [117]. El hombre del subterráneo, ese «nihilista moral» en palabras de Cansinos Asséns, que a sí mismo, en la primera línea de sus Memorias del subsuelo (1864) se autocalifica de «malo», escribe este par de sobrecogedoras frases: «Sin embargo, seguro estoy de que el hombre no dejará nunca de amar el verdadero sufrimiento, la destrucción y el caos. El sufrimiento es la única causa de la conciencia» [118].  Versílov no se está refiriendo a ese sufrimiento inútil de los débiles y de los indefensos que tanto laceraba a Iván Karamásov, sino al sufrimiento como vía de expiación, autopunitiva, sin la cual no puede alcanzarse la auténtica libertad ni la verdadera regeneración. El referente, una vez más, por supuesto que no puede ser otro que el sufrimiento de Cristo como hombre. Pero el hombre del subsuelo, como también Stavroguin, es un descreído absoluto. No cree en Dios, luego no puede regenerarse. En cambio, el Servidor, en el libro Vida del Beato Suso, oye en su interior estas palabras de Dios: «Debes traspasar mi humanidad sufriente, si has de llegar verdaderamente a mi Deidad desnuda» [119].

VI

Junto con Iván Karamásov, Andrei Petróvich Versílov es uno de los personajes más cultos e intelectuales de toda la producción novelística dostoyevskiana. Además de haber leído mucho y de haber asimilado una inmensa multitud de ideas y de acontecimientos históricos, Versílov es un hombre que tiene una refinada sensibilidad estética, que sabe, sin duda, apreciar la belleza, bien se encarne ésta en una mujer o en obras plásticas y arquitectónicas. Una de las muestras más sobresalientes de esa exquisitez es el ponderado juicio estético que le hace a su hijo de un retrato fotográfico de Sofía Andréyevna, un retrato que estaba colgado «encima de la mesa escritorio» de una de las habitaciones de un piso que había alquilado Tatiana Pávlovna por orden de Versílov, y que cuando Arkadii entró por vez primera allí llamó de inmediato su atención, no ya por el «magnífico marco tallado» y «por sus extraordinarias dimensiones», sino, sobre todo, por el «extraordinario parecido […] espiritual» que guardaba con la retratada, hasta el punto de que parecía pintura y no una reproducción mecánica. A Versílov agradóle que su hijo se fijase en esa rara, por lo inhabitual, fotografía de su madre, y lo demostró, a pesar de su «palidez», inundándosele los ojos, «intensos» y «ardientes», de una radiante «alegría» llena de «fuerza»; era la primera vez que Arkadii veía esa expresión en los ojos de su padre. El entusiasmo de Arkadii se muestra de golpe: «¡No sabía que usted quisiese tanto a mamá!», comprensible efusión del joven ante el hecho de tener el retrato colocado en lugar tan principal y desde hacía algún tiempo, pues se trataba de una fotografía de Sonia realizada en el extranjero, sin duda una íntima demostración de cariño, que, además, define perfectamente el carácter de Versílov, pues él no es hombre que exprese sus sentimientos teatralmente y con aspavientos, ni siquiera de manera explícita, sino de manera recogida y casi secreta. Eso lo sabe muy bien Sofía, y, desde hace algún tiempo, también está empezando a descubrirlo Arkadii. La sonrisa beatífica de Versílov— percibe de inmediato y piensa para sí su hijo—«traslucía algo doloroso o, mejor dicho, algo humano, elevado…, no acierto a expresarlo; pero las personas muy cultas no pueden tener caras triunfal y victoriosamente felices». Es entonces cuando Versílov, después de descolgar y volver a colocar en su sitio el retrato, le dice a su hijo: «…las fotografías rara vez salen parecidas, y se comprende: el mismo original, es decir, cada uno de nosotros, muy raras veces se parece a sí mismo. Sólo en raros instantes la cara del hombre expresa su rasgo principal, su idea más característica. El artista estudia el semblante y adivina esa idea principal de la persona, aunque en el momento en que la está pintando no la tenga en su rostro. La fotografía coge al hombre tal y como lo encuentra […] Pero aquí, en este retrato, el sol, cual expresamente, encontró a Sonia en su momento principal… de su púdico, íntimo amor y su arisca, asustadiza castidad». Bellísima y agudísima descripción, que revela que Dostoyevski, si bien no es un escritor que se prodigue en hacer en sus novelas análisis o descripciones de obras de arte, cuando lo hace demuestra ser un esteta consumado, y ello está relacionado de modo muy especial con el hecho de que Dostoyevski, aun apreciando enormemente la técnica y los valores formales de las obras artísticas, lo que de verdad captaba en ellas era su espíritu, el componente espiritual, misterioso, intangible, de esas creaciones, que, al fin y al cabo, es lo que hace que una obra artística se adentre en el ignoto territorio del Arte. Ya lo demostró en El idiota con la sobrecogedora descripción de Ippolit Teréntiev de una copia del Cristo muerto de Hans Holbein el Joven del Museo de Basilea, que tanto impresionó en el verano de 1867 al propio escritor. Y ahora, en esta descripción del retrato de Sonia, es como si Versílov tuviese delante una obra de la intensidad psicológica y espiritual de la Betsabé de Rembrandt que guarda el Louvre. Del mismo modo que en ese lienzo único en el mundo nos muestra el genio holandés la quintaesencia de la turbación femenina, Versílov se detiene en algo dificilísimo, prácticamente imposible de capturar por una cámara fotográfica o por el pincel de un pintor: el íntimo pudor de una mujer limpia de corazón, esa «asustadiza castidad», dos palabras que en sí mismas constituyen una calificación insuperable y que consiguen penetrar hasta en lo más escondido del ser de la mujer amada. ¡Cuánto debió aprender Arkadii de estas palabras de su padre! Pero no por la cultura estética que rezuman, sino por su infinita sutileza espiritual. No puede uno por menos de acordarse de otros dos retratos, esta vez cinematográficos, del alma femenina, verdaderamente insondables en su elevación estética y en su intensa espiritualidad: el de Kenji Mizoguchi en La emperatriz Yang Kwei-Fei (1955) y el de Dreyer en Gertrud (1964). No obstante, por las palabras de Versílov y la impresión causada por el retrato a Arkadii, que para él semejaba una pintura, podemos deducir que estamos ante uno de esos retratos fotográficos pictorialistas en los que la fotógrafa inglesa Julia Margaret Cameron alcanzó una maestría inigualable, llena de fascinación, misterio, indagación psicológica, radiografía del alma a través del semblante y dominio de los contrastes de luz y sombra. Magníficos ejemplos de lo que digo son dos retratos, dos copias a la albúmina, realizados por ella en 1867, uno al escritor Thomas Carlyle y el otro a la señora Herbert Duckworth (luego Leslie Stephen), madre de la turbadora escritora inglesa Virginia Woolf, en el que resulta evidente el gran parecido físico entre una y otra. En el de Carlyle, que nos lo muestra de frente, con los ojos bajo la penumbra, la cámara deliberadamente se ha movido y es como si el retrato presentase un ligerísimo y casi imperceptible desenfoque. Es con seguridad el mejor retrato del autor de Los héroes, pero no debió agradarle mucho cuando le escribió en una carta a la fotógrafa: «Es como si de repente comenzara a hablar, terriblemente feo y abatido». La referencia al habla no extraña en quien hizo de la conferencia un auténtico arte. El de Leslie Stephen nos la muestra con el esbelto cuello ligeramente de lado, de tal modo que el músculo esternocleidomastoideo lo divide de manera simétrica en una zona oscura y otra intensamente iluminada, mientras que el rostro de perfil, iluminado graduando sutilmente las oscuras sombras, nos evoca la estética prerrafaelista de un Dante Gabriel Rossetti [120]. En cuanto a la decisiva importancia de la figura humana en el nuevo arte fotográfico, fue certeramente señalada por Walter Benjamin en 1931: «… para la fotografía, la renuncia al hombre es la más irrealizable de todas» [121].

De igual modo que Versílov ha elogiado tan delicadamente la belleza de Sofía, reflexiona con semejante profundidad sobre la ineluctable relación entre la rápida decadencia física de la mujer rusa y su inmensa capacidad de amor y de entrega al ser amado: «Las mujeres rusas se afean aprisa, su belleza no hace más que pasar, y, a decir verdad, eso se debe, no sólo a las peculiaridades étnicas del tipo, sino también a que saben amar sin reservas. La rusa lo da todo de una vez cuando ama…, así el momento actual como su destino, el presente y el futuro; no saben ahorrar, no guardan provisiones y su belleza no tarda en consumirse en bien del que aman» (3.ª parte, cap. VII, I).

VII

Orientemos nuestra mirada ya sobre varias de las más caudalosas corrientes de ideas que surcan  El adolescente, que son las que tienen que ver con la actividad política, la organización de la sociedad, otra vez el ateísmo, la «Idea Rusa» y la Filosofía de la Historia en general, principalmente en lo que conciernen al personaje de Versílov, que es el que ofrece, con abrumadora diferencia, una mayor riqueza de pensamiento sobre todos estos asuntos, íntimamente vinculados tanto a la potencia y desarrollo del intelecto como a la esencia y evolución del espíritu en el hombre.

Siempre que tiene oportunidad, Versílov le da buenos consejos a su hijo, por ejemplo, cuando le recomienda que lea los diez mandamientos, que sea honrado y que no mienta, que no sea codicioso ni ambicione los bienes de su prójimo. En este mismo diálogo (2.ª parte, cap. I, IV), se traslucen algunas de las ideas más arraigadas de Versílov, en las que no podemos por menos que deducir que es el propio Dostoyevski el que está hablando por boca de su personaje; en realidad, Dostoyevski habla por boca de todos sus personajes [122], pues todos ellos manifiestan en alguna u otra ocasión sentimientos, ideas y creencias muy enraizadas en el escritor; de ahí la imposibilidad, como han pretendido algunos críticos con una evidente falta de rigor, de constreñir y de reducir al gran escritor moscovita a una personalidad maniquea, simplista y sectaria, pues de ese modo terminan por hacer de él una mezquina caricatura, negando la extraordinaria riqueza dialéctica de su dinámico pensamiento. En ese diálogo, decía, le hace Versílov a su hijo una sutil e inteligente crítica de Juan Jacobo Rousseau, a quien no nombra directamente, limitándose a esclarecer, ante la incomprensión de Arkadii por la expresión que emplea su padre, que «la idea ginebrina es… la virtud sin Cristo, amigo mío; la idea actual, o, mejor dicho, la idea de toda la civilización actual». La frase, como habrá captado de inmediato el lector, es extraordinariamente profunda, por afilada y penetrante. No sólo muestra su rechazo Versílov a la razón ilustrada deísta o simplemente atea, a esa virtud que se manifestará tan sangrientamente en Robespierre y en Saint-Just, sino que su dardo lo está dirigiendo, principalmente, contra la descreída intelligentsia nihilista de su época, esa misma que nutrirá muy pocas décadas después las filas del bolchevismo. Ahora bien, lo que Versílov denomina «idea ginebrina», en principio, se refiere directamente a Juan Jacobo Rousseau, esto es, a un heredero, en lo que concierne a la concepción del Estado, de Nicolás Maquiavelo y de Thomas Hobbes. Porque esa «idea ginebrina» alude de manera implícita al plan de cómo deben estar configurados la sociedad y el Estado, afectándole, por tanto, de manera principalísima al individuo, al individuo concreto con nombre y apellidos, supuesto poseedor, desde finales del siglo XVIII, de unos derechos inalienables que nadie está autorizado a conculcarle, pero que, de hecho, le han sido sistemáticamente conculcados desde entonces, incluso en los Estados democráticos contemporáneos, que, no está de más recordarlo, son palmariamente escasos. Me interesa aquí sobre todo precisar un par de cuestiones sobre Maquiavelo, antes de centrarme, muy brevemente, en Rousseau, por el que sentía Dostoyevski desde hacía tiempo una particular aversión. Recordemos a este propósito las palabras del hombre del subsuelo (Memorias del subsuelo, cap. XI): «Según [Heinrich] Heine, Rousseau, por ejemplo, mintió en sus Confesiones, y hasta lo hizo adrede, por vanidad. Seguro estoy de que Heine acertó; comprendo que alguna vez y por vanidad únicamente será posible acusarse de culpas, así como concibo la índole de tal vanidad. Pero Heine juzgaba así de un hombre que se confesaba con el público» [123].

En los capítulos VI y VII de El Príncipe, se ocupa expresamente Maquiavelo de poner de relieve la importancia de la virtù y de la fortuna para la más eficaz conservación del poder del Estado por el príncipe. El término virtù en Maquiavelo, como comprendieron lúcidamente, entre otros, Friedrich Meinecke (1862-1954), Ernst Cassirer (1874-1945) y George Holland Sabine (1880-1961), es un vocablo extremadamente rico, variado, fluctuante, dinámico y acomodaticio, «tomado de la tradición antigua y humanista, pero sentido y conformado por él de una manera rigurosamente individual; un concepto que abarcaba elementos éticos» y que se relaciona con el «heroísmo y fuerza para grandes hazañas políticas y guerreras, y, sobre todo, para la fundación y mantenimiento de Estados florecientes, especialmente los Estados basados en la libertad» [124]. En ese mismo párrafo, el gran profesor de Berlín subraya la importancia que en la teoría política de Maquiavelo tiene la división entre una virtù «originaria» y otra «derivada», pues con ello está indicando que «lejos de creer ingenuamente en la virtud natural e inquebrantable del republicano […] consideraba la república más desde arriba, desde el punto de vista del gobernante, que desde abajo, desde el punto de vista de la forma democrática». La fortuna, de otro lado, es un concepto incómodo para Maquiavelo, pues introduce un elemento irracional, azaroso, incontrolable, caprichoso, en la dirección del Estado. A este ineludible factor le dedicará el curioso capítulo XXV de El Príncipe, concluyendo que «creo que quizás es verdad que la fortuna es árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que también es verdad que nos deja gobernar la otra mitad, o casi, a nosotros» [125]. Uno de los que mejor han sabido ver esta lucha de Maquiavelo contra el hecho de que no todo puede explicarlo la razón, y, de ahí, la presencia de la fortuna, ha sido el eminente filósofo neokantiano Ernst Cassirer [126]. Pero aún hay otro tercer elemento, la necessità, en la que se detiene sobre todo en los Discorsi. Meinecke la define como «la fuerza causal, el medio para dar a la masa inerte la forma requerida por la virtù» [127]. Sobre ella, dice Maquiavelo en el Libro I de los Discorsi: «Ya que los hombres obran por necesidad o por libre elección, y vemos que hay mayor virtud allí donde la libertad de elección es menor» [128], constatamos que «la necesidad nos lleva a muchas cosas que no hubiéramos alcanzado por la razón» [129]. El Príncipe no es un tratado de ética ni un manual de virtudes políticas, sus juicios no son morales, sino políticos, y lo que de verdad le parece imperdonable a Maquiavelo en quien tiene la responsabilidad de dirigir el Estado no son sus crímenes, sino sus errores; en definitiva, como concluye Cassirer, El Príncipe no es un libro moral ni inmoral: es simplemente un libro técnico [130]. Cualquier medio es admitido siempre que le permita al príncipe mantenerse en el ejercicio del Poder y engrandecer el Estado: «Y aún más, que no se preocupe [el príncipe] de caer en la infamia de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el Estado; porque si consideramos todo cuidadosamente, encontraremos algo que parecerá virtud, pero que si lo siguiese sería su ruina y algo que parecerá vicio pero que, siguiéndolo, le proporcionará la seguridad y el bienestar propio» [131]. ¿Será El Príncipe también—lo que resultaría escalofriante—un tratado amoral? Tanto Sabine como Cassirer han resaltado la indiferencia moral de Maquiavelo. Mientras Marsilio de Padua—afirma Sabine—relegaba la religión cristiana a una esfera ultramundana y defendía la autonomía de la razón, Maquiavelo ve en la religión cristiana una muestra de la debilidad del carácter, no siendo convenientes sus principios éticos para la dirección del Estado, a diferencia de las religiones griega y romana de la Antigüedad, mucho más viriles [132]. Maquiavelo lo expresa de esta manera: «Nuestra religión ha glorificado más a los hombres contemplativos que a los activos. A esto se añade que ha puesto el mayor bien en la humildad, la abyección y el desprecio de las cosas humanas, mientras que la otra lo ponía en la grandeza de ánimo, en la fortaleza corporal y en todas las cosas adecuadas para hacer fuertes a los hombres» [133]. Sin pretender hacer retórica fácil, es muy posible que esta última cita de Maquiavelo la suscribiesen sin ambages hombres como Hitler y Stalin. ¿Qué pensaría Dostoyevski de este furibundo desprecio hacia el mensaje evangélico? Lo que sí que sabemos es que no aprobaba ni la felicidad que se sustenta en la injusticia, ni la superioridad del Estado sobre el individuo, lo que significa negar rotundamente la razón de Estado: «…¿qué felicidad es esa que se logra al precio de la injusticia y los desollamientos? Lo que es verdad para el hombre en cuanto individuo, verdad debe ser también para el Estado», nos dice en el Diario de un escritor (febrero 1877, cap. I, IV) [134].

En cuanto al ciudadano de Ginebra, él es, antes de Hegel y después de Hobbes, uno de los inventores de la idea abstracta del Estado. Entre los primeros espíritus rusos que advirtieron la falacia de Rousseau, su profunda concepción autoritaria y estatalista de la sociedad, se halla Mijaíl Bakunin, que, aunque ateo, participa con su alma romántica de parecidas contradicciones a las dostoyevskianas y está muy preocupado, si bien con una solución claramente errónea e innegablemente destructiva, por preservar la libertad individual, a la que serían indiferentes o ajenos Carlos Marx y Lenin. En uno de sus textos más importantes, dice Bakunin: «Fue una gran falacia por parte de Jean Jacques Rousseau haber supuesto que la sociedad primitiva se constituyó por un contrato libre pactado entre salvajes […] Las consecuencias del contrato social son de hecho desastrosas, porque llevan a una absoluta dominación por parte del Estado, aunque el propio principio, tomado como punto de partida, pareciese extremadamente liberal en cuanto a su carácter» [135]. La mixtificación, la hipocresía y la asfixia de la libertad que contiene en buena dosis el pensamiento de Rousseau, queda patente en su obra máxima: «A fin, pues, de que el pacto social no sea un vano formulario, implica tácitamente el compromiso, el único que puede dar fuerza a los demás, de que quien rehúse obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo: lo cual no significa sino que se le forzará a ser libre» [136]. Ya tenemos aquí la dictadura de la libertad de Robespierre avant la lettre. En Rousseau, antes que en Hegel, advertimos un siniestro sometimiento del individuo al Estado: «Quien quiere el fin quiere también los medios, y estos medios son inseparables de algunos riesgos, de algunas pérdidas incluso. Quien quiere conservar su vida a expensas de los demás, debe darla también por ellos cuando hace falta. Ahora bien, el ciudadano no es ya juez del peligro al que la ley quiere que se exponga, y cuando el príncipe le ha dicho: es oportuno para el Estado que mueras, debe morir; puesto que sólo con esta condición ha vivido seguro hasta entonces, y dado que su vida no es sólo un beneficio de la naturaleza, sino un don condicional del Estado» [137]. Cualquiera que haya leído ciertos textos de Lenin y de Mussolini podrá comprobar cuál era para ambos una de sus principales fuentes nutricias. Las ideas de Rousseau, como discernió muy bien el intelectual anarquista alemán Rudolf  Rocker (Maguncia, 1873-Chicago, 1958) [138], contienen un aspecto antihumano y dictatorial ajeno por completo al espíritu del liberalismo de John Locke. Dice de nuevo Rousseau: «Quien se atreve con la empresa de instituir un pueblo debe sentirse en condiciones de cambiar, por así decir, la naturaleza humana; de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del que ese individuo recibe en cierta forma su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para reforzarla; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, tiene que quitar al hombre sus propias fuerzas para darle las que le son extrañas y de las que no puede hacer uso sin la ayuda de los demás. Cuanto más muertas y aniquiladas están esas fuerzas, más grandes y duraderas son las adquiridas, y más sólida y perfecta es también la institución» [139]. El individuo, pues, como parte de un engranaje y de una maquinaria al servicio del Estado, llevada posteriormente a la práctica por los regímenes totalitarios. Este ciudadano de Ginebra, que tanto preconizaba la «vuelta a la naturaleza», nos muestra la fría lógica abstracta de un deshumanizado matemático: «El hombre de la naturaleza lo es todo para sí; él es la unidad numérica, el entero absoluto que no tiene más relación que consigo mismo o con su semejante. El hombre civilizado es una unidad fraccionaria que determina el denominador y cuyo valor expresa su relación con el entero, que es el cuerpo social» [140].

Pero quien de veras desenmascaró la falacia hipostática roussoniana de la volonté générale, que aplasta y suplanta a la volonté de tous, fue Hannah Arendt en su célebre ensayo Sobre la Revolución (1962), donde, con una lucidez crítica difícilmente comparable, afirma que la diferencia de principio más importante, desde el punto de vista histórico, entre la Revolución norteamericana y la Revolución francesa, estriba en la «afirmación únicamente compartida por la última, según la cual “la ley es expresión de la Voluntad General” (como puede leerse  en el artículo VI  de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789), una fórmula que no se encontrará, por más que se busque, en la Declaración de Independencia o en la Constitución de los Estados Unidos». La «voluntad general» de Rousseau, que es la única que admite Robespierre, es todavía esa «voluntad divina» de la monarquía absoluta «cuyo solo querer basta para producir la ley». Esta argucia jurídica tiene su fundamento y su explicación en la deificación del «pueblo» que se llevó a cabo en la Revolución francesa, y que, para Hannah Arendt, «fue consecuencia inevitable del intento de hacer derivar, a la vez, ley y poder de la misma fuente. La pretensión de la monarquía absoluta de fundamentarse en un “derecho divino” había modelado el poder secular a imagen de un dios que era a la vez omnipotente y legislador del universo, es decir, a imagen del Dios cuya Voluntad es la Ley». Los Padres Fundadores no cometieron la desastrosa equivocación posterior de los revolucionarios franceses de confundir el origen del poder con la fuente de la ley. Para los Padres Fundadores, el origen del poder brota desde abajo, del «arraigo espontáneo» del pueblo, pero la fuente de la ley tiene su puesto «arriba», en alguna región más elevada y trascendente. Es en el curso de los acontecimientos revolucionarios franceses, y, sobre todo, después de que los jacobinos se hiciesen con el poder tras el fracaso e incapacidad de los girondinos, cuando la volonté générale de Rousseau sustituirá definitivamente a la volonté de tous del pensador ginebrino. La «voluntad de todos» suponía el consentimiento individual de cada uno, y ello no se ajustaba a la dinámica propia del proceso revolucionario. De ahí que fuese reemplazada por esa otra abstracta «voluntad» que excluye la confrontación de opiniones y es una e indivisible. La república es, así, sustituida por le peuple, lo que, en palabras de Arendt, «significaba que la unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a ser garantizada no por las instituciones seculares que dicho pueblo tuviera en común, sino por la misma voluntad del pueblo. La cualidad más llamativa de esta voluntad popular como volonté générale era su unanimidad, y, así, cuando Robespierre aludía constantemente a la “opinión pública”, se refería a la unanimidad de la voluntad general; no pensaba, al hablar de ella, en una opinión sobre la que estuviese públicamente de acuerdo la mayoría» [141]. La ventaja inmensa de la Revolución que dio lugar a los Estados Unidos fue el haber tenido como modelo a Montesquieu, es decir, el principio de la división de poderes, mientras que la desgracia de la Revolución francesa fue el haber tenido como modelo a Rousseau, es decir, la dictadura de la volonté générale, una pura abstracción racional que oprime la libertad. De ahí el carácter mucho más violento y sangriento de la Revolución francesa y el embrión totalitario que se incubó en su seno. De hecho, Robespierre y la actuación del Comité de Salvación Pública fueron uno de los principales referentes para Lenin.

La apreciación de Hannah Arendt fue ya entrevista con similar lucidez y un decenio antes por Albert Camus en El hombre rebelde (1951), que bautiza el epígrafe dedicado a Rousseau en su deslumbrante ensayo con las palabras de «El nuevo evangelio», pues de eso precisamente se trata, de una nueva religión y de una nueva mística, de la deificación del «pueblo» a través de la volonté générale y de construir los cimientos de la «tiranía de la virtud». Dice Camus: «El Contrato social es también un catecismo con el que comparte el tono y el lenguaje dogmático […] El Contrato social da una larga extensión y una exposición dogmática a la nueva religión cuyo dios es la razón, confundida con la naturaleza, y su representante en la tierra, en lugar del rey, el pueblo considerado en su voluntad general […] Es claro que con el Contrato social asistimos al nacimiento de una mística, al postularse la voluntad general como la divinidad misma» [142]. No debe sorprendernos que quien manifiesta este juicio demoledor sobre la biblia del pensamiento burgués revolucionario de la razón abstracta ilustrada, que quien comprendió perfectamente que fue Louis de Saint-Just quien puso en práctica las ideas de Rousseau (no se trataba, al ejecutar en la guillotina a Luis XVI, principalmente de eliminar físicamente al soberano de Francia, sino de matar el principio mismo de la realeza—es la teoría del regicidio: la monarquía «es el crimen», dirá Saint-Just, no dejándole al rey otra salida que la del patíbulo [143]—, lo que, a la postre, resulta inviable, puesto que a las ideas no puede asesinárselas, sino vencerlas con otras ideas a través del convencimiento que ofrecen los argumentos), que quien vislumbrase con tanta claridad el reino de la formalidad moral y la dictadura de la virtud durante la época del Terror, fuera también de los primerísimos intelectuales de izquierdas en Europa en no querer ser «compañero de viaje» de los comunistas, como sí lo fue Jean-Paul Sartre, y en denunciar los horrendos crímenes del estalinismo, él, Albert Camus, que se había jugado de verdad la vida en la Resistencia—tan exigua en Francia—contra la ocupación de la Alemania nazi. Pero el decurso del tiempo, tan implacable, termina siempre por poner las cosas en su sitio. La creciente estatura moral del autor de La peste es un ejemplo de ello, de los más incontestables.

Uno de los escasísimos intelectuales franceses que sí acertó a percibir, dado su espíritu tolerante y humanitario, los inmensos beneficios que necesariamente habrían de desprenderse de lo ocurrido en la Revolución norteamericana, fue Marie Jean Antoine Nicolas Caritat, Marqués de Condorcet, nacido en 1743, que fue diputado durante la Asamblea Legislativa y la Convención, pero que el 8 de abril de 1794, después de haber sido encarcelado, murió en su celda como consecuencia, quizás, de haber ingerido veneno, temiendo, muy fundadamente, el terrible fin que podía esperarle. En 1788 publicó un breve ensayo, muy enjundioso y preñado de amor a la libertad y a la tolerancia, titulado Influencia de la Revolución de América sobre Europa, concluido antes de que se terminase de redactar la Constitución de los Estados Unidos, pero que es un canto lleno de nobleza a la tarea llevada a cabo por los Padres Fundadores y el pueblo de los Estados Unidos. Por desgracia, su voz, como demostraría el curso de los acontecimientos, no fue escuchada en Francia [144].

En cuanto a la primera persona en darse cuenta en toda Europa del peligroso sendero que estaba tomando la Revolución francesa, es muy probable que fuese el genuino padre del pensamiento conservador, el británico de origen irlandés Edmundo Burke (1729-1797), quien, en su temprano y denostado [145], aunque brillantísimo, ensayo de historia y filosofía política titulado Reflexiones sobre la Revolución en Francia [146], publicado en el país galo el 1 de noviembre de 1790, es decir nada menos que casi ocho meses antes de producirse la huida de Luis XVI a Varennes (21 de junio de 1791) y diez meses antes de votarse la Constitución de 1791 (3 de septiembre), hace una serie de valiosas consideraciones acerca de lo que estaba sucediendo en el país vecino, sin perder nunca de vista la comparación con la propia monarquía parlamentaria inglesa.

En diversas ocasiones de la narración, Versílov se muestra contrario al fenómeno histórico de las revoluciones, que son siempre sangrientas, afirmándolo de un modo muy explícito al final de su honda reflexión acerca de la Edad de Oro perdida de la humanidad, cuando se refiere al incendio del Palacio de las Tullerías durante los acontecimientos de la Comuna de París de 1871 (3.ª parte, cap. VII, II).

En lo que atañe al problema social en Rusia, a la superioridad de unas clases sobre otras, a las consecuencias de la emancipación de los siervos y al papel que debiera desempeñar todavía la aristocracia rusa, se pronuncia Versílov por primera vez de modo explícito en una conversación en casa del príncipe Seríocha (2.ª parte, cap. II, II). Para él, el honor debe equipararse con el deber. Es necesario que exista una clase superior que se señoree en el Estado, pues «entonces la tierra es fuerte». Los que no pertenecen a esa clase, sufren, especialmente los siervos, y el único modo de evitarlo es que se alcance la igualdad de derechos. Pero esta igualdad de derechos, según ha podido comprobarse en la reciente historia europea, trae también consigo una merma del sentimiento del honor y del deber. «El egoísmo reemplazó a la antigua idea coherente, y todo fue a parar a la libertad personal». Por «idea coherente» debemos entender aquí la cohesión social que conlleva para Versílov la existencia de la aristocracia que cumple con su deber de dirigir adecuadamente el Estado, aunque también puede haber una alusión a la fe cristiana ortodoxa, mientras que por «libertad personal» parece referirse a la libertad que campeó durante los sucesos revolucionarios de la Francia de 1790, que, para Versílov, no es una auténtica libertad, pues no emana del mensaje de Cristo. De tal manera, que, cuando los siervos fueron liberados, «los emancipados, al quedarse sin la idea consolidadora, hasta tal punto acabaron por perder todo vínculo noble y elevado, que hasta dejaron de defender la libertad adquirida». Esa «idea consolidadora», esto es, cohesiva, sólo puede traerla la aristocracia, de tal manera que, al no tener ya los campesinos emancipados un modelo en el que mirarse, dejan que la libertad que acaban de obtener se disgregue y se diluya. Es evidente que Versílov posee una idea demasiado idealizada de la realidad de la aristocracia rusa, pues esa aristocracia, en número muy mayoritario, no dio muestras de querer dirigir el Estado, hasta el momento en que se produce la emancipación de los siervos, orientándolo hacia un desarrollo económico y cultural en beneficio de todos los grupos sociales, sino sólo de una minoría privilegiada, permitiendo que los campesinos viviesen en una miseria desconocida desde hacía ya tiempo en extensas regiones de la Europa occidental. Y cuando se promulgó el decreto de la emancipación de los campesinos, el 19 de abril de 1861, la situación no cambió, ni mucho menos, en lo sustancial. Pero hay que tener en cuenta que Versílov no está hablándole al príncipe Seríocha en términos de lo que es, sino de lo que debería ser, o, al menos, de lo que a él le gustaría que fuese. En cualquier caso, entre la aristocracia rusa y la europea, existen para él diferencias profundas. «Nuestra aristocracia—continúa—, aún hoy mismo, después de haber perdido sus derechos [se refiere a la entrada en vigor de la ley de liberación de los siervos, en abril de 1861, bajo Alejandro II, la cual, al menos en el terreno estrictamente jurídico, sí supuso un avance, pues, sin ocultar el predominio de la formalidad sobre la realidad estricta de los hechos, todos los rusos eran ya hombres libres desde entonces], podría seguir siendo la clase superior, manteniendo su concepto del honor, la cultura, la ciencia y las altas ideas, y, sobre todo, no encastillándose ya en el concepto de casta aparte, lo que equivaldría a la muerte de la idea. Por el contrario, el acceso a la clase está franco entre nosotros desde hace mucho tiempo; ahora es el momento de abrirlo definitivamente. Que cada proeza de honor, de cultura y bravura confiera a cada cual el derecho a ingresar en la clase social más alta. De este modo, la clase misma se convertiría de por sí en una simple reunión de los mejores, en un sentido literal y verdadero, y no en el sentido rancio de casta privilegiada. Desde este punto de vista nuevo, o cuando menos renovado, podría mantenerse la clase».

Es evidente que quien habla, y de ahí la natural incomodidad de su interlocutor, el príncipe Seríocha, es un miembro «liberal» de la vieja nobleza rusa, como de hecho hubo docenas de ellos en Rusia en la segunda mitad del siglo XIX, una persona cuyas ideas no diferían mucho de las que pudiesen mantener por entonces algunos diputados liberales del Parlamento británico, una persona, en fin, que creía sinceramente en la profundización de las reformas sociales, en el mejoramiento sustancial de las condiciones de vida de los campesinos, que es un claro partidario del avance de las ciencias, de la industria y de la cultura, y que—lo expresa bien claro—no se niega al trasvase entre las clases; más exactamente, que defiende la meritocracia, esto es, que sean los mejores los que ocupen los puestos de dirección del Estado, aunque, eso sí, convencido de que esas personas aún pueden encontrarse en el seno de la aristocracia rusa, al menos de esa porción de ella que no ha perdido sus ideales humanitarios, su creencia en una mayor justicia social y en la erradicación de la ignorancia. No se olvide que Dostoyevski escribe esta novela en pleno periodo de una sincera política de reformas emprendida por el Gobierno de Alejandro II, que intentó que los cambios fuesen lo menos traumáticos posible, sin menoscabo de las incontrovertibles limitaciones prácticas de tal política [147]. Pero el radicalismo ideológico de los grupos revolucionarios, así como el asesinato del propio zar en 1881, fueron factores decisivos que truncarían definitivamente la senda reformista emprendida, tan distinta de la despótica autocracia del zar anterior, Nicolás I. Debo matizar, sin embargo, que, a pesar de la innegable y real voluntad reformista de Alejandro II, aquellas limitaciones prácticas ya se hicieron demasiado visibles cuando el propio zar «detuvo sus actividades reformadoras y volvió a la autocracia» [148].

Aun admitiendo las profundas divergencias del carácter de los acontecimientos, del modelo de civilización y de la propia evolución histórica de España y de Rusia, desde que ésta empezó a configurarse como Estado bajo los príncipes de Kiev en el último tercio del siglo IX, no puede tampoco negarse que ha habido concomitancias históricas entre ambos países, y una de ellas ha sido la exangüe minoría selecta, la raquítica clase aristocrática reformista—en comparación con el conjunto de la población en general y con la totalidad de la clase alta en particular—que, tanto en Rusia como en España han lastrado un proyecto reformista sólido y suficiente para modernizar de verdad las viejas estructuras sociales, económicas y culturales.

De ahí la relevancia de las reflexiones de José Ortega y Gasset sobre el papel decisivo que la minoría selecta debe tener en el curso de los acontecimientos históricos y la función que, asimismo, corresponde asumir a la nobleza, en consonancia con el origen etimológico del vocablo. El pensador madrileño dedicó luminosas páginas dirigidas al correcto entendimiento de lo que la aristocracia y la nobleza significaron en sus orígenes y cuáles han sido las características que verdaderamente las han distinguido durante siglos, hasta que, por diversas y complejas circunstancias (entre las que la molicie, la estulticia, el egoísmo y la codicia de los hombres y de los pueblos no son ni mucho menos irrelevantes) terminaron corrompiéndose y disolviendo esa función de minoría selecta y directora que nunca deberían haber perdido. Ya en España invertebrada (1921)—mucho antes de sus reflexiones sobre el imperium y el sentido exacto del «mando» que hace en Una interpretación de la historia universal (cuyo origen se halla en un curso de doce lecciones dictado en 1948-1949 en el que hace un examen crítico de la obra de Arnold Toynbee, A Study of History)—, nos dice Ortega que «mandar no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una exquisita mixtura de ambas cosas. La sugestión moral y la imposición material van íntimamente fundidas en todo acto de imperar» [149]. En este mismo ensayo, es decir, nueve años antes de La rebelión de las masas (1930), se lamenta Ortega de que una de las mayores desgracias de la vida pública española sea la ausencia de una minoría selecta rectora, la retirada de los mejores, mientras que, por el contrario, se ha impuesto el imperio de las masas: «En suma: donde no hay una minoría que actúa sobre una masa colectiva, y una masa que sabe aceptar el influjo de una minoría, no hay sociedad, o se está muy cerca de que no la haya» 150]. Repárese en la importancia que concede Ortega a la docilidad de la mayoría, en el mejor sentido, sin asomo alguno de gregarismo, que es una de las mayores virtudes del pueblo británico. La sociedad, para Ortega, no puede subsistir sin una jerarquía de funciones. Es necesaria la ejemplaridad de los mejores, el entusiasmo de los integrantes de la sociedad por lo óptimo, la existencia de arquetipos [151]. No debe confundirse obediencia con docilidad: «La obediencia supone, pues, docilidad. No confundamos, por tanto, la una con la otra. Se obedece a un mandato, se es dócil a un ejemplo, y el derecho a mandar no es sino un anejo de la ejemplaridad» [152]. Entre las principales causas del atraso histórico de España, señala Ortega: «La rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de éstos—he ahí la raíz verdadera del gran fracaso hispánico» [153]. En cuanto a la burguesía española, es en buena medida mezquina, corta de miras e indiferente a la alta cultura: «Y es que la burguesía española no admite la posibilidad de que existan modos de pensar superiores a los suyos ni que haya hombres de rango intelectual y moral más alto que el que ellos dan a su estólida existencia. De este modo se ha ido estrechando y rebajando el contenido espiritual del alma española…» [154].

Pero es en La rebelión de las masas donde Ortega aquilata aún más su pensamiento en esa misma dirección. «El hombre selecto está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone» [155]. Una vez hecha la distinción entre «hombre excelente» (el que se exige mucho a sí mismo) y «hombre vulgar» (el que no se exige nada) [156], Ortega subraya: «Contra lo que suele creerse, es la criatura de selección, y no la masa, quien vive en esencial servidumbre […] Esto es la vida como disciplina—la vida noble. La nobleza se define por las obligaciones, no por los derechos. Noblesse oblige. “Vivir a gusto es de plebeyo: el noble aspira a ordenación y ley” (Goethe)» [157]. Le irrita la degeneración sufrida por el vocablo «nobleza». La «nobleza» no es, propiamente, la «nobleza de sangre» hereditaria, que es lo que cree la mayoría, pues eso la convertiría en algo inmóvil e inerte, sino que la «nobleza» como clase social debe ser entendida como algo esencialmente dinámico. Ser noble estaba en su origen relacionado con esforzarse o ser excelente [158]. Y concluye: «Para mí, nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a trascender de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y exigencia. De esta manera, la vida noble queda contrapuesta a la vida vulgar o inerte, que, estáticamente, se recluye a sí misma, condenada a perpetua inmanencia, como una fuerza exterior no la obligue a salir de sí. De aquí que llamemos masa a este modo de ser hombre—no tanto porque sea multitudinario, cuanto porque es inerte» [159].

Volviendo al diálogo entre Versílov y el príncipe Seríocha, a éste le intriga qué quiere decir exactamente Andrei Petróvich cuando, con tanta frecuencia, dice algo así como «idea elevada», «idea consoladora», «gran idea». Pero Versílov, dado que se trata ante todo de un sentimiento, de algo que no procede de la región del intelecto, no acierta a definir el término o la frase como pudiera precisarse un razonamiento puramente matemático. En su intento de hacerlo, es cuando inserta la expresión «vida viva», sobre la que ya hemos hecho referencia por boca de Arkadii en un diálogo entre padre e hijo posterior a este que describimos ahora. A la pregunta del príncipe, le responde Versílov: «Una gran idea… suele ser, con harta frecuencia, un sentimiento que, en ocasiones, tarda mucho en definirse. Sólo sé que fue siempre aquello de donde procede la vida viva; es decir, no intelectual ni romanceada, sino, por el contrario, espontánea y alegre; de suerte que la idea elevada de que se deriva es decididamente indispensable, a despecho de todos, claro». «¿Por qué a despecho?», le pregunta Seríocha. «Porque vivir con ideas es triste, y sin ideas es siempre alegre», contesta Versílov. Y como el príncipe insistiese acerca del significado de «vida viva», responde Andrei Petróvich: «Tampoco lo sé, príncipe; sólo sé que debe ser algo enormemente sencillo, lo más vulgar, y lo que más salta a los ojos, cosa de todos los días y todos los minutos, y hasta tal punto sencillo, que nos resistimos a creer que sea tan sencillo, y, naturalmente, llevamos ya miles de años de pasar junto a ello, sin advertirlo ni reconocerlo».

Lo verdaderamente importante en estas respuestas, que nos iluminan mucho acerca de la concepción del hombre y del mundo de Versílov, y, por tanto, en cierta medida, de la propia de Dostoyevski, es el hecho de que, aun proporcionándolas un hombre extraordinariamente culto, una persona proclive al desarrollo de las ciencias y de la industria, sin embargo, antepone la esfera del sentimiento a la de la razón, pero no en cuanto haya que despreciar a ésta, lo cual no sería más que una vulgaridad, una grosería y una muestra de falta de finura, de indigencia espiritual, sino en cuanto que el sentimiento, esto es, aquello que procede del ámbito más íntimo del ser, nos proporciona las auténticas claves de la existencia, que, ni mucho menos, son tan complicadas, sino todo lo contrario, naturales y sencillas, tanto, que ni siquiera, después de miles de años, nos hemos percatado que las tenemos junto a nosotros, es decir, no las vemos, y no las vemos porque no pueden ser percibidas con los órganos de los sentidos que nos proporcionan la visión puramente fisiológica de las cosas, ni tampoco pueden ser aprehendidas por el frío y perfectamente trabado discurso racional, sino entrevistas, sentidas con los ojos del espíritu, que se hallan escondidos en esa extraña región que es la única que puede medio intuir el misterio de lo que en verdad somos y de cuanto nos rodea.

Sus ideas sobre Rusia, las expresa Versílov en una de las más intensas conversaciones que tiene con Arkadii (3.ª parte, cap. VII, II-III). Le habla de cuando se fue por última vez a Europa, a vagabundear por Europa, olvidándose incluso de dejarle dinero a Sofía Andréyevna, no con la intención, como presupone impacientemente Arkadii, al que le echaban chispas los ojos, de unirse a ninguna conspiración, no con el propósito de ligar su destino a Alexander Herzen [160], que residía exiliado en Londres y era uno de los principales teóricos del populismo ruso, sino que se fue «de puro triste, de una pena impensada. Era la pena del aristócrata ruso». Su hijo de nuevo se anticipa afanoso y atolondrado. Cree que esa pena es por haberle sido concedida la emancipación a los siervos. Pero, ¡qué va! Versílov mismo se siente miembro del grupo de los emancipadores. Lo nombraron juez de paz y se comportó con liberalismo, aunque no lo compensaron por ello. La verdadera razón de su marcha de Rusia es que se fue «más bien por orgullo que por arrepentimiento», y para nada pesaba el que pudiese caer en la miseria: «Je suis gentilhomme avant tout et je mourrai gentilhomme!» (Ante todo soy un noble y moriré siendo noble). Y ahora viene una observación decisiva, que es cuando le dice a Arkadii que, como él, puede haber, como mucho, mil personas en Rusia, pero sólo esas mil personas son suficientes «para que no perezca la idea. Nosotros… somos los portadores de la idea, rico mío…». Recordemos las anteriores reflexiones de Ortega y Gasset sobre la minoría selecta, sobre el enorme poder de persuasión que puede llegar a tener. Arkadii, ingenuamente, le pregunta si le resucitó Europa. La respuesta, asombrólo por completo: «¿Que si me resucitó Europa? Pero si yo fui a enterrarla». Para que su hijo comprenda el sentido y el significado de esos primeros instantes suyos en su último viaje a Europa, la Europa de 1871, le relata un sueño, un sueño que tuvo en una fonda de un pueblecito alemán, recién llegado de Dresde. Es el famoso sueño, capital en esta novela, en el que Versílov habla de la Edad de Oro, que él ve reflejada en el cuadro Acis y Galatea, de Claude Lorrain, que tanto le ha gustado en su visita a la Gemäldegalerie de la capital de Sajonia, y con el que cree estar soñando, pues lo que ve en el sueño ofrecía un extraordinario parecido con el contenido de la pintura. Aclaremos, antes de proseguir, que se trata del mismo sueño y del mismo lienzo que aparecen minuciosamente descritos en «La confesión de Stavroguin», el capítulo suprimido de Demonios, que el novelista desistió, finalmente, de incluir en la versión definitiva, después de dárselo a leer a varios amigos y a su editor. Cansinos Asséns nos informa que ese capítulo se lo dio a conocer Anna Grigórievna (que lo encontró entre los papeles de Dostoyevski, pues el escritor nunca se resolvió a destruirlo), en 1906, a Dmitri Merejkovski, quien recibió de su lectura una vivísima impresión, «diciendo que en él el arte supera los límites de sus posibilidades mediante la reconcentrada expresión de horror». Anna Grigórievna no autorizó nunca su publicación íntegra, y se limitó «a dar algunos trozos como apéndice a Demonios» [161]. Tanto la alusión a la Edad de Oro como la descripción del cuadro de Lorrain son prácticamente idénticas en uno y otro lugar. En El adolescente, Versílov le cuenta a su hijo que siempre ha llamado ese cuadro El Siglo de Oro. Aunque el sueño era algo impreciso y difuso, recordaba de él algunas cosas concretas: «Un rincón del archipiélago griego, en el que el tiempo hubiera retrocedido tres mil años. Azules, amables nubes, islas y rocas, floridas riberas, amplio panorama; a lo lejos, el sol poniente, invitador…: no lo puedes reproducir con las palabras. Allí tuvo su cuna el hombre europeo, y esa idea parecía despertar en mi alma un filial amor. Allí estuvo el paraíso terrestre de la Humanidad; los dioses bajaron del cielo y alternaron con los hombres… ¡Oh, allí vivían unos hombres magníficos! Se levantaban y se acostaban felices e inocentes; praderas y bosques henchíanse de sus cantos y alegres gritos; el gran excedente de no gastadas fuerzas cambiábase en amor y en ingenua alegría. El sol vertía sobre ellos calor y luz, complaciéndose en sus hermosos hijos… Sueño maravilloso, sublime ilusión del hombre. El Siglo de Oro, sueño inverosímil de todos cuantos haya, pero por el que las gentes daban toda su vida y todas sus fuerzas, por el que morían y eran inmolados los profetas, sin el cual los pueblos no querrían vivir, y ni morir podrían».

Aquí, en estas hermosísimas palabras, se nos muestra el Versílov más pagano, más mediterráneo, más griego, más entusiasta admirador de la gigantesca e inagotable cultura greco-latina, más reconocedor de las raíces más antiguas de Europa; no las más decisivas, no las verdaderamente fundamentales, pues éstas son para él y lo eran también para Dostoyevski, las raíces cristianas, pero sí las más antiguas, las primeras, sin las que Europa no sería en absoluto comprensible, no abríase configurado como lo que históricamente ha sido, pues su destino hubiese recorrido otros caminos, nunca sabremos si mejores o peores, aunque sin duda por completo distintos. Y eso que sueña Versílov, lo siente también Dostoyevski. Pero el sueño de Versílov es también una parábola, en cuanto que no sólo no puede ya volver, si es que alguna vez efectivamente la hubo, una nueva Edad de Oro, sino que todos los que a lo largo de la historia de la humanidad han intentado hacerla renacer en la tierra, han hecho de ésta un infierno. El sueño utópico de un mundo mejor, se trastoca en su contrario. Los totalitarismos del siglo veinte no han sido más que intentos de crear y hacer realidad una sociedad perfecta, y para ello no se han escatimado sacrificios, atropellos, falacias y crímenes atroces, hasta genocidios inenarrables. La concepción utópica es muy antigua en nuestro mundo occidental, remontándose a Platón [162]. Su desenvolvimiento a través de la imaginación del hombre puede ser maravilloso, un verdadero hechizo para los hombres, pero en cuanto éstos tratan de plasmar en la realidad concreta tales visiones, sobreviene la catástrofe, la tiranía, la deshumanización completa, el hormiguero humano, la destrucción sistemática de la libertad individual a fin de poder imponer el sueño o la aspiración utópica. Por eso le dice Hiperión (trasunto de Hölderlin) a Alabanda (que cree en el uso de la despiadada y sangrienta fuerza con tal de que la Revolución se haga realidad desde arriba) que el Estado «no tiene derecho a exigir lo que no puede obtener por la fuerza. Y no se puede obtener por la fuerza lo que el amor y el espíritu dan. ¡Que no se le ocurra tocar eso o tomaremos sus leyes y las clavaremos en la picota! ¡Por el cielo!, no sabe cuánto peca el que quiere hacer del Estado una escuela de costumbres. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno» [163]. Ésta última frase es la decisiva e imperecedera. Dostoyevski la habría suscrito; Vladimir Soloviev, también. De ahí, por esta seductora y tentadora literatura utópica, la contrarréplica, tan necesaria, de las antiutopías, siendo una de las más lúcidas, pero también de las más terribles, por su contenido de verdad (en cuanto que la realidad supera a la ficción), la que describiese Aldous Huxley en Un mundo feliz (1932) [164].

La estrecha relación entre el cuadro de Dresde y el mito de la Edad de Oro no es casual. Acis y Galatea lo pintó Claude Lorrain, el gran representante, junto con Nicolás Poussin, del paisaje clasicista francés del siglo XVII, en 1657, en plena madurez, con más de sesenta años. Su tema remite directamente al más grande poeta latino, a Virgilio, al igual que otro cuadro suyo, Las Horas del día, que se guarda en el Hermitage. La raigambre virgiliana y bucólica del cuadro de Dresde fue percibida desde el primer momento de su realización. Kenneth Clark se ha referido a ambos de un modo muy exacto y penetrante: «Son estas obras tardías las que, sea cual sea su tema ostensible, están más llenas del espíritu virgiliano […] por encima de todo su sentido de una Edad de Oro, de rebaños que pacen, aguas inmóviles y un cielo tranquilo, luminoso, imágenes de una armonía perfecta entre el hombre y la naturaleza, pero teñidas, como él las combina, de una tristeza mozartiana, como si supiera que esta perfección no puede durar más que el preciso momento en que toma posesión de nuestras mentes» [165]. Es digno de notar la suave melancolía, «tristeza mozartiana» la llama, que detecta el historiador de arte inglés, pues también hay cierta nostalgia en el recuerdo que tiene Versílov de su sueño, ya que se trata de una época que no podrá volver nunca; es la inocencia perdida. La conexión entre Claudio de Lorena y Virgilio también fue nítidamente establecida por Anthony Blunt. Según este refinado historiador inglés, profundo conocedor del Grand Siècle francés, para Lorrain «la Antigüedad era la de los poemas bucólicos de Virgilio, el primer poeta que cantó la belleza del paisaje italiano. Ante todo a Claudio le gustaba la vida que llevaban Virgilio y sus contemporáneos en sus villas, y en segundo lugar le inspiraba la época anterior descrita por el poeta, la Edad Dorada de los tiempos en que Eneas desembarcó y fundó Roma», con lo que, en resumen, «el contenido de los cuadros de Claudio es la representación poética del ambiente de la campiña romana, con sus luces cambiantes y sus asociaciones complejas», por completo distinto de los heroicos paisajes de Poussin, construidos «en torno a un tema estoico de acuerdo con una serie de cálculos lógicos» [166]. No obstante, acabamos de insinuar, basándonos en las investigaciones de Panofsky, que, sin excluir ese cálculo racional, incluso profundamente matemático y cartesiano, que hay en las composiciones de Poussin, también se tiñen a veces, incluso en el mismo lienzo, de melancolía y de añoranza. Pero volvamos por un instante al cuadro Acis y Galatea de Lorrain, sólo para compararlo con la imagen del mismo que sueña Versílov. El lienzo de Dresde, de aproximadamente 100 x 135 cm, se parece bastante a la descripción proporcionada por Andrei Petróvich, hallándose los amantes, a punto de fundirse en un abrazo, en la zona central inferior de la composición, guarecidos bajo una primitiva tienda y rodeados de un paisaje idílico, dominado por la inmensidad del mar, un país feliz donde los amantes retozan, la naturaleza no está constreñida por el hombre, y la inocencia, representada en el niño que hay a los pies de la joven pareja, parece presidirlo todo.

La primera vez que se mencionan los amores de Acis y Galatea en la literatura, es en el Libro XIII 750-895 de las Metamorfosis de Ovidio. El gran poeta latino nos narra los trágicos amores de ambos, junto al Etna, en Sicilia, y cómo odiaba Galatea a Polifemo con la misma intensidad con la que amaba a Acis. Cuando el Cíclope, devorado por los celos, lo sepulta por completo, Galatea transforma a su amante en río [167].

En los albores del Renacimiento italiano, el gran mitógrafo Giovanni Boccaccio vuelve a narrarnos la historia de estos trágicos amores, que para él encierran una alegoría: «Galatea es la blancura de las olas que se rompen; y ama a Acis, esto es, acoge al río, porque todos los ríos se vuelven al mar. Pero Teodoncio dice que bajo esta ficción se oculta la historia real del tirano Polifemo de Sicilia» [168].

En cuanto a la Edad de Oro, sólo recordarle al lector algunas de las principales alusiones que a ella se han hecho, empezando por el Libro I del célebre poema de Hesíodo, Los trabajos y los días, que nos cuenta cómo fue esa época creada por los Inmortales, a fin de que los hombres viviesen como dioses, dotados de un espíritu tranquilo, sin conocer ni el trabajo, ni el dolor ni la vejez, muriéndose durmiendo, después de haber poseído todos los abundantes bienes de la fértil tierra que habitaban; Platón, por boca del personaje del Extranjero, también la menciona en El Político, 271e-272b; el esbozo más completo de la misma en la literatura latina, quizá sea el de Ovidio en el Libro I 89-113 de las Metamorfosis; otra referencia importantísima en la Antigüedad latina es la égloga cuarta, «Polión», de las Bucólicas de Virgilio, así como la mención del poeta Tibulo, muerto el mismo año que Virgilio, en una de sus Elegías; en la Edad Moderna, nada es comparable a la imperecedera síntesis de la Edad de Oro que don Quijote les hace a unos cabreros en el capítulo XI de la Primera Parte de la inmortal obra cervantina.

Pero ya que hemos mencionado a Boccaccio y el melancólico cuadro de Poussin, convendría recordar que también hubo otros pintores, es verdad que muy pocos, que no nos presentan esa visión idílica y bucólica de la Edad de Oro, tal como lo hace Lorrain, sino una interpretación más crítica, más áspera, que era sin duda una forma de ir contra las convenciones de su tiempo. El caso más notable es el del extraño y original pintor italiano, a caballo entre el Quattrocento y el Cinquecento, llamado Piero di Cósimo, que no imaginó esa época primigenia de la humanidad como una Arcadia feliz, ni como una Edad Dorada, sino como un tiempo en el que los hombres tuvieron que sobreponerse a duras adversidades, dificultades e infortunios, a través de su esfuerzo y de su trabajo. Es verdad que no renuncia, como ha estudiado y demostrado incontestablemente Panofsky, a inspirarse en Virgilio y en Ovidio, pero también tiene muy presentes a Lucrecio Caro y al tratadista Vitrubio. Así lo plasmó en la serie de cuadros, de los que se conservan cinco, que realizó a finales del decenio de 1480 para un excéntrico comerciante, cuadros que describen la transición entre «una aera ante Vulcanum a una aera sub Vulcano» [169], esto es, desde una época en la que los hombres vivían como los animales y no poseían el control del fuego, hasta otra en que sí tienen el poder sobre tan preciado elemento. La serie de Cósimo que continuaría la anterior, realizada hacia 1498, y que describe el tránsito desde «la aera sub Vulcano a una aera sub Baccho» [170], no nos interesa ya aquí. ¿Por qué nos hemos decidido a este breve excurso al haber nombrado a Boccaccio y su Genealogia Deorum? Pues porque en ella el escritor y mitógrafo italiano, cuya obra sobre los dioses conocía Piero di Cósimo, considera a Vulcano «como el genuino fundador de la civilización humana» [171], y para apoyar su tesis cita un conocido y extenso pasaje de Los diez libros de Arquitectura de Vitrubio [172], pasaje que llegaría a encontrar su expresión definitiva en el quinto libro de De rerum natura, de Lucrecio [173], el cual, en consonancia con el evolucionismo epicúreo, «concebía a la humanidad no en función de una creación y supervisión divinas, sino en función de un desarrollo y progreso espontáneos» [174]. No hace falta insistir que la visión que arranca con Hesíodo terminaría entroncando con una interpretación religiosa y con la doctrina del pecado original, mientras que la de Vitrubio y la de Lucrecio nutriría una corriente materialista e irreligiosa de pensamiento. Ahora nos explicamos por qué Versílov, en su sueño, se inclina por la interpretación virgiliana, esto es, quasi cristiana.

«Allí tuvo su cuna el hombre europeo, y esa idea parecía despertar en mi alma un filial amor», dice Versílov al recordar lo que había soñado. En efecto, a Versílov le importaba mucho Europa, tanto o casi como le afectaba Rusia, pues sabe muy bien que una y otra se necesitan mutuamente, ya que Europa puede continuar aportándole grandes dones culturales y científicos a Rusia, pero ésta puede reconducir la pérdida de rumbo espiritual del viejo continente, alienado como está por la nueva religión del cientificismo positivista, por el materialismo ateo y por el socialismo que prescinde del misterio de la Cruz. Pero, lo más grave de todo, es que estos males hace ya tiempo que aquejan también a Rusia. Versílov se aviene incluso a comprender, como algo lógico, es decir, como un acontecimiento histórico que puede entender la razón después de analizar sus causas, los sucesos de la Comuna de París de 1871, «pero, cual portador de la alta idea cultural rusa, no puedo consentir eso, porque la alta idea rusa es la conciliación universal de las ideas. ¿Y quién habría podido comprender entonces semejante idea en todo el mundo? Yo vagaba solo. No digo esto personalmente por mí…; hablo de la idea rusa […] Entonces en toda Europa no había un europeo», pero él podía decirles a los alemanes, a los franceses, que lo del incendio de las Tullerías podía ser lógico, aunque se trataba de un error, «y eso porque, hijo mío, sólo yo, como ruso, era entonces en Europa el único europeo. Y no hablo de mí…, hablo de todo el pensamiento ruso».

Sigamos oyéndole hasta el final de la conversación, que duró toda la tarde y con la que concluye el cap. VII de la 3.ª parte. Aquí se nos vierten algunas de las ideas más esenciales de Dostoyevski, a través de Versílov, sobre el alma de Rusia, su destino, el sentido de la eslavofilia, el significado del ateísmo, la fe en Cristo, y, en definitiva, sobre la libertad y la Filosofía de la Historia, esto es, sobre el hombre y su existencia trágica. Arkadii deberá emplear mucho tiempo para recapitular, reflexionar y asimilar las profundísimas ideas de Andrei Petróvich, su padre, al que ya admira extraordinariamente.

De nuevo, la supremacía espiritual y cultural de ese grupo reducido y selecto de la aristocracia rusa: «… yo no puedo menos de estimar mi aristocracia. Entre nosotros han creado los siglos un alto tipo de cultura aún no alcanzado en parte alguna, que en todo el mundo no existe… El tipo del universal sufrimiento por todos. Este… es el tipo ruso; pero como se da en la alta clase cultural del pueblo ruso y, por tanto, tengo el honor de pertenecer a él. Guarda en su seno a la futura Rusia. Nosotros, puede que sólo seamos por junto mil hombres, más o menos; pero Rusia toda ha vivido hasta aquí únicamente para producir ese millar». Yéndose de Rusia, Versílov afirma servirla mejor aún, así como engrandecer su «idea». La servía mejor que si se hubiese quedado, si sólo hubiese sido un ruso, como les ocurre a los franceses o a los alemanes: «En Europa eso aún no lo comprenden. Europa ha engendrado los nobles tipos del francés, el inglés, el tudesco; pero de su hombre futuro todavía no saben nada. Y, según parece, aún no quieren saberlo. Y se comprende: ellos no son libres, y nosotros lo somos. Sólo yo, que andaba por Europa con mi pena rusa, era entonces libre. Fíjate en esto, amigo mío, que es una cosa extraña: todo francés puede servir no sólo a su Francia, sino también a la Humanidad, sólo a condición de seguir siendo lo más francés posible, y lo mismo les ocurre… al inglés y al alemán. El ruso es el único, incluso en nuestro tiempo, es decir, mucho antes de constituirse en un todo general, que posee ya la propiedad de volverse más ruso precisamente cuando más europeo se hace. Esta es la más esencial diferencia entre nosotros y todos los demás, y entre nosotros en este sentido… como en ninguna parte». Los europeos que Versílov visitó y conoció, estaban todavía por mucho tiempo condenados a ser sólo franceses, alemanes o ingleses, «estaban condenados a combatirse», pero para los rusos «es Europa tan preciada como Rusia […] Europa fue también nuestra patria, lo mismo que Rusia». Y ello es así porque «Rusia es la única que vive, no para sí, sino para la idea […] es un hecho significativo el de que haga casi un siglo que Rusia vive decididamente no para sí, sino sólo para Europa. ¿Y ellos? Ellos están condenados a pasar por terribles tormentos antes de alcanzar el reino de Dios […] Ellos se habían declarado entonces ateos…, una partida de ellos, porque eso es lo mismo; ésos son los primeros batidores, ése era el primer paso dado… He ahí lo grave. Aquí también salto su lógica; pero es que en la lógica siempre hay tristeza […] No puedo menos de imaginarme los tiempos en que el hombre habrá de vivir sin Dios y si será esto posible algún día. Mi corazón decidió siempre que eso es imposible; pero en algún periodo puede que sea posible… Para mí ni siquiera cabe duda de que ese periodo vendrá […] Me imagino […] que la guerra ha terminado y la lucha cesó […] se hizo la paz, y los hombres se quedaron solos, como querían; la gran idea anterior abandonólos; la gran fuente de energías, que hasta allí los sustentara y diera calor, se fue como ese magnífico invitante sol en el cuadro de Claudio Lorrain; pero aquel era ya el día postrero de la Humanidad. Y los hombres, de pronto, comprendieron que se habían quedado completamente solos, y sintieron súbitamente una gran orfandad […] Los hombres que se habían quedado huérfanos, en seguida se pondrían a apretujarse unos contra otros, más íntima y amorosamente; se cogerían de las manos al comprender que de ahora en adelante ya no contaban más que con ellos mismos. Desaparecería la gran idea de la inmortalidad y habría que sustituirla; y todo el gran torrente del antiguo amor a Aquel que era también la inmortalidad convertiríanlo todos a la Naturaleza, al mundo, a las gentes […] Amarían la tierra y la vida de un modo irrefrenable y en la medida en que gradualmente fueran reconociendo su caducidad y finitud […] Advertirían y descubrirían en la Naturaleza tales misterios como no habrían podido suponerlos antes, porque la mirarían con nuevos ojos, con ojos de amante para su amada. Se despertarían y se apresurarían a abrazarse unos a otros, ávidos de quererse, reconociendo que los días son breves, que eso es… todo lo que les queda. Trabajarían unos para otros, y cada cual daría todo lo suyo, y así sería dichoso. Todo niño sabría y sentiría que cada cual en la tierra… eran su padre y su madre. “Bueno…, que mañana sea mi último día”, pensaría cada hombre al mirar al sol poniente. “Es igual, me moriré; pero quedan todos ellos y, después de ellos, sus hijos”. Y esta idea de quedar ellos, amándose y temblando unos por otros, reemplazaría a la de un encuentro de ultratumba». Continúa diciéndole a su hijo que todo lo que acaba de expresarle es una especie de fantasía, pero de la que no puede prescindir, que le viene una y otra vez: «No hablo de mi fe: mi fe es grande, soy… deísta, deísta filosófico, como todo nuestro millar de marras, […] pero es notable que yo siempre haya rematado mi cuadro con una aparición, como en Heine, el poema de Cristo en el mar Báltico [175]. No podía prescindir de Él, no podía menos de imaginármelo, finalmente, en medio de los hombres en orfandad. Acudía a ellos, les tendía las manos y decía: “¿Cómo pudieron olvidarlo?” Y he aquí que de pronto caía la venda de los ojos todos y se oía el magno, entusiástico himno de la nueva y última resurrección». Como el adolescente le confesara que, a pesar de todas las penas y sufrimientos que estaba contándole, lo consideraba un hombre feliz y dichoso, contesta el padre: «No hay nadie más libre y feliz que el ruso europeo que peregrina […] Sí; yo mi tristeza no la hubiera cambiado por la felicidad de nadie».

No voy a reproducir aquí, naturalmente, lo que a propósito de Rusia expresé que pensaba Dostoyevski, por boca del príncipe Mischkin, en mi ensayo sobre El idiota. Aunque no recurriré de nuevo, en auxilio de mi comentario, pues lo estimaría repetitivo, a Dmitri Merejkovski (me refiero, sobre todo, a su libro Dostoievsky: profeta de la revolución rusa), sí habré de echar mano otra vez, por supuesto que completándolas, a ciertas reflexiones de Nicolás Berdiaev. De todas maneras, las ideas sobre Rusia que se vierten en El idiota, que no son especialmente abundantes aunque sí muy intensas, se complementan con estas otras de Versílov, mucho más explícitas, y ese complemento resultaría prácticamente inviable negarlo, aun a riesgo de que puedan encontrarse contradicciones entre lo que dice el príncipe aquejado de epilepsia y lo que dice el padre del adolescente, ese vástago de la nobleza rusa, «liberal», culto y víctima del desdoblamiento, que ama tanto a Rusia como a Europa; y si digo que «aun a riesgo», no es, ni mucho menos, porque me preocupen las contradicciones en que puedan incurrir las ideas de Mischkin con las de Versílov, que es tanto como admitir las contradicciones en que puede caer el propio Dostoyevski, ya que tales discordancias las considero connaturales e intrínsecas al espíritu de Dostoyevski, que, precisamente por esa inagotable dialéctica de las ideas que mueve todo su pensamiento, se caracteriza por ser un hombre contradictorio, lo que no significa que fuese voluble, frívolo o caprichoso. Aun reconociendo que tales contradicciones las padecen principalmente sus personajes, bien en el interior de ellos mismos o unos respecto de los otros, personajes que ya hemos dicho que son partes o miembros inseparables del propio escritor, viéndose impelidos a resolverlas, lo que consiguen en unos casos y no lo logran en otros, lo prominente para nosotros son las fecundísimas y originalísimas ideas y reflexiones que Dostoyevski manifiesta a través de algunos de estos complejísimos e inescrutables individuos, ideas que, cuando dejan de habitar la forma puramente artística en que con toda naturalidad viven, es decir, cuando abandonan el misterioso ámbito estético de la novela, y se concretan, e incluso—perdóneseme la expresión un tanto exagerada y hasta grosera—se cosifican en opiniones periodísticas, cotidianas, temporales…, contemporáneas, entonces pierden buena parte de esa vigorosa refriega dialéctica que tan supremamente las enriquece, hacen dejación del simbolismo y del arcano inaprehensible que las acompañaba cuando revoloteaban por encima de las cabezas de los actores del drama, y—no hay más remedio que reconocerlo—, al descender tan realísticamente a la arena política, al debate ideológico, al análisis histórico, tal y como suelen manifestarse en una revista o en un periódico (aunque sea del último tercio del siglo XIX; ¿qué les ocurriría en uno de hoy en día?), entonces sí, en ese momento Dostoyevski es mucho más vulnerable, se le puede mixtificar más fácilmente, descontextualizar lo que escribe, y los mezquinos cazarrecompensas, los filisteos de toda laya, se frotan las manos, se atusan el bigote y se acomodan el sombrero, envaneciéndose y ensoberbeciéndose, porque han creído pillar in fraganti al supuesto gran hombre, lo han cogido—ellos, que se tienen, como les pasa a todos los cretinos ignorantes, por unos críticos tan agudos e inteligentes—, como se dice vulgarmente, con las manos en la masa, ejerciendo de reaccionario recalcitrante, de antioccidental, de eslavófilo irredento, de fanático religioso, de flagelo de la razón, el progreso, la ciencia, la felicidad, la igualdad, y no sé cuántas bienhechoras aspiraciones más del «bípedo implume». Es en ese mortecino amanecer de sus mediocres intelectos, cuando esos enanos espirituales, esos «filisteos» morales—como los llamaría sin morderse la lengua el abismal solitario de Sils Maria, ese inoportuno espíritu aristocrático al que le dio un colapso mental irreversible, nada más ver cómo un cochero golpeaba a un caballo, un aciago 3 de enero de 1889 en la Piazza Carlo Alberto de Turín—, esas cucarachas humanas, babean y retozan de gusto como los puercos en una charca barrosa. ¿Y cuándo acontece esa epifanía laicista y extremadamente vulgar? Pues cuando leen y toman como la biblia del pensamiento de Dostoyevski las voluminosas páginas del Diario de un escritor, que, en efecto, no alcanza las alturas siderales  y los abismos insondables en que tiene lugar el combate espantoso y sobrecogedor en que se debate el corazón del hombre, pero que, a pesar de lo que ellos creen, sí contiene relatos de inalcanzable elevación (tales como «La mansa», en ruso «Krotkaya», de noviembre de 1876), páginas plenas de luz, párrafos y párrafos que completan, perfilan y enriquecen muchas de las ideas que, con insuperable libertad y sentido de la trascendencia divina del ser humano, recorren con existencial angustia los intensísimos, casi insoportables, capítulos de sus grandes novelas.

  

  

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NOTAS

87. Erdmann Hanisch, Historia de Rusia, tomo II, págs. 155, 174, 175, 176 y 180. Véase también, Wolfgang Justin Mommsen, La época del imperialismo, Madrid, Siglo XXI, 1971, págs. 213, 214 y 216. La traducción es de los esposos Genoveva y Antón Dieterich (por error, la edición escribe Dietrich; el nombre de soltera de ella era Genoveva Arenas Carabantes, que no sé por qué no conservó al casarse con un alemán, viviendo como vivían desde muy jóvenes en Madrid). Por su parte, George Vernadsky, que en su citada Historia de Rusia se refiere al ministro Iswolsky en la pág. 200, nos informa con gran precisión, en la pág. 199, del elevado número de asesinatos políticos cometidos por los grupos revolucionarios rusos clandestinos en la época en que Piotr Stolypin era Primer Ministro, quien llevó a cabo una brutal represión (en 1908 fueron ejecutados 789 revolucionarios acusados de crímenes políticos, si bien el número fue decreciendo hasta dictarse 73 condenas en 1911, precisamente el año, en septiembre, en que el propio Stolypin cayó también asesinado). Stolypin trataba de hacer compatible algo imposible en ese momento: la autocracia con una política enérgica de reformas a favor de la modernización económica.

88. Helen Iswolsky, El alma de Rusia, Buenos Aires, Emecé, 1954, págs. 104-107. La traducción es de Teresa Reyles.

89. En la ciudad de Kozelsk, en la región de Kaluga, al oeste de Moscú. El atormentado y pesimista escritor Konstantin Nikolaevich Leontiev (1831-1891), conoció también en Optyna Pustyn a ese mismo stárets Grénkov, criticando después con dureza la recreación dostoyevskiana. En el verano de 1891 aceptó Leontiev definitivamente ser monje en Optyna Pustyn. Murió en el monasterio Serguiev Posad, cerca de Moscú, en noviembre de ese año. Sobre el pensamiento de Leontiev, puede consultarse el libro de Mijaíl Malishev, Boris Emelianov y Manola Sepúlveda Garza, Ensayos sobre filosofía de la historia rusa, Ciudad de México, Editorial Plaza y Valdés, 2002, págs. 61-84, que es de donde he extraído esta información.

90. Al inicio de una de las más extensas intervenciones de Makar (3.ª parte, cap. I, III), se desliza un topónimo que resulta confuso. La traducción de Cansinos Asséns, dice: «Hay, amigo—prosiguió—, en el Convento de Guedáviev…». La traducción inglesa de Richard Pevear y Larissa Volokhonsky, dice: «Gennadiev desert». Esta segunda parece más exacta, pues es muy probable que Makar haga alusión a San Gennadiev o San Gennade de Kostroma († 1565), higúmeno (abad de un cenobio del monte Athos o de un monasterio ortodoxo de la Iglesia oriental) del monasterio Lioubemov (Liubimograd), situado en una foresta cerca de la ciudad de Kostroma (al NE de Yaroslavl), cuya vida escribió Alexis, otro higúmeno del mismo monasterio. Cuando nació, San Gennadiev se llamaba Gregorii. El citado monasterio se denomina también Gennadiev Spaso-Preobrazhensky Monastery (es decir, monasterio de la Transfiguración del Señor, que es lo que significa «Spaso-Preobrazhensky»).

91. Luigi Pareyson califica de «panenteísmo» la armonía de la que habla Makar, pero sería una equivocación relacionarla con el panteísmo tipo spinozista, pues sólo es comprensible si la entendemos presidida por Cristo, es decir, por una unión entre Dios, el hombre y la naturaleza con todas sus criaturas. Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 139 y 141.

92. Véase, http://www. enriquecastanos.com/ unamuno_ manuel_ bueno.htm

93. Aunque es bastante probable que el título de la célebre obra Temor y temblor, de Søren Kierkegaard, publicada el 16 de octubre de 1843, proceda de un versículo de la Epístola a los Filipenses de San Pablo (2, 12)—«…trabajad con temor y temblor por vuestra salvación»—, versículo que sin duda conocía muy bien Dostoyevski, resulta curiosa la coincidencia del uso de la expresión paulina en el autor danés y en el ruso.

94. Nicolás Berdiaeff, Una nueva Edad Media, Barcelona, Apolo, 1938, especialmente las págs. 9-50. Traducción de José Renom. En la pág. 12, afirma: «A través de su autoafirmación, el hombre se ha perdido, en lugar de encontrarse». En la 13: «Su alejamiento del centro espiritual le ha hecho cada vez más superficial». Y en la 18, por no extenderme más: «El triunfo del hombre natural sobre el hombre espiritual en la historia moderna, debía conducirnos a la esterilidad creadora, es decir, al fin del Renacimiento, a la autodestrucción del humanismo».

95. Algunas de las mejores representaciones iconográficas de esta santa se las debemos a los iconos de la Iglesia ortodoxa griega, al Tintoretto y a José de Ribera.

96. Albert Camus, El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 1982, pág. 200. La traducción es de Luis Echávarri.

97. En la Iglesia ortodoxa, un eclesiástico de rango superior, que incluso podía ser obispo, arzobispo, superior de un convento o abad de un monasterio importante. Posteriormente, se convirtió en un cargo honorífico.

98. Arjiereo o argiereo. El término aparece en un libro de Félix de Latassa y Ortin titulado Biblioteca nueva de los escritores aragoneses que florecieron desde el año de 1600 hasta 1640, tomo II (Pamplona, en la Oficina de Joaquín de Domingo, 1799). En la página 487, dice: «…sui Illustrissimi Argiereos in suum Archiepiscopalem…». Por la ya mencionada traducción inglesa de la novela, que dice «chief priest’s», se deduce que se trata de un alto cargo eclesiástico de la Iglesia ortodoxa. El término «chief priest’s» aparece en algunas traducciones inglesas del Evangelio de San Mateo (27, 62 y 28, 11), que en la Biblia de Jerusalén aparece como «sumo sacerdote». Pero está claro que no puede tratarse de un sumo sacerdote de la jerarquía religiosa judaica de tiempos de Jesús. De ahí que nos limitemos a calificarlo como alto cargo eclesiástico de la Iglesia ortodoxa rusa, equivalente quizás a lo que en las diócesis católicas se entiende por arcipreste. En algunas traducciones españolas, en vez del término empleado por Cansinos Asséns, se traduce del ruso directamente como «obispo», lo cual tampoco parece muy exacto, si bien sería excesivo calificarlo de falso. En cualquier caso, el vocablo «arjiereo» no aparece en ningún diccionario de la lengua castellana consultado por mí: ni en el de Covarrubias, ni en el de la Real Academia Española, Autoridades, José Alemany, Corominas, Julio Casares, María Moliner y Manuel Seco.

99. Alexis Marcoff, El alma del pueblo ruso y su evolución histórica, Barcelona, E.L.R., Tipografía «La Educación», 1945, págs. 113-117.

100. Relatos de un peregrino ruso, Madrid, Alianza, 2010. Los datos histórico-filológicos los he extraído de la documentada Introducción que acompaña al volumen, escrita por Sebastián Janeras y Vilaró (págs. 9-24 de la citada edición). La traducción de los Relatos es de Victoria Izquierdo Brichs.

101. El universo religioso de Dostoyevski, pág. 69.

102. Kasimir Klemens Waliszewski, Historia de la literatura rusa, Buenos Aires, Argonauta, 1946, pág. 286. No se especifica el nombre del traductor. Waliszewski (1849-1935) fue un escritor e historiador polaco formado en Varsovia y en París. La edición original francesa de su libro es de 1900. En cuanto a El peregrino encantado, hay una reciente edición en español en Alba (2009).

103. El universo religioso de Dostoyevski, pág. 71.

104. Ideas sobre la novela, págs. 401-402.

105. El espíritu de Dostoyevski, pág. 6.

106. Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, pág. 46.

107. Ibídem, pág. 43.

108. Aunque ajeno por completo a la cosmovisión dostoyevskiana, el gran psicoanalista Erich Fromm pensaba que por mucho que se endureciese, el corazón del hombre no dejaba nunca de ser un corazón humano. Lo que distingue al hombre, piensa Fromm, es su capacidad de elección; el hombre se ve impelido a elegir constantemente, y esta elección debe realizarse con completa libertad. El conocimiento, la educación, la rectitud moral, es muy probable que nos inclinen hacia el bien; pero si el hombre pierde el sentido de la piedad y de la compasión, si no se conmueve por el sufrimiento de otro hombre, es también muy posible que las vías de acceso al bien le sean cerradas para siempre. Erich Fromm, El corazón del hombre. Su potencia para el bien y para el mal, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1974, pág. 179. La traducción es de Florentino Martínez Torner, que fue diputado socialista durante la II República española, desempeñó una tarea relevante en las Misiones Pedagógicas, y se marchó al exilio en Méjico en 1939, donde falleció en 1969.

109. El espíritu de Dostoyevski, pág. 54.

110. Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 36-37.

111. La edición española que poseo y mejor conozco, en la que María Teresa Suero Roca traduce en prosa los versos del autor, es: Aleksandr Pushkin, Eugenio Onieguin, Barcelona, Bruguera, 1969.

112. La edición conocida por mí es: Iván S. Turgueniev, Nido de nobles, Madrid, Aguilar, 1988, traducida por Rafael Cansinos Asséns.

113. Obras Completas, tomo III, pág. 1440.

114. Heinrich Seuse, Vida, Madrid, Siruela, 2013, pág. 65.

115. Vladimir Lossky, Teología mística de la Iglesia de Oriente, Barcelona, Herder, 2009, págs. 154-155. La traducción de Francisco Gutiérrez es de la edición original francesa de 1944. Isaac de Nínive o Isaac el Sirio (Isaac de Sirine, 640-700), fue un monje, asceta, místico y teólogo nestoriano (las dos personas de Cristo, la divina y la humana, eran completas pero independientes), proclamado santo por la Iglesia ortodoxa. El repulsivo personaje de Smerdiákov, de la novela Los hermanos Karamásovi, es un asiduo lector de este teólogo. Los nestorianos defendían que María fuese considerada Christotokos (madre de Cristo), mientras que los partidarios de San Cirilo (siglo V), que terminaron imponiéndose en el Concilio de Éfeso de 431, defendían que María fuese Theotokos, es decir, madre de Dios. La edición de las obras de Isaac el Sirio que maneja Lossky es, principalmente, la inglesa del holandés Arent Jan Wensinck, en realidad una traducción del texto siríaco de la edición de Paul Bedjan (París, 1909), y otras veces la de Nikephoros Theotoki (Leipzig, 1770), con el texto en griego. Vladímir Nikolayevich Lossky (1903-1958), Profesor de Filosofía de origen ruso y teólogo de la religión cristiana ortodoxa griega, se estableció en París en 1924.

116. En el Corán (73, 10-11), en unas palabras que le dirige el arcángel Gabriel a Mahoma, se lee: «¡Ten paciencia con lo que dicen [los infieles] y apártate de ellos discretamente! / ¡Déjame con los desmentidores, que gozan de las comodidades de la vida [alusión a los comerciantes acomodados de La Meca]! ¡Concédeles aún una breve prórroga!» Las citas proceden de la edición del Corán preparada por Julio Cortés (Barcelona, Herder, 2002), quien es el autor de las notas aclaratorias que he puesto entre corchetes. Ambas aleyas o versículos de la sura 73, es lo más parecido que he podido encontrar en el texto sagrado musulmán a las vagas palabras de Versílov.

117. Introducción a Dostoyevsky, pág. 44. También Simone Weil (París, 1909 – Londres, 24 de agosto de 1943) vinculó de manera indisoluble la existencia humana con la desdicha en sus últimos escritos. Véase de esta originalísima e incómoda pensadora cristiana francesa, especialmente, sus textos «El amor a Dios y la desdicha» y «Nuevas reflexiones sobre el amor a Dios y la desdicha», en Pensamientos desordenados, Madrid, Trotta, 1995, págs. 61-89. Ambos textos fueron muy probablemente escritos en Marsella entre octubre de 1940 y mayo de 1942.

118. Obras Completas, tomo I, pág. 1472.

119. Heinrich Seuse, Vida, pág. 62.

120. Ambos retratos están reproducidos en el clásico libro de Beaumont Newhall, Historia de la Fotografía, Barcelona, Gustavo Gili, 1983, págs. 78-79, que incluye también la cita de Thomas Carlyle. La traducción es de Homero Alsina Thevenet.

121. Walter Benjamin, «Pequeña historia de la Fotografía», en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1982, pág. 76. La edición es de Jesús Aguirre. El breve ensayo de Benjamin se publicó en Die Literarische Welt en 1931.

122. Dostoyevski se escondía tras los personajes de sus novelas, dice León Chestov en La filosofía de la tragedia, pág. 28. En otro lugar, en Las revelaciones de la muerte (pág. 75), insiste Chestov sobre la misma convicción: que bajo las diferentes máscaras de los personajes de Dostoyevski está siempre el propio escritor.

123. Obras Completas, tomo I, pág. 1474.

124. Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997, pág. 34. Traducido por Felipe González Vicén, incluye un espléndido estudio preliminar de Luis Díez del Corral. La edición original alemana es de 1924.

125. Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Madrid, Cátedra, 1989, pág. 171. La edición es de Helena Puigdoménech.

126. Ernst Cassirer, El mito del Estado, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1993, págs. 185-193. La traducción es del pensador mejicano de origen catalán Eduardo José Gregorio Nicol y Franciscá. Se trata del último libro de Cassirer, redactado en 1944 y publicado póstumamente en 1946. En la pág. 189 de su libro reproduce Cassirer, más ampliamente, la cita de El Príncipe sobre la fortuna, en la que lo relevante es ese «o casi», pues, como indica Helena Puigdoménech, pudiera sugerirnos con ello Maquiavelo «que también el control del hombre sobre la mitad de sus acciones parece peligrar» (nota 5, pág. 171, de la edición citada de El Príncipe).

127. La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, pág. 39.

128. Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid, Alianza, 2008, Libro I, 1, pág. 31. La edición es de Ana Martínez Arancón.

129. Ibídem, Libro I, 6, pág. 51.

130. El mito del Estado, págs. 169, 173 y 181.

131. El Príncipe, cap. XV, pág. 131.

132. George H. Sabine, Historia de la teoría política, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2006, pág. 271. Traducción de Vicente Herrero. La edición original en inglés es de 1937.

133. Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Libro II, 2, págs. 198-199.

134. Obras Completas, tomo III, pág. 1186.

135. Mijaíl Bakunin, «Federalismo, Socialismo y Antiteologismo», en Mijaíl Bakunin, Escritos de Filosofía Política, 1, Madrid, Alianza, 1978, págs. 197-198. La compilación es de Grigori Petrovich Maximoff (1893-1950), anarco-sindicalista ruso que falleció en Chicago. La cita escogida procede del volumen I de la edición francesa del libro de Bakunin. La traducción española es de Antonio Escohotado.

136. Jean-Jacques Rousseau, Del contrato social, Madrid, Alianza, 2005, Libro I, cap. VII, pág. 42. La edición es de Mauro Armiño.

137. Ibídem, Libro II, cap. V, pág. 58.

138. Rudolf Rocker, Nacionalismo y Cultura, Madrid, La Piqueta, 1977, págs. 199-210. La traducción es de Diego Abad de Santillán.

139. Del contrato social, Libro II, cap. VII, pág. 64.

140. Jean-Jacques Rousseau, Emilio o la educación, Barcelona, Bruguera, 1979, Libro primero, págs. 68-69. La edición es de Ángeles Cardona de Gibert y Agustín González Gallego.

141. Hannah Arendt, Sobre la revolución, Madrid, Alianza, 2009, págs. 100-101 y 251-252. Traducción de Pedro Bravo Gala, fallecido en junio de 2005 y que fue letrado del Tribunal Constitucional de España.

142. El hombre rebelde, págs. 135-136.

143. Ibídem, pág. 139.

144. Condorcet, Influencia de la Revolución de América sobre Europa, Buenos Aires, Elevación, 1945. Traducción de Tomás Ruiz Ibarlucea. El volumen incluye otros cinco escritos de Condorcet. El ensayo aquí mencionado ocupa las páginas 21-62, siguiéndole un Suplemento imprescindible que abarca las páginas 63-125.

145. Especialmente por el estadounidense de origen inglés Thomas Paine, quien contraatacó con la publicación, en 1791, de la primera parte de sus Derechos del hombre (la segunda parte se publicaría al año siguiente). Debe advertirse, no obstante, que Paine se opuso a la ejecución de Luis XVI y fue detenido durante el Terror, el 28 de diciembre de 1793, cuando ya era miembro de la Convención Nacional francesa por Calais. Hay una buena edición española, de Fernando Santos Fontenla, en Alianza.

146. Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución en Francia, Madrid, Alianza, 2003. La edición es de Carlos Mellizo. Véanse, sobre todo, las páginas 79, 94, 103, 141, 146, 170, 193, 229 y 234.

147. A pesar de sus innegables y profundas limitaciones, la sinceridad y alcance de las reformas emprendidas bajo Alejandro II ha sido reconocida por el historiador Peter Scheibert (1915-1995). Véase, Manfred Hellamnn, Carsten Goehrke, Peter Schibert y Richard Lorenz, Rusia, Madrid, Siglo XXI, 2010, págs. 207 y ss. La traducción es de María Nolla. La edición original alemana es de 1972. En el capítulo 4 del volumen, que es el redactado por Peter Scheibert, se afirma también que «tras la ejecución de los cinco decembristas ninguna otra persona perdió la vida [por razones políticas, evidentemente] durante el reinado de Nicolás I» (pág. 205).

148. Bohdan Chudoba, Rusia y el Oriente de Europa, Madrid, Rialp, 1980, pág. 231. No especifica el nombre del traductor.

149. José Ortega y Gasset, Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, 1947, tomo III, pág. 55.

150. Ibídem, pág. 95.

151. Ibídem, pág. 104.

152. Ibídem, pág. 106.

153. Ibídem, pág. 125.

154. Ibídem, pág. 127.

155. José Ortega y Gasset, Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, 1947, tomo IV, pág. 181.

156. Ibídem, pág. 146.

157. Ibídem, pág. 181-182.

158. Ibídem, pág. 182.

159. Ibídem, pág. 183.

160. Dostoyevski visitó a Herzen en Londres en julio de 1862.

161. Rafael Cansinos Asséns, Prólogo a «La confesión de Stavroguin», Obras Completas, tomo III, pág. 1572.

162. Una estupenda síntesis del recorrido de las diferentes concepciones utópicas a lo largo del pensamiento occidental, es el libro de María Luisa Berneri, Viaje a través de Utopía, Buenos Aires, Proyección, 1975. Traducido por Elbia Leite, incluye un Prólogo para la edición española de Lewis Mumford y el Prólogo de la edición inglesa de George Woodcock, estudiosos y ensayistas ambos muy relevantes. Este libro, que leí con avidez en 1981, todavía me parece difícilmente superable. Por desgracia, María Luisa Berneri, mujer muy culta de ideas libertarias, que era italiana y discípula intelectual de Rudolf Rocker, murió muy joven, con tan sólo 31 años, en 1949, en Londres.

163. Friedrich Hölderlin, Hiperión o el eremita en Grecia, Pamplona, Peralta, 1978, págs. 53-54. Edición de Jesús Munárriz.

164. Una buena traducción es la de Luis Gutiérrez Santamarina (Luis Narciso Gregorio Gutiérrez Santa Marina) en el volumen de las Obras Completas de Aldous Huxley publicado en Barcelona por el editor José Janés en 1952. La menciono por ser la que poseo y he leído. Anterior a ella, de 1907, es la extraordinaria distopía El amo del mundo, del también escritor inglés Robert Hugh Benson, anglicano convertido al catolicismo en 1903 y ordenado sacerdote en 1904, que leí en la vieja y no muy correcta traducción del presbítero Juan Mateos (Barcelona, Gustavo Gili, 1909). El título en inglés, Lord of the World, significa literalmente Señor del mundo.

165. Kenneth Clark, El arte del paisaje, Barcelona, Seix Barral, 1971, pág. 97. Traducción de Laura Diamond. La edición original es de 1949. Sobre esa melancolía y esa nostalgia, no cabe menos de recordar el cuadro, fechado por Panofsky hacia 1635-1636, Et in Arcadia ego, de Nicolás Poussin, palabras inscritas en un sarcófago de piedra («Yo estuve en Arcadia») alrededor del cual se agrupan cuatro figuras y que nos revelan la inevitable vinculación entre Arcadia, esto es, la Edad de Oro, y la muerte, pues no sólo esa persona que yace en la tumba murió en esa región paradisiaca, sino que tampoco nos será posible volver a esa época perdida de la infancia de la humanidad. Erwin Panofsky, «“Et in Arcadia ego”: Poussin y la tradición elegíaca», en El significado de las artes visuales, Madrid, Alianza, 1980, págs. 323-348. Traducción de Nicanor Ancochea.

166. Anthony Blunt, Arte y arquitectura en Francia, 1500-1700, Madrid, Cátedra, 1992, pág. 311. Traducción de Fernando Toda. La edición original es de 1953.

167. Ovidio, Metamorfosis, Madrid, Cátedra, 2009, Libro XIII 750-895, págs. 695-701. La edición es de María Consuelo Álvarez y Rosa María Iglesias.

168. Giovanni Boccaccio, Genealogía de los dioses paganos, Madrid, Editora Nacional, 1983, Libro VII, capítulo XVII, págs. 441-442. Esta magnífica e insuperada edición también se debe a María Consuelo Álvarez y Rosa María Iglesias.

169. Erwin Panofsky, Renacimiento y renacimientos en el arte occidental, Madrid, Alianza, 1975, pág. 259. Traducción de María Luisa Balseiro.

170. Ibídem, pág. 260.

171. Erwin Panofsky, «La historia primitiva del hombre en dos ciclos de pinturas de Piero di Cósimo», en Estudios sobre iconología, Madrid, Alianza, 1980, pág. 50. Traducción de Bernardo Fernández.

172. Marco Lucio Vitruvio Polión, Los diez libros de Arquitectura, Madrid, Alianza, 2009, Libro II, cap. 1, págs. 95-96. Traducción de José Luis Oliver Domingo.

173. Tito Lucrecio Caro, De la naturaleza de las cosas, Madrid, Espasa Calpe, 1969, Libro V 187-189 y 257-277, págs. 195 y 197. La traducción es de José Marchena y Ruiz de Cueto (el abate Marchena), que fechó el manuscrito de su traducción en 1791.

174. Estudios sobre iconología, pág. 51.

175. Se refiere Versílov al célebre poema del escritor alemán Heinrich Heine titulado «La Paz» (en alemán, «Frieden»), que forma parte del primer ciclo del poemario El Mar del Norte (en alemán, Die Nordsee), escrito entre 1825-1826. Enrique Heine, Poemas y Fantasías, Madrid, Librería de Hernando y Cª, 1900, págs. 99-101. La traducción del alemán en verso castellano es de José Joaquín Herrero y contiene un excelente prólogo de Marcelino Menéndez Pelayo de junio de 1883. La verosimilitud que imprime Dostoyevski a las encendidas palabras de Versílov se acentúa por el hecho de que, en el apasionamiento de sus palabras, confunde Mar Báltico con Mar del Norte, pero esta equivocación es perfectamente normal en alguien que está recordando, probablemente algo leído mucho tiempo atrás. Pero lo fundamental es nombrar a Cristo y mencionar el término «aparición», pues de eso se trata, de una aparición: «De Jesucristo la imagen / Aparece ante mi vista», dicen dos de los versos del poema de Heine.

El poema, en alemán y en francés, se encuentra en la web: <http://www.heinrich-heine.net/haupt.htm>.

Hay una buena traducción inglesa, The North Sea, en la web: <http:// www.archive.org/stream/poemsofheinrichh00heinuoft/poemsofheinrichh00 heinuoft_djvu.txt>.

  

  

Continúa en el próximo número.

  

  

   

  

  

  

   

   

Enrique Castaños Alés (Málaga, 1956). Profesor de Instituto de Enseñanza Media desde 1982 hasta 2016. Profesor asociado del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga durante los cursos 2006-2011. Licenciado en Filosofía y Letras en 1979, se especializó en Historia Medieval. Su Memoria de Licenciatura, leída a finales de 1981 y aprobada con la calificación de Sobresaliente por unanimidad, versó sobre El socialismo postrevolucionario anterior a Karl Marx: Charles Fourier, Henri de Saint Simon, Robert Owen y Pierre-Joseph Proudhon. Su Tesis Doctoral, defendida en el año 2000 con la calificación de Sobresaliente cum Laude, se centró en Los orígenes del arte cibernético en España. La experiencia del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid.

Es autor del libro La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX (1997), reelaborado y ampliado en 2011 bajo el título Las artes plásticas en Málaga en la segunda mitad del siglo XX. Crítico de arte del diario SUR de Málaga entre 1996 y 2012. Colaborador de las revistas Lápiz, Galería, Cuadernos Hispanoamericanos, Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, Arte y Parte y Fedro. Revista de Estética y Teoría de las Artes (Universidad de Sevilla).

Ha sido Director de la Sala de Exposiciones de la Diputación de Málaga, Coordinador de la Sala de Exposiciones de la Universidad de Málaga, Director del Departamento de Promoción Cultural de la Fundación Picasso-Casa Natal y comisario de múltiples exposiciones, entre las que destacan las antológicas y retrospectivas dedicadas a Manuel Barbadillo Nocea, Stefan von Reiswitz, Godofredo Ortega Muñoz, Esteban Vicente y Francisco Hernández Díaz. Ha comisariado exposiciones monográficas de Tomás García Asensio, Lugán, Oriol Vilapuig, Santiago Mayo, Jordi Teixidor Otto, Andreu Alfaro, Manuel Salinas, Pablo Alonso Herráiz, Dámaso Ruano Gómez, Manuel Mingorance Acién y el Colectivo Palmo de Málaga. En 1992 fue comisario de la exposición El arte de construir el arte, con los fondos del Colegio de Arquitectos de Málaga. Colaborador de la muestra «Andalucía y la modernidad», del volumen Arte desde Andalucía para el siglo XXI, y del catálogo de la exposición El discreto encanto de la tecnología, celebrada en el MEIAC de Badajoz y el Museo ZKM de Karlsruhe.

Ha impartido numerosas conferencias y ha sido ponente en diversos seminarios organizados por las Universidades de Málaga y Alicante. Ha escrito y publicado en revistas especializadas amplios artículos sobre diversas novelas de Bram Stoker, Nathaniel Hawthorne, Anne Brontë, Miguel de Unamuno y Fiodor Dostoyevski, así como sobre películas de Leontine Sagan, Leni Riefenstahl, Philippe Claudel, Leopold Jessner, Ludwig Wolff y Paul Czinner. Colaborador del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. En 1997 publicó unas Consideraciones sobre «Ordet», de Carl Theodor Dreyer.

   

  

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 3. Página 15. Año XXII. II Época. Número 116. Julio-Septiembre 2023. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2023 Enrique Castaños Alés. © Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2023 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).

   

  

     

 

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