Para Paula, mi hija, que, como Arkadii Makárovich, ha transitado con inteligencia y elegancia desde la adolescencia a la madurez.

  

  

  

  

I

COMENZADA A ESCRIBIR durante el invierno de 1874-75 en la localidad de Stáraya Rusa, a orillas del lago Ilmen, cerca de Novgorod, y publicada, mientras iba siendo redactada, durante 1875 en los Otechéstvenyi Zapiski (Anales Patrióticos o Anales Patrios) que dirigía Nikolai Nekrasov [1], El adolescente (Podrostok) es una novela de honda penetración psicológica que, aunque ningún crítico eminente niega que se encuentra entre las cinco grandes construcciones literarias de su autor, no ha sido, ni mucho menos, tan leída ni es tan conocida como las otras cuatro; más precisamente, es la menos conocida de ellas y la menos estudiada. Es el propio editor quien le propone al escritor este nuevo proyecto, a pesar de los prolongados años de distanciamiento entre ambos, después de una fructífera colaboración que se remonta a mayo de 1845, cuando Nekrasov, a la sazón director de El Contemporáneo (Sovremennik), conoce, por mediación de Dmitri Vasílievich Grigórovich, amigo de Fiodor Mijaílovich, el manuscrito de Pobres gentes (Biednie liudi), y, gracias al favorable veredicto del influyente crítico Vissarion Grigórievich Bielinski (a veces, Bielinskii), lo publica en 1846 en la revista El Almanaque petersburgués (Petersburgski sbórnik). La segunda novela de Dostoyevski, El doble (Dvoinik), también la publica Nekrasov, en febrero de 1846, en los Anales Patrióticos. Pero esta colaboración duraría muy poco. El todopoderoso y voluble Bielinski reprueba ardientemente, como si se tratasen de las creaciones de un loco, tanto La patrona (Josiaika) como Niétochka Nezvanova, comenzadas ambas a escribir en octubre de 1846. No obstante, estas dos novelas, así como Noches blancas (Bielia nochi), también son publicadas por la revista de Nekrasov. La ruptura entre el escritor y el editor sobreviene a raíz de la detención de Dostoyevski, el 23 de abril de 1849, y su posterior condena por conspirar contra la seguridad del Estado [2]. En cuanto a Bielinski, su recuerdo no abandonó posiblemente nunca a Dostoyevski. Todavía en una fecha tan tardía como 1875, si la ponemos en relación con el prematuro fallecimiento del famoso crítico en 1848, surge su espectro en El adolescente, en apariencia como de pasada, casi sin importancia, pero en el fondo de manera muy reveladora. Ello ocurre cuando el protagonista, Arkadii, se sienta maquinalmente en un diván en casa del príncipe Seríocha, y abre un libro escrito por Bielinski [3] que, casualmente, ve encima de la mesa que tiene delante (2.ª parte, cap. II, III).

En 1875, la situación de Dostoyevski ha variado extraordinariamente. Nadie duda ya de su posición preeminente en las letras rusas, después de haber publicado, entre otras novelas, Crimen y castigo (Prestuplenie i nakazanie), El idiota (Idiot) y Demonios (Biesi), todas ellas pertenecientes a lo que el pensador existencialista cristiano ruso León Chestov denominó el segundo y último periodo del escritor, cuyo inicio está señalado por las Memorias del subsuelo (Zapiski iz padpolia, 1864), una revolución espiritual que supuso abandonar el humanitarismo filantrópico anterior y encararse con la terrible y cruel verdad de la existencia, sin almidonados idealismos, sino con toda la tragedia que conlleva, una tragedia que supone ahora para el escritor enfrentarse al problema del mal, al problema de Dios y al problema de la libertad [4]. Según Chestov, Dostoyevski y Nietzsche están emparentados, unidos, por esta visión que es la filosofía de la tragedia. Con Dostoyevski, la filosofía de Kant y la concepción del mundo de Tolstói son puestas del revés, abriéndose así la región que para Kant había permanecido herméticamente cerrada: la «cosa en sí» (Ding an sich) [5]. Esa transferencia que hacen Kant y Tolstói de los «problemas perturbadores de la existencia» al «dominio de lo incognoscible» [6], Dostoyevski los afronta sin tapujos, abriéndonos a una realidad nueva, inaudita. Nadie antes de él se había atrevido a tanto, nadie había tenido nunca pensamientos semejantes, tan desesperados [7]; tampoco, como hemos podido comprobar desde entonces, después de él.

Su vida conyugal se ha estabilizado junto a la maternal Anna Grigórievna Snitkina. Es ella la que, según algunos biógrafos, interviene para que Nekrasov abone doscientos cincuenta rublos por folio a Dostoyevski [8]. A pesar del prestigio de Dostoyevski, por esa misma época Tolstói cobraba quinientos rublos por folio de Anna Karénina y el escritor Iván Turguéniev se cotizaba a unos cuatrocientos rublos por folio [9]. Otro dato biográfico de interés es que, durante la redacción de El adolescente, en agosto de 1875, Anna Grigórievna tuvo su último hijo, Alíoscha (diminutivo de Aleksiei), que heredaría la enfermedad epiléptica de su padre y moriría con tan sólo tres años de uno de esos ataques [10].

Antes de decidirse a escribir definitivamente El adolescente, Dostoyevski albergó el propósito de redactar una novela cuyo tema principal fuera el del alcoholismo, intención antigua que puede demostrarse por una carta de 8 de julio de 1865 al publicista Krayevski (Andrei Alexandrovich Kraevsky, 1810-1889), en la que le anticipa incluso el título, Los beodos, y en la que quiere profundizar en este tema que ya había tratado en Crimen y castigo, a través del padre borracho empedernido de Sonia Semíonovna Marmeládova, a saber, Semión Zajárich Marmeládov. La prueba más concluyente de lo que digo es un episodio inédito de esa proyectada y nunca realizada novela, cuando todavía no se había decantado el escritor por la que finalmente sería El adolescente, episodio que es un esbozo de capítulo y que reproduce Cansinos Asséns en su Paralipómena [11] (o Paralipomena, esto es, «cosas omitidas») de El adolescente.

Las primeras vagas alusiones de lo que con el tiempo será El adolescente, se las comunica Fiodor a su esposa, desde la ciudad alemana de Ems, durante los meses de junio y julio de 1874. Al célebre balneario de Ems, hoy en Renania-Palatinado, al oeste de Coblenza, había acudido Dostoyevski para intentar curarse una vez más de sus ataques epilépticos, aunque allí mismo le sobreviene otro que le dura cuatro días. Son de indudable interés las cartas enviadas durante ese tiempo a su esposa para comprender la gestación de nuestra novela, en especial la importancia que el novelista concedía a la elaboración de un plan de trabajo: «Lo principal es el plan, que luego el trabajo es fácil» [12]. En realidad, si no queremos faltar a la verdad, y aun a riesgo de contradecir al propio novelista, nunca fue fácil el trabajo, esto es, la redacción misma del relato, para Dostoyevski. Escribía febrilmente, pero las páginas en blanco se rellenaban siempre con considerable esfuerzo. Algunos días más tarde, vuelve a escribirle: «En teniendo ya el plan, todo el trabajo irá como sobre ruedas» [13]. Algunos comentaristas, empezando por Edward Hallett Carr y continuando con Cansinos Asséns, se han referido al deslavazado nudo argumental de la novela [14], y el caso es que el propio autor, corrigiendo las galeradas, no estaba muy satisfecho de lo que había realizado: «He corregido en su casa [en la de Nekrasov] parte de las galeradas, y el resto me las he traído. En las pruebas no me ha gustado mucho la novela […] Después fui a cenar, a las siete, con Máikov… Me recibió con gran cordialidad, al parecer, pero no tardé en advertir que algo raro ocurría. También acudió Strájov. De mi novela, ni palabra, y seguramente por no ofenderme… Avsieyenko ha despotricado en El Mundo Ruso sobre El adolescente. Pero Máikov dijo que era una cosa estúpida. No he leído el artículo de El Mundo Ruso…» [15]. Existen numerosos testimonios, sobre todo de los últimos años de su vida, de que a Dostoyevski le afectaban mucho las opiniones de los críticos sobre sus obras, y en este sentido la abnegada Anna hizo un papel de filtro y de dique de contención, a fin de preservar la frágil salud de su querido esposo.

¿Cuál es el principal argumento de Hallett Carr para afirmar lo que dice? La opinión no es desdeñable, puesto que su estudio, publicado en Londres en 1931, maneja ya una considerable masa documental, que, en lo verdaderamente decisivo, no ha sido incrementada posteriormente. La opinión de Cansinos Asséns, también es muy temprana, de 1936 [16]. Hallett Carr advierte, en primer lugar, de la disonancia que él ve entre el pensamiento político-religioso que a mediados del decenio de 1870 distinguía a Dostoyevski, supuestamente conservador y eslavófilo, y la línea progresista y prooccidental de la revista en la que se publica la novela. En segundo lugar —y ya he tenido ocasión de criticar esta apreciación, a mi juicio errónea—, el historiador británico considera a Dostoyevski un pésimo filósofo y un excelente psicólogo. Por no extendernos sobre esta cuestión, estimamos que, por citar sólo un estudio fundamental, el gran ensayista ruso Nicolás Berdiaev dejó suficientemente demostrado que Dostoyevski era un formidable pensador, una efervescente mente creadora de nuevas y poderosas ideas [17]. Por esas mismas fechas en que escribe Berdiaev, en septiembre de 1921, concluye León Chestov un sugerente ensayo sobre Dostoyevski y Tolstói en el que pondera la inmensa profundidad filosófica de Dostoyevski, así como su inagotable y potentísima dialéctica de las ideas [18]. Y ello, a pesar de la supuestamente escasa formación científica y filosófica, en sentido académico, o como simple conocedor de la historia de la filosofía, de Dostoyevski. Por ejemplo, pensemos en Kant. El conocimiento que de él pudiese tener Dostoyevski era quizás insuficiente; al decir de Chestov, en realidad Dostoyevski no tenía ninguna necesidad de tal conocimiento ni de leer directamente a Kant para saber el alcance de lo que quería decir. Reparemos en la Crítica de la razón pura y en la pregunta que se formula Kant sobre si es posible una ciencia metafísica cuya estructura lógica sea idéntica a la de las ciencias positivas. Dado que las reglas generales, inmutables y necesarias, propias de las ciencias positivas, no pueden aplicarse más que dentro de los límites de la experiencia, la metafísica, que, por su propia naturaleza, tiende a sobrepasar tales límites, no es posible. Para León Chestov, la «experiencia humana y sus límites», tal como la entiende Kant, no es para Dostoyevski otra cosa «que el recinto de una prisión construida para nosotros por un desconocido». Esos «límites de la experiencia» han constituido a lo largo del siglo XIX una auténtica muralla contra la curiosidad humana [19]. Pero León Chestov conduce su razonamiento más lejos aún, temerariamente lejos, aunque es posible que se aproxime a la verdad. Me refiero a cuando afirma que la verdadera crítica de la razón pura no la escribió el filósofo de Königsberg, sino Dostoyevski con su «hombre del subsuelo», comprendiendo perfectamente así el escritor ruso cuál es el problema principal de la filosofía (más tarde, en 1942, Albert Camus dirá en El mito de Sísifo que ese problema es el del suicidio, respondiendo, pues, de un modo más próximo al literato ruso que al pensador prusiano). Más que hacer una crítica de la razón pura, lo que hace Kant, en palabras de Chestov, es su apología: «si verdaderamente hubiera querido despertarse [del “sueño dogmático” del que lo despertó David Hume] y criticar, habría planteado, ante todo, la cuestión de saber si las ciencias positivas se hallan justificadas por el éxito, es decir, por los servicios que han prestado a los hombres. No pueden, por lo tanto, ser juzgadas; las que juzgan son ellas. Si la metafísica quiere existir, debe ante todo requerir la sanción y la bendición de las matemáticas y de las ciencias naturales» [20]. En Dostoyevski, en cambio, es la metafísica la que juzga a las ciencias positivas [21]. Mientras que para Kant son las leyes las que le «son dictadas al hombre y a la naturaleza por las leyes mismas», Dostoyevski, en cambio, se pregunta con renovados bríos si la metafísica es posible como ciencia. Ésta última «presupone, como condición necesaria, la existencia de juicios universalmente admitidos. La ciencia no tiene necesidad ni le interesan los hechos particulares. Lo que ella busca es aquello que transforme el hecho particular en “experiencia”» [22]. ¿Cuál es, entonces, el problema fundamental de la filosofía para Dostoyevski? ¿Cuál es el problema decisivo del hombre? No hace falta que León Chestov nos lo diga explícitamente, aunque lo insinúa: el problema de la libertad, es decir, el problema del mal; dicho de otro modo: el problema de Dios. Rápidamente surgirá una pléyade de filósofos académicos que replicarán ásperamente y con acritud: ¿pero si el problema de la libertad es el máximo problema filosófico para Kant? Cierto, pero con una diferencia terminante: que lo que Kant entiende por libertad no es lo mismo que entiende Dostoyevski, puesto que la libertad para el escritor ruso está indisolublemente ligada al mensaje de Jesús, Jesús como el Verbo encarnado, como la Palabra que da la Vida, la vida eterna. El mensaje moral de Jesús de Nazaret, la moral cristiana, tal y como se formula en el Evangelio, especialmente el de Juan, no puede desligarse del sentido trascendente del hombre, de la creencia en la inmortalidad, en la resurrección de la carne, puesto que el espíritu no muere nunca. Esta concepción estaba ya en El idiota, a través de Mischkin, y estará en El adolescente, a través de ese personaje enigmático, equívoco, escurridizo, desdoblado, que es Versílov. Pero esa concepción estará, ante todo, presente en el texto capital de Dostoyevski, en su escrito decisivo y fundamental, que no podemos analizar aquí: en la «Leyenda del Gran Inquisidor», que brota de las entrañas mismas de Los hermanos Karamásovi. Por eso tiene parte de razón León Chestov cuando dice, a modo de conclusión sobre Dostoyevski en el ensayo que estamos citando: «A Dios no se le puede demostrar. No se le puede buscar en la Historia. Dios es el “capricho” encarnado que rehúsa todas las garantías. Está fuera de la Historia» [23]. Como se ve fácilmente, una opinión que sólo puede provenir de un entusiasta de Kierkegaard, quien se refería a Dios como la «Paradoja absoluta». Si de paradojas hablamos, Cristo, en cierto sentido, está fuera de la Historia, pero, al mismo tiempo, es el centro de ella.

A pesar de la opinión de Chestov, en parte demasiado subjetiva, lo que sí es incuestionable es que Dostoyevski se interesó por leer a Kant y a Hegel. En el caso de Kant, precisamente la Crítica de la razón pura, y en el de Hegel sus Lecciones sobre historia de la filosofía, que fueron publicadas después de su muerte en 1831. En la muy célebre y extensa carta que le escribió Dostoyevski a su hermano Mijaíl nada más abandonar el penal de Omsk donde estuvo recluido cuatro años, misiva fechada en la citada ciudad siberiana el 22 de febrero de 1854, le pide expresamente que le envíe esos dos libros en concreto, además del Corán y otras obras en general de historiadores y de economistas, de los Padres de la Iglesia, de la Historia de la Iglesia, de Giambattista Vico, de Leopold von Ranke, de François Guizot y de Louis Adolphe Thiers. El que leyese finalmente la Crítica de Kant, es conjeturable, aunque sí sabemos que las ideas de Hegel las conocía relativamente bien desde la época en que trató asiduamente a Bielinski, esto es, por el tiempo en que publicó Pobres gentes. Sobre esa carta ha llamado especialmente la atención el teólogo de origen ruso Pavel Evdokimov (1901-1970), quien añade, además, que en la localidad de Semipalatinsk, hoy en Kazajstán, que será donde conozca en marzo de aquel año a su primera esposa, Maria Dmítrievna, concibe Dostoyevski el proyecto de traducir textos de Hegel y del pintor y naturalista alemán Carl Gustav Carus (1789-1869), proyecto apoyado entusiásticamente por su protector el barón Alexander Egorovich Wrangel (1833-1915), quien le entregó dinero en diversas ocasiones, era un incondicional admirador de su obra y mantuvo una interesante relación epistolar con el escritor que se extiende al menos hasta 1865 [24].

Con una intención diferente, pero con un similar apasionamiento al ensayo de León Chestov, es la virulenta crítica contra la filosofía académica que lleva a cabo el escritor italiano Giovanni Papini (1881-1956) en El crepúsculo de los filósofos, un temprano libro con vocación polémica y de indudables resonancias nietzscheanas que ya estaba terminado en septiembre de 1905, mucho antes de la conversión de Papini al catolicismo. En él dice que la filosofía se encamina «a aumentar el poder del hombre». Más que como «reunión de ciencias particulares», la filosofía interesa «como tentativa de una sistematización universal del mundo […] Representa en cierto modo el “estadio absurdo” de la ciencia». El filósofo ha creído que podía imitar los métodos de la ciencia, y que estos métodos le proporcionarían resultados prácticos. «Pero el filósofo se ha engañado». Ha intentado sustituir el mundo «de lo eterno, de lo único, de lo inmortal […] El filósofo, viendo cómo las leyes particulares del científico han sido eficaces, ha creído que descubriendo la única ley, el hombre sería omnipotente, pero no se dio cuenta que esta única ley, precisamente por ser única, no dice nada y por lo tanto no sirve para nada» [25]. Concluye haciendo una crítica a la filosofía por su «codicia de universalidad». Sólo cabe la existencia de la filosofía «como género literario» [26] .

Lo de excelente psicólogo, no hace falta ponderarlo; es algo en lo que coinciden todos los comentaristas. Pero sería un grave error quedarse en eso, en considerar a Dostoyevski, principal y casi únicamente, como un psicólogo. Dostoyevski es muchísimo más que eso; más aún: es un psicólogo porque, ante todo, es un antropólogo, un «pneumatólogo», en la finísima acepción de Berdiaev. La opinión de Berdiaev, esto es, que la preocupación central de Dostoyevski es el hombre y su destino, lo que implica inexcusablemente una preocupación por Dios, pues el problema de Dios está inscrito en el interior más profundo del hombre, la corroboran, entre otros, Dmitri Merejkovski, Romano Guardini y Luigi Pareyson, juicios que considero de extraordinaria relevancia y con los que estoy sustancialmente de acuerdo. Para Hallett Carr, El adolescente no plantea ningún problema vital decisivo, o, si lo plantea, lo deja sin resolver. Trataremos de demostrar que este juicio está también equivocado en buena medida. Pero, sobre todo, según Carr, a la novela le falta trabazón, coherencia, ilación, y, además, está condicionada por un argumento equívoco, inconexo, frágil, inconsistente, impuesto por la premura en entregar los folios destinados a la publicación periódica. Para nadie es un misterio que la novela mejor estructurada de Dostoyevski es Crimen y castigo, publicada en 1866. Tampoco voy a insistir aquí sobre la dicotomía Dostoyevski-Tolstói, en cuanto que el segundo, para muchos críticos solventes y bien autorizados, es mejor «artista» que el primero; tal discusión nos apartaría de nuestro asunto. Pero de lo que sí estoy seguro es de que los personajes de Dostoyevski, preferentemente los masculinos, si bien los femeninos no se quedan a la zaga, ofrecen una profundidad y complejidad espirituales que, muy probablemente, no tengan equivalente en ninguna literatura del mundo. La supuesta inconsistencia de El adolescente, la sostiene Carr, y después de él otros, en que su hilo argumental es demasiado ficticio, o que incluso no presenta un verdadero hilván respecto de su trama. Es cierto que, después de una primera lectura, se puede extraer esa impresión, pero si se hace una segunda, incluso una tercera, aquella impresión comienza a desdibujarse, y todos aquellos infundados barruntos que pueden inducirnos a creer, en un principio, que el novelista se ha valido de una trama endeble, demasiado forzada, que incluso incurre en aparentes contradicciones, o, más exactamente, en la que presenta dos hilos argumentales paralelos, uno de los cuales terminará desapareciendo o perdiendo toda importancia, en realidad acabarán por diluirse cuando nos terminamos percatando de que toda esa trama argumental no es otra cosa que una excusa, un grandioso pretexto para poder definir, precisar y aquilatar lo que, en última instancia, preocupa al novelista: el itinerario espiritual de los personajes principales, la exposición de determinadas ideas, sobre el hombre, sobre Dios, sobre Rusia; la plasmación de la tensión y el conflicto entre las almas, entre el «ser» y el «parecer», entre la moral y la religión, de un lado, y el temperamento o el carácter, de otro. Aunque Dostoyevski suele valerse de ciertas argucias argumentales en algunas de sus mayores novelas  —como, por ejemplo, que el criminal dilate la confesión de su crimen, caso de Raskólnikov, a pesar de que el magistrado Porfirii Petróvich, sin prueba inculpatoria alguna, ha adivinado quién ha sido el autor del doble asesinato; o cuando nos mantiene en vilo sobre la sigilosa y misteriosa actuación de algún personaje en concreto, caso de Rogochin en El idiota; o como cuando concede una relativa importancia al modo de conducirse de sus criaturas, a los móviles de sus actos, cual es el caso de los quinqueviros en Demonios; o cuando mantiene cierta suspensión acerca de una determinada acción, como es el caso de la doble autoría, intelectual y material, del parricidio en los Karamásovi—, lo determinante no será para él este u otro hilo conductor, sino las pasiones, las ideas, los sentimientos de sus personajes, en algunos de ellos, y no creo exagerar al decirlo, insondables, abismales, de una negrura o de una turbiedad que provoca auténtico pavor, o de una ternura y de una capacidad de amar tan supremos y elevados que nos transportan hacia lo inefable. Además, por establecer una somera comparación con otras producciones literarias que ofrecen más de un denominador común, ¿es que existe, por poner un ejemplo paradigmático, hilo argumental, al modo de una trama de intriga, en el Quijote, un libro que incluso puede leerse, en muchísimas circunstancias, por cualquier capítulo, al igual que la Biblia? Lo decisivo de la inmortal novela cervantina, amén, claro está, de su forma estilística inmarcesible, son los diálogos entre el hidalgo manchego y su escudero, las reflexiones, los monólogos, los discursos, es decir, el itinerario vital, existencial, espiritual de los dos protagonistas, sin parangón en las letras del orbe. Quiero decir, la presencia del ideal. Tampoco hay un argumento, en el sentido normal que otorgamos a este término, en Niebla o en San Manuel Bueno, mártir, de Don Miguel de Unamuno. Las preocupaciones del eximio catedrático de Salamanca eran otras, naturalmente de carácter existencial-religioso-filosófico, como también eran otras zozobras muy distintas a lo que se entiende vulgarmente por argumento las de Azorín en La voluntad o las de Pío Baroja en Camino de perfección. Los ejemplos podrían multiplicarse indefinidamente, desde el Joris-Karl Huysmans de Á rebours hasta el Gabriel Miró de El humo dormido y Años y leguas.

De lo que acabo de decir en el párrafo anterior, no debe inferirse que condesciendo con Hallett Carr en lo que concierne a la deficiente trabazón estructural de El adolescente. La extraordinaria importancia del perfil psicológico de los personajes no autoriza a minusvalorar la arquitectura interna del relato. Uno de los intelectuales europeos que más tempranamente valoraron y se dieron cuenta de la importancia que adquiere la forma y la estructura en las novelas de Dostoyevski, fue don José Ortega y Gasset, que, en mi opinión, quizás por querer enfatizar aquellos dos aspectos, sustrae, injustamente, importancia a la entidad espiritual de los personajes. Pero el lúcido comentario de Ortega, que es de 1925 y está contenido en su penetrante ensayo Ideas sobre la novela, no puede ser pasado por alto. En un capítulo de ese ensayo, bajo el epígrafe «Dostoyewsky y Proust», escribe: «Así acaece que se ha hablado mucho de lo que pasa en las novelas de Dostoyewsky, y apenas nada de su forma. Lo insólito de la acción y de los sentimientos que este formidable escritor describe, ha detenido la mirada del crítico y no le ha dejado penetrar en lo más hondo del libro que, como en toda creación artística, es siempre lo que parece más adjetivo y superficial: la estructura de la novela como tal […] Sin lograrlo del todo, yo he intentado muchas veces convencer a Baroja de que Dostoyewsky era, antes que otra cosa, un prodigioso técnico de la novela, uno de los más grandes innovadores de la forma novelesca…» [27] . Ortega no menciona ninguna novela de Dostoyevski en concreto, pero no es nada aventurado afirmar que está dirigiendo su apreciación crítica a todas las grandes novelas del gigante ruso, incluida, naturalmente, El adolescente. Sobre esta ardua cuestión de la armonía profunda entre forma y contenido que debe existir en toda auténtica obra artística, he tenido oportunidad de referirme en otro lugar, al comienzo de un artículo sobre la película Ordet de Dreyer [28].

El propio Dostoyevski admite que lo que podríamos calificar de argumento de la novela tiene su origen en una accidentada herencia familiar, una herencia nada ficticia, sino muy real, vinculada a una tía materna suya, la señora Kumánima (o Kumanin), cuyo marido, el tío Kumanin, ya le había dejado a Fiodor tres mil rublos al morir en noviembre de 1863. Su viuda, en 1864, les entregó a Fiodor y a su hermano mayor, Mijaíl, diez mil rublos a cada uno, a fin de que pudiesen sacar adelante el proyecto de la revista La Época (Epoja), autorizada por la censura el 24 de enero de ese último año [29].

Las relaciones de Dostoyevski con sus familiares más inmediatos, habían comenzado a deteriorarse aceleradamente desde el 15 de febrero de 1867, que fue el día en que se casó con su segunda y última esposa, Anna Grigórievna Snitkina. Desde ese momento, algunas personas que se lucraban de las generosas ayudas económicas aportadas con gran esfuerzo gracias a la benevolencia del escritor, y que continuarían beneficiándose de ellas durante muchos años después, creyeron ver amenazada su situación, por una supuesta e infundada intromisión de la joven esposa, que en absoluto responde a la verdad, pero que fue odiada con creciente sentimiento, como si de una intrusa egoísta y acaparadora del genio se tratase. Entre esas personas deben consignarse muy especialmente Paul Isáyev [30] , el hijo que, antes de conocer a Dostoyevski en la primavera de 1854, había tenido la que sería su primera esposa, Maria Dmítrievna Isayevna Konstant, con su marido Aleksandr; Emilia Fiodorovna, esposa del muy querido hermano mayor de Fiodor, Mijaíl, fallecido el 10 de julio de 1864, a los pocos meses de iniciado el esperanzador proyecto de Época; y Nikolai, hermano menor del escritor, nacido en 1831. Esas tensas relaciones de algunos de los familiares de Dostoyevski con su amada esposa Anna, que producen un gran desasosiego en el escritor, constituyen la base principal de la valiente decisión adoptada por Anna Grigórievna: marcharse con su marido al extranjero, cosa que hicieron el día de Viernes Santo de 1867, cuando tomaron un tren para Berlín. No regresarían a Petersburgo hasta después de cuatro años y tres meses [31].

Pues bien, en la primavera de 1871 murió la tía Kumánima, poco antes del regreso de Dostoyevski de su periplo europeo en compañía de su esposa. En agosto de 1869, creyendo que Kumánima había muerto, le escribe Apollon Máikov a Dostoyevski, que estaba entonces en Dresde, comunicándoselo, e informándole de paso que la extravagante y piadosa señora había dejado una fortuna de cuarenta mil rublos a un monasterio. Durante un tiempo el revuelo es notorio, intentando Dostoyevski, a través de su amigo Apollon, anular tales disposiciones testamentarias. Pero la noticia, como acabamos de consignar, era falsa; mejor dicho, se había tratado de un malentendido. Lo cierto es que la rica viuda, que no tenía hijos, había dejado un testamento muy complicado, sobre todo en lo referente a una extensa propiedad de la provincia de Riazán, pues era preceptivo reunir a todos los herederos y proceder a la partición. Esto ocurre en 1879, y es precisamente la malquista Anna Grigórievna la que actúa, con pleno consentimiento de él, en nombre de su marido, que se halla en Ems en una de sus periódicas curas. El más controvertido problema que planteaba la herencia era que aquella propiedad de Riazán, por ser de bienes raíces, sólo podía ser transmitida a los tres hermanos Dostoyevski vivos, Fiodor, Andrei (nacido en 1825) y Nikolai, así como a los descendientes varones del desaparecido Mijaíl. Como consecuencia de ello, van a ser ahora las hermanas del escritor  —Varvara Mijaílovna Karenin [32], Vera Mijaílovna Dostoevskaya [33] y Aleksandra Mijaílovina Schaviakova [34]—  las que entren en liza, por sentirse gravemente perjudicadas. El espectro de este desagradable asunto acompañó al escritor hasta el final de su vida [35] . Tanto es así que el domingo 25 de enero de 1881, después de un breve altercado con Orest Fyodorovich Miller (1833-1889), Profesor de Literatura Rusa, en relación a una conferencia sobre Puschkin que debía pronunciar Dostoyevski el día 29, recibe la desagradable visita de sus hermanas Varvara y Vera, con motivo, una vez más, de la litigiosa herencia de marras. Del encuentro no dice nada la biografía oficial, pero lo conocemos con detalle gracias a la biografía que de su padre escribió su hija Liubova [36], publicada en Munich en 1920. Esa misma noche, escribe Hallett Carr, se le «rompió una arteria del pulmón, y durante el día siguiente tuvo hemorragias de un modo intermitente». Murió a las ocho y media de la tarde del día 28, la víspera de la conferencia que debía haber pronunciado sobre su admirado poeta Puschkin, cuando aún le faltaban bastantes meses para cumplir los sesenta años.

¿Cuáles serían, entonces, aquellos dos leitmotiven de la novela, inspirados difusamente en la azarosa historia de la herencia de la tía Kumánima? Debemos recordar que muchos pasajes, acontecimientos y actuaciones ocurridos en las novelas de Dostoyevski, tienen su origen en hechos autobiográficos, transmutados, naturalmente, con genial habilidad por el escritor, es decir, de tal modo que no dejan de beber del inagotable hontanar de su imaginación creadora. El primero de esos leitmotiven, que, según hemos indicado, irá diluyéndose progresivamente y perdiendo importancia a medida que avanza la novela, es el pleito que (como consecuencia de una carta escrita por un tal Stólviev) Versílov, padre del adolescente, mantiene con los príncipes Sokolskii, un litigio que terminará ganando en los tribunales, pero renunciando, a su vez, a cobrar la cuantiosa herencia de sesenta mil rublos que le correspondía, entregándosela íntegra a los mencionados príncipes, una muestra concluyente de su contradictoria personalidad, de las paradojas de su carácter, pero también de su generosidad y de su desprendimiento, que terminarán por fascinar por completo a su hijo, el adolescente, el joven Arkadii. El biógrafo londinense insinúa una posible vinculación entre el hecho de incluir este pleito en la novela y la complicada relación de Dostoyevski con sus hermanas Varvara y Vera, a propósito de la cuantiosa herencia de la tía Kumánima [37].

El segundo de esos leitmotiven es mucho más relevante y bastante más accidentado, irregular y tortuoso. Se trata de la más que probable tormenta que puede desencadenar una carta que, en un momento de irreflexión, ha escrito Katerina Nikoláyevna, hija del viejo príncipe Nikolai Ivánovich Sokolskii, perteneciente a una familia distinta con la que mantiene el pleito Versílov. Esa carta se la había escrito Katerina a Aléksieyi Nikanórovich Andrónikov, apoderado de los asuntos de Versílov, y en ella se pone en duda la salud mental del príncipe, con el fin de que sirva de testimonio favorable para que sea recluido en una institución psiquiátrica, y que, de este modo, no continúe derrochando dinero como viene haciéndolo. Naturalmente, si esa misiva cayese en manos del anciano aristócrata, podría determinarlo a desheredar a su hija, que es, además, la única que tiene. De ahí que Katerina, arrepentida sinceramente después de lo que ha hecho, entre otras razones porque ella ama de verdad a su padre, busque desesperadamente esa breve epístola para destruirla. María Ivanovna, esposa de Nikolai Semíonovich y sobrina carnal de Andrónikov, a la muerte de éste último, se había hecho con la susodicha carta y se la entregó a Arkadii. La explicación de esa entrega puede entenderse si tenemos en cuenta que una parte de la vida de Arkadii, que es hijo natural de Versílov, ha transcurrido en casa de Nikolai Semíonovich, nombrado tutor suyo en Moscú. De manera hábil y atrevida, Hallett Carr, en su estudio crítico-biográfico, establece una relación entre esa carta que tan ansiosamente busca Katerina, con las cartas enviadas por Dostoyevski desde Dresde, a partir de agosto de 1869, a su amigo Apollon Máikov, así como a algunos otros parientes y abogados [38], con el propósito de invalidar las disposiciones testamentarias de la tía Kumánima, erróneamente dada por muerta por Máikov, cartas que, posteriormente, teme, como es lógico, lleguen a manos de su tía, a quien aún le restaban casi dos años para morir. En cuanto a la carta escrita por Katerina, que cae, involuntariamente, en manos de Arkadii, sólo adelantaremos que éste termina perdiéndola, creyendo así que se queda por completo inerme ante la crudeza de los acontecimientos. Lo que finalmente ocurra con la carta, que se dirá en el momento oportuno, no tiene en el fondo ninguna relevancia, pues, como ya hemos dicho, ese leitmotiv es un maravilloso pretexto para dibujar unos inmarcesibles caracteres psicológicos.

  

II

Analicemos ahora, de modo esquemático, la estructura y la concepción del tiempo de la novela. Consta ésta de tres partes, la primera de diez capítulos, la segunda de nueve y la tercera de trece, subdivididos, a su vez, en apartados o subcapítulos. Pero hagamos, en primer lugar, un resumen del desarrollo de la acción, sin entrar en detalles ni en caracterizaciones de los personajes que se mencionen, pues sólo estamos interesados en mostrar el tempo del relato, esto es, el propio fluir del tiempo y la presencia de las elipsis. Téngase en cuenta que en la edición de Aguilar (en papel biblia, a dos columnas cada página y con una letra más bien pequeña) la obra suma 395 páginas, es decir, lo que serían 700 u 800 de cualquier otra edición normal. Pues bien, el tiempo real transcurrido, salvo el último capítulo de la tercera parte, que desvela muchas cosas, abarca un arco cronológico que va de un 19 de septiembre hasta mediados de diciembre. Pero repárese en que, en tan corto periodo de tiempo, se produce, a su vez, una elipsis de casi dos meses, con lo que el número real de días, unos veinticinco, cuyos acontecimientos se narran, es verdaderamente reducidísimo en comparación con el tamaño del libro. Como había hecho antes en El idiota, esta concepción del fluir temporal se adelanta notablemente a Marcel Proust. Sobre este modo de proceder de Dostoyevski, también repara con gran precocidad Ortega y Gasset, y ahora nos explicamos el que haya vinculado en el mismo capitulito de Ideas sobre la novela al gran escritor ruso con uno de los últimos gigantes de las letras francesas: «No hay ejemplo mejor —escribe aludiendo sólo al narrador eslavo—  de lo que he llamado morosidad propia a este género. Sus libros son casi siempre de muchas páginas, y, sin embargo, la acción presentada suele ser brevísima. A veces necesita dos tomos para describir un acaecimiento de tres días, cuando no de unas horas. Y, sin embargo, ¿hay caso de mayor intensidad? Es un error creer que ésta se obtiene contando muchos sucesos. Todo lo contrario: pocos y sumamente detallados, es decir, realizados» [39] . Los tres días que más páginas ocupan son el 19 de septiembre, el 15 de noviembre y el primer día de la salida de Arkadii después de su convalecencia, con 82, 53 y 47 páginas, respectivamente, de la edición de Aguilar. La observación de Ortega, aunque incidiendo en el concepto de un espacio y un tiempo de carácter netamente espiritual en la narrativa dostoyevskiana, la percibió también con gran agudeza el pensador existencialista cristiano italiano Luigi Pareyson (1918-1991), quien habla de que hay días en esas novelas que, cada uno por separado, constituye una «época entera», por no mencionar  aquella inverosímil condensación: lo fundamental de El idiota transcurre en nueve días, y, en el caso de los Karamásovi, en siete [40].

En el capítulo primero de la primera parte, el protagonista nos presenta a algunos de los principales personajes de la historia que va a contar, así como nos informa acerca de sus orígenes, esto es, quiénes son sus padres biológicos y quién ha sido su tutor.

La narración autobiográfica (o autodiegética, como ya había hecho Dostoyevski en Noches blancas) propiamente dicha de Arkadii da comienzo, según acabamos de precisar, un 19 de septiembre (primera parte, capítulos 2, 3, 4, 5, 6 y 7), continuando ininterrumpidamente el 20 (capítulos 8 y 9) y el 21 del mismo mes (capítulo 10). Inmediatamente después de terminar la primera parte, se produce en el relato un salto de casi dos meses, y Arkadii lo retoma el 15 de noviembre, aunque el primer capítulo de la segunda parte lo aprovecha para hacer una serie de consideraciones y transcribir diálogos que hacen comprensible lo que narra a continuación. Ese 15 de noviembre ocupa los capítulos 2, 3, 4, 5 y 6 de la segunda parte. Prosigue el relato el día 16 de noviembre, que transcurre durante el capítulo 7. El capítulo 8 da comienzo con un sueño que tiene Arkadii la noche del 16 al 17 de noviembre, pero ya en el segundo párrafo comienza el día 17, que transcurre durante todo ese capítulo y el siguiente, hasta que se termina el sueño de Arkadii en el portalón de una callejuela (final del apartado II de ese capítulo 9). El día siguiente, 18 de noviembre, comienza cuando Arkadii despierta bruscamente de su sueño y se encuentra de sopetón con su antiguo condiscípulo Lambert, y sólo ocupa el aludido final de aquel apartado y el apartado III del mismo capítulo 9. Al inicio del apartado IV del capítulo 9 comienza el 19 de noviembre, en el mismo instante en que de nuevo se encuentra en casa de su padre Versílov y de su madre Sofía. El día anterior, el 18, lo había pasado en la habitación alquilada de Lambert y de su amante francesa Alphonsine, adonde aquél le había llevado después de encontrarlo en la calle. La segunda parte concluye el día 29 de noviembre, pues Arkadii permaneció sin conocimiento en casa de sus padres durante diez días.

Por lo que se refiere a la tercera parte, el apartado I del capítulo primero (en el que, un tanto contradictoriamente, escribe Arkadii «después de nueve días de inconsciencia») abarca desde el momento en que recobra la consciencia, es decir, desde el mencionado 29 de noviembre, hasta el 3 de diciembre. Este último día ocupa, asimismo, lo que resta del primer capítulo y el primer apartado del capítulo segundo, capítulo prácticamente dedicado a lo que acontece durante el día 4. El apartado V de ese segundo capítulo nos relata una recaída de Arkadii en su enfermedad y un nuevo sueño del protagonista, que permanece en ese estado de semiinconsciencia y de delirio tres días. El capítulo tres está por entero dedicado a la jornada del día 7 de diciembre, y centra su atención casi exclusivamente en la caracterización del personaje de Makar Ivánovich Dolgorukii. Los dos primeros breves apartados del capítulo cuatro hacen referencia a un indeterminado periodo temporal que comprende desde el día 7, en que hemos dicho que Arkadii se ha recuperado de su recaída, hasta su primera salida a la calle, de la que no se precisa el día concreto, salida que tiene lugar nada más iniciarse el apartado III del referido capítulo cuatro. Desde este instante, las sucesivas salidas se enumeran por días. Además, a partir de aquí se precipitan los acontecimientos y la novela se desarrolla en un clima de intensidad creciente y de extrema agitación por parte de los personajes, especialmente Arkadii y su padre Versílov. En total son cinco días. Todo ese primer día ocupa los apartados III y IV del capítulo cuatro y los capítulos cinco, seis, siete y ocho. El segundo día en que Arkadii está en la calle después de su enfermedad, ocupa el capítulo nueve. El tercer día comienza en el apartado II del capítulo diez (el apartado I de este capítulo lo dedica Arkadii a aclarar algunas circunstancias que hagan comprensible al lector su narración autobiográfica), y termina hacia la mediación del apartado I del capítulo once, que es cuando comienza el cuarto día, al despertarse Arkadii en casa de Lambert a las diez de la mañana. Este cuarto día ocupa lo que resta del capítulo once y el capítulo doce hasta la mediación del apartado II. Desde aquí hasta el final del capítulo doce, transcurre el quinto día y último. El capítulo trece de la tercera parte, que es el último de la novela, se inicia casi medio año después de ocurrida la escena postrera. Por ese capítulo trece, en el que Arkadii completa algunos detalles del desenlace y nos informa sobre el destino ulterior de los personajes principales, sabemos que aquella última escena con la que se cerraban sus Memorias había tenido lugar a mediados de diciembre, pues ese «casi medio año después» se sitúa a mediados del mes de mayo siguiente. En realidad, han transcurrido cinco meses (de ahí la frase «casi medio año después»). Poco más adelante, también averiguamos que el día de aquella primera salida de Arkadii a la calle después de la convalecencia, tuvo lugar cinco días antes de aproximadamente mediados de diciembre, es decir sobre el día 11 (los cinco últimos días serían, pues, los días 11, 12, 13, 14 y 15 de diciembre). El capítulo trece finaliza, y la novela toda, con la reproducción de una carta a Arkadii de su antiguo tutor Nikolai Semíonovich, que es una respuesta a la lectura de las Memorias, recién concluidas, que Arkadii le ha enviado.

Las ideas elevadas, piensa Arkadii, están por encima del dinero, pues sin aquéllas la sociedad no puede fundamentarse sobre bases sólidas. A uno de los personajes más sórdidos de la novela, Stebélkov, especulador, prestamista usurero, ruin, miserable y hombre sin escrúpulos morales, le espeta el adolescente: «Lo primero es una alta idea, y luego el dinero, pero sin una idea elevada con dinero la sociedad resbala» (1.ª parte, cap. VIII, II). El tema del ideal, como veremos más adelante, está muy presente en los razonamientos de Versílov y en muchos de los diálogos que mantiene con su hijo, pero tampoco podemos olvidar el carácter preeminente que el ideal, principalmente ético, tuvo pocos años antes en El idiota, una recurrente preocupación de Dostoyevski que, entre otros grandes autores, le viene de su admirado Alejandro Puschkin y, por supuesto, del inmortal hidalgo manchego cervantino. Pero cuando las ideas se transforman en obsesiones, cuando se apoderan por completo de la mente del individuo, pueden acabar originando actitudes y comportamientos patológicos, enfermizos. El que una idea se convierta sólo en eso, en una idea, persistente, obsesiva, que te martillea la cabeza y no te permite poder vislumbrar con nitidez cuanto te rodea, es, sin duda, algo peligroso. Las novelas dostoyevskianas están plagadas de personajes de este tipo, siendo su quintaesencia más elaborada, inquietante y perturbadora la del ingeniero Aléksieyi Kirillov de Demonios. Afortunadamente, Arkadii se da pronto cuenta de ese mortal peligro, que puede encerrarlo en un círculo vicioso infernal y autodestructivo. Por eso razona con buen juicio para sí mismo: «… deduje directamente que, teniendo en la cabeza algo fijo, perenne, intenso, que nos ocupa de un modo horrible…, parece que te alejas con eso por completo de todo el mundo en la soledad, y todo cuanto ocurre pasa como de través ante lo principal» (1.ª parte, cap. V, IV). La idea podía consolarlo de la «ignominia», hacerlo diferente, creerse con ella más fuerte, pero, por encima de todo, podía cercenar su contacto con el mundo, con las personas, convertirlo en un esclavo de ella, en un alienado. La «idea» puede desencadenar un desenlace fatal. Por ejemplo, en un conocido de Arkadii, llamado Kraft, quien termina suicidándose por ese motivo, por el dominio que sobre él ejerce una determinada «idea». De forma vaga le relata Arkadii el hecho acaecido a Olia [64], la muchacha de destino trágico a la que se encuentra en el rellano de la escalera donde viven Sonia y Versílov, pues la joven, según tendremos ocasión de narrar concisamente más adelante, se dirige al piso de ambos para saber exactamente las razones por las que Versílov les ha dejado dinero a ella y a su madre, Daria [65] Onisímovna. Mientras suben las escaleras que conducen al departamento, impresionado como está Arkadii por el reciente suicidio de Kraft, le dice a Olia: «Cuando es preciso, el hombre generoso sacrifica hasta la vida; Kraft [al que también conocía muy ligeramente Olia] se ha pegado un tiro; Kraft, por la idea, fíjese usted, un joven, renunció a las ilusiones […] Cuando una idea seduce…, cuando hay una idea… La idea es lo principal; en la idea está todo…» (1.ª parte, cap. IX, I).

El desconocido paradero de la carta que compromete a Versílov en su pleito con los príncipes Sokolskii, conduce a Arkadii a casa de un tal Dergáchov, pues allí espera encontrar, como de hecho así ocurre, a Kraft, que es quien está, por extraños avatares que no vienen al caso, en posesión de ella, y que, de motu proprio, se la entrega a Arkadii. En casa de ese Dergáchov, que es ingeniero, se reúnen algunos jóvenes nihilistas, quienes hablan y hablan sin parar de los asuntos políticos y sociales que les preocupan, terminando Arkadii por terciar en la confusa, incoherente y pintoresca conversación. Las ideas nihilistas que profesan no están, ni mucho menos, puesto que no es ése el propósito del novelista, tan perfiladas y aquilatadas como en Demonios, aunque queda constancia de su ateísmo y se traslucen sus quiméricas aspiraciones por transformar Rusia, librándola de la flagrante injusticia que la oprime. Resulta más que significativo que el impulso decisivo de las ideas nihilistas en Rusia no se haya producido bajo el reinado del zar Nicolás I, un verdadero autócrata que ejerció el poder con energía hasta su muerte en 1855, guiándole «la misma idea de un Estado “reglamentado” y “policial” que a Pedro el Grande» [66], sino bajo el reinado del reformista Alejandro II, asesinado en un atentado minuciosamente preparado por varios miembros del grupo revolucionario Narodnaya volia (Libertad o Voluntad del pueblo) el 1 de marzo de 1881[67]. Alejandro II compartía con su padre los ideales del absolutismo ilustrado, «pero su manera de ser era mucho más suave y tolerante»; además, «había sido educado con un espíritu mucho más humano», gracias a que su preceptor fue el poeta prerromántico ruso Vasili Andréyevich  Zhukovsky (1783-1852) [68].

Uno de esos jóvenes asistentes a la tertulia de Dergáchov—tertulia que ofrece ciertas concomitancias con la que se reúne en torno al jovencísimo Ippolit Teréntiev en El idiota—, y de los más conspicuos, es quien se apellida Tijomírov, que lanza una larga perorata sobre la situación presente de Rusia y su destino, que es al mismo tiempo el destino de la Humanidad toda, pues uno y otro están irremisiblemente unidos para él. La inminente transformación del mundo está vinculada a la fusión de toda la Humanidad, sin distinción de razas ni de pueblos. Y esto es algo inevitable, pues, de lo contrario, la propia «Rusia dejará de existir un día». La misión de los pueblos, y es evidente que se está refiriendo a la de Rusia, es la de emitir ideas a la Humanidad, un material que posteriormente pueda ser aprovechado, porque la vida de los pueblos se extingue, termina agotándose, por muy poderoso que un pueblo sea, cual si se tratase de una ley histórica; ahí está, para demostrarlo, el caso de Roma: «los pueblos, aun los más dotados, viven, por junto, mil quinientos años; a lo más, dos mil años» (1.ª parte, cap. III, III). Repárese en el hecho de que la opinión de Tijomírov, cuya naturaleza está relacionada con la Filosofía de la Historia, tiene, en líneas generales, su fundamento de verdad, sobre todo si sustituimos «pueblos» por «civilizaciones». Muchas de ellas, con una suma de siglos similar o algo superior a la señalada por Tijomírov, han desaparecido por completo de la faz de la Tierra, asunto del que se ocupó extensamente el historiador británico Arnold Joseph Toynbee (1889-1975) en su monumental Study of History, publicado entre 1934 y 1954, y en el que identifica 21 civilizaciones [69]. Una de ellas es la europea, que, conviene recordar, se remonta rigurosamente al siglo VIII, esto es, el tiempo en que los francos carolingios oriundos de Austrasia sustituyeron en el poder a los francos merovingios, proceso magníficamente descrito por el gran historiador belga Henri Pirenne (1862-1935) en su clásico libro Mahoma y Carlomagno, que dejó manuscrito a su muerte, preparando fielmente la edición póstuma [70] su discípulo Fernand Vercauteren, auxiliado por la esposa y por el hijo del historiador, el también historiador Jacques Pirenne. En rigor, pues, la civilización europea cristiana occidental tiene algo más de mil doscientos años.

Estamos autorizados a creer que algunas de las ideas de Tijomírov son las del propio Dostoyevski, tal como podemos leer en las páginas del Diario de un escritor, elaborado entre 1861 y 1881. En la misma Introducción, III, podemos ya leer: «…el carácter ruso se diferencia rotundamente del europeo […] lo que principalmente descuella en él es la capacidad de síntesis, de conciliación de contrarios, de universalidad humana. El ruso […] simpatiza con la Humanidad toda, sin distinción de nacionalidades, sangre ni tierras» [71].

Las ideas de Kraft, otro de los jóvenes que acuden a esas reuniones semiclandestinas, y al que ya nos hemos referido, son ideas propias, originales, pesimistas, ideas que detectan la penosa ausencia de ideas morales en Rusia, sumergida como está en unos «tiempos de la áurea medianía e insensibilidad, pasión por la ignorancia, pereza, incapacidad para los negocios y necesidad de tenerlo todo listo. Nadie piensa; es raro que nadie se asimile una idea». Se desespera, como constata Arkadii, por la suerte de Rusia, por su futuro, por la falta de sensibilidad hacia sus riquezas naturales, sobre todo los bosques, pues, para él, Rusia «es…, es…, la cuestión más esencial que pueda haber» (1.ª parte, cap. IV, I). Todos se dan cuenta del nerviosismo con que ha pronunciado esas palabras. Kraft es un espíritu sensible, incapaz de hacer daño, taciturno, solitario, obsesionado por una idea, y, según hemos señalado, esa idea acabará siendo trágica para él, pues la vida se le ha convertido en un suplicio; de ahí su decisión definitiva: el suicidio pegándose un tiro.

Otro miembro esporádico del grupo es Vasin, hijastro de Stebélkov y amigo de Kraft, que, al igual que éste, es un hombre de indudable integridad moral. Termina enamorándose de Lizaveta Makárovna, con la que es más que probable que acabe iniciando una relación estable y rehaciendo su vida, según insinúa Arkadii en el último capítulo de la novela. Son dignas de mención las palabras que Vasin pronuncia, y que lo definen muy bien, a propósito de unos versos del poema El héroe (The Hero / en ruso: Geroi), escrito en 1830 por Alejandro Puschkin [72], que «encierran un axioma sagrado» para Arkadii: «Probablemente la verdad—le contesta Vasin a un Arkadii que se ha mostrado tan seguro de la verdad que encierran los versos del gran poeta romántico ruso—, como siempre, estará en el medio: es decir, que en un caso será sagrada una verdad, y en otro, una mentira» (1.ª parte, cap. X, I).

En medio del bullicioso diálogo de los jóvenes nihilistas en casa de Dergáchov, afloran como de improviso los sentimientos humanitarios de Arkadii, cuando narra una breve pero conmovedora historia acerca de un general retirado que se muere, completamente abatido y entristecido por la pena, seis meses después de fallecer dos pequeñuelos que tenía (1.ª parte, cap. III, III). Las opiniones siguen caldeando el ambiente; uno de los presentes, por ejemplo, defiende sólo su libertad personal, la de él solo, que es lo único que ocupa el primer plano, evocándonos lejanamente ese egoísmo de los yoes individuales de que habla Max Stirner en El Único y su propiedad (1844). Finalmente, Arkadii estalla. Les expresa, todo trémulo, que, considerando lo que acaba de oír, es muy posible que él tenga ideas mucho más útiles acerca de la Humanidad que todos ellos juntos. Aquejado de un extraño nerviosismo, que se acentúa ante las risitas de los circunstantes, Arkadii les pregunta sobre qué le ofrecen para que se resuelva a seguirles. Lo que ellos pretenden construir, en esa hipotética sociedad futura de la que tanto hablan, es un «cuartel», una prisión: «Ustedes pondrán un cuartel, viviendas comunes, strict nécessaire, ateísmo y comunidad de mujeres sin hijos…; he ahí adonde van a parar ustedes, porque estoy enterado» (1.ª parte, cap. III, V). Estas opiniones de Dostoyevski, muy apresuradas ahora en boca del adolescente, pues ya podrá explayarse sobre ellas a través de Versílov, no son en absoluto nuevas; nos las habíamos encontrado en El idiota, y, sobre todo, en Demonios, lo que corrobora su don profético, cómo se anticipa al Estado totalitario que anegará Rusia con una marea gigantesca e incontenible con la Revolución bolchevique, una de cuyas claves, si no la mayor, está precisamente en ese término, «ateísmo», que pronuncia Arkadii, puesto que estos jóvenes nihilistas rusos, ateos y de altos ideales morales, son los cachorros del bolchevismo, cuya pretensión es sustituir la creencia religiosa en Dios por una religión laicista; peor aún, aunque parezca un oxímoron, por una religión atea, según supo comprender con una lucidez inigualable Nicolás Berdiaev en varios de sus ensayos, especialmente en dos que ya hemos citado aquí: El espíritu de Dostoyevski y El cristianismo y el problema del comunismo. Por eso pudo Dmitri Merejkovski hablar con toda la razón del mundo de Dostoyevski como del auténtico profeta de la revolución rusa, anticipándose en decenios a ella [73].

La denuncia de Arkadii no es óbice para que a veces, muy pocas, manifieste ideas anarquistas, pero en un contexto y con un sentido por completo diferentes de esas ideas verdaderamente inicuas que pululan por la Rusia de la intelligentsia nihilista. Por ejemplo, cuando se le ocurre pensar, cuando los hechos se han precipitado de un modo vertiginoso e incontrolable, en los capítulos finales de la novela, que «la propieté c’est le vol», inequívoca referencia al célebre ensayo, publicado en 1840, ¿Qué es la propiedad?, del teórico y hombre de acción anarquista francés Pierre-Joseph Proudhon, en cuyo primer párrafo responde con contundencia que la propiedad «es el robo» [74] (3.ª parte, cap. VI, II). ¿Y los hechos? Los hechos preocupan extraordinariamente al adolescente, abrumándolo por entero (3.ª parte, cap. IX, III), siendo para él tan importantes como lo eran para el historiador Guizot (1787-1874) [75].

Pero terminemos con esos personajes de vida desordenada que pululan por la novela y con los que Arkadii mantendrá a veces una relación incómoda, tumultuosa, aunque en otras le presten ayuda. Además de Stebélkov, está también Lambert, que había sido compañero de Arkadii en el internado de Touchard. Lambert es un individuo que también se dedica al chantaje y a la extorsión, siendo una suerte de jefecillo de poca monta de un grupo de personajes pintorescos, empezando por la joven francesa con la que comparte habitación y que le sirve de anzuelo para sacar partido a sus sórdidos proyectos: Alphonsine Karlovna. Cuando el adolescente ha conseguido la carta que tanto compromete a Katerina, él mismo se la cose en el forro del bolsillo interior de su chaqueta, a fin de no perderla (1.ª parte, cap. IV, III), pues para él también es un arma que en cualquier momento podrá utilizar contra Katerina si es necesario, aunque en realidad no sabe muy bien por qué se le vienen a las mientes esos malos pensamientos. La verdad es que nunca los pondrá en práctica, y, en el fondo, nunca ha tenido tampoco el más mínimo propósito de hacerlo. Su razonamiento tiene que ver tanto con que Versílov se interese por esa mujer, algo que lo perturba por completo, como por el hechizo que también ella ejerce sobre él, y de ahí se explica ese modo de razonar, como si dijéramos, por despecho, puesto que ella lo trata como lo que todavía es: un joven bisoño. Pero la fatalidad hará que Lambert se atraiga astutamente a Arkadii, ofreciéndole su apartamento después de encontrárselo en un estado de semiinconsciencia en plena calle, donde ha tenido el sueño del que hemos hablado antes. Los días que Arkadii pase en casa de Lambert serán fatales, pues la Karlovna conseguirá, aprovechando en cierta ocasión que se encuentra profundamente dormido, sustituir la carta de marras por un trozo de papel en blanco, a fin de que, cuando él se palpe, sienta el tacto de un papel a través de la tela, y crea ingenuamente que la carta continúa en su poder. Lambert, que no tiene escrúpulos, intentará chantajear a Katerina, logrando que ésta acceda a acudir ante su inmunda presencia (en casa de Tatiana Pávlovna, que es donde convienen en encontrarse), pero ella, sin perder nunca la calma, esa calma aristocrática y majestuosa que la envuelve, no cede. Aunque «visiblemente asustada», acaba escupiéndole en la cara y hace un intento de salir de la estancia. Entonces, Lambert saca un revólver, y es en ese momento cuando intervienen Versílov, que estaba aguardando en el corredor, pues ruinmente, dejándose llevar por el fatídico «doble» que le persigue inmisericorde, se había confabulado con Lambert, sólo para martirizar a esa mujer que lo tiene embrujado, y Arkadii, ocurriendo lo que se dirá después (3.ª parte, cap. XII, V). Sólo anticipar que la carta será recuperada y por fin destruida.

Entre los restantes compinches de Lambert está también Nikolai Semíonovich Andréyev, un individuo larguirucho, violento, grasiento y sucio que acaba pegándose un tiro; Semión Sidórovich, con la cara picada de viruelas, y un amigo de Andréyev, llamado Pétia [diminutivo de Piotr, o sea, Pedro] Trischátov, un joven de mediana estatura, atildado y guapo, que acabará volviendo por el buen camino, tratando así de enmendar su dudoso comportamiento anterior; prueba de ello es cómo hace todo lo posible por ayudar al final a Arkadii, una vez que éste se percata de que ha perdido la epístola que llevaba cosida, auxilio cuyo fin no es otro que evitar la inminente catástrofe. Pero lo verdaderamente emotivo, lo que constata de manera fehaciente la sensibilidad y los buenos sentimientos de Trischátov, es el encendido y maravilloso elogio que le hace confidencialmente a Arkadii (pues a pesar de la barahúnda de camaradas que les rodea, es como si estuviesen completamente solos, confesándose el uno al otro), en un restaurante de la Mórskaya («Calle del mar»), cerca del río Neva, de un delicadísimo pasaje de La tienda de antigüedades de Charles Dickens [76] , un novelista, como es bien sabido, muy querido de Dostoyevski. Lo relevante es cómo ese pasaje ha calado en el alma de Trischátov, que no acierta, piensa él, a expresar con precisión lo que quiere transmitirle a su reciente conocido, pero que ¡claro que acierta!, ¡y de qué modo!, con esa técnica narrativa tan dostoyevskiana de los puntos suspensivos, de la insinuación, del hablar entrecortado y nervioso, propio de personalidades patológicas, enfermizas, hipersensibles. La novela de Dickens la había leído Arkadii, y por eso se sorprende aún más del morboso interés de Trischátov en ponderarla, porque él no recuerda haber encontrado en ella nada de particular. Es entonces cuando Pétia le responde, haciendo un supremo esfuerzo por condensarle lo que él considera más esencial: «… ¿Recuerda usted aquel paso, al final, en que ellos…, aquel viejo chiflado y aquella chica encantadora de trece años, su nieta, después de su fuga y correría fantástica vienen a encontrarse, finalmente, no sé dónde al cabo de Inglaterra, junto a no sé qué catedral gótica de la Edad Media, y a la muchacha le dan allí un empleo para que enseñe el templo a los visitantes?... Y de pronto va y se pone el sol, y la muchacha en el pórtico de la catedral, toda bañada en sus últimos rayos, en pie, contempla el ocaso con pensativo, manso arrobo en su alma infantil, en su alma maravillada, cual si tuviese delante algún enigma, porque esto y lo otro vienen a ser enigmas…: el sol, como idea de Dios, y la catedral, como idea humana…, ¿no es verdad? ¡Oh, yo no acierto a expresarlo, pero Dios sólo gusta de esos primeros pensamientos de los niños… Y de pronto, junto a ella, en la escalinata, el vejete chiflado, su abuelo, se queda mirándola con los ojos fijos… Mire usted: no tiene nada de particular ese cuadro de Dickens, absolutamente nada, pero en toda la vida no lo olvida usted, y ha quedado en la memoria de toda Europa… ¿Por qué? ¡Porque eso es sublime! ¡Ésa es la inocencia!» (3.ª parte, cap. V, III). Por mucho que uno busque, hay muy pocos ejemplos en toda la obra de Dostoyevski en los que se asista a tan vehemente encomio de la obra de otro escritor (sólo se me ocurren ahora los nombres de Cervantes, de Puschkin y de Shakespeare, aunque sé que hay otros); más precisamente, de un determinado pasaje, un trozo que demuestra la perspicacia y hondura de Dostoyevski en captar lo esencial, lo fundamental de lo que leía, pues en esas líneas que resume Trischátov está todo Dickens, el espíritu entero del genial escritor inglés. Ni el propio Joris-Karl Huysmans, después de su conversión al catolicismo, hubiese sido capaz de decir tanto del sobrenatural misterio de una catedral gótica en tan pocas palabras, y eso que su novela La Cathédrale, de 1898, es probablemente el epítome más acabado que se haya hecho en la literatura del significado simbólico y espiritual [77] de esa Jerusalén celeste que es la fábrica catedralicia de Chartres, con su luz, no natural, sino sobrenatural [78], gracias a ese prodigioso filtro que son las vidrieras, creando una interpenetración de espacios entre las naves fluida, enigmática, armónica y trascendente. Decía que ni el propio Huysmans es capaz de tan soberbia condensación, pero ésta corresponde, en realidad, a Dostoyevski, y la clave se encuentra en que toda esa emoción, en que todo ese «cuadro» indescriptible, todo ese sentimiento pleno de sublimidad que experimenta la doncella ante la obra divina y la obra humana, es sinónimo de inocencia; ésa es la inocencia para Dostoyevski, ciertamente un misterio, otro misterio más que sólo puede desvelar el espíritu del hombre que se convierte en un niño, porque inocencia equivale a pureza, a limpieza de alma, a blancura de corazón, como esos blanquísimos trapos tendidos que aparecen en la primera escena de Ordet (1955), que nos anuncian ya el limpio corazón de Johannes y la inocencia de su pequeña sobrina, la única que cree de verdad, pero con una fe infinitamente sencilla, que su tío, al que todos tienen por loco por creerse Jesús de Nazaret, puede resucitar a su madre, la candorosa Inger que acaba de morir después de un parto en el que la criatura también ha nacido muerta; y, en efecto, precisamente porque Maren tiene fe en la Palabra (eso es lo que significa «Ordet»: «la Palabra») de su tío, una fe que proviene, naturalmente, de su inocencia, su tío atenderá a su ruego y resucitará a su madre, el único milagro auténtico de toda la historia del cine, el único que no se contamina de ridículo o de esperpento, pues hasta los no creyentes sienten que ahí ha ocurrido algo inexplicable para la razón, pero que ha ocurrido no puede ponerse en duda [79]. Tampoco es una casualidad que el realizador, el danés Carl Theodor Dreyer, fuese un voraz lector de Kierkegaard, como lo es Johannes en la obra teatral de Kaj Munk que sirve de base al film.

Esta reflexión sobre la inocencia nos lleva directamente a uno de los soliloquios más penetrantes del adolescente: el significado que para él tiene la risa, un significado sobre el que piensa después de haber contemplado una sonrisa queda y casi imperceptible en el semblante de Makar Ivánovich, a quien de improviso ha descubierto, después de varios días sin advertirlo, compartiendo el cuarto contiguo al suyo en casa de Sofía Andréyevna. Del modo como se ríe un hombre, podemos deducir los más oscuros secretos de su alma. No digo aquí nada nuevo si confieso que los dos autores de toda la historia de la literatura del mundo que siempre me han provocado una risa más espontánea, menos artificial, más sana, más liberadora, son Cervantes y Dostoyevski. Es una risa tan auténtica, que basta para medir su intensidad el hecho de encontrarse uno solo, en la más estricta intimidad, leyendo el Quijote o alguna de las grandes novelas de Dostoyevski; de pronto, estalla uno en una sonora carcajada, prolongada, franca, que se resiste a abandonarte, porque, cada vez que te acuerdas del pasaje en cuestión, la risa vuelve impetuosa, inocente, como un viento fresco y lozano que todo lo limpia, que todo lo vuelve prístino, originario. Y lo más increíble en el caso de Dostoyevski es que esa risa se apodera de nosotros, de manera completamente inesperada, incluso pocas líneas o párrafos después de haber leído un suceso muy trágico, o un pensamiento desolador; no obstante, el genio, y en pocas capacidades se advierte más la auténtica genialidad, nos sorprende de improviso con una situación absolutamente divertida, reparadora, como si se tratase de un bálsamo que lubrificase la represión escondida que lleva uno dentro de sí y la dejase correr, liberada, por los espacios infinitos de su alma; y más nos sorprende todavía que esas situaciones que nos apremian a esa risa incontenible, esa que produce un indefinible dolor en el vientre, son situaciones en las que el personaje objeto de nuestra hilaridad ha sufrido una desgracia; es decir, la desgracia o torpeza ajena nos produce un efecto cómico, como cuando alguien va a sentarse en una silla, y, literalmente, sin apercibirse de su movimiento maquinal e involuntario, da con su trasero en el suelo: el efecto instantáneo, si no se ha hecho ningún daño físico, es una risa tremenda, que indigna, claro está, al sujeto motivo de la misma, pero que no podemos evitar; a veces, hasta tenemos que abandonar un determinado lugar o dejar de estar delante de cierto individuo conocido o que acabamos de conocer, porque la risa que nos produce su cómico semblante, o que nos provoca uno de esos percances ajenos sin consecuencias, hace que se nos empañen los ojos de lágrimas y que se apodere de nosotros una risa nerviosa, que fluye como una corriente de agua caudalosa y que no podemos domeñar. Dostoyevski es un verdadero maestro para provocar en nosotros ese movimiento de la boca, circunstancia que también pone de relieve la paradoja, no ya de su biografía existencial como hombre y como escritor, sino, asimismo, la de los personajes que pueblan los miles de páginas de su inagotable imaginación.

El filósofo vitalista y espiritualista francés Henri Bergson se ocupó de la risa en un breve ensayo de 1900, La rire, que agrupaba tres artículos publicados en la Revue de Paris. En él nos dice que la risa no existe fuera del ámbito humano; que un síntoma de la risa es «la insensibilidad»; que «lo cómico sólo puede producirse cuando recae en una superficie espiritual y tranquila» y que «su mayor enemigo es la emoción»; que lo cómico «exige como una anestesia momentánea del corazón», dirigiéndose «a la inteligencia pura»; y, por último, que «no saborearíamos lo cómico si nos sintiésemos aislados», pues «la risa necesita un eco». Más adelante, precisa: «Es cómico todo incidente que atrae nuestra atención sobre la parte física de una persona cuando nos ocupábamos de su aspecto moral» [80] . Bergson se detiene en numerosos ejemplos extraídos de diversas obras literarias, siendo el autor más veces citado Molière, aunque el ejemplo máximo es para él sin duda alguna Cervantes: «Una distracción sistemática como la de Don Quijote es lo más cómico que se puede imaginar en el mundo: es lo cómico mismo, tomado lo más cerca posible de su fuente» [81].

La risa, piensa para sí el adolescente con una precisión de profundo y atento psicólogo impropia de su edad, nos permite detectar tanto un alma ruin como otra noble y sincera: «Pienso que cuando ríe el hombre, las más de las veces resulta desagradable mirarlo [82]. Es lo más frecuente que en la risa de la gente se trasluzca algo ruin, algo que rebaja al que ríe, aunque el propio riente no se percate en absoluto de la impresión que produce […] La risa necesita, ante todo, de sinceridad, ¿y dónde anda entre los hombres la sinceridad? La risa sincera y sin malicia es… alegría, ¿y saben los hombres alegrarse? […] Hay caracteres que no comprendemos; pero que se ría el hombre con sinceridad alguna vez, y todo su carácter se nos revelará como en la palma de la mano […] Cuando el hombre ríe bien… quiere decir que es bueno el hombre […] Pero comprendo, sí, que la risa es la prueba más segura del alma. Mirad a un niño; sólo los niños saben reírse absolutamente bien…, por lo que resultan tan encantadores. El niño que llora es para mí repelente [83]; pero el que ríe y está alegre es un rayo de luz del Paraíso, es… la revelación del futuro, en que el hombre será, finalmente, tan puro e ingenuo como los niños [84]» (3.ª parte, cap. I, III).

Hay un encuentro entre Arkadii y Katerina (1.ª parte, cap. VIII, III) que resultó ser muy fugaz y desafortunado, por la equivocada impresión que pudo causar en ella su inesperada y furtiva aparición. Él había acudido, sin ningún propósito fijo, a casa de Tatiana Pávlovna, pero, al no encontrarla, decidió esperar. Estando en ello, oyó al rato que entraba Tatiana acompañada de otra mujer, cuya voz ya conocía por haberla oído en casa del príncipe Nicolai; se trataba de Katerina Nikoláyevna. Irreflexivamente, decidió esconderse, lo que motivó que escuchase involuntariamente una conversación entre ambas mujeres en torno a la carta de marras. De pronto, al oír que Kraft se había pegado un tiro, salió de improviso de su escondite preguntando si era verdad lo que acababa de escuchar. Tatiana encolerizóse por tan imprevista presencia, y Katerina no acertó a hacerse una idea precisa de qué había originado el modo de proceder del impulsivo joven. Todo ocurrió muy deprisa, y él no pudo tampoco, o no atinó, a explicar la razón de por qué estaba escuchando—sin haberlo pretendido premeditadamente—escondido detrás de unos cortinajes.

Uno de los principales leitmotiv de la narración es precisamente el supremo interés de Arkadii por descifrar lo que Versílov siente por Katerina Nikoláyevna, pues intuye algo oscuro, irracional, extremadamente pasional en esa relación tan inquietante y perturbadora. En uno de sus encuentros con su padre, se arma de valor y tiene la osadía, además de la franqueza, de rogarle que no hablen de ella, lo cual puede parecer contradictorio con su íntima curiosidad y sus interminables pesquisas. Pero eso lo dice Arkadii por pudor. La sola idea de que Versílov pueda amar a esa mujer, es una tremenda ofensa para él, pues supondría una infidelidad para con su madre Sofía Andréyevna. Durante toda la conversación se advierte el nerviosismo y la agitación del joven, mientras que Versílov mantiene la calma y la compostura, empleando diminutivos cariñosos y enternecedores con su hijo. De hecho, no está mintiéndole. Lo que ocurre es que Versílov, que ama tiernamente y de verdad a Sonia, siente al mismo tiempo una irreprimible atracción por Katerina, de la que él es plenamente consciente y quisiera poder superar. Esta es una faceta más de su desdoblamiento. En un momento del diálogo, le dice Arkadii: «…ese tema, entre nosotros, sería indecoroso […] estos últimos días, más de una vez me dije: “¿Qué sería si usted amase, aunque sólo fuese un poquito, a esa mujer, aunque sólo fuese un minuto?” […] ¡Oh! […] de su recíproca hostilidad y de su aversión, por decirlo así, recíproca, de uno para el otro, de todo eso estoy enterado». La respuesta de Versílov no se la espera el adolescente: «Pero esa mujer, ¿no figurará también en la lista de tus recientes amigas?»  A Arkadii le temblaba la voz, pero estaba decidido a no amilanarse: «… esa mujer es lo que antes decía usted en casa de ese príncipe [se refiere Arkadii a lo que había dicho Versílov en casa del príncipe Seríocha en el cap. II de la 2.ª parte] respecto a la vida viva…, ¿recuerda? Decía usted que esa vida viva es algo hasta tal punto franco y sencillo; hasta tal punto se nos muestra diáfana, que precisamente por esa franqueza y claridad resulta imposible creer que sea eso, y no otra cosa, lo que toda la vida con tanto afán vamos buscando… Bueno, pues con ese criterio se encontró usted una mujer…, el ideal en su perfección, y en el ideal reconoció usted…, todos los vicios. Para que se vea lo que es usted». Versílov le responde como si fuesen dos auténticos cómplices, dos confidentes que comparten un secreto, y su respuesta está llena de suavidad, de afectuosidad, de una voz «acariciante», resplandeciendo su rostro, como «involuntariamente» irradiaba también el de Arkadii, que se resuelve a contestarle: «… ¡Mire usted, palomito, querido papá mío (usted me permitirá le llame papá): no sólo entre padre e hijo, sino con nadie es posible hablar de las relaciones con una mujer, ¡incluso la más pura! ¡Es más, cuanto más honradas sean tanto más hay que guardar el secreto! ¡Revelar eso es una villanía!» (2.ª parte, cap. V, II).

Es esa enigmática atracción de Versílov por Katerina, la que provoca que en ocasiones diga el adolescente cosas incoherentes, que en el fondo no siente, sobre las mujeres, como cuando le confiesa a Lambert: «Amar, amar con pasión, con toda la generosidad de que es capaz el hombre y nunca serán capaces las mujeres…» (3.ª parte, cap. VI, I).

  

III

El eje vertebrador de todo el relato son las tensas relaciones de Arkadii con su padre, que, a medida que vaya avanzando la narración, irán paulatinamente trocándose en admiración profunda del hijo, que no dejará de sorprenderse de las imprevisibles, desconcertantes y paradójicas actuaciones de Versílov. Cuando Arkadii comienza a escribir lo que él mismo llama «esta historia de mis primeros pasos por la carrera de la vida», tiene veinte años, es decir, que todavía es muy joven, siendo su inexperiencia la que autorice plenamente a que el escritor le haya dado ese título a su novela. Por un momento el lector puede confundirlo con Rodion Románovich Raskólnikov, el inmortal estudiante de Crimen y castigo, pero muy pronto reparamos en que no, que entre el «imponente» señor Raskólnikov, como lo calificase una vez Cansinos Asséns, y Arkadii, hay enormes distancias intelectuales y espirituales. Arkadii no es un alma tortuosa, ni es capaz de llegar a convertirse en un criminal. Tampoco se cree un superhombre, por encima del bien y del mal. Lo que sí le caracteriza es su rebeldía juvenil; ese malhumor que le persigue cual si fuese su sombra cuando está en casa de su sumisa y abnegada madre; su pizca de vanidad y de soberbia; creerse que puede comerse el mundo y convertirse en un nuevo Rothschild [41], hasta el punto de hacer un meticuloso aunque fantástico plan de ahorro, que consistirá en no gastar prácticamente nada y comenzar una lenta pero inflexible acumulación de capital; el rencor y la hostilidad que parece mostrar contra todo y contra todos; el que se crea un hombre hecho y derecho, con las ideas claras y un proyecto decidido de vida. Lo que él quiere es independencia, liberarse de la que considera ignominiosa ligadura económica con su familia, especialmente con su madre, un hecho que le avergüenza, pero también con quien ya barrunta que es su padre. Independizarse no sólo por ansias de libertad y de llevar una vida autónoma, sino por no continuar viendo sufrir en silencio a su madre, a la que adora, aunque no se lo demuestre, pues su comportamiento distante y áspero para con ella semeja indicar lo contrario. Aunque, con quien de verdad está enfurecido Arkadii es consigo mismo, pues ¿cómo sigue permitiendo, a su edad, que Versílov trate de esa manera a su madre, anulándola, minusvalorándola, empequeñeciéndola, cuando ella lo ha sacrificado todo, lo ha entregado todo por él, hasta su propia dignidad y su propia decencia? Pero, claro, como irá evidenciando el lector, esta es la primeriza y precipitada impresión de Arkadii, que tendrá que ir descubriendo poco a poco quién es él, quién es en realidad Versílov y cuáles son sus verdaderos sentimientos para con su compañera y los hijos que con ella ha tenido, cómo es su madre, cómo se ha conducido respecto a él, a Arkadii, en el pasado, y qué misteriosa relación mantiene exactamente con ese hombre, cómo son sus hermanos, es decir, su hermana de padre y madre y sus otros dos hermanos, un joven fatuo y una hermosa muchacha, que lo son sólo de padre; en fin, cómo es el mundo y la multiplicidad de personas que le rodean.

En más de un sentido El adolescente es una novela de aprendizaje, eso que los alemanes llaman Bildungsroman, y cuyo máximo exponente sería el Wilhem Meister de Goethe, iniciada en 1777 y finalizada en 1796. Pero Los años de aprendizaje de Guillermo Meister, como ha sabido ver muy bien José María Valverde, es una «novela pedagógica», esto es, no una «novela en el sentido normal de la palabra», pues en ella se nos revela «el mundo de ideas y las actitudes de Goethe, puesto ante la vida para “formarse” y a su vez ordenar luego la vida con la práctica beneficente basada en su experiencia»; de ahí que el libro del egregio olímpico alemán no pretenda ponernos en contacto con la realidad misma de la vida, sino diseccionar ésta como un científico, «en el sentido dieciochesco, como un naturalista del espíritu y de la educación» [42]. Aunque en más de un aspecto El adolescente es una novela de iniciación, puesto que nos está contando en primera persona un arduo y accidentado itinerario espiritual y vital, aquí no asistimos a un «experimento» científico, a una disección quirúrgica ilustrada, de la que, por cierto, don Miguel de Unamuno ironizaría en su novela Amor y pedagogía, de 1902, sino al encuentro consigo mismo del sujeto humano individual, al hallazgo de su verdadero ser, y para ello no tiene que trasladarse a ningún otro lugar fuera de la ciudad donde vive, sino que lo que tiene que hacer es ir escuchando atentamente las llamadas de su propia conciencia, el imborrable cincelado de ese sentido ético que ha sido puesto en el hombre desde su mismo nacimiento [43], así como prestar atención al comportamiento de los otros, tratando de penetrar en sus almas, en su más recóndita intimidad, especialmente en la de ese hombre que le obsesiona, que odia y ama a un tiempo, que admira y desprecia: Versílov. El adolescente de Dostoyevski, frente a los intereses de Goethe, tiene, en cambio, muchos puntos de contacto con lo que después hará don Miguel de Unamuno en sus novelas, o en sus nivolas, que, como él mismo dijo, era una forma de referirse a las primeras en un momento de mal humor. Lo dijo en el prólogo-epílogo a la segunda edición de Amor y pedagogía, en 1934, menos de dos años antes de morir. Decía en ese lugar el insustituible Rector de la Universidad de Salamanca que esas novelas suyas eran «relatos dramáticos acezantes, de realidades íntimas, entrañadas, sin bambalinas ni realismos en que suele faltar la verdadera, la eterna realidad, la realidad de la personalidad. Y he seguido desarrollando con más sosiego acaso, pero no con menos dolor, las visiones de estas “profundas cavernas del sentido”, que dijo San Juan de la Cruz» [44]. En efecto, la realidad eterna y verdadera es la realidad personal e intransferible de cada individuo de carne y hueso; ésa es la que le interesa desvelar a Dostoyevski, del mismo modo que acercarse también a esas «profundas cavernas del sentido» [45] de las que hablaba el inefable místico abulense, «sentido» de lo trascendente y de lo divino, claro está. Antes que Unamuno, lleva a cabo Dostoyevski una búsqueda de Dios en sus obras, una búsqueda que le conduce directamente al interior del hombre, que no es otro a su vez que el fondo de él mismo, del hombre Dostoyevski, pues es en lo más escondido de todo ser humano donde se halla Dios, como supo ver muy bien, a propósito de nuestro escritor, el pensador ruso Nicolás Berdiaev [46].

Arkadii Makárovich Dolgorukii, el adolescente, es hijo de Andrei Petróvich Versílov y de Sofía Andréyevna, aunque su padre ante la ley es Makar [Macario] Ivánovich Dolgorukii. Éste último es un siervo emancipado, que se ha dedicado a labores de jardinero, cuyo antiguo señor era Versílov. Antes de morir el padre de Sofía, en su lecho de muerte, «un cuarto de hora antes de exhalar el último suspiro», hízole a Makar la solemne petición de que la criase, pues había muerto ya la madre de la mozuela, y la tomase posteriormente por esposa. Seis años después, cuando Sofía había cumplido los dieciocho, Makar, que era ya cincuentón, manifestó su propósito de casarse con la hermosa joven, cumpliendo así el deseo del padre de la muchacha. Pero Arkadii, en ese primer capítulo en donde clarifica sus orígenes, advierte sobre la causa real de la decisión finalmente tomada por Makar: pudo ser por «cumplir con un deber», o por tener una «gran satisfacción», o «que lo hiciera en una disposición de ánimo del todo indiferente». En cualquier caso, una vez casados, trató siempre a Sofía con extrema delicadeza y cariño, cual si fuese su propia hija, siendo difícil precisar si se consumó o no el matrimonio. Desde la muerte del padre de Sofía, quien la había tenido siempre a su lado era Tatiana Pávlovna  Prútkova, un singular personaje de la novela, que pronto se hace querer del lector, a pesar de su ocasional carácter desabrido, tía de Versílov (aunque este parentesco no se dilucida con certeza en ningún momento del relato), que tenía tierras colindantes con las de Andrei Petróvich, y que siempre defendió, antes de su instalación en Petersburgo, haciendo las veces de administradora, los intereses de Versílov. Más adelante, Arkadii insinuará que Tatiana está secreta e íntimamente enamorada de Andrei Petróvich, pero que jamás lo admitiría ni ofrecería la más mínima señal de ello. Así es, en efecto, según irá descubriendo el lector, pues esta refunfuñona y mandona Tatiana Pávlovna quiere con locura a Sofía, consolándola solícita ante el extraño y anticonvencional comportamiento de Versílov, y no digamos a Arkadii, al que regaña constantemente e increpa, echándole en cara su falta de madurez, su vida de parásito y su desidia para asumir las responsabilidades que ya le corresponden, pero al que, sin embargo, quiere en el fondo de su corazón como si fuese hijo suyo, quién sabe si porque lo es de Versílov.

A los seis meses justos de celebrada la boda entre Makar y Sofía Andréyevna, presentóse el amo en la propiedad, seduce a la muchacha y se la lleva a vivir con él en la capital imperial. El bueno de Makar, que, como tendremos ocasión de comprobar, representa en esta novela la bondad profunda, el amor desinteresado, la santidad rusa, recibe el duro golpe sin rechistar. Él ama a Sonia [47], pero no quiere violentar la voluntad de la joven; por otro lado, comprende el atractivo que Versílov puede ejercer en ella: es más joven que él, apuesto, culto, refinado y elegante. En el momento en que Arkadii está redactando su Memoria autobiográfica, es decir, con veinte años, su madre tiene cuarenta y su padre cuarenta y siete. Eso significa que Sonia se convirtió en madre de Arkadii con veinte años, mientras que su hacendado amante tenía alrededor de veintisiete.

No es el propósito de este ensayo extenderse injustificadamente en el perfil psicológico y espiritual de los personajes de la novela, pues su interés, como deja patente su título es otro; no obstante, para comprender el comportamiento y las ideas de Versílov, resulta imprescindible proporcionar ciertos datos acerca de las personas que le rodean. Este es el caso, en primer lugar, de Sofía [48] Andréyevna. Sabía escribir con dificultad. Tatiana le había enseñado «a coser, cortar un traje, emplear modales señoriles y hasta leer un poco». Una de las principales quejas de Arkadii, el mayor reproche que le hace a su madre, es que apenas ha estado con ella, tan sólo desde un año antes de los hechos que se narran. Por comodidad de Versílov, estuvo siempre en manos extrañas. Arkadii cree que su madre, por la época en que fue seducida por su padre, no era tan guapa, pero la verdad es que había sido una mujer muy hermosa, aunque de mejillas chupadas. Aún le desconcierta más lo que una vez le confesó Versílov, con ese «aire de mundana indolencia» que a veces se permitía con el muchacho: «que mi madre era una de esas criaturas tan desvalidas, que no es que te enamores—nada de eso, todo lo contrario—, sino que de pronto, sin saber por qué, te apiadas de ellas, por su mansedumbre o vaya usted a saber por qué» (1.ª parte, cap. I). Él mismo reconocerá atormentar a su madre y admitirá en sus pensamientos que, aunque la quiera, aunque siempre la quiso, «pasaba eso que suele pasar: a quien más quieres es a quien primero ofendes» (3.ª parte, cap. I, I). Pero las dudas de Arkadii se acumulan: ¿cómo es posible que su madre, instruida en la fidelidad marital, respetando tan sinceramente a Makar Ivánovich, haya podido abandonarlo de esa manera, cual si fuese una corrompida cualquiera? En el capítulo nueve de la segunda parte, cerca del bulevar petersburguense de la Guardia Montada, se queda Arkadii dormido, acurrucado entre un portalón y un muro de una solitaria travesía, y, mientras permanece en ese estado, tiene un extraño sueño muy revelador respecto de sus sentimientos para con su madre. El sueño se retrotrae a la época en que Arkadii estaba interno en la pensión Touchard, y acude su madre a visitarlo. Ella, con todo el cariño del mundo, le ha llevado un paquetito con comida, pero su «raído trajecito oscuro; sus manos, bastante ordinarias, casi de obrera; sus zapatos, enteramente bastos, y su cara, muy enflaquecida» provocan la vergüenza del hijo ante sus compañeros de internado, acentuada por el apocamiento, por la timidez, por los balbuceos y por el aspecto general de sometimiento, de sumisión, de Sofía. Con lágrimas en los ojos y con una «profunda reverencia» de despedida, la madre implora a los dueños del internado que protejan a su hijo, que no lo abandonen, pues se trata de un «huérfano». Al irse, él la acompaña, pero siente clavados los ojos fisgones de sus camaradas. La madre se despide con ese tipo de bendiciones tan características de las creyentes y sencillas gentes del pueblo ruso. Cuando ya iba a dejarlo, sin dejar de repetir la expresión «¡Palomito mío!», le entrega «un pañuelo azul, a cuadros, con los picos muy atados», conteniendo «cuatro monedas de dos grívenes» [49], seguramente ahorrados con el mayor esfuerzo. Aunque Arkadii le reitera que está bien atendido, ella insiste en que se las quede. Después, volvió a despedirse de su hijo, lo santiguó, «balbució una como plegaria», y, algo que impresionó extraordinariamente al muchacho, le hizo una reverencia como a los mismos dueños del colegio. Exactamente igual. Seis meses después, todavía inmerso en el ilógico fluir temporal de su sueño, «descubre» las monedas, y se vuelve a acordar de su madre, deseando tenerla a su lado, a pesar de haberse avergonzado de ella ante todos.

Si analizamos el sueño de Arkadii, resulta evidente la ausencia de cariño del chico, de afecto maternal, y, por supuesto, también paterno. No es que Sofía no lo quiera, pero está muy lejos físicamente de él, y el chico se siente huérfano. Adviértase, además, el sentimiento de culpabilidad de la madre, que sabe que no se está portando de manera correcta con su hijo, pues no le está dando lo más importante para él en esa edad: su cariño. Pero se conduce así tanto por no desobedecer a Versílov como porque su hijo reciba la instrucción de la que ella carece. Cuando Arkadii alberga dudas acerca de si su madre lo visitaba en el pueblo donde se crió hasta los seis o siete años, ella le responde sin ambages que sí, que claro que estuvo allí visitándolo tres veces: cuando tenía «apenas un añito», cuando ya había «cumplido cuatro» y cuando «ya estabas en los seis» (1.ª parte, cap. VI, III). Entre las pruebas más concluyentes del amor que siente Sofía por su hijo, un amor puro y lleno de gratuidad, está la respuesta que le da a Arkadii al decir éste que «el amor es necesario merecerlo»: «Pues mientras haces por merecerlo, aquí me tienes a mí, que te quiero por nada» (2.ª parte, cap. V, I). Uno de los comentaristas que con mayor hondura se han acercado a este personaje tan vulnerable de Sofía Andréyevna es el gran teólogo Romano Guardini, quien vislumbró con ajustada veracidad que la posición de Sofía en el mundo está determinada «por la situación en que se encuentra con respecto» a su esposo legítimo, Makar Dolgorukii, y con respecto a Versílov [50] . Su azoramiento, su permanente inquietud, son descritas magistralmente por el hijo, como nos recuerda Guardini: «Se puso toda encarnada. Decididamente, su cara resultaba muy atrayente… Tenía un semblante ingenuo, pero no simplote; un poco pálido, exangüe […] Me placía también que en su rostro no hubiese nada de triste ni de inquieto, pues, por el contrario, su expresión habría sido hasta alegre de no haberle entrado con frecuencia aquellos sustos, a veces sin motivo, azorándose y saltando de su asiento, a menudo sin razón, o escuchando inquieta las palabras de cualquiera que sonasen a novedad, en tanto no le aseguraban que todo iba bien, como antes. Todo bien…, eso precisamente significaba para ella que todo iba como antes. ¡Con tal que nada cambiase, que no sobreviniese nada nuevo, aunque fuese para dicha!...» (1.ª parte, cap. VI, I). Pero también son muy precisas las palabras de Versílov sobre su compañera, dirigidas a su hijo: «Mansedumbre, sumisión, timidez y, al mismo tiempo, energía, verdadera energía, ésas son las características de tu madre. Advierte que es la mejor de cuantas mujeres conocí en este mundo. Y de que atesora energía…, de eso puedo yo dar fe. He visto, incluso, cómo esa energía la sustentaba. En tratándose, no diré de convicciones…, convicciones verdaderas no puede tenerlas, pero sí de lo que por convicciones tiene y considera hasta sagrado, es incluso capaz de soportar tormentos» (1.ª parte, cap. VII, II). Cuando Versílov hace ante su hijo uno de sus particulares elogios del pueblo ruso sencillo, está pensando en Sofía Andréyevna, esta mujer aparentemente sumisa, resignada, callada, asustadiza, pero que «a veces también habla, sólo que habla de un modo que te admiras […] te sale con las objeciones más inesperadas […] tiene, a su modo, talento, y hasta muchísimo talento» (1.ª parte, cap. VII, II). Por eso dice Romano Guardini del personaje de Sofía Andréyevna que en él «sentimos la fuerza, la callada y profunda energía» 51. Siempre le guardará reverencia y hondo respeto a su legítimo esposo, que adquirirá ante sus ojos una imagen de «dimensiones misteriosas de santidad», mientras que ella misma siente por lo que ha hecho, por haberlo abandonado por Versílov, una especie de «santa culpa» [52]. Guardini insiste en la complejidad de la personalidad de este personaje femenino, de quien no puede decirse que partan iniciativas en su vida, «sino que padece las de las demás. Pero hay tal entrega de sí misma en esa actitud, tanta sencillez, tanta energía y tanta profundidad de sentimiento, que Sonia se eleva calladamente a una esfera superior […]; gracias a la limpia energía de su carácter, reduce la totalidad de su existencia a unas pocas realidades relacionadas con el acontecimiento fundamental de su vida»: que Versílov haya reparado en ella. «Para ella—continúa Guardini—, destino, culpa y necesidad parecen por modo extraño constituir una misma cosa. No parece arrepentirse de nada, pero conoce su culpa y se condena con sinceridad». Su destino con Versílov es como un fatum. Sabe que su comportamiento contradice los principios morales de la religión cristiana en la que tan lealmente cree, pero no se ve con fuerzas para actuar de otro modo. Gracias a la conducta de su santo esposo, Sonia lo «eleva todo, y aun a ella misma, a una esfera religiosa». Es plenamente consciente de su pecado, pero, sin embargo, «siente cerca de sí la mano de Dios». Su fe en Cristo es muy profunda. En cierta ocasión, después de rogarle a Arkadii que dejase la ruleta, y como éste hiciese un verdadero propósito de enmienda, añadiendo que quería «mucho a Cristo», le contestó sonriéndole: «Cristo, Arkascha [53], todo lo perdona, y perdonará tu blasfemia [se refiere a unas palabras pronunciadas por Arkadii días antes]. Cristo es… padre; Cristo no necesita nada, e iluminará hasta la más densa tiniebla» (2.ª parte, cap. V, I). Puede resultar paradójico, y de hecho lo es, pero lo cierto es que la conciencia que Sonia tiene del pecado no la aparta de su improcedente conducta. Pero, como observa tan afiladamente Romano Guardini, en ello consiste su extraña y aparentemente incomprensible «piedad religiosa», en permanecer en un «doloroso» destino del que no puede apartarse, no puede evadirse, como si estuviese atrapada en la inextricable maraña de un mundo que la supera y la desborda: «El padecer lo insoluble e incomprensible de su situación parece constituir la condición propia de la vida de Sonia». El sentido de la existencia de Sonia es el padecimiento. Por eso, con impecable razonamiento de creyente, afirma Guardini que «nunca se podrá elaborar sobre esto una teoría, un pensamiento conceptual». Por fortuna para la preservación de la libertad del hombre, éste es un territorio en el que no tienen cabida los discursos lógicos, los argumentos de la razón discursiva. Sonia, «en su voluntad de salvarse nunca pretendería desmentir el claro juicio: “No está bien que permanezcas con Versílov”, pues el que esa afirmación quede intacta es la condición de su vida» [54].

Por las indicaciones que nos proporciona de forma desperdigada el novelista, deducimos que cuando Versílov seduce a Sonia tiene unos veinticinco años, y no hace apenas nada que ha enviudado de la Fanariótova, de la que ha tenido dos hijos, Andrei Andréyevich y Anna Andréyevna Versílovna. El primero es un joven altivo y presuntuoso. Pero Anna, que tiene tres años más que su hermano de padre, es una hermosa joven cuya presencia se acentúa y engrandece a medida que avanza la novela. El escritor se detiene morosamente en ella en el cap. III, II de la 2.ª parte. El viejo príncipe Nicolai Ivánovich Sokolskii, en cuya casa encontrará empleo Arkadii, es un buen hombre entre cuyas manías está la de empecinarse en casar bien a todo el que conoce y le es simpático, no escatimando sumas importantes de dinero para tan extravagante fin. Precisamente, entre esas uniones con las que se complace, está la que ha concebido entre Anna, a quien ha conocido Arkadii en casa de su riquísimo protector, y el atormentado príncipe Serguieyi Petróvich Sokolskii (Seríocha), perteneciente a la familia con la que pleitea Versílov. Éste le confiesa al adolescente que su hermana tiene el suficiente talento como para prescindir de ajenos consejos. A Arkadii, sin embargo, le desconcertaba que, aunque era Anna (quien vivía con su abuela Fanariótova) la que mandaba buscarlo, siempre se hacía la sorprendida con su llegada. Anna Andréyevna, tal como nos la describe su hermano Arkadii cuando la ve por vez primera en casa de su protector el viejo príncipe Nicolai, es «alta» y «un poquito flaca», con «una cara entre larga y de notable blancura», con «el pelo negro, vistoso; ojos oscuros, grandes, mirar hondo; finos y sonrosados los labios, fresca la boca […] La expresión de su rostro no era enteramente bondadosa, pero sí grave», sin parecido externo con Versílov, aunque sí presentaba, «algo raro, una extraordinaria semejanza con él en la expresión del rostro» (1.ª parte, cap. II, IV). Mujer independiente, que vivía como «una condesa» en casa de su abuela, en dos habitaciones separadas, a quien su padre no le entregaba ninguna manutención, a Arkadii le gustaba mucho su «modestia», su aspecto «conventual». Aunque «era poco locuaz […] hablaba siempre con ponderación y sabía muy bien escuchar». Si Arkadii le insinuaba que le recordaba a Versílov, se ruborizaba ligeramente, «particularidad de su semblante», el que se pusiese casi siempre un «poquitín» colorada, que gustaba mucho a su sensible hermano. Ante ella, Arkadii quedábase, como si dijéramos, un tanto desarmado. Podía haber varias razones: una, el que ella se interesase por las noticias del príncipe Seríocha, aunque la verdad que por nada en especial, quizá sólo por encontrarse cómoda con la cháchara de su hermano; otra, que leyese más que él, que fuese una mujer culta [55] . Pero lo cierto era que Anna se mostraba muy reservada; nunca hablaban los hermanos, por ejemplo, de su estrecho parentesco; no obstante, Arkadii no podía evitar lo confortable que le resultaba su compañía, sentimiento que era mutuo en Anna. En cierta ocasión, en casa de la propia Anna, sin poder evitar la agitación, se decide Arkadii a confesarle la alta estima en que la tiene: «… No puedo menos de decírselo a usted hoy. Quiero confesarle a usted que varias veces he elogiado la bondad y delicadeza con que me ha invitado a visitarla… En mí, su conocimiento ha ejercido poderosa impresión… En su casa se diría que me limpio el alma y salgo de ella mejor que cuando entré. Es verdad. Cuando estoy al lado de usted, no sólo no puedo hablar de nada malo, sino que ni pensamientos malos puedo tener, desaparecen ante usted, y si por un instante me acuerdo de algo malo, en su presencia me intimido y me ruborizo en el alma. Y, sépalo usted, me ha agradado de un modo especial encontrar hoy en su casa a mi hermana… [se refiere a Liza, hermana de padre de ambos] Esto testimonia su nobleza de usted… y unas relaciones excelentes… En una palabra: usted ha mostrado algo de fraternal, si es que puedo permitirme desarrollar esa idea que yo…» (2.ª parte, cap. III, III). Casi a renglón seguido, Liza le da a entender a Arkadii lo contrario de lo que él piensa, es decir, que si Anna tiene tanto interés en recibirlo es porque quiere enterarse de cosas y murmurar a sus espaldas. Pero ella misma, al autocalificarse de «mala» ante su hermano por decirle estas cosas, revela los celos de hermana que siente, al creer que su hermano prefiere a Anna a ella misma, quizás porque Anna es de más elevada posición social. Aunque todo quedará con el paso del tiempo en nada, ya que Liza, que posee un fondo bueno, comprenderá y comprobará con sus propios ojos que no existe la más mínima doblez en la conducta de Anna Andréyevna Versílovna, «uno de los caracteres más interesantes del libro» [56].

El viejo príncipe Sokolskii, que en realidad no es tan anciano (aún no ha cumplido los setenta), en cuya casa encuentra un difuso e inconcreto empleo el adolescente—naturalmente, a través, como siempre, del omnipresente y ubicuo Versílov, habilísimo en ocultar también su presencia cuando lo considera aconsejable u oportuno, cosa nada inhabitual en él—, es un hombre pusilánime, hipocondriaco, asustadizo, que tiene verdadero miedo ante determinadas situaciones, o que, sencillamente, prefiere no enfrentarse con gallardía a la realidad. Es verdad que puede tener arrebatos espontáneos, en los que asoma una desagradable irritabilidad, pero son rarísimos. Confía plenamente en Arkadii, al que dispensa un trato condescendiente y amable, cual si se tratase de su propio hijo, pero esa confianza disminuye notablemente respecto de Anna Andréyevna, que quiere casarse con él, y también teme de un modo casi enfermizo que su hija, a la que adora, albergue la intención, según rumores muy vagos que le han llegado, de deshacerse de él. Esta última circunstancia constituye el máximo ejemplo de a qué tipo de hechos prefiere Nicolai Ivánovich no encararse con valentía y resolución. Eso no es óbice para que el príncipe, que tiene una curiosa opinión sobre las mujeres en general, considere a su hija una «soberbia mujer» de la que se siente «orgulloso; pero con frecuencia, con harta frecuencia, amigo mío—le confiesa a Arkadii—me ofende…» (cap. II, III de la 1.ª parte). En esa misma conversación, el príncipe, que intercala numerosas frases en francés, como era habitual todavía entre los miembros de la aristocracia rusa, le dice a Arkadii, y por eso hablábamos de curiosa opinión sobre las mujeres, lo siguiente: «Créeme: la vida de toda mujer es… una eterna búsqueda de alguien a quien someterse… Por así decirlo, está sedienta de someterse. Y tenlo presente: sin excepción alguna». Es decir, que, a pesar del elogio que hará a continuación de su hija Katerina, su opinión parece no ofrecer dudas. Sin embargo, no debe tomarse al príncipe Nicolai como una persona autoritaria o que sienta menosprecio por las mujeres. Ni mucho menos. Es más; en él encarna Dostoyevski a un personaje bastante inofensivo, desconfiado, sí, pero por falta de cariño, aunque también es verdad que es caprichoso y voluble. Eso que acaba de decirle tan solemnemente a Arkadii puede perfectamente desmentirlo a renglón seguido, y hace muy bien el avispado joven en seguirle la corriente y no entrar con él en una discusión de envergadura. Según podemos leer en el último capítulo de la novela, un mes después aproximadamente de transcurridos los acontecimientos que narra Arkadii en sus Memorias, es decir, a mediados de enero, el viejo príncipe Nicolai muere de un ataque de nervios. La famosa carta que tanto hubiese comprometido a Katerina Nikoláyevna, finalmente no es conocida por el príncipe, heredando de este modo su hija una inmensa fortuna.

Sobre las intenciones de Anna Andréyevna de casarse con el viejo príncipe Nicolai, trata de explicárselas al adolescente en una extensa conversación que tiene con su hermano. Anna, «poniéndose encarnada y bajando los ojos», le empieza diciendo a Arkadii que este deseo de sincerarse con él sobre un asunto tan enojoso y tan maliciosamente enredado por otros, es porque él tiene un «corazón sumamente puro, fresco» y porque sabe de la devoción que él siente por ella, a la que quiere corresponder «con gratitud eterna». Anna está muy agradecida al príncipe Nicolai, que hizo para con ella las veces de padre, pues su verdadero padre, Versílov, la abandonó cuando todavía era una niña, hasta el punto de que «nosotros, los Versílov…, un linaje ruso antiguo, soberbio, hemos llegado a ser unos vagabundos». Por eso sus pretensiones no son perversas, y eso bien lo sabe Dios, que es el único que puede ver y juzgar sus sentimientos. Ella—continúa diciéndole a Arkadii—no tiene intención alguna de aprovecharse del príncipe, sino que quiere romper las maquinaciones que se están urdiendo en torno al anciano (en referencia a la carta de Katerina Nikoláyevna) y sólo desea desposarse con el príncipe Nicolai para convertirse en su aya, en su enfermera, para cuidarlo como una hija cuida a su padre. Pero, a pesar de tan prolijas explicaciones, Arkadii no termina de fiarse de ella, siente en su interior que hay una parte de Anna que está mintiéndole, aunque sea de modo inconsciente o involuntario. Por eso, le pregunta casi de sopetón: «Anna Andréyevna, ¿qué es, a punto fijo, lo que de mí aguarda?» Continúan hablando del príncipe, de Versílov, de las supuestas intenciones de Katerina, y, sintiendo que lo trataban como un chiquillo inmaturo, Arkadii decide acabar la charla, malhumorado, enojado, harto de todo y de todos (3.ª parte, cap. V, I). Pero, naturalmente, es sólo un momento pasajero de indignación. Está decidido a descubrir el secreto de Versílov, esto es, descifrar el enigma que se guarece en el fondo de su alma.

Katerina Nikoláyevna es un personaje muy complejo, a mi modo de ver el personaje femenino más complicado de toda la obra, a pesar de su engañosa simplicidad. Jacques Madaule (1898-1993) llega a afirmar, lo cual quizá sea excesivo para algún que otro intérprete, aunque yo no veo la exageración, que se trata probablemente de la más compleja encarnación femenina de Dostoyevski [57]. Es una mujer sumamente hermosa, elegante y atractiva, todavía joven, pues su edad no llega a los treinta. Se encuentra en la plenitud de sus facultades. Tanto Versílov como Arkadii mantienen con respecto a ella una relación de atracción-repulsión, de amor-odio, aunque el amor terminará imponiéndose. El amor que siente Versílov hacia ella está en buena medida dominado por el apetito sexual, por la sensualidad [58]. Esta inclinación aproxima a Versílov a Rogochin, el asesino de Nastasia Filíppovna en El idiota, pero su alma no está ni tan devorada por los celos, ni por un absoluto e inexorable deseo egoísta de posesión, ni tampoco por una maligna premeditación criminal, aunque sí habrá en él un intento de matarla, bien es verdad que arrebatado y primordialmente impulsivo.  En el caso de Versílov, ese amor acabará, después de la escena más tensa, violenta, caótica y angustiosa de toda la novela, en un cariño casi paternal, pues Andrei Petróvich ha decidido volver al regazo de la mujer que lo ama infinitamente, Sonia, y por la que él también siente un amor sincero, aunque ese otro yo que anida dentro de él como una hidra, haya impedido que se diese cuenta de ello con la suficiente clarividencia. La abnegación, la fidelidad de Sonia, terminan venciendo todos los escollos. Ella será, por fin, para Versílov, la amante, la esposa, la madre de sus hijos, la mujer que definitivamente ha conquistado su corazón. El que Versílov no sienta un amor sensual por Sonia tiene mucho que ver en el hecho de que finalmente encuentre la salvación junto a ella [59].

En cuanto a Arkadii, su inmaduro comportamiento con Katerina está en gran parte determinado por el modo de proceder del padre. En su fuero interno lo rechaza, abomina vivamente que Versílov pueda amar o interesarse por otra mujer que no sea su madre, que tan desprendidamente se ha entregado, se ha inmolado, sufriendo en silencio; pero, al mismo tiempo, es tal la fascinación que siente Arkadii por su progenitor, por ese hombre apuesto, culto, inteligente, imprevisible, desconcertante, generoso, egoísta, que su anhelo más íntimo es emularlo, hacer lo que él hace, conocer a quienes él conoce. Por eso Katerina es también para él como una obsesión, y, aunque haga verdaderos esfuerzos por presentarse ante ella como si fuese un hombre maduro y con experiencia, lo cierto es que ella adivina al instante su denodado esfuerzo por mostrarse como en realidad no es; ella, Katerina, percibe muy pronto que Arkadii tiene un corazón limpio y que su mente no está poseída por ese desdoblamiento tan perturbador, incluso demoníaco, que atenaza a Versílov, si bien éste logrará, al fin, arrancar esa tarasca venenosa y destructiva de sus entrañas y serenar, dentro de lo razonable, su atormentado espíritu.

Katerina Nikoláyevna, a pesar de su juventud, está viuda, al haber muerto su esposo, el general Ajmákov, quien, por su pasión por el juego [60], ha perdido toda la dote de su esposa. Con anterioridad a su casamiento con Katerina, había tenido una hija, Lidia, una muchacha de diecisiete años, enferma y desequilibrada emocionalmente, con la que mantiene una relación muy afectuosa su madrastra, pero que terminará sus días suicidándose con fósforo. Esta Lidia Ajmákova, que pasa temporadas en la ciudad-balneario de Ems, se ha enamorado (prueba de su inmadurez) de Versílov, aunque éste, muy juiciosamente, no le corresponde. Por una errónea interpretación de los hechos, el príncipe Seríocha, que ha mantenido una fugaz relación amorosa con Lidia cuyo resultado ha sido el nacimiento de una niña, proporciona una bofetada a Versílov, que más adelante Arkadii querrá vengar batiéndose en duelo con el dislocado príncipe. Por si fuera poco, Seríocha se convierte también en amante de Lizaveta [Isabel] Makárovna, llamada casi siempre Liza en la novela, que es la hermana de padre y de madre de Arkadii. De esa relación secreta, se queda Liza embarazada, aunque aborta como consecuencia de caer accidentalmente por unas escaleras. Pocos meses después de ocurridos los hechos narrados por Arkadii, que, como hemos señalado, finalizan a mediados de diciembre, muere Seríocha, a mediados del mes de mayo siguiente. Es, sin lugar a dudas, un personaje trastornado y profundamente desdichado.

En sus contados encuentros con Versílov o con Arkadii, nunca pierde los nervios Katerina Nikoláyevna, ni la dignidad, ni el aplomo, ni la entereza. Pero para poder referirnos a ellos, hay que empezar por dibujar el carácter y los pensamientos de Arkadii Makárovich, quien, a pesar de aquellas aparentemente firmes, aunque en el fondo inconsistentes intenciones de convertirse en un nuevo Rothschild, manifiesta un genuino desprendimiento por el dinero, llegando a pensar en su fuero interno que, después de acumular millones, sería capaz de entregarlo todo, no la mitad, sino «hasta la última copeica, porque al quedarme hecho un mendigo me encontraría de pronto más rico que Rothschild» (1.ª parte, cap. V, III). Este pensamiento íntimo de nuestro adolescente, el de relacionar paradójicamente la verdadera riqueza con la pobreza, es más hondo de lo que a simple vista pudiera parecer, y no creo descabellado traer aquí a colación una sentencia dicha o atribuida a Friedrich Hölderlin que dice así: «Entre nosotros, todo se concentra sobre lo espiritual, nos hemos vuelto pobres para llegar a ser ricos». La frase fue objeto de un amplio comentario llevado a cabo por Martin Heidegger en una conferencia que pronunció sobre «la pobreza» (Die Armut), el 27 de junio de 1945, en el castillo de Wildenstein, sobre las alturas del Jura suabo, no lejos de su Messkirch natal [61] , y sobre la que me he detenido en otro lugar, a fin de intentar arrojar alguna luz en torno a una de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5, 3), una sentencia que, esencialmente, alude a los sencillos, a los humildes. De ahí que seguramente no sea el pasaje evangélico más adecuado para comprender lo que Jesús quería decir al ensalzar la pobreza. Ese pasaje podría ser el del joven rico. No obstante, lo que me interesa aquí es clarificar someramente lo que significa la «pobreza» en contraposición a la «riqueza». Decía yo, aproximadamente, que lo que quiere decir Heidegger en su exégesis es que «ser verdaderamente pobre», sin ningún doble sentido de las palabras y sin ironía alguna, es tenerlo todo, esto es, todo tipo de bienes materiales, pero, sin embargo, carecer de lo que de verdad importa, que son los bienes espirituales. La persona rica en bienes materiales, no se percata de que, en el fondo, es pobre, mientras que aquella que posee bienes espirituales, esto es, lo no-necesario, lo que no proviene de la coacción, sino de la libertad, es la que es verdaderamente rica, según la bella sentencia atribuida al poeta-filósofo de la región del río Neckar, puesto que se ha liberado de lo aparente, de lo «útil», de lo que únicamente es accesorio [62]. Asimismo, también resultan muy clarividentes los comentarios emitidos por el místico renano Enrique Suso (Constanza, ca. 1295/1297 – Ulm, 1366), uno de los principales discípulos del Maestro Eckhart, quien, en un texto compuesto en los años de su vejez, titulado Vida, en el capítulo 51, citando la aludida bienaventuranza y fundamentándose en una frase de San Pablo—«Vivo, mas ya no yo» [Gal 2, 20]—, relaciona la pobreza con el hecho de que el hombre no se deje llevar por la posesión, que no se aferre a nada, que se des-haga de sí mismo, a fin de que sólo le inunde el Espíritu de Dios. La pobreza de espíritu, pues, como renuncia a todo egoísmo, a toda posesión, como olvido de uno mismo, de tal modo que el Espíritu de Dios, uno y trino, lo envuelva. Ya no soy yo quien vive en mí, sino que soy yo quien vive en Cristo [63].

Un encuentro decisivo, y anhelante para el embriagado lector, de Arkadii con Katerina Nikoláyevna, tiene de nuevo lugar en casa de Tatiana Pávlovna Prútkova (2.ª parte, cap. IV, I-II). El estado de inseguridad del adolescente es magistralmente descrito por Dostoyevski, permitiendo que el lector pueda conocer el más leve gesto de su rostro, el más escondido sentimiento de su corazón. El propio Arkadii nos informa: «No alcé en absoluto los ojos a ella; mirarla equivalía a anegarse en luz, alegría, felicidad, y yo no quería ser dichoso». Pero al fin se decide a hablar, aunque, como ella misma reconoce, intimidándola, produciéndole algo de miedo, por los temblores y los balbuceos entrecortados del adolescente. Le confiesa que ha estado todo un mes contemplado el retrato de ella que se halla en el gabinete de su padre el príncipe. «La expresión de su rostro—le dice Arkadii— es de infantil travesura e ingenuidad infinita […] ¡Oh, usted sabe también mirar con altivez y anonadar con la mirada! […] Su retrato no se le parece ni remotamente; usted no tiene los ojos oscuros, sino claros, y sólo por las largas pestañas semejan oscuros […] Usted tiene un alma alegre, pero sin adorno de ninguna clase… Hasta me agrada el que nunca deje la sonrisa: es… mi paraíso. Me gustan también hasta su serenidad, su suavidad, y eso de que pronuncie usted las palabras fluida, tranquila y casi perezosamente […] Yo me la figuraba a usted el colmo del orgullo y la pasión, y ya van dos meses justos que ambos conversamos como dos estudiantes… Nunca me pude imaginar que tuviese una frente así, un poco baja, como las estatuas, pero blanca y tierna, como mármol bajo los copiosos cabellos. Tiene usted el pecho alto, el andar ligero; es usted una belleza extraordinaria, pero orgullo no tiene ni pizca» [85]. El diálogo continúa y va desarrollándose con matices exquisitos, pleno de sugerencias entre dos seres que se atraen irresistiblemente, aunque él trate de convencerla denodadamente que no es un espía de nadie y que no tiene la más mínima pretensión de perjudicarla con la carta, y aunque ella no termine de fiarse de él. En realidad, Arkadii miente a Katerina, pero su mentira es completamente inocua, incluso piadosa. Le miente porque le dice que no posee la carta, siendo lo cierto que se la ha dejado en su casa, aunque piensa para sí mismo, con absoluta sinceridad, que, si la poseyese en ese preciso instante, se la entregaría de inmediato a ella; además, no pretende hacer ningún mal uso de la misiva. Consigue retenerla y ofrecerle todo tipo de minuciosas explicaciones sobre tan inextricable embrollo. Siente Arkadii que le arde la frente. Katerina, por su parte, parece impresionada, y de hecho lo está, y no tardará en ruborizarse. Ante un Arkadii atónito, confiesa sentirse culpable respecto de él, por haberlo juzgado mal, del mismo modo que reconoce que nunca debería haber escrito esas líneas tan impropias de una hija para con su padre. Ante tales confesiones, entremezcladas con rubores en el rostro de Katerina que la hacen aún más hermosa, el adolescente se siente aturdido, fascinado, hasta el punto de que «el corazón me dio un vuelco». Después de una prolija intervención de Katerina, en la que muestra a todas luces sus curiosidades políticas e intelectuales, sale inevitablemente a relucir Versílov, de quien ella se queja de que no la cree porque «decía que en mí anidaban todos los vicios.

—¡De los cuales no tiene usted ninguno!

—No, alguno sí tengo.

—Versílov no la amaba a usted; por eso no la creía—exclamé, echando fuego por los ojos.

Su rostro se contrajo.

—Deje usted eso, y nunca vuelva a hablarme de… ese hombre—añadió con vehemencia y firme resolución—. Pero basta, es tarde—se levantó para irse—. Conque me perdona usted, ¿no? —dijo, mirándome claramente.

—¡Yo… a usted…, perdonarla!»

Aun conociendo, inmediatamente después de lo que acabo de transcribir, por boca de la propia Katerina, que piensa casarse con un tal barón Bioring, un personaje fatuo y de alma vulgar, el adolescente, que cree vivir como en un sueño, le contesta: «… sólo le diré una cosa: que Dios le dé a usted toda suerte de dichas, toda suerte de dichas que usted anhele…, por haberme hecho ahora feliz, en esta sola hora. Usted quedará ya grabada en mi alma para siempre. He encontrado un tesoro: la idea de su perfección. Yo sospechaba astucia, burda coquetería, y me sentía desdichado…, porque no puedo unirla a usted con esa idea […] pensaba que iba a encontrarme con jesuitismo [86], astucia, con una sierpe escrutadora, y resulta que he dado con el honor, la franqueza, con una estudiante. ¿Se ríe usted? ¡Bueno, bueno! Pero usted es… sagrada, usted no puede reírse de lo que es sagrado…». Ella le contesta de manera encantadora, inexpresable; toda la atmósfera, todo el ambiente de este diálogo central de la novela es uno de esos momentos únicos, irrepetibles, en los que Dostoyevski maneja con una sutilidad infinita los resortes del enamoramiento, de la atracción entre los amantes… Pero todavía tiene Arkadii escondida una de esas enormes sorpresas dialécticas que elevan la trémula conversación a su punto quizás más elevado, si es que puede elevarse aún más. Es cuando le dice a Katerina, al final de un largo párrafo: «Versílov dijo una vez que Otelo no mató a Desdémona, y luego se mató él mismo, porque tuviera celos, sino porque le habían robado el ideal… Yo lo comprendí, porque también a mí me han restituido hoy mi ideal». La respuesta de Katerina no es menos intensa: «Demasiado comprendo cómo se ha formado su alma». Katerina no sólo comprende eso, cómo se ha formado el alma del adolescente, sino que adivina sus más secretos pensamientos. Él vuelve exultante a su casa. La conversación, según hemos precisado anteriormente, tiene lugar el 15 de noviembre. El 4 de diciembre siguiente, al enterarse Arkadii de que entre Katerina y Bioring se ha producido la anhelada ruptura, entreteje para sí estos pensamientos referidos a tan deslumbrante mujer: «Desmedida ansia de aquella vida, de su vida, apoderóse de toda mi alma, y… también otra dulce avidez, que experimentaba hasta rayar en felicidad y lacerante dolor» (3.ª parte, cap. II, II). El último encuentro, aquel en el que coinciden los tres, el padre, el hijo y la mujer que perturba a ambos, lo expondré muy abreviadamente al referirme a la idea del «doble» en Versílov, una idea, mejor dicho, un modo de configuración del alma, a la que no es ajena el adolescente, pues observa atentamente las idas y venidas, los extraños y súbitos entrecruzamientos de la vida de su padre con otras vidas, su permanente estado de vértigo, su continuo caminar sobre el filo de la navaja, pudiéndose inclinar tanto hacia el bien como hacia el mal. Por eso, el 7 de diciembre, después de levantarse del lecho, piensa para sí: «Además, siempre hubo misterio, y yo mil veces me admiro de esa facultad del hombre (y, según parece, del hombre ruso principalmente) de conciliar en su alma el más sublime ideal con la suprema villanía y todo con [la] mayor sinceridad» (3.ª parte, cap. III, I). En efecto, así es Versílov y así son algunas de las más extraordinarias y subversivas encarnaciones dostoyevskianas; individuos que se mueven entre varios modos opuestos de entender el mundo y el hombre, que lo mismo muestran generosidad, nobleza y humildad, como manifiestan mezquindad, bajeza moral y soberbia, que igualmente se sienten atraídos por el bien que por el mal, que lo mismo pueden convertirse en asesinos, malvados, malhechores o fanáticos, que en santos, en seres llenos de bondad, de belleza moral y de una infinita capacidad para amar.

Aún debe mencionarse otro imprevisto encuentro entre el adolescente y Katerina, el mismo día en que Arkadii se entera de la muerte de Makar Ivánovich, por lo que acude a todo correr a casa de Tatiana, con quien se encontraba la Ajmákova. Tatiana, al saber la triste noticia, se marcha inmediatamente a casa de Sonia, y este hecho deja solos, frente a frente, al adolescente con esa mujer enigmática y terriblemente bella, que él ama en secreto. Tenían las manos cogidas, sin darse cuenta, y hablaban del anciano que acababa de morir (3.ª parte, cap. VI, III). Ahora, le comenta Katerina a Arkadii, tendrá las manos libres Versílov respecto de Sofía, pues al haber fallecido el esposo legítimo de Sonia, Andrei Petróvich podrá formalizar su relación con la que ha sido su amante. Además, se lo ha prometido al venerable anciano antes de morir éste. Katerina está convencida que todo esto reconducirá la situación, que Versílov terminará por serenarse, por estabilizarse, pues él quiere mucho a Sonia, más que a nadie en el mundo. El adolescente, sin embargo, sin reparar en la comprometida pregunta que hace, le inquiere si ella ama a Versílov, a lo que Katerina responde que «sí, mucho, aunque no del modo que él quisiera y en el sentido en que usted me lo pregunta». Se disculpan mutuamente, se piden perdón mutuamente, por los malentendidos que haya podido haber entre ambos. Ella domina claramente la situación, mientras que Arkadii está verdaderamente deslumbrado. También ella perdona a Versílov, por todo lo pasado, incluso por cierta carta en que se deja caer una velada amenaza y con la que Versílov quiere proteger a su hijo. Katerina quiere lo mejor para todos, incluido Andrei Petróvich, pero «¡que me deje él vivir en paz!» Versílov tiene que saber, necesariamente, que ella le ha perdonado: «Además, ¿que cómo no iba a saber que yo le he perdonado, cuando se sabe de memoria mi alma? Porque él sabe que yo me parezco a él un poco». Lo que él haya podido decir de ella ha sido por despecho. La conversación, como todas las de esta naturaleza entre seres que se aman, transcurre con medias palabras, insinuaciones, deseos inconfesables, ambigüedades, y hasta con risas, una risa histérica, breve pero intensa, que provoca lágrimas en Katerina. Finalmente, se levantó y desapareció, como un ángel que aparece de improviso, y, del mismo modo que irrumpe, desaparece sin dar ninguna explicación. El adolescente quedóse «atónito» y sintió que «algo parecía contraerse en mi corazón». Levantóse y se fue, pues aún tenía mucho que hacer. Es entonces cuando se encuentra con él, e inician la más intensa conversación entre ambos de toda la novela, en la que Versílov expresará sus más excelsas ideas sobre el hombre, sobre Rusia y sobre Dios.

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NOTAS

1. Los nombres y topónimos rusos, siempre que sea posible, serán escritos con la grafía con que aparecen en las Obras Completas de Dostoyevski de la madrileña editorial Aguilar, traducidas por Rafael Cansinos Asséns. Todas las citas reproducidas de cualquier obra del escritor ruso, empezando por El adolescente, procederán de esa edición. La edición manejada por mí, en cuanto al año de publicación, es: tomo I, 1961; tomo II, 1964; tomo III, 1961. La novela El adolescente es la última incluida en el tomo II. En determinadas ocasiones, se darán a conocer otras grafías muy extendidas, a fin de facilitar las consultas pertinentes. Si se cita el título de la obra de un autor, sea artículo o libro, o bien se reproduce una cita de cualquier estudioso, crítico o comentarista, se respetará la grafía que haya empleado ese autor para todos los nombres, sean reales o de personajes literarios. Por poner dos ejemplos muy sencillos: a) el apellido Dostoyevski lo escriben de forma distinta los numerosos estudiosos que se han ocupado de él; si un estudioso lo nombra como Dostoievski, así será reproducido; b) en cuanto a los personajes literarios, ocurre lo mismo: donde unos traducen Katerina Nikoláyevna, otros escriben Catalina Nikolaievna. Si esta segunda grafía es así citada por un determinado crítico, se respetará la susodicha grafía. Por lo que atañe a Nikolai Aleksiéyevich Nekrasov (1821-1877), cuyo apellido lo escribe a veces Cansinos Asséns con tilde (Nekrásov), fue un poeta, escritor, crítico, traductor y editor ruso que editó y dirigió la revista Otechestvennye Zapiski desde 1867.

2. Acerca de los pormenores de esta detención, juicio, simulacro de fusilamiento y deportación a Siberia de Dostoyevski, puede consultarse mi ensayo sobre la novela El idiota en los n.os 109, 110 y 111 de la revista Gibralfaro de la Universidad de Málaga, así como en:

<enriquecastanos.com/dostoyevski_idiota.htm>

3. Acerca del pensamiento nihilista de Bielinski, que había nacido en 1811, así como de su papel como pater de la intelligentsia rusa, léanse las reflexiones de Nicolás Berdiaev, El cristianismo y el problema del comunismo, Madrid, Espasa-Calpe, 1961, págs. 89-90. Bielinski, dice Berdiaev, se vuelve ateo y nihilista por buscar la verdad y la justicia, pero, y quizás ello explique la deferencia que para con él tuvo siempre Dostoyevski, frente a otros que continuaron por esa senda que desembocará en el bolchevismo, «Bielinsky conserva aún el culto de Cristo, el de los pobres y pecadores, que enseña la religión de la piedad». Sus continuadores no sabrán nada ya de esa piedad, puesto que reniegan del hombre de carne y hueso y tratan sólo de llevar a cabo una «ideología». De Bielinski (cuyo apellido Cansinos Asséns a veces lo escribe Bielinskii), se ocupa especialmente Dostoyevski en un artículo, «Gente vieja», publicado en el n.º 1 de la revista El Ciudadano (Grachdanin o Grazhdanin), en 1873, inserto posteriormente en el Diario de un escritor (VI, II). Obras Completas, tomo III, págs. 705-708. Sobre este mismo artículo de El Ciudadano volveré más adelante.

4. León Chestov, La filosofía de la tragedia. Dostoievsky y Nietzsche, Buenos Aires, Emecé, 1949, págs. 33, 59 y 60. La traducción es de D. J. Vogelman (debe tratarse de una errata, pues el nombre correcto es David J. Vogelmann, conocido traductor de Franz Kafka). Lev Isaakovich Shestov nació en Kiev en 1866 y murió en París en 1938.

5. Ibídem, pág. 87.

6. Ibídem, pág. 101.

7. Ibídem, pág. 66.

8. Así lo relata el crítico ruso-francés André Levinson en su biografía Dostoyevski (vida dolorosa), Buenos Aires, Santiago Rueda, 1943, pág. 224. Sobre esta biografía, véase la nota 84 de mi citado ensayo sobre El idiota. Por el contrario, para otros la propuesta económica parte del propio Nekrasov, no haciendo Dostoyevski más que consultarlo con su esposa. Esta es la opinión de Henri Troyat, Dostoyevski, Barcelona, Destino, 1946, pág. 347. Henri Troyat es el pseudónimo de Levón Aslani Thorosian (o Lev Aslánovich Tarasov, Moscú, 1911 – París, 2007). La edición original francesa es de 1940.

9. Dostoyevski (vida dolorosa), pág. 223.

10. Véase el prólogo de Rafael Cansinos Asséns a la mencionada edición de El adolescente, pág. 1527.

11. Véase, Obras Completas, tomo III, págs. 1597-1600, donde Cansinos transcribe un notorio fragmento de la carta a Krayevski.

12. Carta del domingo 5 de julio (23 de junio) de 1874. Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1961, tomo III, pág. 1668. La primera fecha corresponde al calendario gregoriano, mientras que su equivalente en el calendario juliano aparece entre paréntesis. El calendario gregoriano, vigente en las naciones occidentales, no fue implantado en Rusia hasta el 1 de febrero de 1918. Con anterioridad, la reforma del antiguo calendario bizantino, la llevó a cabo Pedro I el Grande (zar entre 1682 y 1725), que «dispuso que se introdujese el cálculo del calendario juliano coincidiendo con el 1 de enero de 1700». Véase, Erdmann Hanisch, Historia de Rusia, Madrid, Espasa-Calpe, 1944, tomo I, pág. 159. La traducción es de Guillermo Sans Huelin. El Dr. Erdmann Hanisch (1876-1953), alemán, fue Profesor de la Universidad de Breslau (hoy Wroclaw, en Polonia). La redacción de todo el libro estaba completada a finales de 1935.

13. Carta del domingo 26 (14) de julio de 1874. Obras Completas, tomo III, pág. 1668.

14. Edward Hallett Carr, Dostoievski, 1821-1881: lectura crítico-biográfica, Barcelona, Laia, 1972, págs. 229-231. En cuanto a Cansinos Asséns, véase su prólogo a la novela, edición citada, pág. 1525.

15. De una carta a su esposa Anna Grigórievna, fechada en Petersburgo el 6 de febrero de 1875. Obras Completas, tomo III, pág. 1670. Apollon Nikolaevich Máikov (1821-1897), hermano de Valerian, crítico literario, era un poeta clasicista ruso que fue íntimo amigo de Dostoyevski. En cuanto a Nikolai Nikoláievich Strájov (1828-1896), fue un científico, pensador y crítico literario ruso que escribió la primera biografía de Dostoyevski. Por último, Vasily Grigorievich Avsieyenko (o Avseenko) (1842-1913), fue también otro crítico literario ruso.

16. Véase la nota 21 de mi ensayo sobre El idiota.

17. Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Granada, Nuevo Inicio, 2008, págs. 5-6. La traducción es de Olga Trankova Tabatadze. En realidad, su tesis atraviesa de principio a fin todo el enjundioso estudio, redactado durante el invierno de 1920-21.

18. León Chestov, Las revelaciones de la muerte (Dostoiewski-Tolstoi), Buenos Aires, Sur, 1938, pág. 42. No especifica el nombre del traductor. Esta edición en español es una traducción de la edición francesa (París, Plon, 1923).

19. Ibídem, págs. 31 y 35.

20. Ibídem, pág. 35.

21. Ibídem, pág. 36.

22. bídem, págs. 38-40.

23. Ibídem, pág. 121.

24. Pablo Evdokimov, Introducción a Dostoyevski (en torno a su ideología), Cartagena (Murcia), Athenas Ediciones, 1959, pág. 86. La traducción es de Alberto Colao. También hace una valiosa referencia a la mencionada carta, insistiendo en el interés que muestra en ella Dostoyevski por la Filosofía de la Historia, Bruce Kinsey Ward, Dostoyevsky’s critique of the West. The Quest for the Earthly Paradise, Ontario, Wilfrid Laurier University Press, 1986, pág. 165. Esta famosa carta ha sido publicada en diversas ediciones de la correspondencia de Dostoyevski. La consultada por mí es una de las ediciones clásicas, que me ha resultado de gran utilidad; se trata de las Letters of Fyodor Michailovitch Dostoevsky to his Family and Friends, New York, The Macmillan Company, 1914. La traductora al inglés de esta selección de cartas es Ethel Colburn Mayne, que las acompaña de documentadas y muy pertinentes notas al pie aclaratorias. La carta a Mijaíl es la nº XXI del volumen, págs. 53-69. La misiva, traducida al francés por Ely Halpérine-Kaminsky y Charles Morice, está disponible en:

<http://fr.wikisource.org/wiki/Lettre_de_Dosto% C3% AFevski_% C3% A0_son_fr%

C3%A8re_Mikha% C3% AFl,_22_f%C3%A9vrier_1854>.

Una extraordinaria edición de la correspondencia completa de Dostoyevski, traducida directamente del ruso al francés, es la llevada a cabo por Éditions Bartillat de París. La referencia es: Dostoïevski. Correspondance intégrale. Tome 1, 1832-1864. Tome 2, 1865-1873. Tome 3, 1874-1881. La traducción es de Anne Coldefy-Faucard, mientras que la dirección de la ardua empresa y la anotación de los tres volúmenes es de Jacques Catteau.

25. Giovanni Papini, El crepúsculo de los filósofos, Buenos Aires, Tor, 1936, págs. 199-200. La traducción es del escritor argentino Héctor Fuad Miri, nacido en 1906, que fue amigo personal de Papini.

26. Ibídem, pág. 201.

27. José Ortega y Gasset, «Ideas sobre la novela», en Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, 1947, tomo III, pág. 400.

28. «Lenguaje, significado y heterodoxia. Consideraciones sobre ‘Ordet’», Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, nº 18, 1997, pág. 399. El mismo artículo en

http://www.enriquecastanos.com/ordet.htm

29. Edward Hallett Carr, pág. 225. Ver también la Introducción de Cansinos Asséns a las Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1961, tomo I, pág. 91.

30. Pavel (Pasha) Aleksandrovich Isaev (1848 – 1900). Sobre este hijastro del escritor, así como sobre sus familiares y amigos, debe consultarse el documentado libro de Kenneth A. Lantz, The Dostoevsky Encyclopedia, Westport, Conneticut, Greenwood Press, 2004. La referencia a Paul Isáyev está en la pág. 209. Kenneth A. Lantz es actualmente Profesor de Literatura Eslava en la Universidad de Toronto.

31. Hallett Carr, pág. 143.

32. Varvara Mijaílovna Karepina (1822 – 20 de enero de 1893), que murió asesinada por unos malhechores en su propia casa.

33. Vera Mijaílovna Dostoevskaya, de casada Vera Ivanova, por haberse casado con el físico A. P. Ivanov, había nacido en 1829, falleciendo en 1896, y una hija suya, Sofía (Sonia) Aleksándrovna Ivanova, nacida en 1846, era la sobrina favorita de Dostoyevski. Kenneth A. Lantz, págs. 210-211.

34. Nacida en 1835 y fallecida el 31 de octubre de 1889. Kenneth A. Lantz, pág. 165.

35. Sobre todo este asunto de la herencia de la tía Kumánima y los tres días finales del escritor, he seguido especialmente a Hallett Carr, págs. 225-227 y 281-282. André Levinson, págs. 264-266, no dice nada de la inoportuna visita de las hermanas. En cuanto a Henri Troyat, págs. 395-396, afirma que la única hermana que acude a la casa del escritor es Vera, situando la visita el lunes 26, a la hora de la comida. Sí insiste en el asunto de la herencia y cómo desagradó profundamente a Dostoyevski.

36. Liubova [Amada] Fiodorovna Dostoyevski, nacida el 14 de septiembre de 1869, falleció en Grise, en el Tirol, el 10 de noviembre de 1926. Dostoyevski no tuvo ningún hijo con su primera esposa, María Dmítrievna, fallecida el 15 de abril de 1864. Todos sus hijos los tuvo con Anna Grigórievna.

37. Hallett Carr, págs. 226-227.

38. Hallett Carr, pág. 227.

39. Ideas sobre la novela, obra citada, pág. 400.

40. Luigi Pareyson, Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, Madrid, Encuentro, 2008, págs. 38-39. La muerte de Pareyson, en septiembre de 1991, dejó el manuscrito de su profundo estudio sin publicar. En 1993, esa tarea, respetando escrupulosamente lo que había escrito Pareyson, que en realidad estaba ya casi definitivamente terminado, la llevaron a cabo sus discípulos Giuseppe Riconda y Gianni Vattimo, según explican en el Prefacio del libro. La traducción del italiano es de Constanza Giménez Salinas.

41. Arkadii se refiere al barón James Mayer de Rothschild (Francfort del Meno, 1792 – París, 1868), banquero y fundador de la rama de París de la familia Rothschild. Financió ampliamente a Luis Felipe de Orleáns, el llamado «rey burgués» entre 1830 y 1848. Contribuyó muy notablemente a la industrialización de Francia. Patrocinador de escritores, músicos y artistas plásticos. Al morir dejó un legado de 150 millones de francos oro.

42. Martín de Riquer y José María Valverde, Historia de la literatura universal, Barcelona, Planeta, 1971, tomo II, págs. 448-449. Por no haberle satisfecho el Wilhelm Meister de Goethe, quién sabe si por la «frialdad racional» que destilan sus páginas, decidióse el poeta, pensador y científico alemán Novalis (1772 – 1801), en junio de 1799, a escribir, a modo de contrarréplica, su hermosa novela Enrique de Ofterdingen, que permaneció inacabada a su temprana muerte. Novalis, pseudónimo de Friedrich von Hardenberg, fue un espíritu universal y una de las cimas indiscutibles del Romanticismo europeo.

43. Dice Kant: «La ley moral es dada como un factum de la razón pura del cual somos conscientes a priori y que resulta cierto apodícticamente, aunque no quepa hallar en la experiencia ningún ejemplo de que haya sido cumplida escrupulosamente. Por lo tanto, la realidad objetiva de la ley moral no puede verse probada por una deducción, ni tampoco por un empeño de la razón teórica subvenida especulativa o empíricamente y, por consiguiente, aun cuando se quisiera renunciar a la certeza apodíctica, tampoco podría verse confirmada por la experiencia y quedar así demostrada a posteriori, pese a todo lo cual se mantiene firme por sí misma». Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, Madrid, Alianza, 2007, Parte I, Libro I, cap. 1, § 8 [A 81 – A 82] [˂Ak. V, 47˃], págs. 122-123. La edición es de Roberto Rodríguez Aramayo. En el famoso Colofón de la misma obra, escribe Kant su frase quizás más célebre: «Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir». Ibídem [A 289] [˂Ak. V, 162˃], pág. 293.

44. Miguel de Unamuno, Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951, tomo II, pág. 340. En cuanto al significado de «nivola», uno de los personajes de Niebla, Víctor Goti, lo explica con relativa precisión, pues el término tiene mucho que ver con el irremediable afán de Unamuno de llevar la contraria, en este caso a los críticos y a los filólogos. Ibídem, pág. 777.

45. San Juan de la Cruz, «Llama de amor viva», en Obras, Valladolid, Miñón, sin fecha, pág. 278. El verso citado por Unamuno corresponde a la canción III. El propio poeta, en su célebre comentario a las canciones por él mismo compuestas, hecho en 1584 a requerimiento de doña Ana de Peñalosa, dice lo siguiente: «Estas cavernas son las potencias del alma, memoria, entendimiento y voluntad, las cuales son tan profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan con menos que infinito. Las cuales, por lo que padecen cuando están vacías, echaremos en alguna manera de ver lo que se gozan y deleitan cuando de Dios están llenas; pues que por un contrario se da luz del otro». Ibídem, pág. 337.

46. El espíritu de Dostoyevski, págs. 19-20.

47. Sonia, en ruso, es el apelativo cariñoso de Sofía. El más célebre personaje de Dostoyevski con ese nombre es Sonia Marmeládov, la prostituta de corazón puro que ama a Raskólnikov, y que conseguirá convertirlo, acompañándolo al presidio a Siberia.

48. El nombre de Sofía, en el Imperio bizantino, primero, y en el mundo eslavo de religión cristiana ortodoxa después, hace referencia a la Sabiduría Divina. De ahí el verdadero nombre de la Catedral de Santa Sofía de Constantinopla, mandada construir por Justiniano I en el siglo VI: Hagia Sophia. Igual significado tiene el nombre de la capital de Bulgaria.

49. La grivna era una moneda rusa de plata mandada acuñar por Pedro I el Grande. La grivna equivalía a diez kopeks. Cada rublo se dividía en cien kopeks (copeicas). La grivna hunde sus raíces en la moneda denominada grivna kunaresan durante el periodo de la Rus de Kiev, conservándose hasta avanzado el siglo XIV, y no es hasta 1317 que se menciona el rublo como moneda de plata. Véase, Erdmann Hanisch, Historia de Rusia, tomo I, pág. 53.

50. Romano Guardini, El universo religioso de Dostoyevski, Buenos Aires, Emecé, 1954, pág. 38. La traducción del alemán es de Alberto Luis Bixio. Sobre Guardini, véase lo que digo en mi ensayo sobre El idiota, poco antes de la nota nº 9.

51. Ibídem, pág. 42.

52. Ibídem, pág. 43.

53. Diminutivo cariñoso de Arkadii. Otras veces le llama Arkáschenka.

54. El universo religioso de Dostoyevski, págs. 44-48. En relación al «padecimiento» de Sonia como el verdadero sentido de su existencia, ya veremos más adelante la relación que establecerá Versílov entre la libertad y el sufrimiento.

55. Dostoyevski, que tuvo relaciones en su vida privada con mujeres instruidas, incluso muy instruidas, desde Pólina Súslova y las hermanas Anna Korvin-Krukovskaya y Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya, hasta su propia esposa Anna Grigórievna, no es un escritor que escatime la presencia en sus novelas de mujeres cultas, ni mucho menos meras comparsas, sino auténticos personajes fundamentales. El caso supremo es el que representan Nastasia Filíppovna y Aglaya Ivánovna en El idiota.

56. Jacques Madaule, El cristianismo de Dostoievsky, Buenos Aires, Losada, 1952, pág. 136. La traducción es de Juan Paredes.

57. El cristianismo de Dostoievsky, pág. 128.

58. Ibídem, pág. 129.

59. Ibídem.

60. Se advierten aquí algunos rasgos autobiográficos del escritor. Sobre ello digo algo, al hablar de Pólina Súslova y de la estancia de Dostoyevski, en agosto de 1865, en Wiesbaden para calmar su pasión por la ruleta, en mi ensayo sobre El idiota.

61. Martin Heidegger, La pobreza, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, especialmente las páginas 107-117. La traducción del alemán es de Irene Agoff. El pequeño volumen incluye una extensa y rigurosa presentación de Philippe Lacoue-Labarthe.

62. ‘San Manuel Bueno, mártir’: existencia, duda y fe, breve ensayo terminado el 5 de julio de 2013 y publicado en el nº 82 (octubre-diciembre de 2013) de la revista Gibralfaro, de la Universidad de Málaga, y en:

<http://www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm>.

63. Heinrich Seuse, Vida, Madrid, Siruela, 2013, págs. 170-171. La edición y la traducción del alto alemán medio, corresponden a Blanca Garí de Aguilera, Catedrática del Departamento de Historia Medieval de la Universidad Autónoma de Barcelona. Las ideas del Maestro Eckhart y de sus discípulos estuvieron muy influidas por la beguina Margarita Porete, la profunda mística picarda autora de El espejo de las almas simples, condenada por hereje relapsa por la Inquisición francesa, en connivencia con el rey Felipe IV el Hermoso y la Universidad de París, ante la indiferencia del papa Clemente V, lo que supuso que fuera quemada viva en esa ciudad el 1 de junio de 1310. Desgraciadamente, todavía se ignora en España el papel decisivo de la mística femenina en la Europa occidental y central en el siglo XIII, hasta el punto que con estas mujeres podemos afirmar que se inicia de verdad la mística en el Occidente cristiano, quiero decir, la experiencia mística, plasmada en tratados, cartas, visiones, poesías y canciones. No hubiese existido la mística renana, en la forma que la conocemos, sin esas mujeres «feministas» adelantadas a su época. Del siglo XII deben mencionarse a Isabel de Schönau y María de Oignies. Pero es el XIII el que atesora sus más excelsas representantes: Margarita de Oingt, Hadewijch de Amberes, la no identificada Hadewijch II, Matilde de Magdeburgo, Beatriz de Nazareth y Margarita Porete. Todavía en el siglo XIV habría que mencionar, al menos, a Angela de Foligno.

64. Forma afectuosa de Olga.

65. Dorotea.

66. George Vernadsky, Historia de Rusia, Buenos Aires, Losada, 1947, pág. 156. La traducción es de Luis Echávarri. La edición original es de 1929, basándose esta traducción en la segunda edición, revisada y ampliada por el autor, de 1944. Georgii Vladimirovich Vernadsky (San Petersburgo, 1887 – New Haven, Connecticut, 1973) era hijo del científico y naturalista ruso Vladimir I. Vernadsky (1863-1945). Georgii, que participó en la guerra civil junto al Ejército blanco, abandonó Rusia en 1920. Fue Profesor en las universidades de Praga y de Yale. Su concepción histórica está influida por el pensador neokantiano alemán Heinrich Rickert.

67. Todas las circunstancias del atentado están muy bien reconstruidas en el último capítulo del extenso estudio de Franco Venturi, El populismo ruso, Madrid, Alianza, 1981, págs. 1043-1057. La traducción es de Esther Benítez. El historiador Franco Venturi (Roma, 1914 – Turín, 1994) era hijo del historiador del arte Lionello Venturi y nieto del también eminente historiador del arte Adolfo Venturi.

68. George Vernadsky, Historia de Rusia, pág. 165.

69. Un amplio compendio de David Churchill Somerwell (1885-1965), en cuatro volúmenes, supervisado directamente por el autor, ha sido publicado en español por la editorial Alianza, con varias ediciones desde 1970.

70. Henri Pirenne, Mahoma y Carlomagno, Madrid, Alianza, 1989, especialmente las páginas 164-170, en las que se detiene en la creciente influencia de los mayordomos de palacio carolingios en la corte merovingia, el primero de los cuales con auténtico poder fue Carlos Martel, padre de Pipino el Breve y abuelo de Carlomagno. La traducción es de Esther Benítez.

71. Fiodor M. Dostoyevski, Obras Completas, tomo III, pág. 614.

72. Los versos, traducidos por Cansinos Asséns, dicen: «Más preciada es la sombra de las viles verdades que el engaño que nos asalta». Sobre este poema debe consultarse el magnífico estudio de Andrew Kahn, Pushkin’s Lyric Intelligence, Oxford University Press, 2008, especialmente las págs. 246-258 del cap. 7, que se ocupan expresamente del poema.

73. Para toda esta cuestión, véase mi aludido ensayo sobre El idiota, en el que me detengo pormenorizadamente en el pequeño libro de Dimitri Merejkowsky, Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, Buenos Aires, Argonauta, 1946, cuya traducción se debe a René Astiz y Teba Bronstein.

74. Pierre-Joseph Proudhon, ¿Qué es la propiedad?, Barcelona, Tusquets, 1977, págs. 31-32. La traducción es la de Rafael García Ormaechea de 1903. Sobre este conocidísimo texto del padre del federalismo autogestionario, me extendí ampliamente en mi Memoria de Licenciatura, inédita, dirigida por el Profesor Antoni Jutglar Bernaus, y titulada Proudhon y el utopismo posrevolucionario: aproximación al estudio del socialismo anterior a Marx, Universidad de Málaga, octubre de 1981, especialmente las págs. 178-182. Quiero manifestar aquí una vez más, pues ya se lo expresé en vida, mi agradecimiento, por su inestimable enseñanza y orientación metodológica, al desaparecido catedrático Antoni Jutglar (Barcelona, 1933-2007), persona de gran calidad humana y uno de los mayores expertos mundiales en Francisco Pi y Margall y el federalismo español de la segunda mitad del siglo XIX, que era por entonces, a pesar de su enfermedad, profesor a tiempo parcial del Departamento de Historia Contemporánea de la todavía lozana Universidad malacitana.

75. François Guizot, Historia de la civilización en Europa, Madrid, Alianza, 1990, pág. 20. La traducción es de Fernando Vela, fiel colaborador y discípulo de don José Ortega y Gasset. La importancia decisiva de los hechos (primero, «el estudio de los hechos»; después, «el imperio de las ideas» y «ante todo la civilización») en Guizot, ha sido bien analizada por Georges Lefebvre, El nacimiento de la historiografía moderna, Barcelona, Martínez Roca, 1974, sobre todo las págs. 180-182. Traducción de Alberto Méndez.

76. Charles Dickens, La tienda de antigüedades, Madrid, Nocturna, 2011. La traducción es de Bernardo Moreno Castillo. El episodio descrito por Trischátov corresponde al final del capítulo cincuenta y tres, pág. 562. En su apasionada disertación, casi en estado de trance, cree que es una catedral lo que sólo es una pequeña iglesia de pueblo.

77. Joris-Karl Huysmans, La Catedral, Madrid, Escelicer, 1961. La traducción es de José García Mercadal, hermano del notable arquitecto español Fernando García Mercadal. Al comienzo del capítulo XII (pág. 307) de esta excepcional novela, preñada de erudición humanística, religiosa y artística en el más alto sentido, Huysmans critica la casi nula atención prestada por muchos arqueólogos e historiadores de la arquitectura a los aspectos simbólicos, teológicos y espirituales del templo gótico medieval. Naturalmente, está formulando una crítica al más estrecho positivismo.

78. Hans Jantzen, La arquitectura gótica, Buenos Aires, Nueva Visión, 1982, págs. 78-79. La traducción es de José María Coco Ferraris. Jantzen nació en Hamburgo en 1881 y murió en Friburgo de Brisgovia en 1967. La edición original alemana de su libro es de 1957.

79. Véase mi artículo «Lenguaje, significado y heterodoxia. Consideraciones sobre ‘Ordet’ (‘La Palabra’), de Carl Th. Dreyer», publicado originalmente en el Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, nº 18, 1997, págs. 399-417. Publicado también en:

<http://www.enriquecastanos.com/ordet.htm>.

80. Henri Bergson, La risa, Madrid, Sarpe, 1985, capítulo 1. La traducción, cedida por Plaza & Janés, es de Amalia Aydée Raggio. Otras ediciones, como la de Losada de Buenos Aires de 1939, escriben Haydée el primer apellido de la traductora.

81. Ibídem, capítulo 3.

82. No debiera caerse en la tentación de confundir la apreciación de Arkadii con lo grotesco. Uno de los artistas que más exploró este factor fue el escultor alemán Franz Xaver Messerschmidt (1736-1783), un caso ejemplar de los problemas relacionados con los artistas y la locura desde el estudio que le dedicó el psicoanalista e historiador del arte Ernst Kris. El escritor Christoph Friedrich Nicolai, que visitó a Messerschmidt algunas veces, cuenta cómo trataba de convencerlo de que veía fantasmas, y que ciertos espíritus lo perseguían, siendo el de la proporción el más amenazador de todos ellos. Ideó una complicadísima teoría sobre las proporciones humanas, que decía le había inspirado el egipcio Hermes Trismegisto, pero aquel espíritu de la proporción, celoso, le infligía dolores físicos, por lo que tenía que pellizcarse continuamente; de ahí que decidiese elaborar sus célebres estudios de carácter y rostros con todo tipo de muecas. Nicolai dice que cada treinta segundos se miraba al espejo y ponía la cara conveniente a lo que estaba haciendo. En total hizo sesenta y nueve cabezas de carácter, entre 1770 y 1783. Se han conservado cuarenta y nueve, la mayoría en plomo, unas pocas en piedra y otra en madera. Las hay muy expresivas, raras y extravagantes, o incluso vacías. La monografía de Kris no está traducida al español, pero el caso es ampliamente estudiado, y de ahí he hecho el anterior extracto, por Margit y Rudolf Wittkower, Nacidos bajo el signo de Saturno. Genio y temperamento de los artistas desde la Antigüedad hasta la Revolución francesa, Madrid, Cátedra, 1982, págs. 123-130. La traducción es de Deborah Dietrick.

83. Exagera aquí demasiado su opinión el adolescente, o, al menos, puede resultar excesivamente radical si la contrastamos con la realidad o la comparamos con ciertas obras artísticas. Una de las más notables es una pieza de cera del escultor italiano Medardo Rosso, La edad de oro (1886), en la que precisamente investiga el paso, sin solución de continuidad, de la risa al llanto de un rorro en brazos de su madre, esto es, el carácter inestable y fugaz de los sentimientos, su permanente mutabilidad. Por eso es legítimo considerar a Rosso, en más de un sentido, como un escultor impresionista. La mencionada escultura, de medio metro de altura aproximadamente, es propiedad de la Raymond and Patsy Nasher Collection, Dallas, Texas, en los Estados Unidos. Una versión anterior, de 1885 y de 60 cm de altura, guarda el Petit Palais de París.

84. Recuérdese lo dicho anteriormente sobre Maren, la niña de la película Ordet. También lo que Jesús dice sobre los niños (Mc 10, 14), más aplicable aún al príncipe Mischkin, al que tanto gustaba en Suiza de rodearse de niños.

85. A Thomas Mann debieron causarle una gran impresión estas palabras de Arkadii, que aquí sólo extractamos, como se desprende de la inmarcesible declaración fisiológica de amor que Hans Castorp le hace en francés a la rusa Clawdia Chauchat en La montaña mágica, justo en la mitad central de la obra cumbre del inmenso escritor alemán. A mi modo de ver, la traducción española de Mario Verdaguer, en la legendaria edición barcelonesa de José Janés, es difícilmente superable. La edición de mi biblioteca es la de 1947. De otra parte, no creo que Dostoyevski conociese en absoluto los escritos del refinado crítico británico Walter Pater, pero, en la descripción anatómica del semblante de Katerina que hace el adolescente, no podemos por menos de acordarnos de la insuperable descripción del retrato de Mona Lisa que hizo Pater en un celebérrimo texto sobre la Gioconda publicado en noviembre de 1869. Walter Pater, El Renacimiento, Barcelona, Icaria, 1982, págs. 100-102. La traducción es de Antonio Desmonts.

86. Dostoyevski, que es un implacable crítico del catolicismo romano y del Papado de Occidente, establecerá en varios pasajes de sus novelas una equivalencia entre astucia e intriga y jesuitismo, una explícita referencia a la Compañía de Jesús, cuyo cuarto voto, como todo el mundo sabe, es el de obediencia expresa de cada miembro de la Orden al sucesor de Pedro. El pasaje más memorable en este sentido corresponde a la novela El idiota, en concreto unas palabras del príncipe Mischkin pronunciadas en el transcurso de una velada en casa de su prometida Aglaya Ivanovna, en que arremete contra la Iglesia católica casi como un poseído, siendo la única vez que altera su estado natural de mansedumbre.

  

  

  

Continúa en el próximo número.

  

  

   

  

  

  

   

   

Enrique Castaños Alés (Málaga, 1956). Profesor de Instituto de Enseñanza Media desde 1982 hasta 2016. Profesor asociado del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga durante los cursos 2006-2011. Licenciado en Filosofía y Letras en 1979, se especializó en Historia Medieval. Su Memoria de Licenciatura, leída a finales de 1981 y aprobada con la calificación de Sobresaliente por unanimidad, versó sobre El socialismo postrevolucionario anterior a Karl Marx: Charles Fourier, Henri de Saint Simon, Robert Owen y Pierre-Joseph Proudhon. Su Tesis Doctoral, defendida en el año 2000 con la calificación de Sobresaliente cum Laude, se centró en Los orígenes del arte cibernético en España. La experiencia del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid.

Es autor del libro La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX (1997), reelaborado y ampliado en 2011 bajo el título Las artes plásticas en Málaga en la segunda mitad del siglo XX. Crítico de arte del diario SUR de Málaga entre 1996 y 2012. Colaborador de las revistas Lápiz, Galería, Cuadernos Hispanoamericanos, Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, Arte y Parte y Fedro. Revista de Estética y Teoría de las Artes (Universidad de Sevilla).

Ha sido Director de la Sala de Exposiciones de la Diputación de Málaga, Coordinador de la Sala de Exposiciones de la Universidad de Málaga, Director del Departamento de Promoción Cultural de la Fundación Picasso-Casa Natal y comisario de múltiples exposiciones, entre las que destacan las antológicas y retrospectivas dedicadas a Manuel Barbadillo Nocea, Stefan von Reiswitz, Godofredo Ortega Muñoz, Esteban Vicente y Francisco Hernández Díaz. Ha comisariado exposiciones monográficas de Tomás García Asensio, Lugán, Oriol Vilapuig, Santiago Mayo, Jordi Teixidor Otto, Andreu Alfaro, Manuel Salinas, Pablo Alonso Herráiz, Dámaso Ruano Gómez, Manuel Mingorance Acién y el Colectivo Palmo de Málaga. En 1992 fue comisario de la exposición El arte de construir el arte, con los fondos del Colegio de Arquitectos de Málaga. Colaborador de la muestra «Andalucía y la modernidad», del volumen Arte desde Andalucía para el siglo XXI, y del catálogo de la exposición El discreto encanto de la tecnología, celebrada en el MEIAC de Badajoz y el Museo ZKM de Karlsruhe.

Ha impartido numerosas conferencias y ha sido ponente en diversos seminarios organizados por las Universidades de Málaga y Alicante. Ha escrito y publicado en revistas especializadas amplios artículos sobre diversas novelas de Bram Stoker, Nathaniel Hawthorne, Anne Brontë, Miguel de Unamuno y Fiodor Dostoyevski, así como sobre películas de Leontine Sagan, Leni Riefenstahl, Philippe Claudel, Leopold Jessner, Ludwig Wolff y Paul Czinner. Colaborador del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. En 1997 publicó unas Consideraciones sobre «Ordet», de Carl Theodor Dreyer.

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 3. Página 15. Año XXII. II Época. Número 115. Abril-Junio 2023. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2023 Enrique Castaños Alés. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2023 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 29730. Rincón de la Victoria (Málaga).

   

     

 

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