LA 2.ª PARTE DE la novela comienza el 29 de noviembre, viernes, y en ella se da cuenta de que este mismo día se marcha Mischkin para Moscú, para tomar posesión de una cuantiosa herencia, ciudad en la que permanecerá seis meses, regresando a San Petersburgo sobre la primera semana de junio, cuando las Yepánchinas no han hecho más que trasladarse a su dacha de los alrededores de la ciudad, en Pávlovsk. El narrador nos aclara algunos sucesos de ese ínterin temporal. Por ejemplo, que Adelaida se ha comprometido durante la primavera con el príncipe Tsch***, celebrándose la boda, que debe posponerse por diversas circunstancias, a mediados del verano; que Varvara se ha casado con Ptitsin, llevándose a vivir con ella a su madre y a su hermano Gavrila; que Nastasia Filíppovna se ha escapado hasta tres veces del lado de Rogochin, la tercera «casi al pie mismo del altar», y, por último, que hacia Semana Santa, por mediación de Kolia, recibe Aglaya una corta, extraña y «absurda» misiva del príncipe Mischkin, en donde, entre otras cosas, le confiesa: «Usted me es muy necesaria, muy necesaria. No tengo nada que escribirle a usted respecto a mi persona, no tengo nada que contarle. Tampoco es eso lo que yo quería; lo que yo deseo enormemente es que usted sea feliz. ¿Lo es usted? He ahí todo lo que yo quería decirle. Su hermano, P.[ríncipe] L.[iov] Mischkin». Ella se ruboriza al leerla y la guarda sin premeditación alguna en el interior de un grueso volumen del Quijote.

En el II capítulo nos encontramos ya a primeros de junio. Todo este capítulo II, el III, el IV y el V, están dedicados a narrar un solo día de primeros de junio, el día en que el príncipe Mischkin llega a San Petersburgo procedente de Moscú. En primer lugar, se traslada a visitar a Lebédev, en cuya casa permanece hasta las doce del mediodía. Desde esa hora hasta pasadas las siete de la tarde, la narración se centra en la densa, extraña y delirante relación del príncipe con Parfén Rogochin, al que primero visita en su casa, donde mantienen una larga y profunda conversación, pero al que después deja, no sin que Rogochin lo persiga sigilosamente durante horas (sus centelleantes ojos llega a verlos Mischkin por tres veces ese día, sintiendo estremecido cómo lo observan, la primera vez entre la multitud, cuando llega a la estación), hasta que, finalmente, en la escalera de la fonda donde se aloja Mischkin, intenta apuñalarlo Rogochin, si bien este se queda de pronto como paralizado ante el ataque de epilepsia que le sobreviene de súbito al príncipe. Rogochin huye y Mischkin es socorrido por Kolia Ivolguin.

Pero reconstruyamos los hechos decisivos de ese día de primeros de junio en la capital imperial. El principal tema de conversación entre el príncipe y Rogochin en casa de este, gira, naturalmente, en torno a Nastasia, cuyo amor hacia Mischkin, con el que ha convivido durante un mes aproximadamente entre esas vecindades y huidas del lado de su inicuo amante, provoca que Rogochin sienta unos celos devastadores y enfermizos, preñados de instintos criminales. Mischkin, no obstante, le dice: «Ya te expliqué una vez que yo no la amo con amor, sino con piedad». Rogochin le cuenta cómo Nastasia lo ha abandonado en distintas ocasiones y cómo le ha referido la historia, que él desconocía, como tantas otras, por completo, de la penitencia y humillación del emperador Enrique IV Staufen ante el papa Gregorio VII en el castillo de Canossa, en enero de 107735. Del mismo modo que Enrique juró vengarse de Hildebrando, supone, al concluir Nastasia de contar el episodio histórico, que bien podría Parfén estar pensando en vengarse de ella cuando se casen. Con absoluta sinceridad le confirma Rogochin al príncipe ese destino intuido por Nastasia tan certeramente. En un momento del diálogo, Rogochin le responde al príncipe: «Lo más cierto de todo es que tu piedad parece todavía más fuerte que mi amor». También le confiesa al príncipe que Nastasia huyó de él, de Mischkin, por lo mucho que le ama, porque no quiere mancillarlo, ella, que se considera una vulgar prostituta. Todo esto, como hemos dicho, lo está carcomiendo por dentro, lo está envenenando de un modo pervertido y maléfico.

Un poco más tarde, en el capítulo IV, el príncipe repara en una copia que hay en la sombría casa de Rogochin, encima del dintel de una puerta, de la célebre tabla de Hans Holbein ‘el Joven’, representando el impresionante cuerpo de Cristo muerto tendido, del Museo de Basilea (1521), copia que le lleva a exclamar: «¡Ese cuadro puede hacerle perder la fe a más de una persona!»36. No es frecuente en las novelas de Dostoyevski, sino más bien todo lo contrario, que el autor reflexione, por boca de sus personajes, acerca de excelsas obras de arte del pasado. Tampoco él mismo, en su peregrinaje por Europa, dispone de mucho tiempo para visitar detenidamente los principales monumentos de las maravillosas ciudades en las que reside, como Florencia, Dresde, París, Londres, Turín, Milán, Ginebra, Basilea u otras, ni tampoco sus museos, ocupado permanentemente como está, por sus constantes necesidades de dinero, en escribir febrilmente, encerrado en hoteles o en habitaciones alquiladas, donde llena con su letra menuda centenares y centenares, millares de hojas. Una labor ciertamente titánica, casi únicamente comparable en la literatura europea a la de Honoré de Balzac, que, es verdad, escribió un volumen de páginas bastante mayor, pero que no alcanza la profundidad filosófica y religiosa y la cosmovisión metafísica que encontramos en las enrarecidas, densas, morbosas, atormentadas y sobrecogedoras novelas dostoyevskianas. Y esto lo decimos sin restar un ápice a la grandeza inmensa de Balzac, otro titán de la literatura universal, cuya Eugenia Grandet será siempre, aunque transcurran miles y miles de años, una obra inmortal que no podrá apagarse nunca del corazón de las almas sensibles.

Este alto en el camino que hace el novelista ruso respecto de la muy oblonga tabla del pintor del Renacimiento alemán, es, sin duda, una de esas pocas excepciones, confirmada aún más por el hecho insólito que, bastante más avanzada la novela, en el capítulo V de la 3.ª parte, vuelva sobre ella, aunque no a través de Mischkin, que había hecho ese agudísimo pero también desconcertante comentario de la desvencijada reproducción en casa de Rogochin, sino por mediación de uno de los personajes más espinosos espiritualmente de la novela, el joven tísico Ippolit [Hipólito] Teréntiev, de unos 17 o 18 años, amigo de Kolia e hijo de Marfa Borísovna, viuda de unos 40 años que ha sido amante del general Ivolguin. En una suerte de Declaración, titulada por él mismo Mi explicación indispensable, a la que nos habremos de referir en su lugar correspondiente de la 3.ª parte, Ippolit, que también conoce el cuadro, se refiere a él en unos términos que constituyen, sin duda, uno de los acercamientos más profundos que pueden hacerse respecto de la esencia última de una suprema obra artística, una aproximación que, además de incidir en los aspectos plásticos y estéticos, incide particularmente en los espirituales, en los que trascienden ese trajín material de los pigmentos, del dibujo, de la forma y del color, y penetran en la terra incognita de la Verdad, de la verdad del Arte, no de la pintura, por muy excelsa y excelente que esta sea, sino del Arte, que se encuentra del otro lado de la pintura, porque ya no es ámbito meramente humano, sino trascendente. El comentario de Ippolit es solo comparable a ese tipo de comentarios que son capaces de revelarnos secretos y arcanos muy escondidos, que son capaces de desvelarnos la esencia íntima más profunda de la auténtica obra artística, que, como puede comprenderse, no es ya de carácter estético, sino espiritual. Entre esos comentarios podríamos recordar aquí el que hace Ramón Gaya del Niño de Vallecas velazqueño37, donde la «luz igualatoria» de sus cuadros se «quedará prendada […] de la divina bobería de su rostro, de su divino rostro […] convirtiéndose […] en una luz más alta, más elevada», y haciendo realidad «una faz, diríase, naciente, como una luna naciente, dolorosamente luminosa, y también dichosa, plena como una hostia alzada y redentora», llegando a ser «el altar mayor de su obra», donde se ha producido «el sacrificio de la realidad, y también el sacrificio del arte» y donde la belleza no es ya estética sino ética; o el de Walter Pater, de noviembre de 1869, sobre la Gioconda, enmarcada por «un círculo de rocas fantásticas, con una luz débil y como submarina», cuya cabeza «es la cabeza en que todos los extremos del mundo se encuentran […] una belleza elaborada desde el interior de la carne, el depósito, celdilla por celdilla, de extrañas ideas y fantásticos ensueños y exquisitas pasiones […] más vieja que las piedras entre las que posa…»38; o el de Joris-Karl Huysmans sobre el Políptico del Altar de Isenheim, hoy en el Museo de Colmar, pintado por Matías Grünewald hacia 1511-151639.

A este grado de penetración tan absolutamente infrecuente es al que llega Ippolit Teréntiev. Sobre el óleo de Holbein, cuyas dimensiones del original son 30,5 x 200 centímetros, y que, sin duda, como anotó su esposa, debió impactar sobremanera a Dostoyevski en Basilea (de hecho es más sobrecogedor que el insuperable y atrevidísimo escorzo del Cristo muerto de Andrea Mantegna del Brera de Milán), dice ese joven nihilista que en él no queda rastro de la belleza del semblante de Cristo, sino que «era enteramente el cadáver de un hombre que ha padecido torturas infinitas antes de ser crucificado […] la cara está tratada sin piedad; allí solo hay naturaleza, y, en verdad, así debe ser el cadáver de un hombre, fuese quien fuese, después de tales suplicios […]; los que creían en Él […] ¿cómo pudieron creer, a vista de tal cadáver, que aquel despojo iba a resucitar? Entonces se adquiere la comprensión de que, si tan terrible es la muerte y tan poderosas las leyes de la Naturaleza, ¿cómo dominarlas? […] La Naturaleza se aparece, al mirar ese cuadro, como una fiera enorme, inexorable y muda […] que […] se tragó, sorda e insensible, a aquel Ser grande e inapreciable, un Ser que Él solo valía por toda la Naturaleza y todas sus leyes, por toda la Tierra, la cual es posible que únicamente fuera creada para la sola aparición de ese Ser […] Aquellas figuras que rodean al moribundo, y de las que ni una sola aparece en el cuadro, debieron de sentir una pena y un desaliento atroces aquella noche al ver defraudadas de una vez todas sus ilusiones y casi toda su fe». Palabras tremendas estas de Ippolit, que ya ve próximo su final, pues está minado por la tuberculosis, que escuchará extasiado nuestro príncipe Mischkin, y que le recordarían, sin duda, lo que había dicho a bote pronto nada más ver la reproducción del cuadro a la luz de una lámpara entre las sombras, como una aparición o una fantasmagoría escalofriante, muchísimo más qué las de Gustave Moreau con el tema de Salomé y la cabeza del Bautista, tan magistralmente descritas por Huysmans en Á rebours, máximo ejemplo de la novela decadente publicada en 188440.

Las referidas palabras de Ippolit Teréntiev sobre el cuadro de Holbein no podían pasarle desapercibidas a Merejkovsky, quien ve en ellas un punto esencial de contacto entre Dostoyevski y Nietzsche acerca de la verdadera clave de bóveda de la fe cristiana, que no es otra que la creencia en la Resurrección41. ¿Cómo podían, efectivamente, creer los discípulos de Jesús y las mujeres que lo habían acompañado durante tres años, que ese cuerpo macerado, magullado y deformado por los golpes y por tan espantosos sufrimientos, ese auténtico cadáver tumefacto, podía resucitar? Tiene razón Merejkovsky al calificar la creencia en la Resurrección de Cristo como la creencia esencial, sin la cual, como diría San Pedro, toda la fe en Jesús se desmoronaría. Ese espectáculo lastimoso, esa muerte de criminal y de delincuente común, es la que para Nietzsche constituye el aspecto más débil del Evangelio, su «fatalidad»: «—La fatalidad del evangelio se decidió con la muerte, —quedó colgada de la “cruz”… Solo la muerte, esa muerte ignominiosa y no aguardada, solo la cruz, la cual estaba en general reservada únicamente a la canaille [gentuza], —solo esa horrorosísima paradoja enfrentó a los discípulos con el auténtico enigma: “¿quién fue?, ¿qué fue?” […] —Y a partir de ese instante surgió un problema absurdo, “¡cómo pudo Dios permitir eso!”»42

Más adelante habré de referirme de nuevo a la extraña sintonía espiritual entre el escritor ruso y el pensador alemán, pero aquí lo decisivo es destacar que mientras Dostoyevski asume, con todas sus consecuencias, la doble naturaleza, divina y humana, de Cristo, y, cuando decimos «humana», estamos diciendo «humana» sin ningún tipo de edulcoración, esto es, en la que el sufrimiento físico es insoportable durante la Pasión, pero que, a pesar de ello, cree firmemente en que Jesús resucitó con su cuerpo y con su espíritu a la vida eterna, Nietzsche no puede aceptar algo que va en contra de las leyes de la Naturaleza, tan apuntaladas desde los días del Renacimiento con el desarrollo de la física. Aunque, como asimismo sostiene Merejkovsky, en realidad aquel problema no era un problema absurdo para Nietzsche, sino un problema de dimensiones infinitas al que se resiste a mirar cara a cara, porque enfrentarse con ese problema puede hasta «aniquilar al espíritu humano»43. Dostoyevski acepta plenamente lo que para muchos es una contradicción insalvable: la necesidad mística del milagro de la Resurrección vence a su imposibilidad natural. Por eso, a pesar de los nobilísimos y loables esfuerzos llevados a cabo con un rigor intelectual inencontrable en nuestros tiempos, por parte de Benedicto XVI para conciliar fe y razón, como se esforzó también en llevar a cabo ese titán inconmensurable del pensamiento teológico que fue Santo Tomás de Aquino, quizás tuviese razón León Chestov cuando entendía y sentía que esa deseable conciliación es prácticamente imposible. Este es uno de los principales puntos de encuentro, precisamente, entre Chestov y su admiradísimo Søren Kierkegaard44.

  

 

 

El principal tema de conversación entre el príncipe y Rogochin en casa de este, gira, naturalmente, en torno a Nastasia, cuyo amor hacia Mischkin (...) provoca que Rogochin sienta unos celos devastadores y enfermizos, preñados de instintos criminales. Mischkin, no obstante, le dice: «Ya te expliqué una vez que yo no la amo con amor, sino con piedad». (...) En un momento del diálogo, Rogochin le responde al príncipe: «Lo más cierto de todo es que tu piedad parece todavía más fuerte que mi amor».

  

Después, volviendo de nuevo a ese prolongado encuentro de varias horas entre Mischkin y Rogochin, continúan una serie de reflexiones de carácter religioso por parte del príncipe, como cuando refiere lo que le ha dicho hace un rato una joven mujer: «Tan grande como la alegría de una madre que contempla la primera sonrisa de su hijito es la de Dios cuando ve que un pecador se arrodilla y reza»45. Mischkin considera que esas palabras encierran un sentimiento religioso muy profundo, incluso la esencia misma del cristianismo; es decir, que el hombre sin Dios dejaría de ser hombre, renegaría de su humanidad más genuina, pues esta está hecha a semejanza de Aquel. Mischkin le confiesa a Rogochin que la esencia de la religión no puede aprehenderse a través de la razón, así como tampoco le afecta a esa esencia la maldad del hombre o su ateísmo; por eso, esa esencia es soslayada por los ateos.

Ya en el siguiente capítulo, en el V, Mischkin deja la casa de Rogochin sobre las tres y media de la tarde. Durante varias horas, hasta después de las siete de la tarde, el príncipe va sumergiéndose paulatinamente en un estado de trastorno, de delirio, deambulando casi como un sonámbulo por las calles de San Petersburgo, sin rumbo fijo. En realidad, está preparándose el advenimiento de un ataque epiléptico46, que el novelista describe primero incidiendo en ese segundo inmediatamente anterior al ataque, ese supremo instante por el que, piensa para sí Mischkin, «daría yo toda la vida»47. Se trata de un «segundo definitivo», «insufrible», aunque, al mismo tiempo, «era realmente belleza y visión divina», «la suprema síntesis de la vida», un momento en el que «se me hace comprensible esa frase extraordinaria de que ya no habrá más tiempo». Repárese en la plausible apreciación escatológica, esto es, en la probable alusión al final de los tiempos. Mischkin dase cuenta que empezaba a tener fe apasionada en el alma rusa48. También piensa, en su delirio, que la piedad instruirá a Rogochin. «La piedad es lo esencial y acaso la única ley de la vida de todo el género humano». Pensamiento interior, desde luego, decisivo, quizás el más decisivo y determinante de toda la obra, el que verdaderamente sintetiza lo más profundo que guarda en su sagrario íntimo el príncipe Mischkin. Sin la piedad no puede entenderse nada de este espíritu que no parece ser de este mundo49.

Finalmente, cuando Rogochin, que como siempre acecha y se esconde con inquietante sigilo, va a apuñalarlo en el rellano del primer piso de la fonda en que se aloja Mischkin, este sufre el ataque. La descripción que hace Dostoyevski de este ataque epiléptico es estremecedora, de una exactitud más que científica, y, al mismo tiempo, impregnada de un halo irracional, religioso, místico. En ese medio segundo inmediatamente anterior, «una extraordinaria claridad interior iluminó su alma», y, después, un grito ensordecedor, inhumano, imposible de comprender, como si hubiese sido lanzado por otro hombre «metido dentro» del hombre que grita, esto es, dentro del propio Mischkin50. Ante ese grito, Rogochin queda paralizado, detiene su mano con el puñal, y, unos segundos después, está ya en la calle, dejando el cuerpo de Mischkin, que ha rodado por las escaleras, rodeado de un charco de sangre. La escena, la descripción del ataque, es pavorosa, imborrable, morbosa, enfermiza, pero trazada con precisión de experto cirujano.

Me parece oportuno aprovechar este momento para hacer tres breves referencias acerca del significado de los ataques epilépticos del príncipe Mischkin. Una es de Luigi Pareyson, otra de Sigmund Freud y la tercera de Merejkovsky. El conocido teórico de la estética italiano opina que en esos instantes inmediatamente anteriores al ataque epiléptico, Mischkin vive la experiencia de una «eterna armonía» (que nada tiene que ver con ese mismo concepto en boca del epiléptico Kirillov51 de Demonios), en la que «coexisten una felicidad perfecta y una alegría más intensa que el amor y que el perdón. Por otra parte se da un conocimiento total y revelador de la verdad acompañada por un acto de consentimiento y de aceptación de la belleza y bondad de cada cosa»52.La segunda referencia, la del padre del psicoanálisis, según las consideraciones de carácter general que lleva a cabo en su conocido ensayo sobre Dostoyevski, indica que la epilepsia del novelista (que, con muchas reservas, se puede hacer extensible a la padecida por Mischkin, no en el sentido de que el príncipe padeciese la misma y supuesta enfermedad de Dostoyevski, sino en el sentido de que este dotaría a su personaje de una enfermedad en su acepción de hipersensibilidad y predisposición para el sufrimiento) sería una epilepsia «afectiva» más que una epilepsia «orgánica», es decir, más propia de un neurótico que de un enfermo del cerebro53, lo que no es óbice, y esta es una observación clínica que nos interesa en el caso de Mischkin, que esos ataques puedan aquejar no solo a personas con defectos cerebrales, sino «a personas que manifiestan un pleno desarrollo psíquico y una extraordinaria afectividad, insuficientemente dominada en la mayoría de los casos»54.

Lo que de ningún modo podríamos aplicar a Mischkin son las controvertidas conclusiones del gran médico vienés acerca de las causas profundas de la epilepsia de Dostoyevski, enfermedad, no obstante, que Freud reconoce honestamente que no se puede determinar con exactitud en cuanto a su grado y su alcance en el escritor ruso, pues carecemos de datos suficientes sobre su intensidad, su precisa descripción, su frecuencia, etc.55. Pero se inclina a pensar, con los datos biográficos disponibles y con las conclusiones que pueden extraerse del carácter psicológico de sus atormentados personajes, que la epilepsia de Dostoyevski, que era una persona con un «fortísimo instinto de destrucción»56, tiene que ver, en primer lugar, con sus tempranos miedos, siendo todavía un niño, a la muerte, esto es, al convencimiento de que iba a caer en un estado letárgico que le conduciría inexorablemente a la muerte57; en segundo lugar, con los instintos criminales de desear matar a su padre, siendo así la epilepsia una manifestación compensatoria y un modo de expiar el sentimiento de culpa de su conciencia58; y, en tercer término, con sus larvadas inclinaciones homosexuales, o, al menos, con su bisexualidad, que Freud deduce, por un lado, de la lectura de parte de su correspondencia y de la estrecha amistad que mantiene con determinados hombres, como, por otro, una vez más de la psicología de algunos de sus personajes. Muchos de estos personajes, además, recuerda Freud, eran asesinos, pecadores y hombres malvados y amorales, algo que ni mucho menos puede considerarse casual, sino como una manifestación de los propios instintos reprimidos del escritor59, muy tenuemente sádico hacia afuera y muy sádico consigo mismo, esto es, un masoquista. El mayor trauma de su vida, según Freud, quizá fuese el asesinato real de su padre por unos malhechores, cuando el escritor contaba con diecisiete años. Precisamente, como él mismo albergada tendencias parricidas, la muerte del padre generó en él un sentimiento de culpa muy profundo. Si pudiera demostrarse, observa Freud, que Dostoyevski no sufrió de ningún ataque epiléptico durante sus cuatro años de trabajos forzados en Siberia, ello confirmaría que aquella culpabilidad se vería redimida por la pena impuesta por las autoridades, mientras que, una vez recobrada la libertad, el sentimiento de culpa retornaría, y, con ello, la enfermedad60. En lo que se refiere a la bisexualidad, la argumentación de Freud es bastante débil, pues solo aduce un hipotético enamoramiento del padre, una relación amor-odio, pero sin aportar pruebas concluyentes y satisfactorias61. También lleva a cabo una audaz y polémica asociación entre la afición al juego, a la ruleta, y la masturbación, en el sentido de que el juego   —y aquí subraya el papel de las manos basándose en una hermosísima narración corta de Stefan Zweig, Veinticuatro horas en la vida de una mujer— sublimaría la fuerte inclinación onanista62.

La última referencia al significado de los ataques epilépticos del príncipe Mischkin, es, a mi juicio, la más interesante, con diferencia, de las tres. Es la interpretación de Dmitri Merejkovsky, que, naturalmente, se inspira en una atentísima lectura de las propias palabras del príncipe explicando o tratando de traducir en palabras su transporte y arrobamiento. Para empezar, Merejkovsky lleva a cabo una interpretación doble, ambivalente, pero complementaria, acerca de la causa y de la consecuencia de la enfermedad. De un lado, esa lucidez, esa «luz» que percibe el príncipe en el segundo anterior al ataque, y que sería una «consecuencia» de la enfermedad. Es decir, el conocimiento espiritual como resultado de un defecto de la constitución físico-genética del individuo. Pero, de otro lado, la «idiotez» como consecuencia de la suprema síntesis de la vida, de ese instante en el que Mischkin parece intuir y comprender el misterio último del mundo y de la existencia63. La «idiotez» sería, pues, el precio que habría de pagar por ese instante único, donde todos los extremos del mundo se juntan, que, en su sentido espiritual, es una referencia a Cristo.

Pero Merejkovsky va aún más lejos cuando insinúa que ese «instante» supremo, ese «instante» de existencia superior, podría significar o referirse al fin de los tiempos (por eso hemos hablado antes del aspecto escatológico de la experiencia intransferible de Mischkin); mejor aún, un equivalente del fin de la Historia y de las edades del mundo, según la mística del propio cristianismo. Expresado de otro modo: lo que Dostoyevski está planteando aquí es nada menos que la profunda preocupación del Cristianismo por la muerte64; antes del Cristianismo no había verdadera conciencia de la muerte65, porque no había tampoco conciencia de la trascendencia del hombre individual, una trascendencia espiritual que está vinculada a las Personas del Verbo. No se está hablando aquí de una idea de la muerte referida exclusivamente al individuo concreto y singularísimo, sino a una noción de la muerte que afecta de lleno al decurso mismo de la humanidad entera, esto es, que habrá un último día. Antes de que llegue ese último día, se habrá realizado el Reino de Dios sobre la tierra, el reino de Cristo, que es precisamente lo contrario al Estado como poder temporal y a la Iglesia como institución, sea católica u ortodoxa, pues ese Reino de Cristo se basa solo en la realización del Amor, y, para ello, es la propia sociedad, que no debe confundirse con el Estado66, la que se identifica con la Iglesia, pero entendida ahora como cuerpo místico de Cristo.

No obstante, el inmenso teólogo y estudioso de todo el universo humanístico que fue Hans Urs von Balthasar (1905-1988), el hombre «plus cultivé de son temps», en palabras de Henri de Lubac67, interpreta con desusada originalidad la enfermedad del príncipe como una manera de ocultar su cristianismo, entre otras razones porque el verdadero cristianismo siempre resultará incomprensible para la mayoría, adquiriendo a sus ojos tintes entre patéticos y ridículos, consecuencia, precisamente, de su misma esencia, tan ajena a todo lo material y terreno. Dice así el eminente teólogo suizo, en uno de los quince tomos de su monumental, y probablemente casi insuperable, trilogía Estética, Teodramática y Teológica, lo siguiente: «La enfermedad de Mischkin tiene […] una función de velación: de ocultar el misterio cristiano ante los ojos propios y ajenos. Es el misterio de la gloria del amor absoluto que penetra desde arriba». Lo que sobre todo distingue al príncipe es su sencillo amor, un «amor simple y puro que no tiene derecho de ciudadanía aquí abajo, que no puede aclimatarse ni instalarse en este mundo, que Aglaya lo llama “platónico amor del caballero medieval”, y que, sin embargo, se distingue claramente del eros trascendental originario, puesto que este es sabio y el amor crucificado cristiano es necio y, en su forma terrena, ridículo»68.

El capítulo VI empieza tres días después de ese ataque epiléptico (por lo que continuamos a principios de junio), con el príncipe ya recuperado y alojado en la dacha de Lebédev en Pávlovsk, donde también están de veraneo las Yepánchinas. Todo ese primer día de Mischkin en la dacha de Lebédev, ocupa los capítulos VI, VII, VIII, IX y X. Al día siguiente, en el capítulo XI, Mischkin recibe la visita de Adelaida Ivánovna y del príncipe Tsch***. El segundo día de estancia de Mischkin en Pávlovsk ocupa prácticamente todo este capítulo XI, hacia cuyo final se inicia el tercer día de estancia del príncipe en la dacha de Lebédev, que ocupa todo el capítulo XII, con el que finaliza la 2.ª parte de la novela.

Aunque en todos esos capítulos ocurren multitud de cosas y se perfeccionan los rasgos psicológicos de varios personajes secundarios, nosotros debemos circunscribirnos especialmente al triángulo amoroso de Mischkin-Nastasia-Aglaya, a sus caracteres espirituales y psicológicos, y también a los actos, pensamientos y manifestaciones de otros personajes que nos ayuden a dibujar con cierta nitidez el alma del príncipe. En este punto resulta necesario hacer una precisión relacionada con la concepción o la idea que Dostoyevski tenía de la psicología, a la que no puede considerarse en su caso exactamente de «psicología explicativa», pues lo que en última instancia mueve a sus grandes creaciones literarias, a sus personajes más característicos, está de una u otra manera relacionado con el problema de la libertad, un problema que, para Dostoyevski, constituye un enorme misterio, uno de los misterios supremos de la existencia; de ahí que no pueda abordarse, pues, de lo contrario, el misterio se diluiría y dejaría de ser tal, con un método prosaicamente racional, sino irracional, esto es, un método que permita acceder a las realidades esenciales, que son las realidades espirituales69.

Las tres hermanas, junto con su madre, una vez se enteran de que el príncipe se encuentra en Pávlovsk restableciéndose de la enfermedad que ha vuelto a sobrevenirle, deciden hacerle una visita, pues sienten una sincera estima por él, que, en el caso de Aglaya es puro amor, aunque su orgullo y su pudor lo mantienen escondido; de igual modo que saben de la pretérita convivencia juntos del príncipe con Nastasia, que, naturalmente, reprueban, aunque por discreción y respeto no le digan nada. No obstante, Lizaveta Prokófievna sí se atreve a preguntarle si está solo, es decir, si no ha llegado a casarse, dudas que quedan inmediatamente despejadas con la pronta respuesta del príncipe, que se sonríe ante la ingenuidad de la pregunta. No, no está casado.

  

 

 

Cuando Rogochin, que como siempre acecha y se esconde con inquietante sigilo, va a apuñalarlo en el rellano del primer piso de la fonda en que se aloja Mischkin, este sufre el ataque. [...] Ante ese grito, Rogochin queda paralizado, detiene su mano con el puñal, y, unos segundos después, está ya en la calle, dejando el cuerpo de Mischkin, que ha rodado por las escaleras, rodeado de un charco de sangre. La escena, la descripción del ataque, es pavorosa, imborrable, morbosa, enfermiza, pero trazada con precisión de experto cirujano.

  

De otra parte, desde hace aproximadamente un mes antes de la llegada del príncipe a la localidad veraniega residencial, las tres hermanas han adquirido la costumbre de referirse en sus conversaciones privadas a un misterioso pobre caballero, que, como es lógico, es el príncipe, uso que empieza a extenderse entre otros personajes de nuestra historia, como la cada vez más atractiva  —en lo que se refiere a la nobleza de sus sentimientos—   hija adolescente de Lebédev y su recién fallecida esposa Yelena, la hermosa muchacha de trece años Viera Lukiánovna (Viera Lebédeva), que, además, siente una honda devoción y admiración por Mischkin; o el propio Kolia; o el novio de Adelaida, el príncipe Tsch***, así como un amigo de éste, Yevguenii Pávlovich Radomskii. La que no sabe nada del significado de ese apodo es Lizaveta Prokófievna, y eso la enoja, por lo que un día, harta de tanto secreto, haciendo gala de su franco carácter, pregunta sin tapujos qué significa, a lo que de pronto Aglaya se ruboriza. Ésta estaba ya también empezando a irritarse de las bromas a cuenta de la ingenuidad del príncipe, que le hacen ya muy poca gracia. Pero, por disimular su sentimiento hacia Mischkin, si lo ve necesario, también se ríe de su modo de ser. Aglaya, según se ha dicho, es muy orgullosa y tiene mucho amor propio, lo que a veces, dada la firmeza de sus decisiones, o lo resolutivo de su conducta, que puede, sin embargo, variar radicalmente en pocos minutos, puede dar la impresión de inmadurez, de inconstancia o de una manera de ser caprichosa. Nada más lejos de la realidad. Es plenamente madura y sabe muy bien lo que quiere. Y ese saber incluye querer saber con certeza qué quieren los demás de ella o qué sienten hacia ella, es decir, qué quiere exactamente el príncipe y qué siente. Pero esto habrá de resolverse más adelante.

Durante esa visita al príncipe en la dacha de Lebédev, como saliera de nuevo a relucir lo del pobre caballero, y se repitiera la pregunta de la generala, y se liase el asunto en nexo fortuito a los temas de los cuadros que pintaba Adelaida, actividad a la que era aficionada, y como quiera que cada vez más crecientemente le pareciese todo eso del pobre caballero una «sandez» a Lizaveta Prokófievna, puesto que nadie se lo aclaraba en medio de tantas chanzas y complicidades ajenas a ella, de pronto, de improviso, como correspondía a su carácter más profundo, Aglaya le replica a su madre que «no hay tal sandez, sino tan solo la mayor estimación», respuesta que aún enojó más a la generala, que, interrogando a su hija qué quería decir eso de la «mayor estimación», encontró esta respuesta de Aglaya, expresada con la mayor gravedad: «Pues porque la hay […], porque en esos versos [unos de Pushkin] se describe primero a un hombre capaz de sentir un ideal, y luego cómo, habiendo sentido una vez ese ideal, cree en él, y, ya animado de esa fe, le consagra toda su vida […] Yo, al principio, no comprendía, y me reía; pero ahora amo al pobre caballero, y, lo principal, estimo sus proezas». El príncipe, en la terraza de la dacha de Lebédev, que era donde estaba sucediendo el diálogo, asistía atónito. Es la primera vez que Aglaya, bien es cierto que, de modo enigmático, ha expresado su amor. El único que la ha entendido es el destinatario de ese amor. Aglaya estaba refiriéndose a los versos de la famosa Balada del pobre caballero de Alejandro Pushkin, que, inmediatamente después, una vez que Radomskii se ha sumado a la reunión, recitará la joven delante de todos en una intervención ciertamente memorable. Dostoyevski nos describe magníficamente el milagroso momento; cómo se va operando, frente a los que puedan creer que se trata de una afectación de Aglaya, una profunda compenetración de ella con los versos que declama. ¡Es que está declamando una declaración de amor a su amado, que está delante mismo de ella! Los románticos versos de Pushkin hacen alusión a un «misérrimo hidalgo», imbuido de un alto ideal, que ama a una mujer desinteresadamente, un explícito homenaje de Pushkin y de Dostoyevski a Don Quijote70. Aglaya, como acabamos de decir, se está dirigiendo al príncipe Mischkin, y tiene la increíble habilidad de alterar las iniciales que hay insertas en el poema de Pushkin por las iniciales de Nastasia Filíppovna (N. F. B.)71. Mischkin es el único de los circunstantes que se da cuenta de ello inmediatamente. Aquel pobre caballero al que todos se referían hasta entonces, pertenece a la misma familia espiritual que el hidalgo de la balada de Pushkin que tan maravillosamente recita Aglaya. Aquel pobre caballero, ya lo hemos dicho, es Mischkin, un personaje que Dostoyevski está modelando con un paralelismo espiritual con Don Quijote, los dos más grandes personajes de la literatura universal que encarnan un «ideal», naturalmente, decíamos al principio, cristiano, evangélico. Por eso le hablaba Aglaya a su madre instantes antes del «ideal». Entre Aglaya y el príncipe, en todo este pasaje lleno de amor, pero también de amargura (repárese en la sutil alteración de las iniciales), hay unos intercambios de miradas y una sintonía extraordinaria. Ambos se ponen encarnados en más de una ocasión durante el transcurso de esta intensa escena de amor puro y platónico.

Aunque el tema del nihilismo ruso se roza muy de soslayo en esta novela, ya que será en Demonios y en Los hermanos Karamazov donde Dostoyevski aborde con profundidad jamás alcanzada toda la problemática intelectual, política y religiosa que esa corriente fundamental de la intelligentsia rusa presentaba en su tiempo, anunciando de manera profética los horrores del bolchevismo, sin embargo, coincidiendo con la estancia del príncipe en la dacha de Lebédev, se van agregando una serie de personajes, al calor de un turbio y equívoco asunto en el que se pretende conseguir una importante cantidad de dinero del príncipe72, en los que pueden advertirse embrionarios rasgos nihilistas, pero que, ni mucho menos, ofrecen la nitidez ni la profundidad, ni tampoco la maldad, de los quinqueviros de Demonios dirigidos por Piotr Stepánovich Verjovenski.

De todos ellos, el más interesante, a notable distancia del resto, es el ya referido Ippolit Teréntiev, que en esta cuestión solo tiene rasgos intelectuales tangenciales con el nihilismo, aunque de inusual profundidad si tenemos en cuenta su jovencísima edad. La vehemente Lizaveta Prokófievna, que advierte espantada el ateísmo de que se jactan, irritada ante las risas irónicas y burlonas que de modo constante manifiestan, ante su descarada altivez, acaba explotando, y, cual atacada de incontrolado histerismo, lanza una extensa andanada contra ellos, en la que, además de decirle a Kolia, que está influido sobre todo por su amigo Ippolit, que, en vez de discutir, con lo joven que es, sobre el problema femenino, lo que debe hacer es portarse «humanamente» con su sufrida madre, exclama: «¡Locos! ¡Vanidosos! No creen en Dios, no creen en Cristo. Pero hasta tal punto estáis corroídos de vanidad y orgullo, que acabaréis comiéndoos los unos a los otros, desde ahora os lo digo» (capítulo IX). No solo los quinqueviros de Demonios terminarán devorándose a sí mismos, sino que solo hay que reparar en la terrible lucha por el poder que se desata en la Unión Soviética después de la muerte de Lenin en enero de 1924, de qué modo todos los principales revolucionarios de la primera hora son neutralizados y apartados, y, después, cuando las circunstancias sean propicias, en el decenio de 1930, detenidos, encerrados y eliminados físicamente por orden de José Stalin. Todo lo que ocurre en Rusia posteriormente a su muerte en 1881, está profetizado de modo sobrecogedor y espeluznante por Dostoyevski, pero no porque fuese profeta, al modo de los profetas del Antiguo Testamento, sino porque conoce como nadie la idiosincrasia del pueblo ruso y lo que se esconde detrás del nihilismo ruso.

Ippolit Teréntiev, que sabe que su fin está próximo, pues la tuberculosis lo carcome, pretende llamar la atención sobre su persona, e incluso quiere aparentar lo que a veces en el fondo no es. Por ejemplo, cuando, poco después de esa acalorada intervención de la generala, le comenta que «aunque no tengo nada de sentimental», celebra que aquel turbio asunto de marras en relación con la fortuna del príncipe, se haya resuelto satisfactoriamente. Sí que es un sentimental. Y por eso mismo es, como mucho, un aspirante a nihilista. Los verdaderos nihilistas, como Verjovenski, o como Nikolái Vsevolódovich Stavroguin, no pueden permitirse tener sentimientos. Tienen que ser implacables, sin compasión alguna. A mi juicio, Ippolit, sobre todo por sus actos, pero también por sus palabras, es un muchacho con corazón, al que le obsesiona la muerte, y también la idea del suicidio, naturalmente sin punto de comparación con esa convulsiva y enfermiza obsesión por ese acto del Kirillov de Demonios, pues lo que el ingeniero Aléksieyi Nilich Kirillov pretende con su «suicidio lógico» es demostrar que Dios no existe.

Me parece necesario subrayar lo que se refiere al sentimiento, porque el primer nihilista literario, el extraordinario Evgueni [Eugenio] Vasílich Basárov de la novela Padres e hijos de Iván Turguéniev73, aunque pretenda dar una imagen en sentido contrario, de hombre frío, desapasionado, analítico, cerebral, científico, observador de las leyes de la naturaleza, quiere, aunque se resista a mostrarlo explícitamente, muchísimo a sus padres, sobre todo a su madre, a pesar del desapego e independencia con que se conduce ante ella; asimismo, al margen de su curiosidad científica, coopera todo lo que sea necesario en la salvación de vidas humanas, como dicta su código ético de médico, y esa actitud es la que acabará contagiándole el tifus de un desgraciado mujik (campesino pobre), a consecuencia de lo cual morirá; pero, ante todo, es capaz de amar, de enamorarse apasionada y desinteresadamente de una mujer, de la hermosa y seductora Anna Serguiéievna Odintsova, que, finalmente, no le corresponde en su amor, pero que acudirá a su lecho de muerte, acompañada de un afamado doctor para hacer un último intento por curarle, de todo punto inútil, y que mantendrá con el moribundo una inolvidable y conmovedora conversación, digna de ese otro genio del arte de narrar que es Turguéniev.

  

 

 

Es la primera vez que Aglaya …], de modo enigmático, ha expresado su amor. El único que la ha entendido es el destinatario de ese amor. Aglaya estaba refiriéndose a los versos de la famosa Balada del pobre caballero de Alejandro Pushkin, que […] recitará la joven delante de todos en una intervención ciertamente memorable. […] Se trata de una afectación de Aglaya, una profunda compenetración de ella con los versos que declama. ¡Es que está declamando una declaración de amor a su amado, que está delante mismo de ella!

  

Conviene, no obstante, aclarar que Ippolit expresa opiniones inequívocamente nihilistas, lo que no significa que lo sea por completo o que, como acabo de indicar, no tenga sentimientos. De nuevo, dirigiéndose a Lizaveta Prokófievna, afirma: «… Pues a lo que más le temen ustedes es a nuestra sinceridad, y eso que nos desprecian». La generala, viendo que la tos acude con inusitada y arrolladora fuerza a su garganta, y observando su estado como de delirio extático, se emociona toda entera, rogándole que se calme, que descanse, que no se fatigue; pero él no puede ya detenerse: «¡Sí, la Naturaleza es una guasona! Porque, si no —continuó con súbita vehemencia—, ¿por qué crea a los seres superiores para luego reírse de ellos? Al único ser que en la Tierra se ha reconocido perfecto diole por misión la Naturaleza decir palabras que han hecho correr torrentes de sangre, en los que habría podido ahogarse la Humanidad entera si toda esa sangre se hubiese vertido de una vez […] Yo quería vivir para la dicha de todos los hombres; para la búsqueda, para la difusión de la verdad […] ¿Saben que si no estuviese tísico me mataría?...» (capítulo X). Solo quisiera aquí que el lector reparase sucintamente en varios detalles: Ippolit es honesto intelectualmente hablando, cree firmemente en la sinceridad; más que como «guasona», parece ver a la Naturaleza como una madrastra; la alusión a los «seres superiores» inmediatamente nos evoca a Rodion Románovich Raskólnikov; a Cristo, como equivocadamente piensa Ippolit, no le ha dado ningún mandato ni le ha conferido ninguna misión «la Naturaleza», sino su Padre que está en los cielos; es muy cierto que las palabras de Cristo han provocado océanos de sangre; la dicha de los hombres que desea Ippolit no tiene nada que ver con el pérfido y destructivo anhelo del Gran Inquisidor (en los Karamazov) para con aquellos, pues la dicha y felicidad de la que le habla a Jesús en los calabozos de la Inquisición en Sevilla conduce a la más absoluta negación de la libertad y de la dignidad del hombre; Ippolit cree honradamente que se puede encontrar una «verdad» terrenal, que sería la única verdad, como, también honradamente, pero muy equivocadamente, creyó Federico Nietzsche.

En esta 2.ª parte, para finalizar ya con ella, existen también nítidas alusiones evangélicas, como cuando Ippolit se permite sugerir que Lizaveta Prokófievna tome con su marido y con sus hijas una taza de té en casa del príncipe (no olvidemos que la dacha de Lebédev, al alojarse allí una persona del rango social de Mischkin, es como si fuese la casa de este, pues para el funcionario es todo un honor contar con ese invitado), a lo que la generala responde, dirigiéndose al príncipe, que «yo no soy digna de tomar té en tu casa»74 (capítulo IX). También asistimos al progresivo encariñamiento del príncipe con los niños, por ejemplo, con la hijita todavía de pecho de Lebédev, Líubochka, hermanita de Viera Lebédeva. O cómo Keller, un oficial retirado de origen alemán, que mantuvo una fugitiva relación con Nastasia Filíppovna en el pasado, solo con el propósito de darle celos a Rogochin, le confiesa al príncipe que «había perdido todo vestigio de moral (únicamente por no creer en el Altísimo)», y, un poco más adelante, en el mismo capítulo, le reconoce al propio príncipe dos cosas muy significativas: «… Mire usted, príncipe: tiene usted una sencillez de alma, una inocencia como ni en la Edad de Oro las hubo, y de pronto, al mismo tiempo, penetra usted a través del hombre como una flecha, con la más profunda observación psicológica» (capítulo XI). Estas últimas palabras de Keller corroboran la certera observación de Jacques Madaule acerca de esa capacidad de penetración psicológica, «a pesar suyo», de Mischkin: «Ningún secreto es tan vergonzoso ni está tan escondido que no lo descubra al instante, o mejor dicho que no se le descubra como a pesar suyo y sin que él lo busque»75. Keller, un grandullón al que se le llama «el boxeador», unido al círculo de Ippolit Teréntiev, y que ha publicado un artículo en una revista, a cuenta de aquel turbio asunto del dinero que la estrambótica banda quiere sonsacarle al príncipe, artículo cuyo objetivo no era otro que desacreditar a Mischkin delante de la sociedad petersburguesa, este Keller, que aparenta ser un vulgar matón, no resulta después tal, y, lo que es aún más elocuente, ha percibido con total clarividencia, no solo la inocencia y pureza del príncipe, que salta a la vista, sino su inteligencia y agudas dotes psicológicas de observación. En efecto, Mischkin suele observarlo todo en silencio, como si estuviese ido o como ajeno a los acontecimientos que ocurren a su alrededor, pero de todo lo importante dase cuenta, de todo lo relevante—por sutil que sea, por escondido que esté—   que tenga que ver con la vida y con la evolución espiritual de las personas que le rodean. Nadie le es indiferente.

En el capítulo XII, que comienza a las siete de la tarde del tercer día de estancia del príncipe en la dacha de Lebédev en Pávlovsk, estando Mischkin en la terraza de la vivienda, se presenta de improviso Lizaveta Prokófievna (su dacha y la de Lebédev distaban unos trescientos metros tan solo), para saber exactamente qué decía aquella breve misiva que el príncipe le había hecho llegar a Aglaya y que ésta había guardado en un volumen del Quijote, una carta de cuya existencia acaba de enterarse la generala. El príncipe, ante los requerimientos de la madre, se la recita de memoria, ya que la recuerda muy bien, y, como él mismo afirma, no tiene inconveniente en hacerlo ni tiene que ocultar nada, por lo que no va a ponerse colorado al referirla, aunque lo cierto es que se pone doblemente colorado, pero como aquella dudase, no tanto del contenido de la carta, que le ha parecido un galimatías incomprensible, sino de las palabras del príncipe de que la escribió como si fuera un hermano de la joven, Mischkin, a la pregunta de Lizaveta de si le ha mentido, le responde seco y tajante: «Yo no miento». Ante la insistencia de la generala, aunque elude hábilmente la pregunta de si se encuentra en Pávlovsk por Nastasia Filíppovna, sí le corrobora que no se ha presentado allí con la pretensión de casarse con la amante de Rogochin. La generala, finalmente, después de pedirle que le dé un beso, pues confía plenamente en él y lo estima muchísimo, le recuerda, no obstante, que Aglaya no lo quiere y que ella, como madre, ha tomado sus medidas para que su hija no sea nunca suya.

 

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Los primeros párrafos del primer capítulo de la tercera parte sirven al novelista para hacer unas consideraciones generales acerca del excesivo número de funcionarios inútiles en Rusia, sobre la carencia común de originalidad entre las personas (que suele faltar entre las personas con sentido práctico) y sobre el desprecio que, en general, se tiene en Rusia por los genios y los inventores. También dice el narrador: «Pero cierta estupidez espiritual parece ser la condición indispensable, o poco menos, si no de todo hombre práctico, por lo menos de todo serio acumulador de dinero».

Aquel tercer día de estancia del príncipe en Pávlovsk continúa en la tercera parte, y se extiende durante los capítulos I, II y III. Casi al final de este capítulo III, siendo ya más de las doce de la noche, se inicia el cuarto día en Pávlovsk, que continuará durante el capítulo IV, prolongándose toda esa noche. Ese cuarto día de la estancia del príncipe Mischkin en Pávlovsk es el día de su cumpleaños, y está cargado de manera intensísima de acontecimientos. Se prolonga hasta el final del capítulo X, cuando, de madrugada, se entra en el quinto día, que apenas tiene duración en la novela. Durante el aludido cuarto día es cuando Ippolit Teréntiev lee su elocuente Explicación. En ese mismo día, tan preñado de sucesos, entre las siete y las ocho de la mañana, tiene lugar, en un banco verde de un parque junto a la dacha de Lebédev, la extraordinaria conversación entre Mischkin y Aglaya, en la que esta, a pesar de su orgullo, deja traslucir claramente el inmenso amor que siente por él.

Una vez que el narrador, que siempre habla en tercera persona, ha hecho la mencionada introducción a la 3.ª parte de la novela, en la que, además de referirse a algunos aspectos muy generales en relación a la escasa eficacia de la Administración imperial y sobre determinadas actitudes de los rusos en lo que atañe a la innovación y la mejora de la industria y de la economía, y donde también aprovecha para aclarar ciertas impresiones, oscilantes estados de ánimo y moderadas esperanzas sobre el curso de los acontecimientos por parte de Lizaveta Prokófievna, naturalmente en lo que se refiere al destino más o menos próximo de sus queridísimas hijas, se relata una conversación que tiene lugar en la dacha de Lebédev (recordemos, como acabamos de indicar, que ya estaba muy avanzada la noche de ese tercer día en Pávlovsk), en la que, por supuesto, está presente el príncipe, pero que tiene la particularidad de girar en torno a un tema de carácter político, en concreto el significado del liberalismo en Rusia.

La intervención más destacada y detallada es la de Radomskii, que, en síntesis, viene a concluir que una de las principales tragedias del liberalismo en Rusia es la de no haber sido capaz de entroncar y mantener lo mejor de la tradición, y, por eso, constituye ese liberalismo un ataque frontal a la «sustantividad» de Rusia. En ninguna parte —Radomskii debe estar pensando sobre todo en Inglaterra— puede darse el caso de que un liberal odie a su patria; sin embargo, eso es lo que ocurre en Rusia. Nótese que Dostoyevski está introduciendo, aunque no le interesa hacerlo con excesiva profundidad en esta novela, pues su centro de gravedad es otro, el arduo problema de la occidentalización de Rusia, de la europeización de Rusia, iniciada por Iván IV el Terrible en la segunda mitad del siglo XVI —al mismo tiempo que somete de manera implacable a los campesinos pobres y sienta las bases sólidas de la autocracia imperial—, continuada de manera despótica y cruel por Pedro el Grande a finales del XVII y principios del XVIII, e impulsada de modo asimismo autocrático y absoluto, pero sin tan extrema brutalidad, por Catalina la Grande en la segunda mitad del siglo XVIII. Esos liberales rusos a los que se está refiriendo Radomskii como intelectuales europeizantes, forman la flor y nata de la intelligentsia, y entre ellos hay ya por entonces, hacia 1870, que es el año de nacimiento de Vladímir Ilich Uliánov (Lenin), numerosos nihilistas.

A Dostoyevski, lo que le preocupa, lo que rechaza abiertamente, es que, en aras de esa occidentalización, se traicione el «alma de Rusia», se disuelvan sus tradiciones más profundas, las arraigadas creencias religiosas del pueblo ruso. Esto es lo que teme Dostoyevski, que precisamente habla con Alexander Herzen en Londres, en julio de 1862, de ese pueblo ruso, un pueblo que, según juicio erróneo de Edward Hallett Carr, no conocía bien Dostoyevski76. Si algo conocía bien el incomparable novelista, mejor aún que pudiera conocerlo el propio Tolstói, era al pueblo ruso, es decir, la más íntima esencia de ese pueblo, que no puede desligarse de su religiosidad profunda. Aunque debe admitirse que ese conocimiento se sustenta, primordialmente, en la experiencia espiritual del escritor, en la observación del «pueblo» ruso a través del espejo donde se reflejan las turbulencias de su propia alma en llamas, en permanente estado de agitación subterránea, como un volcán que puede entrar en erupción en cualquier momento.

El príncipe, ante la «pasión y vehemencia» de las palabras de Radomskii, interviene para decirle que en parte tiene razón, que puede ser que el liberalismo tienda «hasta cierto punto, a odiar a la misma Rusia», pero que sería injusto aplicar ese criterio a todos los liberales. En este mismo momento, el narrador hace una penetrante observación sobre el carácter del príncipe, una de sus principales cualidades, «que consistía en la extraordinaria ingenuidad de la atención con que siempre escuchaba cuanto despertaba su interés y de las contestaciones que daba cuando, en esos casos, le hacían directamente preguntas. En su cara, y hasta en la actitud de su cuerpo, parecían traslucirse esa ingenuidad, esa buena fe que no sospechaban ni burlas ni humorismos».

La conversación va discurriendo por diversos vericuetos, siendo uno de ellos el ensañamiento con que se conducen determinados criminales comunes, a lo que el príncipe, después de que uno de los presentes informe del elevado número de asesinatos que es capaz de cometer este tipo de individuos, responde haciendo una agudísima observación de psicología criminal, en la que lo importante, para él, no es tanto el número de víctimas, que por supuesto que lo es, sino la ausencia absoluta de arrepentimiento: «Pero yo hube de observar entonces [en su recorrido por algunos penales] que el criminal más nato y empedernido no deja de saber que es un criminal; es decir, que su conciencia le dice que no ha obrado bien, aunque no sienta el menor remordimiento»77.

  

 

 

…Estando Mischkin en la terraza de la vivienda, se presenta de improviso Lizaveta Prokófievna […] para saber exactamente qué decía aquella breve misiva que el príncipe le había hecho llegar a Aglaya y que esta había guardado en un volumen del Quijote, una carta de cuya existencia acaba de enterarse la generala.

  

Aglaya no deja de observarlo en todo momento, aunque intentando que nadie se dé cuenta de ello; el único que lo percibe es el príncipe. De vez en cuando, también ella se ruboriza. Cuando él, dirigiéndose a Lizaveta Prokófievna, trata de tranquilizarlos a todos, indicándoles que no teman por que pueda darle un nuevo ataque, pues se retirará en seguida, en medio de este párrafo acierta a expresar: «Hay ideas elevadas, de las que yo no debo ponerme a hablar, porque infaliblemente les hago reír a todos…»; entonces, Aglaya, temiendo que, efectivamente, puedan reírse de él, se encara con él: «Pero ¿por qué se expresa usted aquí de ese modo? ¿Por qué les dice usted eso a ellos? ¡A ellos! ¡A ellos!» Y, echando fuego por los ojos, como correspondía a su carácter en determinados instantes decisivos e intensos, a la inmaculada sinceridad de sus sentimientos, al sacrosanto amor y respeto que profesa a esa criatura tan increíblemente auténtica, pura, inocente y buena que es Mischkin, dijo, dirigiéndose a todos los presentes, que se quedaron estupefactos, sobre todo su madre, pues sabía de lo resolutiva que era y de lo que era capaz su hija: «Aquí no hay ni una sola persona digna de esas palabras [las que acaba de pronunciar el príncipe sobre las ideas elevadas]. ¡Aquí no hay nadie, nadie, que valga su dedo meñique ni tenga su inteligencia ni su corazón! ¡Usted es más honrado que todos, más noble que todos, mejor que todos, más inteligente que todos! Aquí hay quien es indigno de agacharse y recoger del suelo el pañuelo que deja usted caer78… ¿Por qué se humilla usted así y se rebaja ante ellos? ¿Por qué ha de despreciar usted todo lo suyo, por qué no ha de tener usted orgullo?» (capítulo II). Frente al orgullo, que Aglaya lo posee en alto grado, aunque con humanísima y serena dignidad, el príncipe, su naturaleza más profunda, no puede manifestar sino humildad, porque la humildad y la piedad son la argamasa impoluta y virginal, sin adulteración alguna, que ha servido para modelar indeleblemente su espíritu. A Aglaya le cuesta entenderlo, quizás rechace tanta humildad en su fuero interno, pero siente una admiración sin límite por un hombre así, y este modo de ser, a pesar de que muchas veces pueda molestarla, en parte porque pueda ser, como de hecho es, objeto de burlas y de chanzas, en el fondo la absorbe por completo, la embriaga de un dulce y puro amor.

Pero Aglaya continúa escondiendo sus sentimientos, a pesar de aquella volcánica explosión. No solo los esconde, sino que vuelve a mostrar desdén e indiferencia por el príncipe, insegura como está de lo que Mischkin siente verdaderamente por ella. En ese mismo capítulo hay un cruce de miradas entre ambos, encontrándose de pronto los ojos de ella centelleantes, echando chispas, ante lo que acaba de ver, y lo que ha visto con sus propios ojos es cómo el príncipe ha vuelto la cabeza para contemplar a Nastasia Filíppovna, que ha pasado por delante de la dacha, con el único fin de provocar, por ese despecho que la está destruyendo por dentro. Pero, aunque Aglaya no lo sepa, aunque se resistiera a admitirlo caso de que el príncipe se lo confesase, lo cierto es que Mischkin continúa sintiendo por esa María Magdalena literaria  —muchísimo más real que tantos seres reales mediocres y vulgares que somos la mayoría de nosotros y que nos rodean todos los días—  una piedad infinita.

Después acontece un desagradable episodio en la estación de ferrocarril de la pequeña ciudad veraniega, un incidente en el que incluso se produce un relampagueante conato de vivo revuelo, en el que Nastasia cruza el semblante de un pretendido ofensor, un joven oficial amigo de Radomskii, con un bastoncito de junco, oficial que, sin pensárselo dos veces, se abalanza contra ella, acudiendo el príncipe de inmediato en su auxilio y recibiendo, como era de esperar, un fuerte revés en el pecho por mano del joven militar. Todo el incidente ha tenido su origen en ciertas descaradas y provocativas palabras de Nastasia, que está en Pávlovsk en un estado de excitación creciente, pues a ella también la devoran los celos pensando que el príncipe está enamorado de Aglaya. Lo paga con quien sea, especialmente con el grupo de amistades de Mischkin, ante la consiguiente indignación general.

Nastasia, hermosísima, deslumbrante, paseando su inefable belleza física, es un alma insatisfecha, torturada, que se desprecia a sí misma, y que ama al príncipe aún más todavía que antes, pero ella sí que es consciente, a diferencia de la virginal Aglaya, de que ese amor no es posible, es más, de que ella está destinada a morir por mano de su «lujurioso» y «sanguíneo»79 amante, Rogochin, una muerte que la redimirá de todos sus pecados, como los años de trabajos forzados en Siberia, en compañía de Sonia, otra prostituta de corazón puro, otra María Magdalena literaria, la primera del escritor, redimirán a Raskólnikov del terrible crimen que ha cometido contra la vieja usurera Aliona Ivánovna y su hermana Lizaveta80. Terrible porque ha matado por una idea, porque ha matado para demostrarse a sí mismo que es un individuo superior, que su deber moral es librar a la sociedad de un parásito que chupa la sangre de sus víctimas, y porque él piensa que está por encima de las leyes divinas y humanas.

Después del incidente de la estación, ya oscurecido del todo, y habiéndose quedado solo el príncipe en la terraza de la dacha, acercósele Aglaya, manteniendo con él un breve diálogo, en el que, ante la pregunta de ella de si él se defendería si fuese atacado, si él, en definitiva, era un cobarde, Mischkin responde: «Cobarde es quien no tiene miedo y huye; pero quien tiene miedo y no huye, ese no es cobarde». Al final del diálogo, en el que hablaron, entre otras cosas, del duelo que le costó la vida a Pushkin, él es consciente de que solo le importa la presencia de ella: «Pero todo se le voló del pensamiento, salvo la idea de que ella estaba allí, ante él y él la miraba, siéndole casi en absoluto indiferente en tal instante que ella le hablase de una cosa o de otra». Cuando se despidieron y ella le ofreció la mano, probablemente fue entonces cuando deslizó entre sus dedos un dobladito billete, que, poco después, el príncipe pudo leer, y en el que lo citaba en el banco verde del parque a las siete en punto de la mañana, para hablarle de «un asunto sumamente principal», por lo tanto, al amanecer del cuarto día de estancia del príncipe en Pávlovsk.

Pero esa noche va a ser muy larga. Para empezar, el príncipe, que había salido a dar un paseo poco después de la medianoche, es decir, nada más comenzar el cuarto día, encuentra de pronto la sigilosa figura de Rogochin, que, como es su costumbre, surge de pronto de entre las sombras, como una aparición inquietante y perturbadora. Pero el príncipe —ya se lo ha dejado entrever antes a Aglaya—  no es precisamente un cobarde; su calma y serenidad no se disipan. Es entonces cuando tiene ese pensamiento respecto a Rogochin que ya hemos transcrito, a saber, que «en el alma aquel hombre no podía cambiar». El príncipe se franquea con él: «Y aunque sea yo inocente como un ángel para contigo, tú, a pesar de todo, no me podrás sufrir, porque pensarás que ella no te quiere a ti, sino a mí». Así es, en efecto. Aunque Mischkin intenta sinceramente persuadirlo de que ella, Nastasia, en realidad a quien quiere es a él, a Rogochin, pero que gusta de mortificarlo y de hacerle sufrir, pues tal es su carácter, Rogochin no puede dejar de creer con todas sus fuerzas que el corazón de Nastasia ha elegido al príncipe. No se equivoca. Lo que no puede comprender es que Mischkin no la ama en el sentido que normalmente concedemos a ese sentimiento, sino que lo que siente es solo piedad.

Cuando el príncipe regresa de nuevo a la dacha en compañía de Rogochin, la animación de la nutrida concurrencia crece por momentos. La madrugada avanza, pero los presentes se enzarzan en debates en los que manifiestan apasionadamente sus opiniones. Uno de los más vehementes en expresarlas es el dueño de la vivienda, Lebédev, sobre todo cuando afirma que «la ley de la propia conservación y la ley de la propia destrucción son las únicas fuerzas de la Humanidad. El diablo, mediante una y otra, domina y dominará hasta un límite de tiempo aún desconocido […] porque el espíritu impuro [el demonio] es un grande y poderoso espíritu» (capítulo IV). Por su parte, Radomskii emite una opinión sobre el príncipe que más pareciera que estuviese dirigida a Federico Nietzsche: «¿Verdaderamente, príncipe, fue usted quien dijo una vez que el mundo se salvaría por la belleza81. Mischkin se limita a no responder.

Pero el acontecimiento decisivo de esa madrugada, antes de que amanezca y el príncipe se encuentre con Aglaya en el banco verde del parque, es la Declaración de Ippolit Teréntiev. Tiene razón Edward Hallett Carr al definir a Ippolit como un personaje excepcionalmente maduro para su joven edad, un personaje en el que el novelista ha pretendido reflexionar muy profundamente sobre el dolor y el sufrimiento, pues sabe que se está muriendo, un personaje que considera su «muerte injusta y absurda» y que está, quizás por ello mismo, necesitado de «autoafirmación». Pero yerra, a nuestro juicio, el insigne historiador británico cuando opina que Ippolit es un personaje que no «nos conmueve del todo»82, opinión que se sustenta probablemente en creer que Ippolit se conduce con cierta afectación, cuando lo cierto es que, con independencia de que esté necesitado de comprensión y de cariño, habla con absoluta sinceridad y no creemos que su actitud moral e intelectual sea una simple pose.

Esta Declaración, leída por él en voz alta en la terraza de la dacha de Lebédev, en presencia del príncipe, de Rogochin, de Radomskii, de Kolia, de Keller y otros más, y que ocupa varias apretadas y densas páginas, la titula su autor Mi explicación indispensable. Après moi, le déluge [Después de mí, el diluvio], y en ella hace profundas y originales consideraciones sobre su concepción de la vida y de la existencia, teniendo en cuenta que está convencido de que va morir pronto por efecto de su tuberculosis, planteándose abiertamente la posibilidad del suicidio. Relata un extenso y extrañísimo sueño, que con toda seguridad conocía el excepcional escritor praguense Franz Kafka83, grandísimo admirador del novelista ruso, un sueño que también nos evoca algunas imágenes animales monstruosas de ciertos cuadros del pintor simbolista suizo Arnold Böcklin, como por ejemplo La plaga, de 1898 (Basilea, Kunstmuseum). Habla de una convicción suprema, que parece consistir en que, aunque al principio despreciaba la vida, después quiere aferrarse a ella y «vivir fuere como fuere» […] «porque yo, efectivamente, empecé a vivir al saber que ya me era imposible empezar». Pone como ejemplo a Cristóbal Colón y a su afán por descubrir el Nuevo Mundo, diciendo que lo importante no es el descubrimiento en sí, sino la búsqueda. Lo mismo ocurre en la vida. La vida es búsqueda constante, sempiterna. También afirma que es imposible «comunicar a nadie lo más principal de vuestra idea», que siempre se muere el hombre, cualquier hombre, sin haber podido transmitir algo esencial de su pensamiento que se lleva a la tumba, por mucho que lo haya intentado y por muchos volúmenes que haya escrito. Establece, asimismo, una distinción entre la caridad individual y la caridad pública. La primera es una necesidad del individuo y existirá siempre. La semilla de la caridad individual puede ser muy pródiga en el transcurso del tiempo, no conociéndose exactamente su alcance y la parte que pueda tener en la resolución de los destinos de la Humanidad. Más adelante lleva a cabo aquella hondísima reflexión, ya resumida antes por nosotros, acerca de la copia del Cristo muerto de Hans Holbein el Joven que hay en casa de Parfén Rogochin. También cuenta un extraño suceso que le ocurrió con este último, cuando se deslizó como un fantasma dentro de su habitación completamente en sombras, solo iluminada por una lamparita que había delante de un icono, observándole callado, sin pronunciar palabra, cual un espectro inquietante o amenazante84.

Por acabar con este interesante personaje, Ippolit, ya en la 4.ª y última parte de la novela, en el capítulo II, deja la dacha de Lebédev y se traslada a la casa de Ptitsin y de su esposa Varvara en la misma Pávlovsk. La tensión con Gavrila, el hermano de Varvara, se acrecienta, profesándole Gavrila un encendido desprecio e incluso odio. En buena medida, porque Ippolit, que también odia a Gavrila, le dice claramente lo que piensa de él: que es un ser fatuo, vil, ruin y ordinario, un ser rutinario, incapaz de originalidad alguna, infinitamente envidioso y profundamente frustrado y resentido.

Por fin, a las siete de la mañana del cuarto día de estancia del príncipe en Pávlovsk (3.ª parte, capítulo VIII), tiene lugar la cita de Mischkin con Aglaya en el banco verde del parque, desarrollándose entre ambos un diálogo extraordinario y sublime, para el que el novelista ha ido preparando al lector de modo gradual, un diálogo en el que ambos muestran gran entereza y serenidad, aunque Aglaya, profundamente enamorada, no se atreve a manifestarle abiertamente su amor, pues cree que el corazón del príncipe pertenece a Nastasia. Pero Aglaya tiene oportunidad de decirle muchas cosas. Una de ellas, de enorme hondura moral, es que la justicia, por sí sola, puede ser, y de hecho es, injusta85. También le dice que la inteligencia principal, que es la que importa, es en él más grande y mejor que en todos los demás que ella conoce, inteligencia que esos mismos no pueden ni siquiera soñar porque carecen también del alma principal y solo poseen un alma secundaria. Aglaya está con ello expresando la idea, que forma parte de su íntimo convencimiento, de que en las personas hay dos almas, pero solo una de ellas importa, y precisamente es esa alma la que posee el príncipe86. Asimismo, le manifiesta su deseo de sincerarse con una persona en el mundo, y esa persona ha decidido que sea él. Una persona con la que no puede tener secretos. Le revela que anhela viajar por Europa, conocer Roma, París, gabinetes científicos y catedrales góticas, pero que, sobre todo, desea fundar una escuela con él donde instruir a los niños, pues ella sabe de la predilección y dulzura del príncipe para con los niños. Es evidente que Dostoyevski nos está trazando el perfil psicológico y la original personalidad de la más entusiasta y ardiente defensora de la modernización de Rusia de todas sus novelas, sensible tanto a las bellezas del arte como a los avances de la ciencia. Algunos críticos incluso han llegado a sugerir que quien también estaba silenciosamente enamorada del novelista, aún más quizás que la propia Anna Vasilevna Korvin-Krukovskaya, que sin duda lo estaba e inspira, como hemos comentado antes, el personaje de Aglaya, era su hermana de menor edad, Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya, privilegiado intelecto matemático87.

En este diálogo incomparable, el príncipe le refiere a Aglaya su atormentada relación con Nastasia, con la que ha vivido un mes entero, haciendo alguna que otra referencia al pasaje evangélico de la mujer adúltera88, sobre la que nadie tiene derecho a arrojar ninguna piedra: «Esa desdichada mujer está profundamente convencida de ser la criatura más perdida, más vil de este mundo. ¡Oh, no la maltrate usted, no le arroje piedras! ¡Demasiado se atormenta ella misma con la consciencia de su inmerecido oprobio!».

En su sinceridad, que le ha demandado sin reservas la propia joven, le manifiesta a Aglaya que esa relación con Nastasia le ha producido un dolor tan grande que no podrá curarse nunca de él. Antes amaba a Nastasia; ahora ya no la ama; solo siente una infinita piedad por ella. Nastasia, continúa explicándole, se vilipendia a sí misma sin motivo alguno, se tortura a sí misma de una manera espantosa, como si fuese el ser más despreciable del mundo. Hay en ello, en opinión de Mischkin, algo profundamente antinatural. Todo deriva del amor inmarcesible que Nastasia siente por él, pero no quiere hacerlo desgraciado, y, creyendo que Mischkin ama a Aglaya, consiente sin resentimiento alguno en sacrificar su amor y propiciar la unión del príncipe con la más joven de las Yepánchinas. Para ello, Nastasia Filíppovna ha llegado incluso, en su desvarío amoroso, a escribirle y hacerle llegar a Aglaya Ivánovna tres cartas, tres misivas incalificables y conmovedoras hasta el límite humanamente soportable, que Aglaya entrega al príncipe, y que este leerá, en un estado en el que el sueño y la realidad llegarán a confundirse, poco después, cuando ya se encuentre solo, al final de este casi eterno cuarto día (que sin solución de continuidad se ha enlazado con el anterior, habiéndose mantenido el príncipe prácticamente todo ese tiempo, lo que resulta casi físicamente incomprensible, despierto, sobre todo si reparamos en la tensión acumulada entre tantos acontecimientos extremos  —solo le venció el sueño en el banco verde un par de horas antes de la llegada de Aglaya—), en el último capítulo de la 3.ª parte. Aglaya le descubre a Mischkin que Nastasia está prendada de ella, que ve en ella solo pureza e inocencia, mientras que ella, Nastasia, se ve a sí misma en esas cartas como una persona impura que no puede compararse, ni lo pretende, con la joven Aglaya Ivánovna. Se establece entonces una nueva vuelta de tuerca que convierte el diálogo entre ambos jóvenes enamorados en algo sumamente complejo y sutil, pues Aglaya quiere que el príncipe entienda que Nastasia, en realidad, está loca de amor por él, y eso significa intrínsecamente que, del mismo modo que Nastasia está dispuesta a sacrificarse toda entera, también Aglaya lo está, para que el príncipe y Nastasia vivan eternamente juntos.

Dostoyevski está dibujando, como nunca lo había hecho antes ni volverá a hacerlo después, dos almas femeninas de una nobleza absolutamente inconmensurable, de una grandeza que deja al lector completamente trastornado, espiritualmente absorbido por la fuerza infinita de la que es capaz el amor humano. Ambas mujeres son rivales, y lo saben, pero están dispuestas a sacrificar lo más sagrado que hay para ellas, su amor a Mischkin, y se predisponen a hacerlo precisamente porque lo aman con locura, lo aman por encima de todo lo imaginable, lo aman físicamente, pero, antes de nada, de un modo sagrado, espiritual, pues, a través de ese amor, que permite nada menos que sea la otra, la competidora, la que disfrute del amado, se están redimiendo como seres humanos, esto es, Dostoyevski está redimiendo a sus criaturas como nadie lo había hecho nunca antes ni podrá volver a hacerlo89.

Es verdad que después llegarán a enfrentarse ambas, sobre todo por culpa del orgullo de Aglaya, pero lo importante ahora es subrayar la grandeza del corazón humano a través de estas dos mujeres sencillamente sublimes. ¿Cómo pueden, Dios mío, las feministas radicales detectar alienación en este comportamiento de ambas mujeres? Solo se comprende en quien no cree en la persona como en un ser trascendente, creado para encontrarse con Dios, con Cristo, al final de los tiempos. Solo se comprende en quien no puede comprender la esencial naturaleza espiritual del hombre, infinitamente superior a su naturaleza física.

  
 

 

…En la estación de ferrocarril de la pequeña ciudad veraniega, [acontece un desagradable episodio,] un incidente en el que incluso se produce un relampagueante conato de vivo revuelo, en el que Nastasia cruza el semblante de un pretendido ofensor, un joven oficial amigo de Radomskii, con un bastoncito de junco, oficial que, sin pensárselo dos veces, se abalanza contra ella...

  

Pero, ¿y el príncipe? El amor de Mischkin no parece ser de este mundo; ni el que siente por Nastasia ni el que siente por Aglaya. A ambas las ama. A Nastasia, ya hemos dicho que, en vez de amarla, ahora siente piedad por ella. Pero no olvidemos que esa piedad es también una forma de amor, extraordinariamente intenso, en el que no puede obviarse el elemento sagrado, puesto que la criatura humana está hecha a semejanza de Dios. Pero, ¿y por Aglaya? Pareciera como si el amor del príncipe fuese como el amor de Cristo por aquellas mujeres que más íntimamente le rodeaban, por ejemplo, María Magdalena, o, en ciertos momentos, María de Betania, la hermana de Lázaro. El amor del príncipe no es un amor posesivo, egoísta, carnal, sino que es un amor que no parece humano por lo mucho que tiene de divino, porque se funda en la piedad, en la compasión, en la justicia, en la clemencia, en el perdón absoluto, en la incapacidad de reprochar nada a una pecadora. Aunque todo esto parece estar más relacionado con Nastasia que con Aglaya. A esta, debemos admitirlo, la ama, de manera diversa, pues no podemos decir que haya en ese amor aquel sentimiento de piedad (es como si el mismo amor cualitativo se manifestase en Mischkin de maneras 5055 distintas), y, sin embargo, ese amor es tan puro, es tan virginal, es tan ideal, sin dejar de ser tampoco físico, que por eso digo que no parece de este mundo. Todo esto resulta imposible de traducir para el crítico, para el estudioso, para el lector; solo es posible sentirlo. Solo es posible sentirlo, porque Mischkin ama a Aglaya, con todas las fuerzas de su alma y de su cuerpo, pero, indisolublemente también, la ama en un sentido espiritual, y esto ya nos resulta de todo punto ajeno al discurso lógico, al discurso racional, que es al que estamos acostumbrados y para el que se nos ha preparado, mientras que hemos reprimido sistemáticamente el mundo de los sentimientos más hondos, el mundo más recóndito de nuestro corazón, el sanctasanctórum donde se atesora nuestro amor por una criatura, por un ser de carne y de hueso, por una mujer en este caso. Hay un momento, solo un instante, en que Aglaya se da cuenta perfectamente, intuye con una agudeza femenina inexpresable, que el príncipe ha sentido amor por ella, que Mischkin la ama; lo que ya no acierta a comprender es de qué naturaleza está hecho ese amor. Finalmente, despechada, da por concluida la conversación diciéndole, delante ya de Lizaveta Prokófievna que ha llegado hasta ellos sin que lo advirtiesen, que a quien ella ama y con quien se casará es con Gavrila.

Aquellas tres cartas, en efecto, rebasan toda medida. Mischkin, al leerlas la noche del cuarto día (capítulo X), cree estar asistiendo a una pesadilla. Lo que Nastasia le ha escrito a Aglaya en esas tres cartas no es que sea perturbador, es que es absolutamente purificador, conduciéndonos a una redención completa de la mujer pecadora. La mujer pecadora es la más pura de todas las mujeres. Nastasia se ve inferior a Aglaya, en quien se encarna para ella la inocencia más auténtica: «… hasta tal punto no tengo paridad ninguna con usted, que nunca podría ofenderla, aunque quisiese […] pero usted, para mí, es… ¡la perfección! […] lo creo como cosa de fe.

  

 

 

Aglaya quiere que el príncipe entienda que Nastasia, en realidad, está loca de amor por él, y eso significa intrínsecamente que, del mismo modo que Nastasia está dispuesta a sacrificarse toda entera, también Aglaya lo está, para que el príncipe y Nastasia vivan eternamente juntos.

  

Desde luego que a la perfección solo se la puede mirar como a tal perfección, ¿no es verdad? Y, sin embargo, yo estoy prendada de usted. Aunque el amor iguala a las criaturas, no se asuste usted; yo a usted no la equiparo conmigo ni aun en mi más recóndito pensamiento». Es Aglaya, y no ella, quien debe estar para siempre con el príncipe: «Él a usted sí la ama, desde la primera vez que la vio. Se acuerda de usted como de la luz90 […] Yo he vivido un mes entero con él, y he podido comprender que usted también le ama; usted y él son para mí uno solo […] ¿Es posible amar a todas las criaturas, a todos los semejantes? […] Cierto que no, y hasta es monstruoso. En el amor abstracto a la Humanidad te amas casi siempre a ti solo91 […] Usted es la única que puede amar sin egoísmo, usted es la única que puede amar, no por sí misma, sino por aquel a quien ama […] Usted es inocente, y en su inocencia se cifra toda su perfección». Por eso ella consiente (así se lo dice en una de las cartas) en marcharse con quien será su asesino, Rogochin. La intuición de Nastasia es más que una intuición pasajera o superficial: ella sabe con absoluta certeza que Rogochin acabará matándola92.

No puede sorprendernos que Mischkin haya quedado trastornado al leer estas cartas. Este capítulo X termina con un fugaz encuentro entre el príncipe y Nastasia, ya pasadas las doce de la noche, es decir, en la madrugada del quinto día. Nastasia lo ha estado esperando varias horas, y ahora, vigilada por Rogochin, que está cerca de ella y lo consiente, se echa a los pies del príncipe, deseándole con todas sus fuerzas que sea feliz junto a Aglaya. El príncipe se espanta al saber por el propio Rogochin que este ha leído el contenido de las cartas, es decir, que sabe que Nastasia está convencida de que terminará siendo asesinada por él. La risilla maligna de Parfén Rogochin al darse cuenta del horror del príncipe, termina por enojar a este en lo más hondo de su alma.

 

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NOTAS

  

35. Este memorable acontecimiento, que se enmarca dentro del debate de las investiduras (prohibición expresa del Papa de que el Emperador interviniese en el nombramiento de los obispos en el territorio imperial), como parte del formidable conflicto entre el Papado y el Sacro Imperio Romano Germánico por la supremacía en el Occidente cristiano, culmina el 28 de enero de 1077, cuando, después de tres días vestido de penitente y con los pies desnudos, a la puerta del castillo de Canossa, en los Apeninos, al sur de Parma, Enrique obtiene el perdón del enérgico Hildebrando (que ese era su nombre cuando era monje cluniacense antes de acceder a la Silla de Pedro), después de admitir su arbitraje  y de no impedir que viajase a Alemania.Véase, Karl Hampe, «La Alta Edad Media occidental», en La Edad Media hasta el final de los Staufen (400-1250), tomo III de la Historia universal dirigida por Walter Goetz, Madrid, Espasa-Calpe, 1933, pág. 451.

36. En El drama del humanismo ateo, págs. 264-265, Henri de Lubac se detiene unos momentos sobre cómo llamó la atención de Dostoyevski este cuadro de Holbein cuando visitó el Museo de Basilea en el verano de 1867, en compañía de su nueva esposa, Anna Grigórievna, la cual, en un célebre texto biográfico sobre su marido que se publicó después de su muerte acaecida en Yalta en junio de 1918, nos cuenta que su anonadamiento ante este cuadro fue tal, y estuvo tanto tiempo contemplándolo, que, cuando ella volvió al cabo de un rato, presentaba iniciales «síntomas de un ataque de epilepsia». Entre las observaciones de Anna Grigórievna a algunas novelas de su marido, también se recoge con amplitud la vivísima impresión causada por el cuadro de Holbeinen el escritor. Véase el mencionado tomo III de las Obras Completas, págs. 1686-1687. También el pensador marxista de origen húngaro Georg Lukács muestra una sincera sorpresa ante las palabras de Mischkin, proviniendo como provienen de un hombre «profundamente religioso». Georg Lukács, Estética, Barcelona, Grijalbo, 1967, tomo IV, págs. 400-401.

37. Ramón Gaya,Velázquez, pájaro solitario, Valencia, Pre-textos, 2002, págs. 61-62.

38. Walter Pater,El Renacimiento, Barcelona, Icaria, 1982, págs. 100-102.

39. Joris-Karl Huysmans,Grünewald.El retablo de Isenheim, Madrid, Casimiro, 2010. Publicado originalmente en Trois Primitifs, París, Messein, 1905.

40. Joris-Karl Huysmans,A contrapelo, Madrid, Cátedra, 2007, págs. 176-182.

41.  Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, pág. 154.

42. Friedrich Nietzsche, El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo, Madrid, Alianza, 1977, § 40, pág. 70, y § 41, pág. 72.

43. Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, pág. 158.

44. León Chestov, Kierkegaard y la filosofía existencial (Vox clamantis in deserto), Buenos Aires, Sudamericana, 1965 (la edición original francesa es de 1936). Esta edición del maravilloso ensayo de Chestov, que, además, está traducido por José Ferrater Mora, incluye una Introducción titulada «Kierkegaard y Dostoievski», que es el texto de una conferencia dictada en París por el autor, donde se hacen apreciaciones muy agudas acerca del hermanamiento espiritual entre el pensador danés y el novelista ruso. En síntesis, lo que viene a decir Chestov es que uno de los principales puntos de aproximación entre ambos autores estriba en la creencia kierkegaardiana de que «Dios significa  —son palabras de Kierkegaard—  que todo es posible, y que todo es posible significa Dios. Y solo aquel cuyo ser haya sido trastornado hasta el punto de convertirse en espíritu y concebir que todo es posible, se habrá aproximado a Dios». Entre Kierkegaard y Dostoyevski la vecindad profunda tiene que ver con las ideas, los métodos de investigación de la verdad y el alejamiento del contenido de la filosofía especulativa, esto es, básicamente Hegel. Aunque Dostoyevski no hubiese leído a Hegel directamente, cosa muy probable, conocía perfectamente sus ideas esenciales a través de Bielinsky y otros intelectuales con quienes se relaciona en el decenio de 1840. Al igual que Kierkegaard, Dostoyevski se inspira en la Escritura y «lucha desesperadamente contra la verdad especulativa y la dialéctica humana, que reducen la “revelación” al saber […]; donde la filosofía especulativa descubre la “verdad” […] Dostoievski no ve sino una “suma inepcia”. Se niega a tomar la razón como guía…». A la verdad especulativa, oponen ambos la verdad revelada, de tal modo, concluye Chestov, que para ellos «el pecado no reside en el ser; no se halla en lo que ha salido de las manos del Creador. El pecado, el vicio, el defecto residen en nuestro “saber”». Ver especialmente las págs. 26, 27, 29 y 31 de la mencionada Introducción.

45. Henri de Lubac llama especialmente la atención sobre este imponderable y conmovedor pasaje. El drama del humanismo ateo, pág. 315.

46. El escritor alemán Hermann Hesse, en un breve texto de 1919 titulado «Reflexiones sobre ‘El idiota’», piensa que, a través de estos ataques epilépticos, Mischkin conoce por su propia experiencia una especie de sabiduría mística. V[1] Arnold Hauser califica estos instantes en los que se aúnan «el sentimiento de la mayor felicidad y de la más perfecta armonía como [una] vivencia de la intemporalidad», esto es, como una supresión absoluta de lo temporal. Historia social de la literatura y el arte, tomo III, pág. 186.

47. Arnold Hauser califica estos instantes en los que se aúnan «el sentimiento de la mayor felicidad y de la más perfecta armonía como [una] vivencia de la intemporalidad», esto es, como una supresión absoluta de lo temporal. Historia social de la literatura y el arte, tomo

48. Debe tenerse un cuidado extremo en interpretar este sentimiento del «alma rusa» como un sentimiento nacionalista excluyente; es algo mucho más arduo y difícil de dilucidar, y, en cualquier caso, prima por completo lo espiritual sobre lo político y lo histórico, aunque ni mucho menos hay que desecharlos. Con razón, una clarividente escritora y ensayista, emplea ese término en su penetrante síntesis de la historia rusa. Helen Iswolsky,El alma de Rusia, Buenos Aires, Emecé, 1954.

49. Algunos críticos eminentes se han referido al hecho de que la predisposición hacia el bien de Mischkin puede causar, y de hecho lo hace muchas veces, un efecto, si no contrario, sí al menos involuntariamente contraproducente para quienes le rodean. No solo por su sentimiento de piedad, sino por su sinceridad en el hablar y en el actuar. Uno de los escritores que más sutilmente han indagado en las posibles consecuencias desastrosas de la piedad, ha sido Stefan Zweig en su extraordinaria novelaUngeduld des Herzens, traducida en España comoLa piedad peligrosa (Madrid, Debate, 1999), o, en otras traducciones (caso de la editorial El Acantilado), como La impaciencia del corazón (más exacta y que es la expresión que,para calificar los sentimientos de Hofmiller,emplea el médico que trata de curar a Edith, en las págs. 180 y 266 de la edición de Debate), en la que, en el fragor de la Gran Guerra, asistimos a la imposible y trágica historia de amor entre un joven y bienintencionado teniente, Anton Hofmiller, y una hermosa muchacha inválida, Edithvon Kekesfalva. Imposible y trágica porque la relación de Hofmiller no se sustenta en el amor, sino en la piedad, en una piedad quizás mal entendida. El médico que intenta curar a la joven, el doctor Condor, le hace a Hofmiller, en cierto momento, una notabilísima distinción (pág. 180):«… Pero hay dos clases de piedad. Una, la débil y sentimental, no es más que impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la embarazosa conmoción que padece ante la desgracia ajena; esa compasión no es compasión, es tan solo apartar instintivamente el dolor ajeno del propio espíritu. La otra, la única que cuenta… la compasión no sentimental, pero creativa, sabe lo que quiere y está decidida a resistir, paciente y sufriente, hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá. Solo cuando se llega hasta el final, hasta el más extremo y amargo final, solo cuando se tiene la gran paciencia, se puede ayudar a las personas. Solo cuando uno se ha sacrificado al hacerlo, ¡solo entonces!».Aunque se trate de dos sensibilidades tan distintas, la del gran escritor vienés y la del titán ruso, esa segunda clase de piedad de la que habla Condor es la que más se aproximaría a la de Mischkin, salvando, insisto, las inmensas distancias que hay entre uno y otro artista.

50. No se trata en absoluto del grito proferido por el personaje de la obra homónima de 1895 del pintor y grabador noruego Edvard Munch, de la que existen diversas versiones, que es un grito cósmico, que expresa la insoportable angustia y ansiedad del hombre contemporáneo. El grito de Mischkin es un grito liberador, que descarga la infinita energía espiritual concentrada en tan corto espacio de tiempo en el que le ha sido posible comprender el indescifrable misterio del mundo, es decir, rozar la comprensión del misterio que representa Cristo. Éste, creo yo, sería el significado de esa «claridad interior».

51. La oposición radical entre las experiencias epilépticas de ambos personajes, Kirillov y Mischkin, la enfatiza Henri de Lubac en El drama del humanismo ateo, págs. 322-325. Pero quien las analiza con insondable profundidad es Dimitri Merejkowsky, Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, Buenos Aires, Argonauta, 1946, págs. 89-94. ¿Será cada uno de ellos, Mischkin y Kirillov, un aspecto de la personalidad de Dostoyevski? ¿Será Kirillov el doble de Mischkin? Los interrogantes que plantea Merejkovski, a modo de abogado del diablo, no los contestó nunca Dostoyevski. En cualquier caso, como se verá más adelante, sobre lo que no dejó dudas Dostoyevski es sobre la naturaleza evangélica del príncipe Mischkin. Esta conclusión también se desprende del ensayo de Merejkovsky.

52. Luigi Pareyson, Dostoievski: filosofía, novela y experiencia religiosa, Madrid, Encuentro, 2008, pág. 135. En el prefacio, los responsables de la edición, Gianni Vattimo y Giuseppe Riconda, indican que, cuando Pareyson murió en septiembre de 1991, dejó entre sus documentos el esquema perfectamente trazado de este libro prácticamente completado, que fue el seguido por ellos. La edición original italiana es de 1993.

53. Sigmund Freud, «Dostoievski y el parricidio», en Psicoanálisis del arte, Madrid, Alianza, 1991, pág. 218. El texto original de Freud es de 1928.

54. Ibídem, pág. 217.

55. A pesar de las precauciones de Freud, Edward Hallett Carr, en su citado estudio sobre Dostoyevski, es muy crítico con las, para él, poco fundamentadas yprecipitadas conclusiones de Freud y otros miembros de la escuela psicoanalítica. Para conocer su opinión al respecto, que es muy sensata y está bien documentada, hay que leer sobre todo la nota al capítulo II de su estudio (págs. 34-35).

56. Psicoanálisis del arte, pág. 215.

57. Ibídem, pág. 219.

58. Ibídem, págs. 220-221.

59. Ibídem, pág. 227.

60. Edward Hallett Carr (págs. 23 y 32) contradice por completo la hipótesis freudiana en una doble dirección. En primer lugar, que ni mucho menos puede demostrarse que el asesinato del padre de Dostoyevski influyese de manera decisiva en el joven, en el verano de 1839, cuando se encontraba estudiando ingeniería militar en San Petersburgo, para que apareciesen entonces los primeros ataques epilépticos, como si éstos derivasen, en una esquemática relación causa-efecto, de la violenta muerte del padre a manos de sus siervos; en segundo lugar, que es precisamente en Siberia donde, en todo caso, surgirían los primeros ataques, y no, como dice Freud, que sería en el presidio donde se atenuarían. Y ello sin entrar en los pormenores científicos de las características clínicas específicas de tales crisis epilépticas, pues, además de no estar claramente diagnosticadas por los médicos que lo trataron, el propio Dostoyevski se contradice numerosas veces en las escasas cartas en que habla de ellas. La responsabilidad de las exageraciones en torno a la epilepsia de Dostoyevski, recae en gran medida en la poco fiable en ciertos aspectos biografía escrita por su hija Liubova Fiodorovna, publicada en Munich en 1921 bajo el título Dostoyevski pintado por su hija. Liubova murió en el Tirol el 10 de noviembre de 1926.

61. Psicoanálisis del arte, págs. 220-221.

62. Ibídem, págs. 229-231.

63. Dimitri Merejkowsky, Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, págs. 87-88.

64. Ibídem, págs. 88-89.

65. Una cultura tan refinada como la del Antiguo Egipto podría servirnos de ejemplo, a pesar de que toda ella gira en torno a la religión y a la vida de ultratumba. De las siete clases de «alma» que los sacerdotes egipcios del Imperio Antiguo distinguían en el faraón, la única que podría tener un remoto parecido con nuestro concepto de «alma» era el ba, pero mucha mayor importancia revestía el ka, que era el doble del difunto, y que el faraón lo recibía del dios Ra. El ka se alojaba en las estatuas que representan al difunto en las tumbas. En la vida de ultratumba, elka se dedicaba a vagar por el recinto funerario, por ejemplo el de Saqqara, mandado construir por Zoser en la III dinastía. Pero lo significativo es constatar que esa vida de ultratumba era una fiel reproducción de la vida que había tenido lugar aquí en la tierra. El sentimiento trascendente y espiritual de la inmortalidad es en los egipcios, pues, un sentimiento muy débil y superficial. Una de las personas que mejor ha estudiado la evolución del concepto del ka en el Egipto faraónico, ha sido la egiptóloga y arqueóloga suiza Úrsula Schweitzer, que se formó en Alemania. A ella se remite sobre esta cuestión el monumental estudio de Sigfried Giedion, El presente eterno: los comienzos de la arquitectura, Madrid, Alianza, 1993, pág. 105. La literatura sobre este tema es muy amplia, pero resulta inevitable mencionar un estudio clásico del profesor Henri Frankfort, Reyes y dioses, Madrid, Alianza, 2001, capítulo V, págs. 85-102, especialmente la pág. 89, en la que reproduce una cita fundamental del historiador y filósofo de la religión holandés Gerardus van der Leeuw. Más adelante me referiré a la secta de los esenios como el primer grupo religioso que sí tendrá una concepción de la inmortalidad del alma y una conciencia de la muerte que pueden ya equipararse a la del cristianismo posterior.

66. Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, pág. 60.

67. Henri de Lubac, Paradoxe du mystère de l’Eglise, París, Aubier-Montaigne, 1967, pág. 184.

68. Hans Urs von Balthasar, Gloria. Una estética teológica. 5. Metafísica. Edad Moderna, Madrid, Encuentro, 1996, págs. 189-190.

69. El cristianismo de Dostoievsky, pág. 57.

70. Ya nos hemos referido al principio de este ensayo a la sin par admiración de Dostoyevski por el Quijote. También Pushkin sentía una gran atracción por el hidalgo manchego cervantino. A Pushkin, leprofesabadesde adolescente Dostoyevski un aprecio y una estima ilimitados, y debe recordarse aquí que,a finales de la primavera de 1880, el 8 de junio, poco más de seis meses antes de la muerte del escritor, pronunció Dostoyevski un caluroso discurso, un encendido y vibrante panegírico sobre Pushkin con motivo de inaugurarse el monumento al poeta en Moscú. Sobre los detalles del controvertido homenaje, en el que se encuentran frente a frente dos viejos enemigos, Iván Turguéniev y Dostoyevski, véase Rafael Cansinos Asséns, «Fiodor M. Dostoyevski. Su vida y su obra», en Obras Completas, tomo I, págs. 69-71.De otro lado, en la dacha de Lebédev, se nos dice en ese mismo capítulo, se encontraba la célebre edición del crítico literario Pavel Vasilyevich Annenkov de las obras de Pushkin.

71. Su nombre completo es Nastasia Filíppovna Baráschkova.

72. Hermann Hesse, en el breve estudio antes citado, afirma que durante estas horas de presencia de la turba de personajes nihilistas en torno al príncipe, tratando de conseguir dinero de él mediante el engaño, es cuando más visible se le hizo la «soledad trágica» de Mischkin.

73. Iván Turguenev,Padres e hijos, Madrid, Alianza, 1971. De esta traducción extraigo la grafía de los nombres de los personajes. La novela fue publicada originalmente en 1862, en la revista literaria Ruskii Vestnik, y en ella, como es bien sabido, surgen por primera vez en la literatura universal los términos «nihilismo» y «nihilista».

74. Recuérdense las palabras del centurión cuando Jesús accede a entrar en su casa en Cafarnaúm para curar a su criado paralítico: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo…» (Mt 8, 8).

75. El cristianismo de Dostoievsky, pág. 61.

76. Edward Hallett Carr, pág. 89. Por su lado, Franco Venturi considera a Herzen como al verdadero creador del populismo ruso. Una excelente síntesis de las actividades y del pensamiento de este eminente revolucionario, se halla en el citado libro de Venturi, págs. 99-148.

77. Véase, en consonancia con esta cuestión, mi citado artículo Sobre la prisión perpetua.

78. Cuando los fariseos le preguntaron a Juan el Bautista que por qué, si no era el Cristo, ni Elías, ni el profeta, bautizaba, «Juan les respondió: “Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia”» (Jn 1, 26-27).

79. Edward Hallett Carr, pág. 192.

80. En otra de sus novelas, Crimen y castigo (1866), Rodión Raskólnikov, estudiante, convencido de que los fines humanitarios justifican la maldad, mata a hachazos a Aliona Ivánovna, una vieja usurera, y, como daño colateral, a su sobrina Lizaveta, una joven simple y buena que tuvo el infortunio de aparecer en el escenario en el momento equivocado. El crimen precipitará al joven a una lucha contra su conciencia, y va a ser la abnegada Sonia, una prostituta de 18 años, quien le acompañe en su tormento.

81. Entre los fragmentos póstumos de Nietzsche, incluidos en la edición completa de las obras del pensador alemán llevada a cabo por Giorgio Colli y Mazzino Montinari (Munich, Deutscher Taschenbuch Verlag/De Gruyter, 1988), pueden leerse algunos aforismos y pensamientos, escritos entre mayo y junio de 1888, como éstos: «El arte como única fuerza superior contraria a toda voluntad de negación de la vida, como el anticristianismo, el antibudismo, el antinihilismo par excellence. El arte como redención del que conoce  —del que ve, que quiere ver el carácter terrible y problemático de la existencia, del que conoce trágicamente. El arte como la redención del que obra […]  El arte como la redención del que sufre…». Friedrich Nietzsche,Estética y teoría de las artes(prólogo, selección y traducción de Agustín Izquierdo), Madrid, Tecnos, 1999, pág. 76. Es decir, el arte y la estética como únicas justificaciones de la existencia, un pensamiento que Mischkin no podría aceptar, como tampoco lo aceptaría Dostoyevski.

82. Edward Hallett Carr, pág. 198. En cuanto al absurdo de la propia existencia  —aunque no tanto del carácter absurdo de la muerte, y eso que él sí fue víctima de una muerte absurda en 1960 como consecuencia de un accidente de automóvil—, resulta imprescindible el célebre ensayo de Albert Camus,El mito de Sísifo, Madrid, Alianza, 1981. Para Camus, el absurdo no es más que el silencio del mundo ante la pregunta del hombre por el sentido de la existencia. De ahí, ante ese silencio, ante el sinsentido de la existencia, la solución del suicidio, el único «problema filosófico verdaderamente serio», en palabras del extraordinario escritor existencialista francés, una solución que Camus no acepta ni comparte.

83. En la anotación correspondiente al 20 de diciembre de 1914, escribe Kafka en susDiarios: «Objeción de Max [se refiere a su íntimo amigo, biógrafo y editor Max Brod] a Dostoievski, porque hace aparecer en sus obras demasiados enfermos mentales. Completamente equivocada. No son enfermos mentales. Los signos morbosos no son otra cosa que un recurso de caracterización, que resulta además muy delicado y productivo. Por ejemplo, basta con servirse de la mayor insistencia para decir de una persona que es idiota y simple, y dicha persona, si lleva en su interior un núcleo dostoievskiano, se verá literalmente espoleada a dar de sí todo lo que pueda». Franz Kafka, Diarios (1914-1923), Barcelona, Lumen, 1975, pág. 102.

84. Resulta curioso comprobar la similitud espiritual de ese clima propenso al sueño, al delirio, a lo subconsciente y al simbolismo, que se da tanto en Rusia como en el Occidente europeo en los decenios finales del siglo XIX, cuyo más eminente precursor quizás haya sido el gran escritor estadounidense Edgar Allan Poe, desaparecido en 1849. Una prueba de ese clima y de esa visión espectral que relata Ippolit es el famoso cuadro que Paul Gauguin pintó en los Mares del Sur, en Tahití, titulado Manao Tupapau («El espíritu de los muertos acecha»), de 1892, un óleo sobre arpilleratrasladado a lienzo que se conserva en la Albright-Knox Art Gallery de Buffalo (Estado de Nueva York), que le explicó por carta detalladamente a su esposa, y en el que Gauguin representó la visión espectral que creyó percibir su jovencísima amante tahitiana Tehura cuando él entró de improviso en la alcoba.Véase, John Rewald, El Postimpresionismo. De Van Gogh a Gauguin, Madrid, Alianza, 1982, págs. 414-416.

85. Repárese, sin ir más lejos, en el juicio a Sócrates y su condena a muerte.

86. Luigi Pareyson, en el estudio citado, pág. 149, comenta sobre esta distinción clave de la muy lúcida Aglaya Ivánovna: «Por tanto, la inteligencia fundamental puede ser perfectamente separada de la inteligencia secundaria. Más aún, no solamente prescinde de la misma, sino que incluso la excluye, porque la verdadera inteligencia constituye una síntesis entre mente y corazón, verdad y bien, conocimiento y moralidad: es el contacto directo, vívido y originario con el principio infinito e inagotable de todo valor, tanto cognoscitivo como moral». Por su parte, el escritor ruso Henri Troyat (pseudónimo de Levón Aslani Thorosian), dice lo siguiente sobre esa inteligencia principal: «Toda la novela conduce a esto: la incursión de la inteligencia principal en el dominio de la inteligencia secundaria. Esta inteligencia principal, que es la inteligencia fuera de las leyes de la causalidad y de la contradicción, fuera de las reglas de la moral, que es la inteligencia subterránea, la del sentimiento, creará perturbaciones en el medio donde va a ser trasplantada». Dostoyevski, Barcelona, Destino, 1946, pág. 296. La edición original francesa es de 1940.

87. Es la opinión del crítico ruso-francés André Levinson en su biografíaDostoievsky (Vida dolorosa), Buenos Aires, Santiago Rueda, 1943, pág. 186.Del mismo año de la edición original francesa, hay una edición española tituladaLa patética vida de Dostoievsky (Barcelona, Apolo, 1931).En ambas ediciones el traductor es el mismo, Fabián Casares.

88. Jn 8, 2-11.

89. Ni Miguel de Cervantes ni Dante Alighieri, a mi juicio los dos más grandes escritores de todo el Occidente cristiano, han hecho eso nunca con una mujer. Y cuando digo grandes, no lo digo en un sentido convencional, sino que están a la misma altura, exactamente a la misma altura, que Fiodor Mijailovich Dostoyevski. Ellos, y solo ellos, constituyen el grado supremo, inalcanzable, de la literatura universal. Después están los demás. Es cierto que hay un nivel casi al par de ellos tres, un nivel en el que solo caben muy pocos, poquísimos, cinco, ocho, a lo sumo diez,pero ese nivel está ya un grado por debajo, por imperceptible que sea. La diferencia fundamental estriba en la hondura del ideal cristiano de su cosmovisión o de algunos de los personajes de sus obras.

90. El que este término aparezca en cursiva en el texto novelístico, tampoco es casual. Aglaya le evoca a Mischkin la luz divina, porque en ella hay parte de esa substancia espiritual y pura, angelical, que forma parte del ser de Dios. La luz está muy presente en el Nuevo Testamento, pero la luz también tiene un gran significado espiritual en la arquitectura religiosa bizantina de las iglesias de planta central, y en el oro de los mosaicos del arte de Bizancio, que remite directamente a la luz, y, por ende, a Dios. Sobre esta cuestión, véase, Jean Chevalier (dir.), Diccionario de los símbolos, Barcelona, Herder, 1988, págs. 663-668. También, Richard Krautheimer, Arquitectura paleocristiana y bizantina, Madrid, Cátedra, 1984, págs. 253-257, referidas a la basílica de Santa Sofía de Constantinopla. Incluye amplia bibliografía. No olvidemos que «Sofía» significa aquí Sabiduría divina. Por último, no puede desdeñarse, sino todo lo contrario, el significado de los colores y de la luz en la pintura rusa de iconos a partir del siglo XV. Un buen ejemplo sería el icono de autor anónimo perteneciente al siglo XV que representa a Fiodor Stratilat, y que se encuentra en el iconostasio de la iglesia de igual nombre en Nóvgorod, del que el historiador del arte ruso Víctor Nicolsky dice: «Lo que ante todo pasma en esta obra es el colorido del icono, lleno de luz, de alegría, de un espíritu que pudiera calificarse de festival, de una ligereza singular, aérea». Véase, Víctor Nicolsky, Arte ruso, Barcelona, Labor, 1935, pág. 97.

91. Salvando, naturalmente, las distancias, esta idea será desarrollada posteriormente por algunos escritores existencialistas ateos, por ejemplo por Jean-Paul Sartre en 1938 en su novela La náusea, donde hace una feroz crítica del pretendido humanismo socialista, encarnado en el personaje huero, a pesar de sus amplias lecturas y grandes conocimientos positivos, del Autodidacto, quien se esfuerza por convencer al protagonista, Antoine Roquentin, que el amor consiste no en amar a alguien en concreto, sino a la humanidad entera. Jean-Paul Sartre, La náusea, Buenos Aires, Losada, 1972, págs. 133-139.

92. Uno de los escritores que de manera más explícita reconoce este presentimiento de Nastasia Filíppovna es Stefan Zweig en el estudio crítico que dedica a Dostoyevski en su conocido ensayo Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski),Barcelona, El Acantilado, 2011, págs. 174-175. Mi convicción acerca de la certeza de esa intuición de Nastasia, se remonta a la primera vez que leí la novela, en 1980.

  

  

  

Concluye en el próximo número.

   

   

   

    

   

Enrique Castaños Alés (Málaga, 1956). Profesor de Instituto de Enseñanza Media desde 1982 hasta 2016. Profesor asociado del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga durante los cursos 2006-2011. Licenciado en Filosofía y Letras en 1979, se especializó en Historia Medieval. Su Memoria de Licenciatura, leída a finales de 1981 y aprobada con la calificación de Sobresaliente por unanimidad, versó sobre El socialismo postrevolucionario anterior a Karl Marx: Charles Fourier, Henri de Saint Simon, Robert Owen y Pierre-Joseph Proudhon. Su Tesis Doctoral, defendida en el año 2000 con la calificación de Sobresaliente cum Laude, se centró en Los orígenes del arte cibernético en España. La experiencia del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid.

Es autor del libro La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX (1997), reelaborado y ampliado en 2011 bajo el título Las artes plásticas en Málaga en la segunda mitad del siglo XX. Crítico de arte del diario SUR de Málaga entre 1996 y 2012. Colaborador de las revistas Lápiz, Galería, Cuadernos Hispanoamericanos, Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, Arte y Parte y Fedro. Revista de Estética y Teoría de las Artes (Universidad de Sevilla).

Ha sido Director de la Sala de Exposiciones de la Diputación de Málaga, Coordinador de la Sala de Exposiciones de la Universidad de Málaga, Director del Departamento de Promoción Cultural de la Fundación Picasso-Casa Natal y comisario de múltiples exposiciones, entre las que destacan las antológicas y retrospectivas dedicadas a Manuel Barbadillo Nocea, Stefan von Reiswitz, Godofredo Ortega Muñoz, Esteban Vicente y Francisco Hernández Díaz. Ha comisariado exposiciones monográficas de Tomás García Asensio, Lugán, Oriol Vilapuig, Santiago Mayo, Jordi Teixidor Otto, Andreu Alfaro, Manuel Salinas, Pablo Alonso Herráiz, Dámaso Ruano Gómez, Manuel Mingorance Acién y el Colectivo Palmo de Málaga. En 1992 fue comisario de la exposición El arte de construir el arte, con los fondos del Colegio de Arquitectos de Málaga. Colaborador de la muestra «Andalucía y la modernidad», del volumen Arte desde Andalucía para el siglo XXI, y del catálogo de la exposición El discreto encanto de la tecnología, celebrada en el MEIAC de Badajoz y el Museo ZKM de Karlsruhe.

Ha impartido numerosas conferencias y ha sido ponente en diversos seminarios organizados por las Universidades de Málaga y Alicante. Ha escrito y publicado en revistas especializadas amplios artículos sobre diversas novelas de Bram Stoker, Nathaniel Hawthorne, Anne Brontë y Miguel de Unamuno, así como sobre películas de Leontine Sagan, Leni Riefenstahl, Philippe Claudel y Leopold Jessner. Colaborador del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. En 1997 publicó unas Consideraciones sobre «Ordet», de Carl Theodor Dreyer.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Sección 3. Página 16. Año XX. II Época. Número 110. Enero-Marzo 2022. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2022 Enrique Castaños Alés. © Las imágenes de esta segunda entrega corresponden a sendos fotogramas de los capítulos 6, 7, 8, 10, 12 y 13 de la serie televisiva “El idiota”, producida y emitida por RTVE a finales de 1976, y se utilizan exclusivamente como ilustraciones del texto. Todos los derechos de autor, pues, que pudieran concurrir sobre las mismas pertenecen exclusivamente a sus autores. El guion fue elaborado por Hermógenes Sainz, basado en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski, y tiene a Emilio Gutiérrez Caba, José Sancho y Marta Angelat como primeros actores. La realización corrió a cargo de Antonio Chic. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2022 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 29730. Rincón de la Victoria (Málaga).

    

    

     

 

 

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