HAN PASADO DIEZ años de su muerte y las sentidas palabras del último Premio Nacional de Poesía, Antonio Hernández, todavía producen ese sentimiento de extrañamiento y larga ausencia: «Él se fue así, sin hacerse notar, en silencio, demasiado pronto, joven como los malditos dioses avaros querían a sus compañeros de Olimpo. Y nos dejaron a nosotros temblando. A muchos, los que no lo volveremos a ver porque no estaremos en ese lugar sagrado. Pero nos quedan sus libros».

Conocí a Juan Campos Reina más a fondo en la última etapa de su vida, sobre todo desde la publicación de El bastón del diablo en 1996, y quedé tan fascinado por su obra como por su sensibilidad, ilustración y principios. Juan Campos Reina era un gentleman. Un caballero cordobés de rango, tanto en porte como en actitud y compromiso. En la literatura, este tipo de escritores se dan muy poco por estas latitudes. Con él trabajé en algunos proyectos y, si la muerte no hubiera sido tan temprana con él, seguro que hubiera sido muy productiva nuestra amistad.

Durante años fue gestando con exquisitez y desvelo su obra —la Obra diría yo en sentido juanramoniano—  porque Juan era pulcro, cultivado y preciso. Fui asiduo lector de su narrativa y me considero un incondicional, acaso devoto de la misma. Y es que Juan ha sido uno de esos grandes narradores contemporáneos que han creado un territorio personal, una sensibilidad ostensible y un estilo. Y el escritor es el estilo, ya lo dijo Valle-Inclán.

Y todavía más, añadiría el rasgo que, a mi modo de entender, supera a todos los anteriores: el compromiso con el ser humano, en una suerte de “Humanismo solidario” que yo reivindico para el tiempo y la sociedad actual. En su obra está el ser humano en su plenitud, en su fortaleza, en sus nimiedades, en sus grandes gestas y en su ternura que llega de lejos. En su obra está Europa, la gran sensibilidad europea, pero también está Andalucía y Córdoba. Porque, para Campos Reina, su territorio personal es su patria chica al igual que para Tolstói la suya: los Maruján, ¡qué gran creación de la literatura contemporánea!

Inteligencia, ética, enorme cultura, honradez y resolución técnica, elegancia y seducción en la creación narrativa… avalan a uno de los grandes de la literatura de nuestro tiempo. Un intelectual ensimismado y concentrado en su mundo, en su trabajo, pasional, vehemente y sincero, imaginativo y vital, noble, incansable al desánimo, corrector empedernido de su obra sobre la que acudía una y otra vez llevando a cabo múltiples versiones de una sola novela.

Sus últimas obras aparecen recogidas en el estuche titulado Parques Cerrados, que incluye una trilogía de obras de diversos géneros: Poesía completa, Diario del Renacimiento (narración) y De Camus a Kioto (ensayo), publicados en Penguin Random House Grupo Editorial en 2019. Son, pues, obras póstumas del escritor fallecido en Málaga en 2009, justo una década antes. Juan Campos Reina, ya un autor de culto y uno de los maestros de la literatura española contemporánea, estaba licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla y había nacido en 1946 en Puente Genil, Córdoba. 

  

 

 

Juan Campos Reina (Puente Genil,  1946 – Málaga, 2009), escritor considerado uno de los mejores narradores andaluces y el más destacado de los cordobeses. Se dio a conocer en el mundo literario en 1988, con la novela titulada Santepar, y es autor de la Trilogía del Renacimiento, integrada por Tango rojo (1992), El bastón del diablo (1996) y La Góndola Negra (2003). En 1997, fue galardonado con el Premio Andalucía de la Crítica de 1996 en la modalidad de Narrativa, en atención a los méritos literarios y humanos de El bastón del diablo. (COP)

  

«Poesía completa»

En Poesía Completa, Campos Reina reúne una obra sugerente que va desde la conformación de un pensamiento sintético, casi aforístico, muy personal e inmerso en su historia particular, hasta una poesía que se sumerge en los espacios de Oriente, África, Occidente y en la rememoración en prosa lírica de su pasado, Córdoba y Sevilla o aquellos lugares emblemáticos donde ha viajado a lo largo de su vida.

Pero lejos de una poesía de corte peregrino propiamente o costumbrista, como sucede en muchos casos, Campos Reina concentra los significados en los sistemas sígnicos que han sido la base de toda su obra, tanto ensayística como narrativa o memorial: la singularidad del arte, el pensamiento y las vivencias personales tanto como históricas en el devenir humano y la proyección que estas tienen en nuestras vidas.

Hay en su escritura poética una voluntad de circularidad y totalidad no ajena al resto. La mirada tiene un enorme poder evocador en todos ellos, pero también los olores, el paso del tiempo, la memoria, la música, los espacios personales e íntimos (donde el recuerdo del dolor está siempre presente), la pintura (con Van Gogh presidiendo su esencia).

Siempre dijo que su obra se reducía a dos grandes conceptos: el amor y la muerte. Y ese amor con múltiples matices y complementarios está también presente no ya en la sensualidad de lo frecuentado, sino en la devoción, la ternura, el apego con que trata los “objetos conceptuales” de la existencia, sus objetos semióticos:

  

Flotar sobre las aguas veo el tiempo

como la piel mudada en el otoño

de una dulce serpiente

por el amor desnuda.

 

Estoy en el secreto de las cosas,

penetrado de luz, desarraigado,

en la estela de magma palpitante

que de la escoria arrastra la ceniza.

  

  

Es un poeta que contempla el mundo para establecer sus coordenadas vitales, pero también para sentirlo, para amarlo, y tanto lo abraza como se siente inmerso en él como si en cada instante buscara el momento de salvarse a sí mismo en la esencia de lo contemplativo:

     

La mirada se aísla,

contempla la ciudad y no repara

sino en la urdimbre

de la mañana y el aire.

      

Ser entre jacarandas,

prolongado en sus ramas y sentir

brotar la flor,

mecido por la brisa.

  

Campos Reina corregía una y otra vez su obra, la depuraba, la perfeccionaba, a pesar de que sabía que estaba luchando contra el paso del tiempo, en la plenitud del vacío, como una biografía que se proclama constantemente. Sobrevivir era el secreto (“Donde se esfuma el hilo de la vida”), pero también gozar del instante al que había sobrevivido sabiendo que era único. En una sensualidad muy del sur que se hacía casi mística en la contemplación de la existencia y en la consistencia que ofrecen siempre en su obra tanto los elementos de la naturaleza como las ruinas de lo perdido. En su poema “En las ruinas de Corinto” podemos leer:

  

Sabe a odisea y a mar de vino,

a sangre y labios de raptadas

vírgenes, blancas

como el cuerpo de Afrodita.

  

Y así, la antigüedad de ese mundo vivido se reescribe en su arqueología que recobra con pasión y amor, tanto como hace cuando visita Florencia o la plaza de San Marcos o celebra el centenario de Proust en su visita al monasterio armenio de la Isla de San Lázaro.

En la poesía de Campos Reina hay sensaciones que se concentran y crean vida, que salen de la esfera culturalista para anclar en nuestro sentimiento y proyectarse hacia el símbolo.

En su penúltimo gran apartado, “Visiones de Las Quebradas”, recoge lo más íntimo y sentimental en las sugerentes descripciones que recobran su mundo infantil, sus sensaciones y pertenencias para crear el paradigma de lo que ha sido un sistema sígnico en el que surgen los antepasados, sobresale la luz, el valle y el río adquieren una representación luminosa y el poeta actúa como un sabio oriental que contempla el mundo vivido y ahora recobra: «Donde el paso no es posible sólo resta la espera; una espera inmóvil, sin tiempo, sin dimensiones. Y en esa espera eterna del presente, yo me siento y aguardo la caída de la tarde».

Esta misma dimensión contemplativa la hemos visto en sus ensayos y la observamos en sus obras narrativas, porque está en la esencia de su pensamiento. En este lirismo en prosa, Sevilla y Córdoba, sus vivencias, su memoria se desvelan con pasión, donde trata de explicarse su existencia: «La vida no es un proyecto cierto, una línea trazada, sino más bien una pared medianera, sumada a otras muchas en la ciudad. Las ilusiones, el trabajo, los miedos, el parentesco, la costumbre han ido dibujando calles, torturadas unas, despejadas otras, y cambios de dirección, que responden justo al pulso de cada época, a su latido».

Son reflexiones que muestran la pasión hacia lo creado, la intensidad que siempre concitó en los caminos hollados y el amor con el que se concentró en lo esencial vivido: «Sólo soy eso, un paseante, un enamorado. He debido olvidar en el camino muchas cosas para poder reconocerme y resumirme».

  

 

 

Coincidiendo con el décimo aniversario de su fallecimiento, Penguin Random House publica en 2019 su trilogía Parques Cerrados, objeto de estudio de este artículo, que la componen una reedición de De Camus a Kioto, y sus inéditos Poesía completa y Diario del Renacimiento. (COP)

  

«Diario del Renacimiento»

Forma parte de la trilogía Parques cerrados, junto a Poesía Completa y al libro de ensayo De Camus a Kioto. La obra está dividida en dos apartados: “Breve reseña de mi vida (Desde la infancia hasta el comienzo del Diario del Renacimiento)” y “Diario del Renacimiento”.

De Juan Campos Reina sabemos que nació en el seno de una familia de clase media, de la pequeña burguesía pontanesa. Su conexión literaria se produjo en la infancia, cuando descubrió en la casa de sus abuelos un armario repleto de libros del siglo XIX-XX. Pronto llegó la enfermedad en plena adolescencia que le obligó a guardar cama y a aislarse en una melancolía de adolescente.

Habla de la importancia que tuvo Sevilla en su vida y en su formación y el inicio de su vocación, pero la enfermedad ha sido siempre un hecho determinante en su existencia, sobre todo desde 1986, época que se debatió entre la vida y la muerte. Fue la época en que Santepar, obra inédita todavía, había sido escrita y la literatura pasa a formar parte de su existencia en pareja con la enfermedad, que producirá a lo largo de ella (falleció con 63 años en 2009) un sentido especial del vivir, hasta el punto de que para él cada día que pasaba sin encontrar a la muerte era un motivo de enorme gratitud.

Hasta 1993 permaneció como inspector de Trabajo. Durante estos años, desde 1989, inicia el Diario del Renacimiento y la Trilogía del Renacimiento. En estos momentos va contando los pormenores de esta situación en la creación de la trilogía emblemática de su producción.

En la segunda parte, el Diario del Renacimiento, comienza en Málaga el 4 de marzo de 1989 y lo cierra el 14 de febrero de 2001, a las 8:35 horas. Desde el principio, y a lo largo de estos 11 años de diario, la muerte va a estar presente de continuo en su obra desde las primeras incursiones.

Se concentra luego en los pormenores de Un desierto de seda, y surgen sus opiniones sobre la relación de la historia, la literatura y el arte, de enorme interés para el lector interesado en comprender su proceso creador: «El arte es bastante más que una estética y una ética; es como una vestidura que lo aísla y los conduce a un desierto donde la vida se pierde» (p. 32).

Expresa esa sensación de luchar contra el tiempo, porque pensaba que podía morir en cualquier momento y no haber finalizado su obra proyectada. Así dirá: «La vida no es fácil» (p. 38). Hay ideas de enorme interés, como la trascendencia de la aleación otoño-mar en su obra o la negatividad que engendra el costumbrismo en las obras literarias. Siempre es profundo su análisis social y comprometido, pero también abunda en la relación de la cultura europea y la occidental.

Era consciente de su debilidad, y pensaba que la vida en el campo le hubiera ido mejor pero vivía en Málaga, aunque con continuos viajes a su tierra cordobesa de Las Quebradas, que siempre ocupó un lugar amplio para el sentimiento. Surgen en ella sus buenos amigos, Rafael Ballesteros, el pintor Brinkmann, Julio Neira, su agente literaria Carmen Balcells. Y, sobre todo, la contundencia de su visión literaria: «Es preferible ser un escritor marginal a un escritor bastardo. Tarde o temprano, la calidad halla su espacio y la mediocridad el suyo. El tiempo casi siempre termina haciendo justicia» (p. 63). Cuenta los pormenores del encuentro con Gimferrer y Mario Lacruz, cuando propuso la publicación de su trilogía y la asepsia de las relaciones con los editores.

Es muy interesante la definición en torno a la felicidad: «Para mí, la felicidad consiste en vagabundear por ciudades cargadas de historia, en recorrer sus calles y sus museos y observar a sus gentes» (p. 78). Pero también, el sentido de la escritura como renuncia en «el vaciado total en el texto, en la desaparición del escritor como persona» (p. 82).

Observamos a un escritor cuya obra es fiel a sus principios éticos y estéticos, morales, y que prefería ese encuentro con el mundo desde el ámbito de la cultura y las relaciones humanas, y la perspectiva que ofrece el arte. Pero también, un escritor conscientemente crítico con los problemas sociales y la alienación del ser humano en una sociedad deshumanizada: «Gentes adocenadas, envueltas en la tela de araña de los trabajos alienantes y los ocios colectivos, con sus pequeños miedos y sus egoísmos» (p. 86).

Se pregunta el escritor qué ha pasado desde su infancia hasta ese momento de 1991, y dice que «apenas nada. Estudios, viajes, algunas ciudades como Sevilla que han cobrado vida en mi interior, una vida fuera del tiempo y poco más» (p. 108). Van surgiendo sus lecturas y también el proceso de creación de su Trilogía del Renacimiento con todo lujo de detalles, enormemente significativos para comprender mucho mejor su esencia.

La enfermedad poco a poco se va apoderando de él en 1995 y la visita al doctor le dirige hacia una posibilidad de ser trasplantado: «Tu organismo es raro. No da la sintomatología habitual». Los viajes se suceden: Madrid, Sevilla, Barcelona, Florencia… las constantes visitas a los museos, sus lecturas de Mann, Heidegger, de Nietzsche: «Acabo de leer las últimas cartas de Nietzsche y siento una profunda vergüenza (…) antes de perder la razón Nietzsche se estaba muriendo de hambre y sufriendo todo tipo de necesidades» (p. 273).

Sus últimos escritos, a modo de agradecimiento, son una carta escrita en Venecia a Carmen Balcells el 23 de octubre de 2000 sobre la rememoración de la visita de Proust al mismo lugar en el que estaba  él se hallaba, el Monasterio Armenio de la Isla de San Lázaro, y un poema que cierra un ciclo, un día en que se despertó en una noche fría ahogándose en donde la luz está presente y la palabra como cauce humano, la propia vida.

En definitiva, un libro de enorme valor como documento literario y como documento vital para comprender el sentido existencial y ético de un gran escritor, fallecido desgraciadamente demasiado pronto.

  

   
 

Francisco Morales Lomas y Juan Campos Reina en el Ateneo de Málaga en 2006.

 

  

«De Camus a Kioto»

En 2010 se publicó en la Biblioteca de Ensayo, 69, Serie Mayor, de Ediciones Siruela, el ensayo titulado De Camus a Kioto, que en 2019 aparece de nuevo en el estuche Parques cerrados, de Penguin Random House Grupo Editorial, en su colección Debolsillo, junto a dos volúmenes más: Poesía Completa y Diario del Renacimiento.

Ambas ediciones son fieles a la primera publicada hace ya casi una década, y en ella Campos Reina crea sutiles alianzas entre Oriente y Occidente empleando para ello todo un caudal referencial de libros y autores concretos en los que penetra con agudeza, capacidad crítica y, sobre todo, con un enorme amor hacia la literatura y hacia la interpretación del ser en el mundo.

Decía el filósofo alemán Martin Heidegger que el origen y la posibilidad de la “idea” del ser en general jamás pueden indagarse con los medios de una “abstracción” lógico-formal, es decir, sin un seguro horizonte dentro del cual preguntar y responder. Campos Reina trata de indagar en ese ser que “está ahí” (Dasein) y para ello nos conduce por el camino de la palabra, de la cultura, del arte… que va de Oriente a Occidente en una singladura uniformada; en definitiva, establece un horizonte que nos permite adentrarnos en la naturaleza de ese ser existenciario.

Acude a tres citas iniciales, respectivamente, de la filósofa María Zambrano, el poeta japonés del siglo XVII Matsuo Basho y el narrador cubano José Lezama Lima, y aúna la sabiduría de mirar, la sensación de oler y la relación del samurái con el monje de El Escorial.

En la “Introducción”, Campos Reina, partiendo del ensayo de Albert Camus, El mito de Sísifo (1942), en el que, como existencialista, retoma esa figura de la mitología griega de Sísifo subiendo la piedra por la montaña, la caída de la piedra y vuelta a empezar una y otra vez, para singularizar el absurdo de la existencia y el valor de esta solo en lo que nosotros podamos darle como tal. La obra comienza con esta aseveración: «No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio». No olvidemos el año de publicación, 1942: la guerra mundial en todo su apogeo y la filosofía existencialista de Martin Heidegger como reina de esa noche, con seguidores como Sartre, Camus o Simone de Beauvoire en plena sintonía. La pregunta que se plantea es, pues, esta: ¿cuál es el sentido de la existencia? Una cuestión que nos trae a la memoria los versos del poema “Lo fatal” de Rubén Darío:

 

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido y un futuro terror...

Y el espanto seguro de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,

y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

y no saber adónde vamos,

¡ni de dónde venimos!...

  

Campos Reina defiende la vida, como el samurái que se la juega en el campo de batalla. Solo si la vida que ha dibujado desaparece, estará permitido el suicidio ritual o seppuku. El sentido de la vida lo tendremos mientras nuestro viaje vital, nuestro Dasein, lo tengamos. Y Campos Reina nos propone un viaje hacia la corte de Heian, en Kioto, para tratar de explicar el sentido de la existencia de ahora a través del sentido histórico de la existencia de una civilización como la japonesa.

La obra está conformada, además de esta introducción, de nueve capítulos y un epílogo. En este último, en el epílogo, nos muestra lo que ve: al hombre de Ceilán con una humilde alfombrilla y un cubo delante esperando, como muchos millones en la India, que el cubo tenga lo suficiente para afrontar el día.

Y, al tiempo, al comerciante de Jaipur que vende cuerdas. La pobreza, dice Campos Reina, no resta luz. Y en esa contemplación, en ese silencio reflexivo, Campos Reina va reconociendo la vida dentro de la vida, la vida renovada como un puente (¿el eterno retorno nietzscheano?), y sabe que todo se reduce «a una mirada entre el latido del corazón infantil agua arriba y las llamas purificadoras agua abajo», en ese simbólico río tan manriqueño.

En el primer capítulo, “Del Pabellón de Cristal al Pabellón de Plata”, el poeta pontanés recurre a estos dos símbolos, el Califato de Córdoba y Japón, respectivamente. El Pabellón de Plata había sido construido en 1474, en el norte de Kioto, como retiro del shogun Ashikaga Yoshimasa, tratando de imitar el de su abuelo en Kinkakuji, que estaba cubierto de oro. Pero Yoshima no logró cubrirlo todo de plata, y, tras su muerte, pasó a ser un templo budista, Jisho-ji.

Con este símbolo, Campos Reina entra de lleno en la tradición japonesa, con la corte de Heian, en su simbología de vida-muerte, de respeto por la naturaleza…, una sociedad regida por un orden aristocrático donde la vida se desarrollaba plenamente integrada con el ecosistema en una indagación de armonía y purificación, incluso en el ámbito sexual, con la práctica del tantra. Y, después, la compara con la corte cordobesa del Califato y crea los elementos de relación muy similar, pero con contrastes, ya que en Heian el relato que nos llega es femenino y en Córdoba es masculino. Nos habla del sentido estético y vital de la música, del erotismo, de la célebre obra del emir de Toledo al-Ma’mún, el Pabellón de Cristal, un pequeño paraíso en el que se encerraba el emir con sus esclavas y en el que un día escuchó que una voz le increpaba por haber construido ese espacio tan asombroso en la tierra, y le anunciaba su muerte.

Después incide en los elementos de relación (samuráis con templarios). El samurái contemplativo en un sendero de realización, al igual que el templario, mitad monje, mitad soldado. Y códigos de valores semejantes como la preferencia por la muerte antes que la indignidad, pero también los elementos de relación entre la literatura, el teatro japonés, el No, que usa las máscaras y que guarda, según Campos Reina, un parentesco con el teatro clásico griego, que también las usaba; y una especie de influencia mutua entre cultura y artes marciales.

En el segundo capítulo, “La sombra barroca del samurái”, parte de Garcilaso de la Vega, poeta y soldado (¿Un samurái de occidente?), y llega a asociar la figura del samurái con los conquistadores españoles que fueron a la búsqueda de Eldorado, o del propio Don Quijote de la Mancha, sobre el que establecerá esta relación: «El samurái, reducido poco a poco de soldado a funcionario civil y no muy conforme con su suerte, tiende a sufrir un trastorno semejante al de Don Quijote».

En el capítulo tercero, “El minotauro y la ceremonia del té”, afirma que la relación entre España y Japón es significativa en un periodo similar. En el caso de España, su mayor aislamiento del pensamiento europeo tiene lugar en el siglo XVIII; por su parte, Japón desemboca en un aislamiento mundial durante la era Tokugawa, cuando se cierran las fronteras y permanecen así dos siglos, desde el XVII al XIX.

Durante este tiempo es el periodo en que se crean, tanto en España como en Japón, los arquetipos sobre los que pilota esta comparación: la tauromaquia y el cante flamenco en España como correlato de las escuelas de té y el mundo del ukiyo en torno a la geisha en Japón.

Se pregunta Campos Reina si el sentimiento que guía a un samurái ante la crueldad de la guerra es muy diferente del miedo que experimenta un torero a perder la vida en la plaza. Y también lo hace ante esa estampa de belleza ancestral, de la sangre y del dolor, en ese ritual que llega desde Grecia y pasa a Roma cuando se sacrificaba un toro a la diosa Cibeles. Y ese torero nace del pueblo, de las gentes sencillas, alguien surgido del dolor pero que llega hacia lo fecundo y lo eleva por encima de la nobleza. En Japón, en la ceremonia del té, con cuyo ritual establece la comparación, también encuentra elementos similares: lo simbólico de la indumentaria, el albero regado frente a las piedras del jardín (en la ceremonia del té), que deben ser lavadas, la comunión con el entorno…: «Y, para nuestra sorpresa —dice Campos Reina— justo aquí se consuma el parentesco, al conocer que los señores de la guerra, en plena época Momoyama, solían tomar el té antes de emprender una batalla (…), como última cena de un gran maestro que debía dejar este mundo».

El cuarto capítulo, “El mundo flotante”, aborda el microcosmos de la geisha y el teatro kabuki, en la época del Japón de los Takugawa, durante dos siglos y medio (del XVII a mediados del XIX) con el dominio del confucionismo y la cultura samurái que detentará el poder militar, pero frente a ellos se va levantando la cultura de los comerciantes (los shonin) que sustituirá al mismo tiempo el teatro del No por el teatro kabuki (con la belleza de sus danzas de mujeres hermosas, más adelante sustituidas por mancebos en el wakashu kabuki) y la maestría de la pintura de la escuela Kano por el whiyo-e, xilografías sobre el mundo de la diversión que surgía. A ello se une la cultura del relato erótico de Saikaku y el haiku de Basho.

Pero, de todo ello, la reina es la geisha, mujer formada en la sutileza, la elegancia y la complacencia del hombre, como sucedía en el al-Ándalus del Califato con las esclavas educadas para la poesía, la música y la danza.

  

   

Una imagen que hace historia. De izquierda a derecha: Álvaro Campos, Pablo Bujalance, José Infante, Fernanda Suárez Casasús (viuda de Campos Reina), Paco Campos, Rafael Ballesteros y Morales Lomas.

  

Es una etapa en la que no hay, sin embargo, margen para el sentimiento, pues el amor y los amantes se consideraban elementos peligros de disolución social y lo que predominaba era la familia y la clase social sobre el individuo. Ello explica que el teatro y la música fueran con frecuencia cauce de la expresión de lo prohibido y la población se volcara en esos espectáculos ya que eran una forma de liberación social.

Y en ese mundo, la geisha era como una especie de flor de un universo flotante, donde se bebía y se comía… y el trato entre cliente y geisha era de una elegancia y consideración exquisitas. La geisha daba lo que la sociedad no le permitía al ciudadano: el sentimiento y la sensualidad. Había, pues, dos mundos: uno oficial y otro flotante.

Como compás binario, en la España del siglo XIX surge el flamenco, la seguiriya (cuyo origen remoto podría estar en Asia) y todo ese conjunto de músicas y sones subyugantes marcados por la adversidad, la marginación y el desarraigo y las mujeres del pueblo, hermosas y rebeldes, de una sensualidad arrebatadora (como el símbolo de Carmen), que tanto podrían corresponderse con el sentido sensual de la geisha.

El quinto capítulo, “De la luz y las sombras”, se inicia con un análisis penetrante de la biografía pictórica de Van Gogh y su relación con la cultura japonesa y la evolución desde las sombras a la luz: «Cada vez prescindo más de las cosas, y cuanto más prescindo de ellas, tanto más veloz se torna la mirada para lo pictórico».

Pero también destaca Campos Reina de este enajenado pintor la belleza de lo efímero, algo muy presente en la cultura japonesa: «Van Gogh —dice Campos Reina— pinta como un artista japonés que estuviera aguardando la floración de los cerezos», en lienzos como El huerto rosa o Melocotones en flor.

Y junto a él, en Oriente, Junichiro Tanizaki, uno de los grandes narradores japoneses del siglo XX, junto a Kawabata, Mishima o Akutagawa. De Tanizaki, Campos Reina refiere la obra El elogio de la sombra (1933), un recorrido por la cultura japonesa en la que no solo surge la apoteosis de los sentidos, el nuevo brillo del oro, el erotismo… sino también lo más escatológico. En este análisis de la estética japonesa, argumenta, en una línea similar a Van Gogh, que mientras en Occidente la belleza siempre ha estado asociada a la luz, a lo brillante, a lo claro y a lo blanco, y que lo oscuro, lo opaco y lo negro siempre han tenido una connotación negativa; por el contrario, en Japón, lo oscuro, la sombra forma parte de la belleza. Y analiza la cerámica, las viviendas, el vestuario del teatro No… Y llega así a la siguiente conclusión: «Entonces reparamos en que la búsqueda de Van Gogh, la de Tanizaki o la de cualquiera de nosotros, participa del brillo de la sombra y de esta especie de apagamiento, de niebla, que produce la luz».

En el capítulo sexto, “La búsqueda del paraíso”, se centra fundamentalmente en dos autores: el cubano Alejo Carpentier y el japonés Yasunari Kawabata. Del primero analiza la novela Los pasos perdidos (1953), la historia de un joven enamorado de la música que se adentra en la selva con su amante Mouche para buscar los orígenes de la música en los viejos instrumentos. De este viaje, Campos Reina destaca el sueño simbólico del narrador-viajero, que, en cierto modo, responde al perfil del conquistador español, el Adelantado, y esa ruptura del narrador en orden inverso al del tiempo, la vuelta a la selva para dar con la puerta que le franquee de nuevo el camino, su intuición en torno a la iluminación, lo real maravilloso, esa introducción en lo indefinible y sagrado de la naturaleza que tanta conexión tiene con el sintoísmo (también un camino, en este caso sagrado, porque es el de los dioses) en Japón, esa religión que venera los kami o espíritus de la naturaleza.

De Kawabata, testigo de la caída del Japón ancestral, analiza País de nieve (1948), donde se crea la historia del viajero Shimamura y la aprendiz de geisha Komako en la zona más fría del país, hermosa por su belleza ancestral. Señala Campos Reina que, con esta obra, Kawabata quiere rescatar para el hombre su verdadero espacio, su dimensión limitada, y, al propio tiempo, sin confines ni fronteras. Pero también el hecho de que la sensibilidad de Shimamura vaya al unísono de la mano de la geisha.

Brevemente se adentra también en Mil grullas (1952), centrada en la ceremonia del té y en las relaciones de pareja, y La casa de las bellas durmientes (1961), la historia de la posada donde los hombres mayores dormitan junto a hermosas jóvenes previamente narcotizadas, en la que va transmitiendo ese mundo propio de Kawabata donde se manifiesta no el temor a la muerte (de hecho, se suicidó), sino el caer en la incapacidad y el dolor. Campos Reina acaba conectando esa transcendencia de la mirada en Kawabata y Carpentier, del tacto, de los olores… para avivar los recuerdos y la inversión del tiempo.

El capítulo séptimo, “El abismo y el pabellón de oro”, está dedicado en gran parte a Rainer Maria Rilke y su viaje a Toledo y Ronda; y, finalmente, de un modo muy breve, a El pabellón de Oro (1956), del narrador Yukio Mishima. En este parte puede observarse la pasión de Campos Reina por la obra de Rilke, del que destaca esa poesía-puente entre el Sein (ser que abarca la naturaleza, la historia o el arte) y el Dasein (el ser caído en el tiempo…), en terminología de Heidegger. Nos habla de la simbología de su lírica, del Greco en Las elegías de Duino, de Toledo, de la que decía que era una ciudad para los ojos de los vivos, de los muertos y de los ángeles. O de su visión en torno a la muerte y la existencia humana, el significado de esta: «Mas el hombre común —dirá Campos Reina— se mueve en un territorio perdido, inmenso en el desierto, entre la plenitud de la naturaleza, que representa al león, y la comunión con la totalidad, propia del santo o del maestro del té». Y, finalmente, de esa fusión con la naturaleza tan presente en Japón, «porque cada hombre es muchos hombres y late en él una herencia oscura cuando mira».

Sobre Mishima incide en la visión doble del Japón del refinamiento y del dolor y las consecuencias trágicas de trasladar la irracionalidad y el sueño del individuo al ámbito del ciudadano, como la invasión por este de las parcelas reservadas al individuo. Al mismo tiempo que penetra en la novela El pabellón de oro, donde Mishima quiso mostrar a un joven solitario y acomplejado cuya fascinación es el pabellón de oro de Kioto. La relación vida-muerte-arte va conformando esa gestación efímera, tanto como la propia existencia y la muerte de la civilización oriental a manos de la occidental.

El capítulo octavo, “Caminos del bosque”, se centra en la figura de María Zambrano y en una anécdota que sucedió en el Ateneo de Málaga sobre el oficio de escribir y la negativa del amor, pero también la figura del poeta José Ángel Valente, tan unido a Japón en tantos aspectos. Y la de ambos en torno a Claros del bosque (1977), la obra de Zambrano en la que surgen dos ideas fundamentales: una, la necesidad de un espacio para que la esencia del hombre se conecte con la divinidad y, otra, la existencia de un método para este fin. Valente será el encargado de dar unidad a este libro que Zambrano fue escribiendo esporádicamente. Aquí, Campos Reina nos comenta uno de sus poemas en torno a la bomba atómica, definitivamente dominado el Japón, a partir de este momento, por la cultura americana y la disolución de la propia.

  

 

 

Instantánea del acto oficial que tuvo lugar el 22 de enero de 2011 con motivo de la inauguración de la Biblioteca Municipal Juan Campos Reina en Puente Genil (Córdoba).

  

El capítulo noveno, “La huella del hombre”, se centra en la figura del novelista, dramaturgo y guionista austriaco Peter Handke y su ensayo sobre los jukebox (los artilugios ubicados en los bares que reproducen temas musicales de discos seleccionados). Y el recorrido vital de este, como Machado, por tierras de Soria y la temática del viaje como encuentro con uno mismo, para finalizar con el análisis del poema “El pabellón vacío”, del poeta cubano José Lezama Lima, escrito en 1976, cuatro meses antes de morir, e incluido en el libro Fragmentos a su Imán, 1970-1976. En esta parte, la última, Campos Reina se refiere al tokonoma japonés, una especie de hornacina revestida de maderas nobles cuya base se halla a una cierta altura, donde se coloca un jarrón de flores, y la referencia a la muerte como éxtasis y la vida como un sueño y la eternidad del presente: «Necesito un pequeño vacío,/ allí me voy reduciendo/para reaparecer de nuevo,/ palparme y ponerme la frente en su lugar./ Un pequeño vacío en la pared».

En definitiva, una obra de gran riqueza intelectual, en la que Campos Reina nos ofrece el sentido de la existencia del hombre occidental y oriental a través de ejemplos concretos, precisos y profundamente detallados que nos confirman una idea que ya teníamos de él en vida: que nos encontramos ante uno de los escritores andaluces más completos de los últimos cincuenta años.

  

  

  

  

  

  

   

  

Francisco Morales Lomas (Campillo de Arenas, Jaén, 1957). Licenciado en Filosofía y Letras, y en Derecho por la Universidad de Granada; Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Granada; Catedrático de Lengua Castellana y Literatura y Profesor Titular de la Universidad de Málaga. Es Académico de la Academia de Buenas Letras de Granada, de la Academia de Artes Escénicas de España y de la Real Academia de Córdoba. Poeta, narrador, dramaturgo, ensayista, columnista y crítico literario perteneciente a la “Generación de la Transición”.

Su poesía ha sido definida como fiel representante del “Humanismo solidario”, por su compromiso personal y sus valores estéticos, y su teatro pertenece a la corriente literaria llamada “Canibalismo Dramático”. Es especialista en literatura española de los siglos XX y XXI. Es miembro fundador de la corriente “Humanismo Solidario”, cuya Asociación Internacional Humanismo Solidario preside desde su fundación.

En la actualidad es Presidente de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios (AAEC), Presidente y fundador de la Asociación Internacional Humanismo Solidario (AIHS), Vicepresidente de la Asociación Colegial de Escritores de España (Andalucía) (ACE-A), Vicepresidente de la Asociación de Dramaturgos, Investigadores y Críticos Literarios de Andalucía (ADICTA).

Entre los reconocimientos que ha recibido figuran haber resultado Finalista, en los años 1998, 1999 y 2002, del Premio de la Crítica; Premio Doña Mencía de Salcedo de Teatro 2002; Finalista del Premio Nacional de Literatura (Ensayo), en 2006; Premio Andalucía de la Crítica en 1998; Premio Joaquín Guichot de la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía; Premio de Periodismo del Ministerio de Economía; Premio Internacional de Teatro José Moreno Arenas 2013; Premio Rosalía de Castro 2019, y Premio Trayectoria Cultural del Ayuntamiento de Campillo de Arenas (Jaén) 2021, entre otros.

Ha publicado una cincuentena de títulos hasta el momento, muchos de los cuales han sido traducidos a varios idiomas. En este sentido, cabe destacar, entre sus últimas obras líricas, los poemarios Noche oscura del cuerpo, Col. Ancha del Carmen (Ayuntamiento de Málaga, 2006); El agua entre las manos, Col. Aula de Literatura José Cadalso (Fundación Municipal de Cultura Luis Ortega Brú, San Roque, 2006); La última lluvia (Eds.  Carena, Barcelona, 2009); Elogio de la rutina, antología (Ayuntamiento de Roquetas de Mar, Almería, 2010); y Puerta del mundo (Eds. En Huida, Sevilla, 2012).

Dentro del género narrativo, entre sus últimos títulos publicados cabe citar, por orden cronológico de publicación, La larga marcha, novela (Ed. Arguval, Málaga, 2003), Candiota, novela (Ed. Sarriá, Málaga) y El extraño vuelo de Ana Recuerda, novela (Alhulia Ed., Granada, 2007), que conforman su trilogía sobre la Transición española; El secreto del agua, relato, «Gibralfaro», 79, enero-marzo 2013; Bajo el signo de los dioses, novela (Alcalá Grupo Ed., 2013), primera entrega de su trilogía sobre el Siglo de Oro «Imperio del Sol»; Comenzar el futuro, relato, en «Cuentos engranados», coords. Carolina Molina y Jesús Cano (Ed. Transbooks, 2013); Cautivo, novela (Ed. Nazarí, Granada, 2014), segunda entrega de la trilogía «Imperio del Sol»; En algún lugar del corazón,  relato, publicado en «Cervantes tiene quien le escriba» (Eds. Traspiés, Granada, 2016); y Puerta Carmona, novela (Ed. Quadrivium, Girona, 2016), tercera entrega de la trilogía «Imperio del Sol»; El viento entre los lirios, Colección DRelatos (Eds. En Huida, Sevilla, 2019); La edades del viento, novela (Eds. Dauro, Granada, 2020), y El ojo del huracán. Narraciones 1979-2020, compilación de narraciones breves (Eds. Carena, Barcelona, 2021).

En el campo de la dramática, cuenta, entre otras aportaciones, con títulos como «El encuentro», en III Certamen de teatro Dramaturgo José Moreno Arenas, Eds. Carena, Barcelona, 2012; «El desahucio», V Premio de teatro Dramaturgo José Moreno Arenas, Eds. Carena, Barcelona, 2014; y las obras que han aparecido bajo el título genérico de Teatro Caníbal Completo, volúmenes I, II, III, IV y V (Eds. Carena, Barcelona, 2015-2019).

Y ya, en el campo de la crítica literaria, cabe citar: La lírica conmovedora de Francisco García Lorca, discurso de entrada en la Academia de Buenas Letras de Granada (Academia de Buenas Letras de Granada, 2015); Poetas del ’60. (Una promoción entre paréntesis), en colaboración con Alberto Torés (Ed. El Toro Celeste, Málaga, 2015); Poética machadiana en tiempos convulsos. Antonio Machado durante la República y la Guerra Civil (Ed. Comares, Granada, 2017); Ser y tiempo, Antología poética de Emilio Prados, estudio, edición y selección de F. Morales Lomas, Col. Las 4 Estaciones, Núm. 24 (Fundación Málaga / Fundación El Pimpi, Málaga, 2018); La poesía de Vicente Aleixandre. Cuarenta años después del Nobel, en colaboración con Remedios Sánchez (Ed. Marcial Pons, Madrid, 2017); El hilo de Ariadna. Literatura y críticas contemporáneas (Servicio de Publicaciones de la Fundación Unicaja, Málaga, 2018), Antonio Machado. Palabras en el tiempo (Poéticas Ediciones, Málaga, 2020) y Dramaturgos españoles entre dos milenios (Anthropos Ed., Barcelona, 2021).

Como columnista, ha colaborado en diversos medios, como SUR, La Opinión de Málaga, Ideal, Diario Málaga, Diario Siglo XXI, Wadi-as y Diario La Torre​.

Podéis conocer sus últimas creaciones a través de su web «MORALESLOMAS» y el blog «MORALESLOMAS».

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Sección 1. Página 14. Año XXI. II Época. Número 110. Enero-Marzo 2022. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2022 Francisco Morales Lomas. © Las imágenes que ilustran el texto se usan exclusivamente como ilustraciones, y ha sido tomadas de CordobaPedia (las dos primeras) y de los blogs que el autor tiene en la red. Cualquier derecho, pues, que pudiera concurrir sobre las mismas pertenecen en exclusiva a sus respectivos creadores. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2022 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 29730. Rincón de la Victoria (Málaga).