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LA NOVELA EL idiota («Idiot») fue empezada a escribir por Fiódor [Teodoro] Mijáilovich Dostoyevski (1821-1881)1 en septiembre de 1867, en Ginebra, y fue terminada en Florencia a principios de 1869. A medida que la iba escribiendo se fue publicando en el Ruskii Vestnik («El Noticiero Ruso» o «El Mensajero Ruso») de Mijaíl Kátov, quien abonaba a Dostoyevski, necesitado, como siempre, de dinero, 150 rublos por folio. El 15 de febrero de 1867, el escritor se había casado con Anna Grigórievna Snitkina, la fiel y entregada esposa que hizo todo lo posible por evitarle preocupaciones para que se dedicase exclusivamente a su pasión de escribir. La había conocido en 1866, cuando la contrató como taquígrafa y le dictó en octubre la novela El jugador. El 22 de febrero de 1868, en medio de la redacción de nuestra novela, nació, primer fruto de este segundo matrimonio, su hija Sofía, que moriría el 12 de mayo siguiente.

El protagonista de El idiota, el príncipe Liov [León] Nikoláyevich Mischkin2, representa el más elevado arquetipo espiritual y moral salido nunca de la pluma de este gigante de la literatura universal, personaje portador de un ideal moral tan alto que solo puede ser comparado con Don Quijote, el inmortal personaje cervantino3 tan admirado por el propio Dostoyevski4. Al igual que el Caballero de la Triste Figura, el príncipe Mischkin constituye un complejísimo epítome del ideal moral cristiano, que, en el caso del novelista ruso, se inspira de manera clara y directa en la figura de Jesús de Nazaret y en la enseñanza ética del Evangelio, una figura que para Dostoyevski no es solo el Verbo hecho carne, el Dios-Hombre, sino la encarnación suprema y absoluta de la bondad, de la misericordia, de la humildad, de la piedad, de la compasión, de la dignidad, de la defensa de la vida y de la libertad auténtica, que son los rasgos que trata de trazar en el personaje de Mischkin, pero, como toda privilegiada encarnación de su portentosa imaginación creadora, dotándolo de una personalidad, de una sutileza y de una hondura psicológica inigualables, pues a Dostoyevski lo que le obsesiona es el alma del hombre, su espíritu, que es lo que lo conecta con Dios. Frente al hombre-dios que se materializará en algunos de los protagonistas de su posterior novela Demonios, un hombre-dios que, precisamente por renunciar a Dios, renuncia al hombre y niega por completo la posibilidad de la libertad, Mischkin tiene como modelo y referente de su conducta a Jesús, el Dios-Hombre que mantendrá ese clamoroso silencio en la Leyenda del Gran Inquisidor frente al nonagenario anciano que representa el nihilismo y la muerte de la libertad.

Del mismo modo que San Francisco de Asís ha sido, aquí en el mundo, el alter Christus (el «otro Cristo»), en la literatura universal el más auténtico alter Christus es el personaje del príncipe Mischkin, al que, como digo, solo puede comparársele en este sentido Don Quijote. El historiador británico Edward Hallett Carr, en su célebre estudio sobre Dostoyevski, impreso por primera vez en Londres en 1931, ya hablaba de los indudables ecos de Cristo en Mischkin5, de igual manera que también se refería a Mischkin como una antítesis de Rodion Románovich Raskólnikov, el joven estudiante protagonista de Crimen y castigo (1866), pues si Raskólnikov encarna al hombre que se cree superior, que despiadadamente mata a la vieja usurera como si se tratase de una cucaracha, porque cree estar llevando a cabo una acción profiláctica, porque cree estar eliminando una nociva sanguijuela que se aprovecha de los demás y les chupa la sangre, Mischkin encarnaría la sentimentalidad pura, la más candorosa ingenuidad, la pureza suprema. En este sentido, viene a decir el historiador inglés, El idiota es una continuación, por ser su antítesis, de Crimen y castigo6. Rafael Cansinos Asséns, en su maravilloso prólogo a la novela, también habla de Mischkin como un argumento contra Raskólnikov: «homo naturalis versus homo intellectualis». Pero mucho antes que Hallett Carr, ya Nicolás Berdiaev (1874-1948), en el más profundo estudio, a nuestro juicio, escrito nunca sobre el novelista ruso, ya que desvela la verdadera esencia de su pensamiento y de su espíritu, redactado durante el invierno de 1920-21, cuando todavía no había sido expulsado de la Rusia bolchevique, incide con una mayor penetración sobre estas cuestiones, especialmente la vinculación de Mischkin con Cristo y con la idea y la práctica que el Hijo tiene del Amor7. Ya tendremos ocasión de volver sobre ello. Aquí solo lo anoto8.

Pero el paralelismo entre el príncipe Mischkin y Jesucristo, a pesar de la extraordinaria profundidad de los juicios de Nicolás Berdiaev y de Dmitri Merejkovsky sobre este y otros múltiples aspectos de la obra y del pensamiento de Dostoyevski, no ha sido abordado nunca, que yo sepa, con mayor hondura que la llevada a cabo en 1933 por el gran teólogo y sacerdote de origen italiano Romano Guardini (Verona, 1885 – Munich, 1968), que desempeñó su fecundísima tarea de profesor universitario en Alemania, en Tubinga y en Munich, y fue elevado al capelo cardenalicio por Pablo VI en 1965, siendo muy tenidas en cuenta sus opiniones y reflexiones en los prolongados debates del Concilio Vaticano II. Romano Guardini tiene buen cuidado de no confundir, naturalmente, al príncipe con Jesucristo, pues, como él mismo dice, si no, se le vendría abajo toda su argumentación. Lo que él dice exactamente es: «El príncipe es el hombre Liov Nikoláyevich Mischkin. Su existencia es de un carácter enteramente humano; hay en ella cuerpo y alma, alegría y miserias, pobreza y fortuna, puntos culminantes y ruina. Mas de esa su existencia enteramente humana emerge, nítida, la imagen de otra que no es humana, la de Dios hecho hombre»9. En este sentido, antes de haber leído a Romano Guardini, hace algunos meses10, he hablado yo ya de Mischkin como del alter Christus. Esa otra existencia del príncipe que no parece propiamente humana, que incluso tiene algo de incorpóreo, es a la que se refiere el intelectual católico Jacques Madaule cuando dice de Mischkin que «no es en sí mismo más que un alma afligida en un cuerpo de miseria, pero un cuerpo casi transparente»11, es decir, un cuerpo casi pneumático, un cuerpo espiritual, como el de Jesús después de la Resurrección12.

La novela transcurre entre un 27 de noviembre y finales del mes de julio siguiente. Está dividida en cuatro partes, y el último capítulo de la cuarta parte es una especie de epílogo donde se da cuenta de lo que les sucede a los principales personajes con posterioridad a los hechos narrados.

Toda la primera parte transcurre íntegra desde las nueve de la mañana de ese 27 de noviembre, miércoles, hasta las seis de la madrugada del día siguiente, jueves, es decir, unas veintiuna horas ininterrumpidas y preñadas de acontecimientos. Ya desde la primera escena, en el tren con destino a San Petersburgo, se perfilan con meridiana nitidez los rasgos físicos de tres personajes, dejándose solo entrever sus retratos psicológicos. El primero es el propio príncipe Mischkin, de 27 años, huérfano de padre y de madre, que regresa de la clínica del doctor Schneider en Suiza, donde ha permanecido varios años curándose de su terrible mal, la epilepsia, gracias, en buena medida, a la generosidad de Nikolái Andréyevich Pávlischev, su benefactor, fallecido dos años antes del comienzo de los acontecimientos que se describen en la novela13. El padre del príncipe, Nikolái Lvóvich, que fue subteniente, murió veinte años y tres meses antes de comenzar el relato, como consecuencia de una bala (según dice el general Ivolguin, que fue camarada suyo y del general Yepanchin, en el capítulo IX de la 1.ª parte, sin especificar si en acto de guerra o pegándose un tiro). La madre del príncipe murió seis meses después que su padre. El segundo personaje es Lukián [Lucas] Timoféyevich Lebédev, un funcionario chismoso y borrachín, un hombre mediocre, y, a veces, un espíritu ruin. El tercero, Parfén Semiónovich Rogochin, sí tendrá un papel muy destacado en la novela, pues, en cierto modo, es el contrapunto moral del príncipe Mischkin. También tiene 27 años, pero, a diferencia del príncipe, es muy rico y obscenamente ostentoso; en su espacioso y lóbrego apartamento, en habitaciones separadas, vive su anciana madre, a la que visita de tarde en tarde para que lo bendiga. Su alma está envenenada por los celos, pues Mischkin ama a la mujer que él también quiere (más bien con un deseo carnal), Nastasia, que, además, corresponderá, al menos temporalmente, al príncipe; pero, sobre todo, Rogochin es un hombre lleno de resentimiento, de celos enfermizos y capaz de hacer el mal14. Su presencia en la novela adquiere en ocasiones cruciales la visión de un espectro, de una fantasmagoría siniestra que se esconde, que acecha al príncipe con sus ojos escrutadores, que parecen ubicuos y que, con asombrosa habilidad y destreza, con inquietante sigilo, vigilan y están en todas partes, al menos en aquellas donde él quiere que estén. En la tercera parte, en el capítulo III, Mischkin piensa de él que «en el alma aquel hombre no podía cambiar». Con todo, Rogochin es también una de esas encarnaciones ambivalentes y duales tan frecuentes en Dostoyevski, en las que el novelista ha encontrado «el más importante principio de la psicología moderna», que no es otro que «la ambivalencia de los sentimientos»15, tal como se pondrá de manifiesto no solo en el aspecto bonachón de Rogochin, a pesar de sus criminales instintos interiores, sino en cómo ama, a su manera, aunque sea de un modo lujurioso y carnal, a Nastasia, y, precisamente por no poder poseerla, la mata (es lo suficientemente inteligente para comprender que poseer su carne no significa poseer su espíritu y a todo su ser, que pertenecen a otro), o en cómo sufre y se lamenta hasta el paroxismo después de asesinarla y velar su cadáver junto al príncipe.

  

 

 

  

Del mismo modo que San Francisco de Asís ha sido, aquí en el mundo, el alter Christus (el «otro Cristo»), en la literatura universal el más auténtico alter Christus es el personaje del príncipe Mischkin, al que, como digo, solo puede comparársele en este sentido Don Quijote.

  

  

  

Nada más bajarse del tren, el príncipe se dirige a la casa del general Iván [Juan] Fiodórovich Yepanchin, de 56 años, cuya esposa, Lizaveta [Isabel] Prokófievna, de igual edad que su marido, pertenece a la familia principesca de los Mischkin. El matrimonio, que se profesa mutuamente un sincero amor, aunque el general haya podido tener tentaciones de infidelidad, vive con sus tres hermosas e inteligentes hijas: Aleksandra, de 25 años, Adelaida, de 23 años, y Aglaya, de 20 años recién cumplidos. El príncipe acude sin ninguna intención concreta, solo para darse a conocer, pues está solo en la ciudad. Pero, desde el primer instante, su extraño aspecto, su franqueza, su absoluta limpieza de espíritu, su ingenuidad, sus maravillosas dotes para contar una historia, su hermosa y pulcra caligrafía, la amplitud de sus conocimientos, pues ha leído mucho en Suiza, sobre todo literatura rusa, la infinita profundidad de su alma, que repara con insólita piedad y misericordia en lo humano, desconciertan y cautivan al mismo tiempo a los miembros de la honorable familia, sobre todo a Lizaveta Prokófievna y a su hija menor, Aglaya Ivánovna.

Nada más entrar en la casa, durante el tiempo que lo hace esperar un criado hasta que lo reciben los señores, Mischkin deja una prueba imborrable de su carácter y de las preocupaciones últimas de su alma, que se revelarán aquí en un sobrecogedor alegato contra la pena de muerte. No es solo el hecho de que él, que es un príncipe, aunque ofrezca un aspecto un tanto desaliñado que hace desconfiar al criado, se dirija a este como a un igual, lo cual desconcierta aún más al lacayo, pues ya sabe que es un noble y que está lejanamente emparentado con Lizaveta Prokófievna, sino la extrañísima historia que le cuenta, relacionada con una ejecución mediante el procedimiento de la guillotina que, involuntariamente, había presenciado hacía poco tiempo en Lyon. Esta primera y hondísima reflexión sobre la pena capital, que después va a completar y aquilatar en presencia de la madre y de las hijas, no se detiene tanto en el sufrimiento físico del reo, que puede ser muy grande si se le somete a tortura, pero que, mientras la víctima está con vida, permite un rayo de esperanza, por insignificante que sea, sino que se centra en lo que, para el príncipe, es lo más insoportable de todo, esto es, el espantoso horror que supone saber de fijo que uno va a morir dentro de unos instantes, cuando al reo se le lee la sentencia y se procede de inmediato a la ejecución, por medio de la guillotina o por fusilamiento. Lo peor, insiste Mischkin, es ese saber con absoluta certeza que el alma va a ser separada del cuerpo. «Matar a quien mató —le dice el príncipe al criado— es un castigo incomparablemente mayor que el mismo crimen. El asesinato en virtud de una sentencia es más espantoso que el asesinato que comete un criminal». Advertimos ya aquí el total distanciamiento respecto de la ley del talión del antiguo judaísmo. Con las Yepánchinas, en cambio (capítulo V), después de hacer una descripción del paisaje de Suiza cuyo tono lo vincula a la estética de lo sublime del Sturm und Drang («Tormenta e ímpetu») del Prerromanticismo alemán de hacia 1770 —aunque también se percibe mucho de ese gozoso contacto con la naturaleza que experimenta Don Quijote, y que, entre nosotros, volverá a experimentar de manera tan fresca, pura, inocente y llena de vida el joven Félix Valdivia de Las cerezas del cementerio (1910) de Gabriel Miró—, rememora con morboso detalle la experiencia de un reo de muerte al que en el último instante le es conmutada la pena capital. En ella aborda, al menos, tres cuestiones fundamentales: el ineluctable «destino» del individuo; la noción de la «eternidad» (cinco minutos son todo el tiempo); y el sentido del «conocimiento», porque en ese instante anterior a la muerte, el individuo lo sabe todo. Muy poco antes, les había hecho, nada más conocerlas, una hermosa disertación sobre el arte de la caligrafía, que revela su exquisita sensibilidad (capítulo III).

Cualquier buen aficionado a la historia de la literatura sabe de la terrible experiencia por la que tuvo que pasar el novelista el 22 de diciembre de 1849 en la Plaza Semenovski de San Petersburgo, cuando, momentos antes de procederse a la ejecución de la sentencia de muerte a la que había sido condenado (junto con otros veinte supuestos conspiradores) por el tribunal militar el 16 de noviembre, si bien fue conmutada por el auditor general el día 19 después de recibir la confirmación del zar Nicolás I, llega el indulto que lo envía cuatro años de trabajos forzados a Siberia16. Este suceso (que no había sido sino un simulacro de fusilamiento, pero de espeluznante y atroz realismo), como reconoció el propio escritor más de una vez, lo marcaría para toda su vida. Se convertiría en un decidido opositor de la pena de muerte. El relato que hace delante de las Yepánchinas es muy pormenorizado y conmovedor, sin duda morboso, como corresponde a su naturaleza enfermiza y a su espíritu perturbado por el sufrimiento humano. Pero ya deja preclara constancia, en presencia por vez primera de la pura y orgullosa Aglaya Ivánovna17, que, aun cuando haya rozado la «idiotez» cuando se marchó a Suiza (él mismo emplea ese vocablo, admitiéndolo), ahora, desde luego, a pesar de su proceder tan insólito, de su comportamiento tan ajeno a las convenciones y usos sociales establecidos, de lo que un poco antes se había percatado ya el general Yepanchin cuando lo recibe en su despacho, es capaz de mantener un prolongadísimo razonamiento, de contar con todo detalle un extenso relato, de una manera maravillosa, desconocida, porque lo que sus interlocutoras empiezan a atisbar es que, detrás de esa ingenuidad, hay también una persona culta, inteligente, reflexiva, pero sobre todo dotada de una hondura de sentimientos inigualable, una persona absolutamente franca, veraz, incapaz de mentir, limpio de corazón, un «pobre de espíritu» en sentido evangélico. Esto lo percibe todavía muy borrosamente, lo intuye solo ligeramente la perspicaz Aglaya, que sabe que está ante un hombre de buen ver, «de estatura algo más que mediana, pelo muy rubio y espeso, carrillos chupados y una barbita en punta, casi del todo blanca», de «ojos grandes, azules y fijos», pero, sobre todo, extrañamente «bueno». Más adelante, comenzará a darse cuenta de que esta bondad es sencillamente infinita. También en parte le ocurre lo mismo a Lizaveta Prokófievna, una mujer muy pendiente de la educación moral de sus hijas y que es sin duda bondadosa, incapaz de hacer mal a nadie.

Ya antes de hablar por extenso con las Yepánchinas, el príncipe ha visto en el despacho del general Yepanchin, y se ha quedado maravillado de su hermosísimo y deslumbrante rostro, un retrato fotográfico de Nastasia Filíppovna, traído por Gavrila [Gabriel] Ardaliónovich Ivolguin, de unos 28 años, que hace las veces de secretario y hombre de confianza del alto militar, y que pretende entablar relaciones serias con Aglaya Ivánovna, aunque, por entonces, el círculo de amistades íntimas del general quiere casarlo con Nastasia.

Las grandes novelas de Dostoyevski, a diferencia de las de Tolstói, se distinguen, entre otros aspectos, por la preeminencia que adquieren los personajes masculinos frente a los femeninos. La única gran excepción es El idiota, en la que, aunque nadie puede ensombrecer al príncipe Mischkin, traza, sin embargo, con mano maestra, como no lo había hecho nunca antes ni lo hará después el escritor, las complejas personalidades de dos mujeres de sensibilidades muy distintas, Aglaya Ivánovna y Nastasia Filíppovna, que se convertirán en rivales por poseer el corazón del protagonista. Solo antes, en Crimen y castigo (1866), había dibujado otro conmovedor carácter femenino en el personaje de Sonia Marmeladov, «la prostituta de corazón puro […] que conduce a Raskólnikov a la expiación»18, y, sobre todo, en El adolescente, escrita en 1875, donde volverá a hacer algo parecido a lo realizado en El idiota con el personaje femenino de Katerina Nikoláyevna, aparentemente superficial y frívolo, pero muy profundo. No obstante, en El idiota indaga con mucha mayor hondura en el alma femenina, aproximándose, sin duda, aunque sin perder de vista quién es el personaje principal, a lo que Tolstói había hecho con Anna Karénina en la novela homónima y con Natasha Rostova en Guerra y paz. Es cierto que en ambas novelas de Tolstói, esas mujeres adquieren un relieve extraordinario, que, en el caso de Anna Karénina, obnubila por completo todo lo demás, por maravillosamente contrapuntístico que sea el amor entre Lievin y Kiti. Natasha Rostova, por su parte, es un personaje sublime, angelical, un milagro único de la literatura mundial en cualquier lengua, un ser del que resulta imposible no sentirse atraído en lo más profundo y tenerla como modelo de honestidad y de limpieza de corazón. Anna Karénina es, de otro lado, un personaje femenino cautivador, quizás el más subyugante de toda la historia de la literatura, que embriaga al lector, que le absorbe por completo, con ese halo de distancia inigualablemente aristocrática, con esa elegancia del gran mundo, que también podría pasar por superficial, pero que es de una complejidad espiritual sencillamente abismal, que casi da miedo. Es un ser atormentado, de destino terriblemente trágico. Es muy posible que ningún escritor del mundo haya penetrado con mayor hondura en el alma femenina que Tolstói en esa novela única, un producto espiritual que por su inaudita exploración psicológica solo nos atreveríamos a comparar con la Betsabé de Rembrandt en el Louvre o con la Gertrud de la película de igual título de Carl Theodor Dreyer.

  

 

 

  

Nada más bajarse del tren, el príncipe se dirige a la casa del general Iván [Juan] Fiodórovich Yepanchin, de 56 años, cuya esposa, Lizaveta [Isabel] Prokófievna, de igual edad que su marido, pertenece a la familia principesca de los Mischkin. El matrimonio, que se profesa mutuamente un sincero amor, aunque el general haya podido tener tentaciones de infidelidad, vive con sus tres hermosas e inteligentes hijas: Aleksandra, de 25 años, Adelaida, de 23 años, y Aglaya, de 20 años recién cumplidos.

  

  

  

En el mencionado estudio de Berdiaev, el gran pensador cristiano ruso afirma una verdad a medias, porque, queriendo ponderar por encima de cualquier otro escritor a Dostoyevski, precisamente por sus hondas preocupaciones religiosas y por su defensa de la libertad del individuo, y eso sin entrar en su intensísimo análisis psicológico de los personajes, valoración en la que coincido, es quizás un poco injusto con Tolstói al calificarlo solo de gran artista, del más brillante novelista de todos los tiempos, por la estructura y medida construcción de sus novelas, por su capacidad coral casi sobrehumana —como, en otro orden distinto, ocurre en la bóveda de la Capilla Sixtina—, por el fresco histórico tan certero que es capaz de trazar cuando se lo propone, pero para Berdiaev no pasa de ahí, es decir, no posee la elevación de Dostoyevski, atreviéndose incluso a insinuar que la religiosidad de Tolstói tenía un punto de vanidad, de egocentrismo.

Todo esto es una discusión de enorme altura, en la que han entrado con gran agudeza, además de Nicolás Berdiaev y de George Steiner, otros autores, entre los que destaca de manera especialísima el gran escritor ruso Dmitri Merejkovsky (1865-1941)19. Yo no voy aquí a entrar en ella, entre otras razones porque eso supondría escribir otro ensayo distinto, y, además, no me siento capacitado para ello, pero sí quiero decir que la sutileza psicológica del personaje femenino de Anna Karénina no creo que pueda encontrarse en ningún otro libro del mundo. Es muy grande también la religiosidad de Tolstói, y, si no, que se lea su novela Resurrección, injustamente olvidada. Eso sí, es una religiosidad distinta, posiblemente más estética que espiritual, más ligada a la Naturaleza que a las erupciones volcánicas que, de vez en cuando, agitan violentamente el corazón humano.

Pero es cierto que hay algo en Dostoyevski que lo hace un escritor incomparable, absolutamente único, y ello se debe en buena medida a la extrema tensión a la que somete a sus personajes, una tensión autodestructiva, o que llega al límite de las posibilidades de resistencia psíquica humana. En el caso de Aglaya Ivánovna y de Nastasia Filíppovna ha creado también dos arquetipos, en cierto modo las dos caras de una misma moneda, dos mujeres plenas de matices sutilísimos, casi inaprehensibles, como todo lo que de verdad concierne al corazón del hombre y a los recónditos intersticios de su alma. Aglaya es pura, honesta, inteligente, despierta, culta, incapaz de mentir, capaz de amar verdaderamente, pero también es orgullosa, quizás una pizca altiva, que no admite dudas ni titubeos en lo que atañe al amor. Algunos críticos y estudiosos, Edward Hallett Carr y Rafael Cansinos Asséns entre otros, han pensado que el escritor pudo inspirarse para dibujar sus rasgos en una persona real, en Anna Korvin-Krukovskaya, con quien Dostoyevski mantuvo una efímera relación en 1864, al poco de la muerte de su esposa María Dmítrievna, ocurrida, después de una larga y dolorosa agonía, el 15 de abril de ese año. A María Dmítrievna Isayevna Konstant (nacida en 1828) la había conocido el novelista en marzo de 1854 en Semipalatinsk (en Kazajstán), que es donde es confinado desde el día 2 de ese mes, después de haber salido sobre el 16 de febrero del penal de Omsk (al SE de Siberia, a unos 2700 km de Moscú). Esposa de un alcohólico empedernido, Fiódor se enamora apasionadamente de ella, inician un idilio de perfiles románticos y se casa con ella en Kúsnetzk (o Kuznetsk, en el oblast de Penza, al oeste del río Volga) el 6 de febrero de 1857, estando ya viuda.

En cuanto a Anna Vasilevna Korvin-Krukovskaya (1843-1887), era la hermana mayor de la destacada estudiosa rusa de las ciencias matemáticas Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya, hijas ambas del general ruso Vasiliy Vasíliyevich Corvin-Krukovskiy, descendiente del rey Matías Corvino de Hungría, mientras que la madre  provenía de una familia de científicos. Anna, de ideología socialista, terminó casándose con Charles Victor Jaclard, miembro ferviente de la I Internacional, tomando parte activa ambos esposos en los sucesos de la Comuna de París de la primavera de 1871. Desde luego, en la maravillosa Aglaya dostoyevskiana no hay ni un ápice de ideología socialista, que, por el frecuente ateísmo de los partidarios de esa corriente de pensamiento político, era algo que el escritor rechazaba con toda la vehemencia de su alma (él sabe como nadie de los sólidos lazos que terminarán estableciéndose entre el nihilismo ruso y el socialismo, un socialismo que derivará, aunque eso ya no podrá él verlo, pero sí predecirlo, en bolchevismo), pero sí hay bastante en ella de esa independencia femenina, de esa inquebrantable autonomía como mujer, de esa inclinación decidida a la libertad de juicio y de criterio que podemos adivinar en la efímera y joven amante del escritor durante una de sus estancias en Alemania. Pero va a ser de nuevo Cansinos Asséns quien vuelva a acertar con inusual perspicacia al establecer un parecido entre Aglaya y la María evangélica. Lo curioso, sin embargo, es que no especifica de qué María del Evangelio se trata, aunque se sobreentiende quién es cuando afirma: «Aglaya podría ser una María evangélica, ávida de oír la palabra de verdad más bien que la de amor»20. Es decir, estaríamos ante un reflejo de María, la hermana de Marta y de Lázaro (Jn 11, 1-44), el amigo de Jesús, esa María que gusta de escucharlo absorta cuando Jesús acude a su casa de Betania, mientras que Marta prefiere permanecer ocupada en las tareas domésticas (Lc 10, 38-42). Esa María de carácter íntimo, contemplativo y amoroso que también unge la cabeza y los pies de Jesús con un precioso ungüento de nardo en casa de Simón el leproso, seis días antes de la Pascua, atestiguando el propio Jesús que lo hizo con miras a su sepultura (Mt 26, 6-13 y Mc 14, 3-9). Esa misma María que Velázquez, todavía en su periodo de juventud en Sevilla, pintó en uno de sus más interesantes, y sujeto a diversas interpretaciones, bodegones «a lo divino», Cristo en casa de Marta y María, de hacia 1618-1620, que se conserva en la National Gallery de Londres.

  

 

 

  

En el caso de Aglaya Ivánovna y de Nastasia Filíppovna ha creado también dos arquetipos, en cierto modo las dos caras de una misma moneda (...). Aglaya es pura, honesta, inteligente, despierta, culta, incapaz de mentir, capaz de amar verdaderamente, pero también es orgullosa, quizás una pizca altiva, que no admite dudas ni titubeos en lo que atañe al amor.

  

  

  

En cuanto a Nastasia Filíppovna, varios estudiosos apuntan una leve inspiración, para la composición de este personaje clave de la novela, en Marfa [Marta] Brown, una mujer de vida disipada que mantuvo una corta y tormentosa relación con el escritor en 1865, casi un año después de la muerte de María Dmítrievna, cuando aún estaba cortejando a Anna Vasilevna Korvin-Krukóvskaya. El comienzo exacto de ese vínculo con Marfa Brown no se sabe, aunque sí sabemos con precisión que todavía no ha roto con Pólina [Apollinaria] Súslova21, a la que probablemente habría conocido en septiembre de 1861, cuando ella era estudiante en la Universidad de San Petersburgo, pero con la que intimaría, según Hallett Carr, entre agosto de 1862 —de vuelta a San Petersburgo, después de un viaje al extranjero en el que en julio, en Londres, ha visitado a Alexander Herzen— y 1863. La hermosa Pólina Súslova, una infidelidad conyugal del escritor, fue una de sus grandes pasiones amorosas, coincidiendo con su época de jugador empedernido, pero se trataba de una mujer destructiva, de un «despotismo» rayano en la «crueldad», según el propio novelista, que acabaría encarnándola en un importante personaje de igual nombre de su novela El jugador (Pólina Aleksándrovna). A mediados de agosto de 1865, en Wiesbaden, donde Dostoyevski lo ha perdido todo en la ruleta, Pólina lo abandona y la ruptura es ya prácticamente completa, aunque todavía pedirá él su mano en noviembre, en San Petersburgo, encontrando una rotunda negativa. Incluso después de casarse con Anna Grigórievna, todavía recibiría Dostoyevski cartas de la Súslova, pero la relación íntima, que quizás tampoco existiese ya durante el episodio de Wiesbaden, estaba desde aquella negativa definitivamente rota e imposible de recomponer.

Mujer de origen humilde, Marfa Brown, por la época en que conoce a Dostoyevski, había mantenido ya relaciones íntimas con hombres de varias nacionalidades europeas, y, por entonces, estaba unida a un periodista bohemio y alcohólico. Al caer enferma, al poco tiempo de frecuentar al novelista, y ser ingresada en un hospital, hallándose abandonada de todos, Dostoyevski la visita, se apiada de ella e incluso le propone matrimonio, cosa imposible por ser ella mujer casada y no existir el divorcio en Rusia. Pero esta última pasión amorosa en la vida del escritor, antes de aparecer la maternal Anna Grigórievna, será, como acabamos de indicar, muy efímera.

Aún más penetrante es la comparación, mantenida asimismo por varios estudiosos y sobre la que insiste especialmente Cansinos Asséns, de Nastasia Filíppovna con la María Magdalena evangélica22, esa gran pecadora que se convierte en la más ferviente seguidora del Nazareno y que es el primer ser humano sobre la tierra a quien Cristo se aparece después de su Resurrección. Ya solo indicar este paralelismo nos está advirtiendo de la extraordinaria complejidad de este personaje, que brota de lo más profundo del alma de Dostoyevski. Nastasia Filíppovna es, en primer término, una mujer de una «belleza cegadora» e «insoportable», como piensa para sí mismo Mischkin de su semblante cuando por segunda vez puede ver el mencionado retrato, donde se dibuja «algo así como orgullo y desdén ilimitados, y hasta odio… y, al mismo tiempo, algo de confiado, de prodigiosamente ingenuo; ese contraste inspiraba algo así como piedad al mirar aquel retrato. Aquella belleza cegadora resultaba también insoportable, aquella belleza de un rostro pálido, de mejillas un poco chupadas y ojos de fuego: ¡rara belleza!» (capítulo VII)23, pero, ante todo, es una figura literaria embriagadora, y ello quizás esté íntimamente relacionado con su destino trágico, que ella no solo intuye sino que lo sabe. Ella sabe que, antes o después, acabará matándola Parfén Rogochin, y, a pesar de esta certeza, en el instante en que parece haberse salvado, en el momento en que creemos que ha cortado definitivamente los lazos con su celoso amante, esto es, cuando va a entrar en la iglesia donde la espera el príncipe Mischkin para casarse con ella, Nastasia, inesperadamente, inexplicablemente, se va con ese espíritu atormentado y turbio que es Rogochin, siempre acechante, asimismo su maltratador, que le clavará a las pocas horas un puñal en el corazón. Pero, en el fondo, no resulta tan inexplicable esa reacción suya, pues ella, como decimos, sabe de su destino inexorablemente trágico, sabe que el príncipe, aunque es verdad que la ama y que ha decidido libremente casarse con ella, la ama con un casi inhumano sentimiento de piedad hacia ella, una piedad infinita, que traspasa las edades y los círculos del firmamento, y ella, Nastasia, además, que es una mujer culta e inteligente, que se siente pecadora, que se siente culpable por su relación con su protector Totskii y con otros hombres, no se ve digna del príncipe, aunque consienta en vivir con él durante algunas semanas, porque no quiere manchar la pureza de Mischkin, su limpieza de corazón. Pero ya veremos qué desbordante grandeza de corazón tiene esta Nastasia Filíppovna, cuán inmensa es su capacidad de amar, cuánta nobleza hay en su alma,24 y cómo, aunque Aglaya Ivánovna, en el único y formidable encuentro entre las dos rivales, la acuse de perdida, Nastasia, precisamente por ser una gran pecadora, como lo fue María de Mágdala25, no puede ser una perdida para Dostoyevski, sino una mujer que será absolutamente redimida.

La curiosidad intelectual y la amplia cultura de Nastasia Filíppovna quedan patentes cuando le reprocha a Parfén Rogochin su desconocimiento general, incluso el de la propia historia rusa, y por eso le presta un volumen de la Historia de Rusia de Soloviev26, que Mischkin ve sobre una mesa cuando por primera vez entra en casa de Rogochin (2.ª parte, capítulo III). Al lado del libro también se encontraba el puñal con el que Nastasia será asesinada, «un puñalito [...] con mango de asta de ciervo», en el que repara sin querer Mischkin, que lo coge distraído, pero que Rogochin le quita de las manos, guardándolo, momento en el que el príncipe hace la observación de que acaba de darse cuenta de lo nuevo que está, observación que exaspera a Rogochin, cuya irritación repentina estremece simultáneamente a Mischkin, que lo ha comprendido todo. Esta comprensión se desprende de sus palabras unas pocas páginas antes, a modo de estremecedora intuición: «¿Es aquí donde piensas celebrar la boda?» La boda, es decir, la consumación de su terrible acción.

Huérfana desde los siete años, Nastasia Filíppovna es recogida por Afanasii Ivánovich Totskii, un hombre extraordinariamente rico, de 55 años cuando transcurren los acontecimientos que se narran en la novela, que dirigirá su educación y la visitará con regularidad, pero que cuando ella cumple 20 años y se produce un cambio radical en su carácter, se traslada a vivir con él a San Petersburgo, convirtiéndose en su amante. Esa larguísima primera jornada de la novela, es, asimismo, el día en que Nastasia cumple 25 años, y para por la noche está acordada una reunión en la lujosa casa que le ha puesto en la ciudad Totskii, a la que está previsto que acuda el general Yepanchin, y en la que se supone se habrá de formalizar la relación entre Nastasia y Gavrila Ardaliónovich. Pero antes de esa turbulenta y accidentada reunión, en la que tantas cosas inesperadas acontecen, deben suceder muchas otras de capital importancia que nos irán perfilando el carácter del príncipe y de los otros personajes principales de la historia.

En aquella hermosísima disertación sobre el arte de la caligrafía, que tan pasmado deja al general Yepanchin, escribe primero Mischkin sobre «una gruesa hoja de papel vitela, con caracteres rusos medievales, la frase siguiente: “El humilde higúmeno27 Parnutti firmó por su mano”». Después de pedirle al general una edición de Pagodin28, que aquel parece que no posee, transcribe del francés al ruso otra frase, pero esta vez no en caracteres del siglo XIV, sino en caracteres de amanuenses militares: «El fervor todo lo vence».

Antes de aquel primer encuentro de Mischkin con las Yepánchinas, el narrador cuenta con todo tipo de pormenores la historia de Nastasia, y ahí se nos aclara que no estimaba «nada en el mundo, y menos que a nada, a sí misma» (sentimiento de culpa que acabamos de mencionar), mientras que en el siguiente párrafo el narrador habla de sus ojos, de lo que Totskii adivinaba en ellos: «parecíale como si presintiese en ellos una profunda y misteriosa niebla. Aquellos ojos miraban cual si propusieran un enigma». Este mismo enigma es el que advertirá al instante el príncipe al contemplar su retrato. Algunas páginas más adelante, también advierte el narrador: «Nastasia Filíppovna no tenía nada de venal». Por supuesto; lo demostrará con creces, hasta con su propia vida.

En el capítulo V se produce ese primer encuentro del príncipe con las Yepánchinas, pero antes el general prefiere «preparar» a su esposa, y, maquinalmente, le dice, para que sea amable con él, que «el pobre no tiene donde reclinar la cabeza». Claro está que tampoco esa expresión, aunque parezca maquinal, es casual, sino de honda raíz evangélica29.

  

 

 

  

Nastasia Filíppovna es, en primer término, una mujer de una «belleza cegadora» e «insoportable», (...) donde se dibuja «algo así como orgullo y desdén ilimitados, y hasta odio… y, al mismo tiempo, algo de confiado, de prodigiosamente ingenuo. Aquella belleza cegadora resultaba también insoportable, aquella belleza de un rostro pálido, de mejillas un poco chupadas y ojos de fuego: ¡rara belleza!» (...)  «Nastasia Filíppovna no tenía nada de venal». Por supuesto; lo demostrará con creces, hasta con su propia vida.

  

  

  

Antes de aquella extensa y morbosa reflexión sobre el sentimiento del reo ante la inminente muerte física, hace el príncipe, delante de sus cuatro oyentes femeninas, un primer intento, de precisión clínica, de descripción de su enfermedad, enfatizando que cuando «se me repetían los ataques varias veces seguidas, caía en un completo estupor, perdía por entero la memoria, y, aunque mi razón seguía trabajando, no lograba coordinar lógicamente las ideas». Les habla de su «cariño» por los asnos y de la «simpatía» que le inspiran, de su «felicidad» entre las montañas de Suiza  —«¿Sabe usted ser feliz?», le interroga entre sorprendida y gratamente admirada Aglaya—, y, ya en el siguiente capítulo, de su amor por los niños, de cómo le agrada rodearse de ellos —pues ellos también, allí en Suiza, «se apiñaban en torno mío»—, escucharlos, decírselo todo, sin secretos, porque «al niño se le puede decir todo», a los niños «no se les debe ocultar nada», son como «avecillas» y «nos curan el alma». Repárese en las referencias evangélicas: el asno, que tan pacientemente sufre todo tipo de cargas, y que fue el animal escogido por Jesús para entrar en Jerusalén poco antes del comienzo de su Pasión; los niños comparados con las avecillas, como cuando Jesús les dice a quienes le escuchan después del Sermón de la Montaña: «Mirad las aves del cielo; no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta» (Mt 6, 26); pero, sobre todo, el gustar rodearse de esas inocentes e indefensas criaturas a las que Jesús se refiere en un pasaje muy conocido: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como estos es el Reino de Dios» (Mc 10, 14)30.

Asimismo, como será cada vez más frecuente en Dostoyevski, insertará el príncipe un triste relato, una historia acaecida mientras él se encontraba recuperándose en Suiza, cuya protagonista, la joven Mary, es una muchacha desgraciada y pobre, de la que todos se mofan, una actitud que él logrará cambiar en los niños del lugar, a pesar de la desconfianza que ese trato tierno y lleno de piedad produce en los aldeanos. Este recurso de la narración dentro de la narración procede, naturalmente, del Quijote cervantino, un recurso de raíz manierista pero sobre todo barroca que Dostoyevski volverá a emplear, ampliándolo considerablemente, en El adolescente —nos referimos a la historia que cuenta el anciano Makar Ivánovich Dolgorukii poco antes de morir—, y, de modo muy especial, en Los hermanos Karamazov, publicada en 1879, donde —hablamos de la «Leyenda del gran inquisidor»— ya no será solo un recurso complementario o aclaratorio de la narración principal o del perfil psicológico y espiritual del protagonista, sino que se convertirá en un recurso decisivo, capital, para comprender el sentido último de toda la obra. En esa triste historia, el príncipe menciona por vez primera el nombre del pintor renacentista alemán Hans Holbein el Joven, a propósito de una copia del Museo de Dresde de una bellísima Virgen conocida como Meyer Madonna, cuyo original se halla en Darmstadt y que se remonta a 1526-28.

Después de una penetrante observación sobre el retrato de Nastasia Filíppovna, que le permite decir, primero, que «la belleza… es un enigma» y que en el rostro de Nastasia «hay mucho dolor», pues la belleza de aquel semblante, que ya le había impresionado de manera extraordinaria la primera vez que lo vio, todavía le subyuga más ahora, cuando lo requiere Lizaveta Prokófievna y lo ve por segunda vez, estampando en él un beso delante de las cuatro mujeres, otra nueva muestra de su anticonvencional modo de conducirse; después, también, que Lizaveta Prokófievna, que siente una sincera pero aún desdibujada simpatía por el príncipe, le diga a su hija mayor que «el corazón es lo principal, y lo demás es absurdo»; después de una primera escaramuza cómplice y secreta entre el príncipe y Aglaya, que quiere zafarse del cauto pero pertinaz asedio de Gavrila Ardaliónovich, el príncipe se instala, como había recomendado el general Yepanchin, en la casa de su hombre de confianza, circunstancia que aprovecha el novelista para presentarnos de manera detallada a todos los miembros de la familia de Gavrila Ardaliónovich. En casa de este, desde primeras horas de la tarde de este 27 de noviembre de marras, miércoles, en el que tantas cosas, como hemos adelantado, suceden, el príncipe habla con todos, intima desde el primer instante con quien va a ser uno de sus más leales confidentes, Nikolái Ardaliónovich Ivolguin, Kolia, de 13 años, el hermano menor de Gavrila, pero, como suele ocurrir en las novelas del gran escritor ruso, casi inesperadamente se produce un revuelo general, una auténtica barahúnda provocada por la inesperada irrupción en la casa nada menos que de Nastasia Filíppovna, cuya mala reputación irrita a Gavrila y a su hermana Varvara, de veintitrés años. Nastasia se presenta para conocer a la familia de su novio, pero de manera revoltosa, aparentemente con un espíritu muy resolutivo, con descarado desparpajo, dirigiéndose como un torbellino ora a uno ora a otro, aunque todo este comportamiento no es más que la escenificación grandilocuente y teatral de su insatisfacción y de su alma atormentada. El príncipe, al verla por vez primera en persona, le espeta que «yo me la imaginaba a usted precisamente como es», pero no solo por haber visto con anterioridad su retrato, sino porque «me parece haber visto en alguna parte sus ojos… Puede ser que haya sido un sueño». Como muchas otras veces, el príncipe habla de modo vacilante, inseguro, pero produce un efecto profundo, aún oculto, en Nastasia, que lo disimula, hasta casi semejar que se burla de él.

  

 

 

  

Nastasia se presenta para conocer a la familia de su novio, pero de manera revoltosa, aparentemente con un espíritu muy resolutivo, con descarado desparpajo, dirigiéndose como un torbellino ora a uno ora a otro, aunque todo este comportamiento no es más que la escenificación grandilocuente y teatral de su insatisfacción y de su alma atormentada.

  

  

  

Al rato, cuando ya ha hecho su aparición en escena, como un vendaval, el general Ivolguin, el padre de Gavrila, con quien este mantiene una tensa relación, debido en parte a la pérdida de compostura habitual en aquel, a su afición a la bebida, a su frecuente descuido, lo que no impide que sea un buen hombre, sin duda mucho menos mediocre y avieso que su hijo, que tanto se esfuerza en dar la impresión de estar pendiente de su madre, la sufrida Nina Aleksándrovna, al rato, decíamos, de modo imprevisto, inopinado, irrumpe alborotadoramente en la vivienda Parfén Rogochin, acompañado de Lebédev y de todo su séquito de clientes y aduladores, personas oblicuas y de mal vivir. Rogochin, que no respeta en absoluto las formas, que irrita sobremanera a Gavrila por la desfachatez de entrar sin ser invitado en una casa ajena, y más con esa troupe, lo que va es detrás de Nastasia, aunque termina yéndose, después de varios duelos de miradas entre Nastasia, Varvara y el propio Rogochin. Ya se encontrarán ambos de nuevo por la noche, en la fiesta de cumpleaños que ella ha preparado en su casa.

Con esta celebración termina la 1.ª parte. A ella acuden, entre otros, el general Yepanchin, Totskii, por supuesto Gavrila, y otros personajes de menor importancia, como un íntimo amigo de este, Iván Petróvich Ptitsin, de algo menos de treinta años, que terminará casándose con Varvara, o Daria [Dorotea] Aleksiéyevna, antigua amiga de Totskii y ahora de Nastasia, y, claro está, el príncipe, que sube «temeroso» las escaleras de la casa, todo lo contrario de Rogochin, que se presenta de manera ostentosa, prepotente y desafiante. La reunión, que había sido preparada principalmente por Totskii para que se formalizase la relación entre Nastasia y Gavrila, acaba con la humillación total de este, pues, en su insolencia, fruto, claro es, de sus celos y de su desesperación por conseguir a Nastasia, Rogochin arroja sobre una mesa cien mil rublos, con los que quiere comprarla, y, si es necesario, está dispuesto a ofrecer mucho más. La situación va enrareciéndose progresivamente, Nastasia improvisa un inoportuno e incómodo juego, que consiste en que cada uno cuente la acción más fea que crea haber cometido en su vida31, que coloca a los circunstantes en una comprometida posición, y, finalmente, agarra el fajo de billetes y lo echa al avivado fuego de la chimenea, retando a Gavrila a que lo rescate; si lo hace, se casará con él; si no es capaz de llegar a eso para demostrarle su amor, lo dejará para siempre. La situación, en algunos momentos, es de extrema tensión, pues el grueso paquete forrado de papel de periódico empieza a quemarse palmariamente por fuera. Al fin, es la propia Nastasia la que, con la ayuda de unas tenazas, lo extrae del fuego. Solo se ha chamuscado superficialmente. El dinero estaba intacto. Nastasia decide que Gavrila se quede con el dinero, ante la estupefacción general y la indiferencia de Rogochin, que sale de la casa en compañía de la mujer que ha ido a buscar, no sin antes reconocerle Nastasia a Gavrila la preeminencia en él del amor propio respecto del amor al dinero.

La actitud de Nastasia en estos cuatro últimos capítulos de la 1.ª parte es muy reveladora de los nubarrones que atraviesan su alma, de su profunda infelicidad, de su sentimiento íntimo de culpa, y, de ahí, que actúe por despecho, queriendo dejar constancia de que de ella no puede esperarse otra cosa, pues ella es, según ella misma dice, una perdida. Nastasia rompe la baraja, rompe con las formas y con las convenciones, que tanto les interesaba guardar al general Yepanchin y especialmente al refinado Totskii, su antiguo amante, por el que ella siente un vivo rencor y desprecio, a pesar de haberla protegido y cuidado cuando era una adolescente, pero que no tuvo ningún reparo en aprovecharse de su inferioridad respecto de él y en convertirla, desde antes que cumpliese veinte años, en su amante, sin preocuparse por su alma, por sus sentimientos, cuando tenía que haberla respetado y tratado como a una hija. Por eso está Nastasia resentida con él, por eso se odia a sí misma, por eso se infravalora y piensa que no podrá nunca enderezar su conducta moral. Se siente condenada.

Pero, ¡claro que no es una perdida! La nobleza de su corazón y de su espíritu se manifiestan en esta celebración de su cumpleaños con una valentía y una gallardía admirables, y se exhiben precisamente en su actitud ante el príncipe, que es lo que a nosotros nos interesa. Por mucho que ella se esfuerce en disimularlo, por mucho que se empeñe en dar esa imagen de mujer prostituida, y es verdad que ha servido de prostituta de lujo para Totskii, aunque escandalice sin reparos a los presentes con sus palabras, Nastasia ha comprendido ya perfectamente, porque tiene una inteligencia viva y porque es limpia de corazón32, que el príncipe es un ser tocado por la gracia divina, un ser especial, absolutamente puro, al que ella no tiene ningún derecho a manchar, a profanar. No ha hecho más que verlo dos veces, y ya lo ama. Casi a mitad de la velada, sorprende Nastasia a Yepanchin, enojado ante la «autoridad» del príncipe, cuando le dice: «Pues el príncipe significa para mí el primer hombre que en mi vida me ha inspirado confianza en su sinceridad y lealtad. Él ha creído en mí a la primera mirada y yo en él creo» (capítulo XIV).

En el siguiente capítulo, ante la observación de un invitado indiscreto, que le reprocha a Nastasia que no hace más que quejarse, cuando de hecho no deja de mirar al príncipe, «Nastasia Filíppovna volvió la vista con curiosidad al príncipe. 

—¿Es verdad? —inquirió. 

—Es verdad—, balbució el príncipe. 

—¿Me aceptaría usted así, sin nada?...

—La aceptaría, Nastasia Filíppovna...

[…]

—Yo me llevaré con usted a una mujer honrada, Nastasia Filíppovna, y no a la Rogochina —dijo el príncipe.

—¿Yo una mujer decente?

—Usted.

[…]

El príncipe se levantó, y, con voz trémula, tímida, pero al mismo tiempo con el aire de un hombre profundamente convencido, afirmó:

—Yo nada sé, Nastasia Filíppovna; yo nada he visto; usted tiene razón, pero yo…, yo considero que usted es quien me hace a mí un honor, y no yo a usted. Yo no soy nada; pero usted ha sufrido, y de ese infierno ha salido pura, y eso es mucho […] Yo a usted…, Nastasia Filíppovna, la amo» (cap. XV).

El príncipe Mischkin es el único espíritu en la novela, me atrevería a decir que de todo el cosmos dostoyevskiano, que, ante una pecadora, precisamente porque ha sufrido, porque ha padecido su infierno particular, cree que ha salido indemne, pura, limpia, inmaculada, no como esos «sepulcros blanqueados», esos «hipócritas»33, a los que Jesús fustigará con palabras durísimas y valientes, pero sin rencor ni odio alguno, solo como advertencia de a quiénes les está reservado el Reino de los Cielos.

  

 

 

  

Por mucho que ella se esfuerce en disimularlo, por mucho que se empeñe en dar esa imagen de mujer prostituida, y es verdad que ha servido de prostituta de lujo para Totskii, aunque escandalice sin reparos a los presentes con sus palabras, Nastasia ha comprendido ya perfectamente, porque tiene una inteligencia viva y porque es limpia de corazón...

  

  

  

En el capítulo XVI, en un extenso párrafo, insiste el príncipe: «Usted es orgullosa, Nastasia Filíppovna; pero es posible que sea también tan desgraciada que se tenga, efectivamente, a sí misma por culpable […] Yo…, yo toda la vida la respetaré a usted, Nastasia Filíppovna». Pero Nastasia no puede superar su despecho, su resentimiento, su sentimiento de culpa, aunque lo que está haciendo es disfrazarse con la amarga y cínica máscara de una desvergonzada cualquiera, ella, que tanto lo ama ya: «¡Yo soy una desvergonzada! ¡Yo he sido la querida de Totskii… príncipe! A ti ahora te hace falta Aglaya Yepánchina y no Nastasia Filíppovna». Se está inmolando, se está sacrificando por completo, sacrificando su felicidad, precisamente y aunque parezca paradójico, por el amor que profesa a la incontaminada alma que tiene delante. Corriéndole «dos gruesos lagrimones» a través de las mejillas, fuera de sí, Nastasia le revela al príncipe que también ella fue una vez una soñadora, cuando, de adolescente, estaba sola en la aldea, y «piensa que te piensa, sueña que te sueña…, y todo se me volvía imaginarme un hombre como tú: bueno, honrado, guapo y tan tonto, que de pronto viniera y me dijese: “¡Usted no es culpable, Nastasia Filíppovna, y yo la adoro!”» Antes de irse con Rogochin, todavía le dice: «Adiós, príncipe; por primera vez he visto a un hombre»34. Desde luego, por primera, pero también, única vez, única (ya que volverá a encontrárselo y mantener una estrecha relación con él) en el sentido de que no ha conocido otro como el príncipe ni tendrá oportunidad de conocerlo más adelante, así como tampoco hay nadie en la novela que «verdaderamente» sea un hombre, es decir, una persona hecha a imagen y semejanza de Dios, que preserva como un tesoro irreemplazable y de valor inconmensurable la gratia, esa gracia que Dios ha depositado en él y él la posee, la custodia y desprende de manera tan natural, sencilla y auténtica.

  

Continúa en el próximo número.

 

  

  

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NOTAS

  

  1. En Rusia es muy importante el patronímico, que viene a continuación del nombre propio, del nombre de pila. Este ejemplo puede servir para los demás: Fiódor, hijo de Mijaíl, es decir, de Miguel; de ahí, Mijáilovich, que es el patronímico. El apellido sería Dostoyevski.

  2. La grafía de los nombres de los personajes dostoyevskianos corresponde a la traducción de las Obras Completas de Dostoyevski de Rafael Cansinos Asséns para la editorial madrileña Aguilar. En cuanto a todas las citas de la novela El idiota reproducidas en el presente ensayo, corresponden a la edición del II tomo realizada en 1964. De otro lado, los nombres rusos, sean de autores, personajes literarios y títulos de obras, están escritos en este ensayo respetando la grafía de las diversas ediciones citadas; de ahí las diferencias a la hora de escribir un mismo nombre, pues prevalece el modo como está escrito en la edición en lengua española correspondiente que he manejado, que, en muchos casos, es la única existente. Por tanto, unificación de criterio solo ha sido posible en todos los nombres extraídos de la edición de Aguilar de las Obras Completas de Dostoyevski.

  3. «Se oculta en esta figura genial [Don Quijote] el germen de lo que únicamente puede ser inmortal en este mundo: el germen de una inmortal gran idea». Dimitri Merejkovsky, Compañeros eternos, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1949, pág. 45.

  4. En una conferencia pronunciada en Moscú el 15 de marzo de 1989, ¿Qué nos dice Dostoievski hoy?, afirmaba lo siguiente el pensador católico alemán Reinhard Lauth: «No es casualidad que tuviera a Cervantes por el más grande de todos los escritores, quien sin misericordia enredaba a su Don Quijote en locuras de las que se mofan los “cuerdos”, pero quien al final lo muestra admirablemente como más sensato que todos esos “cuerdos”, de modo que, en el umbral de la muerte, puede llamarlo “el bueno”. Pues lo que lo eleva por encima de todos los errores e ilusiones es su seriedad moral inconmovible. Ustedes saben que Dostoievski trató de presentar a un hombre así en Myschkin, y que hubo de experimentar en ese empeño cuán infinitamente difícil es eso, de modo que no fue capaz de lograrlo». Aun estando casi siempre de acuerdo con muchos de los juicios y reflexiones de Lauth, discrepo de esta última opinión. A mi modo de ver, sí fue excelsamente capaz de lograrlo. El texto completo de la conferencia, en traducción de Alberto Ciria, puede consultarse en la estupenda página web en español del Instituto Filosófico Reinhard Lauth <https:// www. reinhardlauth. net/ Instituto/ Dostoievski/ Home. html>. En una carta dirigida a su sobrina Sofía Aleksándrovna Ivánov-Jmírov, fechada en Ginebra el 13 de enero de 1868, escribe Dostoyevski: «Solo quería decir que de cuantas figuras bellas hay en la literatura cristiana, la de Don Quijote se me antoja la más perfecta». Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1961, tomo III, pág. 1648.

  5. Edward Hallett Carr, Dostoievski, 1821-1881: lectura crítico-biográfica, Barcelona, Laia, 1972, pág. 189. A nuestro juicio, Edward H. Carr (pág. 190) infravalora el paralelismo de Mischkin con Don Quijote y la influencia de Cervantes en esta novela del escritor ruso.

  6. Edward Hallett Carr, pág. 194.

  7. Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Granada, Nuevo Inicio, 2008.

  8. El gran teólogo jesuita francés Henri de Lubac, en una nota al pie de su libro El drama del humanismo ateo (1944), reproduce un fragmento de una carta de Dostoyevski al judío Arkadi Kovner, de 14 de febrero de 1877, en la que le expresa la especial predilección que siente por el personaje del príncipe Mischkin y lo querida que le es la novela de El idiota. En esa misma nota, se reproduce otro fragmento de una carta de Dostoyevski al poeta Apollon Nikoláyevich Máikov, de 31 de diciembre de 1867, en la que le confesaba lo extremadamente difícil que era para él dar concreción a lo que quería expresar con esta novela, en particular la «idea […] de representar un hombre completamente bueno». Henri de Lubac, El drama del humanismo ateo, Madrid, Encuentro, 2012, nota 901, págs. 328-329. Influido por la lectura de Crimen y castigo, Arkadi Kovner (1842-1909) había cometido un robo en 1877 para socorrer a una joven, por el que fue condenado a cuatro años a Siberia, pero antes, desde una cárcel moscovita, le envió dos cartas a Dostoyevski, una sobre la antipatía de éste por los judíos y otra sobre la inmortalidad del alma. Extraigo el dato sobre Kovner del libro de Susan Sontag, Al mismo tiempo: ensayos y conferencias, Barcelona, Mondadori, 2007. La carta a Kovner, fechada en Petersburgo, está reproducida en el mencionado tomo III de las Obras completas, pág. 1656, aunque en una nota al pie Cansinos Asséns especifica que su nombre completo era Abraham Uria Kovner, y que era escritor. En cuanto a la extensa carta a Máikov, fechada en Ginebra, también la reproduce íntegra el tomo III de Aguilar, págs. 1644-1647. En vez de «representar», la edición de Aguilar dice «presentar».

  9. Romano Guardini, El universo religioso de Dostoyevski, Buenos Aires, Emecé, 1954, pág. 294. La cursiva es mía. El análisis del príncipe Mischkin y de toda la novela de El idiota ocupa el último capítulo del ensayo, titulado por Guardini «Un símbolo de Jesucristo» (págs. 255-303 de la edición citada). Reitero, pues lo estimo de capital importancia, que quien quiera penetrar en las insondables profundidades del alma y de la personalidad de Mischkin, no dispone de un análisis comparable al de Romano Guardini en la literatura crítica mundial. Mischkin emerge aquí, además, como una encarnación suprema de Dostoyevski, juicio que, por lo demás, no puede escapársele a ningún atento lector de la novela, si bien es necesaria una cierta predisposición espiritual. Un materialista mecanicista ateo permanecería insensible; un ateo de orientación vitalista y de hondas preocupaciones espirituales y existenciales, como Federico Nietzsche, queda, en cambio, no afectado, sino trastornado en lo más profundo por su lectura. O, sin ir más lejos, el propio Albert Camus. Todo depende de la substancia con que esté modelada nuestra alma.

10. Ver mi ensayo Algunas reflexiones sobre «La inquilina de Wildfell Hall», de Anne Brontë, concluido el 21 de agosto de 2012 https://enriquecastanos.com/bronte_anne_inquilina.htm, así como mi artículo Sobre la prisión perpetua, publicado el 14 de septiembre de 2012 en la edición digital de la revista Ethic. La vanguardia de la sostenibilidad. El enlace es https://ethic.es/2012/09/sobre-la-prision-perpetua/. La redacción original es del 31 de agosto, y también está publicado en la página web https://enriquecastanos.com//prision_perpetua.htm.

11. Jacques Madaule, El cristianismo de Dostoievsky, Buenos Aires, Losada, 1952, pág. 61. La edición original francesa es de 1939. Jacques Madaule era discípulo de Emmanuel Mounier, y, por tanto, estuvo influido por el Personalismo cristiano de este último.

12. Sobre el significado de «cuerpo espiritual», o, lo que es lo mismo, «cuerpo pneumático» (del griego «pneuma», esto es, aliento, signo de la vida), resulta fundamental la interpretación de Leonardo Boff, La resurrección de Cristo. Nuestra resurrección en la muerte, Santander, Sal Terrae, 1986, especialmente las págs. 160-165. En la Primera Epístola a los Corintios (15, 44), hablando de la resurrección de Jesús, dice San Pablo «… se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual». Espiritual, esto es, pneumatikón. Es conveniente leer el comentario a este pasaje paulino que incluye en una nota al pie la Biblia de Jerusalén. Asimismo, el artículo «Resurrección» del rigurosísimo libro de Lothar Coenen, Erich Beyreuther y Hans Bietenhard (editores), Diccionario teológico del Nuevo Testamento, Salamanca, Sígueme, volumen II, págs. 532-538.

13. En relación con el controvertido asunto de las supuestas crisis epilépticas de Dostoyevski, que, para algunos autores, aparecerían por primera vez entre 1838-43, cuando estudiaba ingeniería militar en San Petersburgo, así como en lo que se refiere a la escasa correspondencia del novelista sobre esta cuestión y a sus intentos, en 1863, de entrar en contacto con los reputados especialistas Moritz Heinrich Romberg y Armand Trousseau, es interesante la lectura del detallado estudio de Brain R. Johnson, The art of Dostoevsky’s falling sickness, The University of Wisconsin-Madison, 2007, especialmente las págs. 74-83. De otro lado, aunque desconocido por completo por Dostoyevski, que murió en 1881, resulta curiosa la existencia de un eminente psiquiatra alemán, Kurt Schneider (1887-1967), contrario al nazismo y a la eugenesia, que fue amigo del pensador Karl Jaspers.

14. Paradójicamente, el nombre de Parfén significa «limpio», «virginal», como si ese fuese el deseo profundo del personaje, su imposible anhelo, que en Mischkin es absolutamente natural. Véase el ensayo de George Steiner, Tolstói o Dostoievski, Madrid, Siruela, 2002, pág. 172.

15. Arnold Hauser, Historia social de la literatura y el arte, Madrid, Guadarrama, 1972, tomo III, pág. 176.

16. Edward Hallett Carr, pág. 53. El 23 de abril de ese año, siendo ya un escritor famoso, pues había recibido un encendido elogio del prestigioso crítico Visarión Grigórievich Bielinsky por su novela Pobres gentes (1845), es detenido con algunos de los miembros del círculo de conspiradores de Mijaíl Vasílievich Butachévich-Petraschevski, que había empezado a frecuentar en febrero de 1847, pero sin ninguna intención conspirativa contra el Estado, al menos de su parte. Una amplia documentación bibliográfica sobre ese círculo de conspiradores puede consultarse en Franco Venturi, El populismo ruso, 1, Madrid, Alianza, 1981, capítulo 3, nota 41, páginas 217-218.

17. Nada es casual en Dostoyevski, como tampoco puede serlo este nombre. Puede referirse a la esposa de Eufemio, en la Roma del siglo IV, padres ambos del venerable Alexis, que, después de trasladarse a Edessa, volvió muy pobre a su ciudad natal para morir, sin ser reconocido por sus padres, en época del emperador Honorio. También puede referirse a Santa Aglaya de Roma, quemada en época de Trajano. Es más improbable que la Aglaya Ivánovna de El idiota tome su nombre de la más joven de las tres Cárites (hijas de Zeus y de Eurínome), llamada también Áglae, y que significa la «esplendorosa», la «belleza», y simboliza la inteligencia, el poder creativo y la intuición del intelecto. Ahora bien, en el mundo romano y latino, las Cárites fueron transformadas en las Gracias, y Aglaya pasó a ser Castitas, esto es, la virginidad. Esta acepción tiene más sentido en Dostoyevski, aunque no puede descartarse por completo la griega, pues ambas acepciones, en el fondo, se complementan.

18. Así se expresa sobre la heroína Cansinos Asséns en el prólogo a la novela Crimen y castigo, incluida en el mismo tomo que El idiota en la aludida edición de Aguilar.

19. Demetrio Merejkovsky, Tolstoi y Dostoievsky, Buenos Aires, Cronos, 1946. La edición original es de 1900-1901.

20. En el Prólogo a la edición citada de El idiota, página 502.

21. Sobre la relación de Dostoyevski con Pólina Súslova, véase, Edward Hallett Carr, págs. 95-104 y 126-130. En cuanto a la relación con Anna Korvin-Krukóvskaya y con Marfa Brown, véanse, de ese mismo libro de Hallett Carr, las págs. 119-126. Sobre todos estos detalles biográficos y la relación del escritor con las tres mujeres mencionadas, debe también leerse la espléndida y amplia síntesis de Cansinos Asséns, escrita en 1936 y contenida en el I tomo de las Obras completas de Dostoyevski. Rafael Cansinos Asséns, «Fiódor M. Dostoyevski. Su vida y su obra», en Obras Completas, tomo I, Madrid, Aguilar, 1961, págs. 9-84, especialmente las págs. 42-48. Quizá sea este el lugar oportuno para hacer una breve consideración sobre una biografía de Dostoyevski que, con sobrada razón, para muchos críticos y estudiosos actuales se ha convertido en canónica. Se trata, claro está, de la monumental y exhaustiva biografía del crítico estadounidense e historiador de literatura eslava y comparada Joseph Nathaniel Frank (Nueva York, 1918), comenzada a publicar en inglés en 1976 y editada íntegra por el Fondo de Cultura Económica en cinco gruesos volúmenes, muy bien delimitados cronológicamente, que suman más de dos mil quinientas páginas. No hace falta decir que el descomunal estudio biográfico viene acompañado de los correspondientes y extensos análisis de la entera producción literaria del escritor ruso. Es, sin duda, un trabajo de investigación ímprobo e imprescindible, prácticamente definitivo. Pero, de igual modo que se hace esta más que justificada ponderación, es asimismo necesario aclarar que en la ejemplar reconstrucción de tan inmensa masa informativa y documental no hay nada sustancialmente nuevo que no se supiese ya desde principios del decenio de 1930. En este sentido, cualquiera que haya leído toda esa masa documental (memorias y textos de la esposa de Dostoyevski, biografía de su hija Liubova, memorias de Pólina Súslova, correspondencia de todo tipo…), tal y como se conocía hacia 1936 (debido en su mayor parte a la apertura que se produjo en el acceso a los archivos y el permiso de publicación de lo que se había ocultado mientras estuvo viva Anna Grigórievna), que es cuando se publica, por vez primera, la traducción de las Obras Completas de Cansinos Asséns en la editorial Aguilar, podrá comprobar que la oceánica biografía de Frank no aporta nada decisivo. Joseph Frank es un crítico literario excelente, fino y riguroso, pero sería un grave error, como he podido comprobar que hacen algunos críticos superficiales actuales, desechar los profundos análisis, estudios y reflexiones que desde muy diversos ángulos se han hecho desde el tiempo de Vladímir Soloviev de la complejísima obra dostoyevskiana, y tomar la biografía de Frank como una biblia del genial escritor ruso. Estoy seguro de que al primero que no le agradaría es al propio Joseph Frank. Como todo verdadero clásico, si Occidente y Rusia disponen de reservas espirituales para entonces, Dostoyevski habrá de ser repensado por las generaciones futuras.

22. Edward Hallett Carr, pág. 190. De Cansinos Asséns, sobre todo el Prólogo a El idiota en la edición ya citada, pág. 502.

23. Acerca de la contemplación del retrato de Nastasia Filíppovna por Mischkin y la inmediata intuición del príncipe del destino trágico de ella, Jacques Madaule ha resaltado cómo esta visión le permite a Dostoyevski ofrecernos su idea de la belleza como «la cosa más punzante del mundo, la cual no presagia la alegría sino el dolor para aquella que la posee y para aquellos que son impresionados por ella». Uno de estos que se impresionan por esa belleza, pero en un sentido radicalmente distinto al príncipe, es Rogochin. El cristianismo de Dostoievsky, págs. 65-66.

24. El crítico que de manera más profunda, rigurosa y entusiasta ha ponderado la inmensa grandeza espiritual de Nastasia Filíppovna ha sido sin duda Romano Guardini, para quien «es una criatura humana cuya vida corresponde a la categoría de la perfección». El universo religioso de Dostoyevski, pág. 261.

25. El personaje evangélico de María Magdalena, aunque algunos se empeñen en sembrar dudas sobre ello, está perfectamente distinguido del de María de Betania, la hermana de Lázaro, en el evangelio de San Juan. También insinúa esa distinción el evangelio de San Lucas. La Leyenda dorada, escrita hacia 1264 por el dominico genovés Santiago de la Vorágine, alimentó esa confusión, pues en esa gran obra, fundamental para la iconografía cristiana, se dice que María Magdalena y María de Betania, la hermana de Lázaro, son la misma persona. Véase, Santiago de la Vorágine, La leyenda dorada, 1, Madrid, Alianza, 1984, capítulo XCVI, págs. 382-392. La confusión está ya desde el primer párrafo de la biografía. En cuanto a Mágdala, y en esto sí acierta en parte Santiago de la Vorágine, que lo llamado «Magdalo», es el lugar de procedencia de María Magdalena, identificado por la moderna arqueología bíblica como una localidad de la ribera occidental del lago de Tiberíades o mar de Galilea, la Tariquea mencionada por Flavio Josefo en La guerra de los judíos, Madrid, Gredos, 1982, Libro II, § 252, pág. 238, y § 599, pág. 312. En cuanto a la localización arqueológica, véase, sobre todo, Félix-Marie Abel, Histoire de la Palestine, II, París, J. Gabalda et Cie, 1952, página 373.

26. Esta es la obra más importante, en varios volúmenes, del más destacado de todos los historiadores rusos, Serguéi Soloviev (1820-1879), padre del singularísimo pensador cristiano Vladímir Soloviev.

27. Un higúmeno, o higomeno, es un superior, equivalente a un abad, de un monasterio de religión ortodoxa griega. Por ejemplo, Modesto, el higomeno del monasterio de san Teodosio, cerca de Jerusalén, que, después del incendio provocado por los persas en 614 del santuario del Santo Sepulcro mandado edificar por Constantino el Grande en el siglo IV, procede a su restauración, especialmente la Anastasis (la roca-sepulcro que había en la rotonda con deambulatorio). Véase, Juan Antonio Ramírez, «La iglesia cristiana imita a un prototipo: el templo de Salomón como edificio de planta central», en Cinco lecciones sobre arquitectura y utopía, Universidad de Málaga, 1981, pág. 115.

28. Mijaíl Petróvich Pagodin (1800-1875), filólogo ruso.

29. Recuérdense las palabras de Jesús cuando se dispone a subir a Jerusalén: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9, 58). Todas las citas bíblicas están extraídas de la Biblia de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1988.

30. En el aguafuerte de tema religioso más célebre de todos los tiempos, Cristo curando a los enfermos (también llamado «Grabado de los 100 florines»), realizado por Rembrandt entre 1648-50, en el que con inigualable maestría el artista reúne en una misma composición varios pasajes evangélicos relacionados con la predicación de Jesús, resulta extraordinario comprobar de qué modo tan sutil Jesús, que es un ascua resplandeciente de luz interior que emana de forma absolutamente natural de Él mismo, y cuyo rostro es la quintaesencia de la paz y de la mansedumbre, aparta con un gesto suave pero decidido de su brazo derecho a San Pedro, para que las madres puedan presentarle a sus hijuelos.

31. Totskii hace en su relato una referencia a la novela La dama de las camelias (1848), de Alejandro Dumas, hijo, obra admirada por Dostoyevski, cuya protagonista, Margarita Gautier, es reflejo de una cortesana auténtica, Marie Duplessis, efímera amante del escritor romántico francés, y cuya mención en este contexto es toda una premonición del trágico final de Nastasia Filíppovna.

32. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». Mt 5, 8.

33. Mt 23, 27.

34. Se recoge por diversos y muy autorizados biógrafos de Napoleón Bonaparte que, cuando concedió una entrevista a Goethe en Erfurt el 2 de octubre de 1808, las primeras palabras que dirigió el Emperador al olímpico genio alemán fueron: «Voilà un homme!». En otras versiones: «Vous êtes un homme!». Una de las más fieles reconstrucciones del encuentro es la de Emil Ludwig, Napoleón, Barcelona, Juventud, 1991, pág. 235. El propio Goethe recordará más tarde el encuentro, en dos o tres ocasiones, en sus famosas confidencias con Eckermann, según Federico Nietzsche «el mejor libro alemán que existe». Johann Peter Eckermann, Conversaciones con Goethe en los últimos años de su vida, Barcelona, El Acantilado, 2006, pág. 832. La aclaración más extensa a Eckermann de la entrevista con Napoleón corresponde al 17 de marzo de 1830. Es evidente el contraste entre la frase del por entonces dueño de Europa y la que pronuncia Nastasia Filíppovna. Napoleón expresa de manera concisa y lapidaria su admiración por el «gran» hombre, por ese espíritu universal en lo que se refiere al más vasto saber en relación con la Naturaleza y al más hondo conocimiento de los hombres.

  

  

  

  

    

   

Enrique Castaños Alés (Málaga, 1956). Profesor de Instituto de Enseñanza Media desde 1982 hasta 2016. Profesor asociado del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga durante los cursos 2006-2011. Licenciado en Filosofía y Letras en 1979, se especializó en Historia Medieval. Su Memoria de Licenciatura, leída a finales de 1981 y aprobada con la calificación de Sobresaliente por unanimidad, versó sobre El socialismo postrevolucionario anterior a Karl Marx: Charles Fourier, Henri de Saint Simon, Robert Owen y Pierre-Joseph Proudhon. Su Tesis Doctoral, defendida en el año 2000 con la calificación de Sobresaliente cum Laude, se centró en Los orígenes del arte cibernético en España. La experiencia del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid.

Es autor del libro La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX (1997), reelaborado y ampliado en 2011 bajo el título Las artes plásticas en Málaga en la segunda mitad del siglo XX. Crítico de arte del diario SUR de Málaga entre 1996 y 2012. Colaborador de las revistas Lápiz, Galería, Cuadernos Hispanoamericanos, Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, Arte y Parte y Fedro. Revista de Estética y Teoría de las Artes (Universidad de Sevilla).

Ha sido Director de la Sala de Exposiciones de la Diputación de Málaga, Coordinador de la Sala de Exposiciones de la Universidad de Málaga, Director del Departamento de Promoción Cultural de la Fundación Picasso-Casa Natal y comisario de múltiples exposiciones, entre las que destacan las antológicas y retrospectivas dedicadas a Manuel Barbadillo Nocea, Stefan von Reiswitz, Godofredo Ortega Muñoz, Esteban Vicente y Francisco Hernández Díaz. Ha comisariado exposiciones monográficas de Tomás García Asensio, Lugán, Oriol Vilapuig, Santiago Mayo, Jordi Teixidor Otto, Andreu Alfaro, Manuel Salinas, Pablo Alonso Herráiz, Dámaso Ruano Gómez, Manuel Mingorance Acién y el Colectivo Palmo de Málaga. En 1992 fue comisario de la exposición El arte de construir el arte, con los fondos del Colegio de Arquitectos de Málaga. Colaborador de la muestra «Andalucía y la modernidad», del volumen Arte desde Andalucía para el siglo XXI, y del catálogo de la exposición El discreto encanto de la tecnología, celebrada en el MEIAC de Badajoz y el Museo ZKM de Karlsruhe.

Ha impartido numerosas conferencias y ha sido ponente en diversos seminarios organizados por las Universidades de Málaga y Alicante. Ha escrito y publicado en revistas especializadas amplios artículos sobre diversas novelas de Bram Stoker, Nathaniel Hawthorne, Anne Brontë y Miguel de Unamuno, así como sobre películas de Leontine Sagan, Leni Riefenstahl, Philippe Claudel y Leopold Jessner. Colaborador del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. En 1997 publicó unas Consideraciones sobre «Ordet», de Carl Theodor Dreyer.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Sección 3. Página 14. Año XX. II Época. Número 109 EXTRA. Abril-Diciembre 2021. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2021 Enrique Castaños Alés. © Las imágenes de esta primera entrega corresponden a sendos fotogramas de los capítulos 1, 2, 3 y 5 de la serie televisiva “El idiota”, producida y emitida por RTVE a finales de 1976, y se utilizan exclusivamente como ilustraciones del texto. Todos los derechos de autor, pues, que pudieran concurrir sobre las mismas pertenecen exclusivamente a sus autores. El guion fue elaborado por Hermógenes Sainz, basado en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski, y tiene a Emilio Gutiérrez Caba, José Sancho y Marta Angelat como primeros actores. La realización corrió a cargo de Antonio Chic. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2021 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte, adscrito a la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 29730. Rincón de la Victoria (Málaga).