«¿Adónde podría alejarme de tu Espíritu?

¿Adónde podría huir de tu presencia?

Si subiera al cielo, allí estás tú;

si tendiera mi lecho en el fondo del abismo, también estás allí.»

(Rey David: Salmo 139: 7-8)

  

  

  

Lo sabía y lo esperaba. La situación en que se hallaba no admitía paliativos. Ni los admitía ni los había. Aunque creyente, su actitud crítica ante lo que consideraba una liturgia sobrerecargada de simbolismos tan inexplicales como innecesarios, excluía de su noción de lo trascendente cualquier concesión al cupo de la tolerancia ciega. Con todo, su confianza en el encaje suprarracional era absoluto.

Cuando la noche derramó sus sombras sobre el habitáculo donde yacía intentando dominar lo irremediable, como un umbral a lo sobrenatural, y una figura sin rostro, sin peso, apenas un pensamiento que flota, le susurró que el círculo iba a cerrase en breve. Llegó envuelta en la bruma nocturna, no como un heraldo del fin, sino como el ángel custodio del tránsito. Le reveló que el tiempo, ese hilo invisible que nos ciñe al mundo, estaba a punto de soltarse, nada más coincidan las agujas del reloj en la parte superior de la esfera que las encierra.

No tembló. Él era ya parte del silencio que antecede al misterio. Se alzó del lecho en que dormitaba con la serenidad de quien ha comprendido que la muerte no es ruptura, sino retorno. Esa madrugada no sintió en el vientre las punzadas del mal que le aquejaba.

Tampoco hubo lágrimas. Se movió por la casa como sombra consciente. Contempló a sus hijos como semillas de su eternidad, a su esposa como espejo de su alma, y a su casa como templo de memorias, y cumplió sus tareas como rituales sagrados.

Escribió cartas, una a cada uno de ellos, no para despedirse, sino para dejar el embrión de su recuerdo en el corazón de los que quedarían habitando el sueño del mundo.

A la hora señalada, se sentó en el jardín, entre las flores que conocen el ciclo de la vida, donde el tiempo no es línea sino espiral, y elevó una plegaria a lo más alto, no por él, sino por quienes aún deben aprender que el amor no muere, sólo cambia de forma.

No partió: se disolvió en la trama invisible que une lo que fue, lo que es y lo que será.

   

   

   

   

   

   

  

José Antonio Molero Benavides (Cuevas de San Marcos, Málaga) ha sido profesor de Lengua y Literatura españolas y de sus Didácticas correspondientes en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga. Desde que apareció su primer número, está al frente de la dirección, coordinación y edición de GIBRALFARO, revista digital de aparición trimestral que se publica con el patrocinio del Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de esa Universidad.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 1. Página 5. Año XXIV. II Época. Número 125. Julio-Septiembre 2025. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2023 José Antonio Molero Benavides. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2025 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3. 92.730. Rincón de la Victoria (Málaga).

    

    

     

 

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