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Lo sabía y lo esperaba. La situación en
que se hallaba no admitía paliativos. Ni
los admitía ni los había. Su actitud crítica ante lo que
consideraba una liturgia sobrerecargada
de simbolismos inexplicales excluía de su noción de lo
trascendente cualquier concesión al cupo
de la tolerancia ciega; con todo, su
confianza en el encaje suprarracional
era absoluta.
Cuando la noche derramó sus sombras
sobre el habitáculo donde yacía
esperando lo irremediable, una
figura sin rostro, inngrávida, apenas un
pensamiento que flota, le susurró que el
círculo iba a cerrase en breve. Llegó
envuelta en la bruma nocturna, no como
un heraldo del fin, sino como el ángel
custodio del tránsito. Le reveló que el
tiempo, ese hilo invisible que nos ciñe
al mundo, estaba a punto de soltarse
nada más coincidan las agujas del reloj
en la parte superior de la esfera que
las encierra.
No tembló. Él
era ya parte del silencio que antecede
al misterio.
Se alzó del lecho en que dormitaba con
la serenidad de quien ha comprendido que
la muerte no es ruptura, sino retorno.
Esa madrugada no sintió en el vientre
las punzadas del mal que le aquejaba.
Tampoco hubo lágrimas. Se movió por la
casa como una sombra consciente. Contempló a
sus hijos como semillas de su eternidad,
a su esposa como espejo de su alma y a
su casa como templo de memorias, y
cumplió sus tareas como rituales
sagrados.
Escribió cartas, una a cada uno de
ellos, no para despedirse, sino para
dejar el embrión de su recuerdo en el
corazón de los que quedarían habitando
el sueño del mundo.
A la hora señalada, se sentó en el
jardín, entre las flores que conocen el
ciclo de la vida, donde el tiempo no es
línea sino espiral, y elevó una plegaria
a lo más alto, no por él, sino por
quienes aún deben aprender que el amor
no muere, sólo cambia de forma.
No partió: se disolvió en la trama
invisible que une lo que fue, lo que es
y lo que será. |