Friedeman, en un principio, me advirtió de que se trataba de una reiteración, pero no es verdad, y se lo demostré con sendos folletos que dos señoras me acababan de dejar. Uno se llamaba ¡Despertad!, correspondía al número de diciembre del 2007 y se titulaba: “¿Acaba todo con la muerte?”. Además: “¿Cómo evitar la pornografía? (página 12)”. El segundo, Atalaya, número de enero del 2008, se titulaba: “El Reino de Dios. ¿Qué es? ¿Cuándo vendrá?”.         

—¿Ves? —dije—. ¿Sigues pensando que me repito?

Entonces le conté toda la historia.

Estaba desayunando, serían las doce o la una cuando sonó el timbre del portero. Pensé que sería Friedeman, que volvía con la compra y no podía usar las llaves, pero cuál fue mi sorpresa al comprobar que no era Friedeman, eran dos mujeres las que subían por las escaleras, una rubia alta de unos cincuenta años, bien conservada, bien trajeada como siempre, y digo como siempre porque inmediatamente la reconocí como una de las funcionarias de la oficina de la Seguridad Social. Fue ella la que me atendió hace sólo unos días, cuando fui a entregar el último parte de baja. En el mismo instante del reconocimiento, mi sorpresa aumentó hasta desencajarme al ver los folletos que la rubia portaba. Yo ya no sabía qué pensar. Era lunes, ¿esta gente no predicaba de puerta en puerta los domingos? Hazte cargo. No sabía si era de verdad o si se trataba de una especie de cámara oculta para controlar si era cierto que estaba enferma o no. Menos mal que tenía el pijama puesto.

La otra fémina era más bajita e iba vestida con vaqueros y parca; se parecía más a una trabajadora social que a una religiosa. No salía de mi asombro. Admito que, si no llega a ser por la rubia, las hubiese despachado rápido, soy buenísima despachando, pero dadas las circunstancias, lo que hice fue agarrarme a la puerta y asomarme lo suficiente como para que se viera el pijama, pero con un pie en la retaguardia porque no me fiaba ni un pelo, y volví a mirar los folletos que se me iban acercando. ¡La jostia!

Y no sé cómo, pero me vi haciéndole frente a la ofensiva con un titubeante yo es que no creo en nada.

—¿No crees en el Creador? —Desde las alturas.

—No. —Sonrisa tímida de metro y medio.

Sólo la rubia hablaba, pero yo me obligaba a mirar a las dos.

—Y, ¿por qué? ¿Ha ocurrido algo en tu vida...?

—No, nada.

—Entonces, ¿por qué?

—¿Porque soy muy científica?

—Y la Biblia, ¿la conoces? Es la palabra de Dios.

Yo, en plena menopausia, sentía cómo mis mejillas se iban encendiendo y cómo mi temperatura interior iba subiendo por segundos. Mis ojos pasaban nerviosos de una pareja de ojos a otra y, con todo el sofocón que me entró, le contesté a la rubia:

—Un libro de historia que va de un hombre muy bueno, como pudo haber sido el Cid, pero nada más.

—Pero, ¿te has dado cuenta de que tiene varios autores y fíjate lo que dice... —y la veo abrir un librillo gordo, negro, ante mis narices y me espanto de pensar que me va a leer la palabra de Dios.

No sé cómo aguanté, pero a Friedeman le dije que no volvería a abrir la puerta nunca más, que podría ser cualquiera y yo, sola, indefensa... Él no podía con las carcajadas, cuanto más gesticulaba yo, más se doblegaba él y resoplaba; dice que casi se muere de la risa, sé que es verdad porque yo exagero mucho a propósito, para que se ría más todavía, qué me gusta, se le ve tan feliz.

Las dos tipas me habían encasquetado sendos folletos, que yo miré escéptica, de rato en rato, durante algunos días. Dieron varias vueltas por la casa, los iba a tirar, pero lo pensé mejor. ¿Y si les hago frente? Seguro que así dirán en su iglesia: “Allí no vayáis, que vive la Anticrista y os convertirá al escepticismo...”. Porque prometieron volver. Tiene guasa, yo creía que sólo predicaban en domingo. ¿Qué se creen esas? ¿Qué yo no tengo una Biblia? Tengo la Biblia más bonita del mundo porque me la regaló mi querida Frau Kaiser, buen alma donde las haya. Pensándolo bien, yo también tengo algo que decir y, si vuelven a aparecer, me forraré con un documento escrito de mi puño y letra para dárselo. Les diré, ¿queréis que yo lea vuestro producto? Hecho está, ahora, aquí tenéis el mío, cuando lo hayáis leído y queráis discutirlo, bienvenidas, pero no prometo nada, es más, prometo demostrar que todo lo que repartís a la pobre gente es morcilla y ya, de paso, ¿para qué habéis llamado a mi puerta?

Mi madre es gallega, yo medio meiga y el mito, mi vida. ¿Tampoco te lo crees? No recuerdo quién, como siempre, pero pienso que fue un escritor hispanoamericano como García Márquez o algo por el estilo, quien hablaba de la Amazona con tirachinas. Es por él que sé que tiene que haber más como yo, porque yo soy una Amazona y mi arco, ciertamente, un tirachinas. No es nada fácil ser mítica, se te enreda muchísimo el pelo y, como lo solemos llevar largo, porque nunca sabes en qué situaciones te puedes encontrar, y quién te dice que, en un momento dado, una buena mata de pelo no te puede salvar la vida, ¿eh? ¿Te acuerdas de Silvio y de su Unicornio Azul, que se lo habían robado? Fui yo. Se lo robé en Granada durante un concierto. Ahora es mío. Verás, los seres míticos tenemos un problema, si nos sacan fuera de contexto, sufrimos muchísimo. Me topé con el rastro de sus lágrimas translúcidas en Madrid mientras visitaba a mi amiga Dawn, tan guapa ella, con su pelo pelirrojo y recién importada de Irlanda. En otro momento, te contaré cómo lo rescatamos, ella y yo, de la canción que lo tenía aprisionado y por qué le pusimos Noam en lugar de cualquier otro nombre.

  

 

 

Las dos tipas me habían encasquetado sendos folletos, que yo miré escéptica, de rato en rato, durante algunos días. Dieron varias vueltas por la casa, los iba a tirar, pero lo pensé mejor. ¿Y si les hago frente? Seguro que así dirán en su iglesia: “Allí no vayáis, que vive la Anticrista y os convertirá al escepticismo...”.

  

Es curioso, estas señoras me han recordado a un buen amigo mío. Era inventor, y de los buenos, y, además, una excelente y bellísima persona. El mejor de sus inventos puede que ya lo haya puesto alguien en práctica, no me extrañaría nada porque, además de sencillo, era un negocio que prometía mucho dinero. ¿Te acuerdas de Silvestre? ¡Qué hombre! Tan rocambolesco él. Friedeman, como no es de aquí, no lo conoce, ni su historia; por eso, le conté lo del invento. Cualquiera diría, al oírme hablar así de él, que ya no se encuentra entre nosotros y no es ese su caso. Silvestre sigue vivo, lo que pasa es que lo vemos muy poco. Se ha ido de permanente a la estación en Marte, él está encantado con sus investigaciones espaciales, pero nosotros lo echamos muchísimo de menos. El invento lo llamó la Sociedad de Seguros sobre la Vida Eterna y consistía en nada menos que cuatrocientos fonógrafos en una gran capilla, cincuenta diciendo el Padrenuestro; ochenta, el Avemaría; ciento veinte, el Credo...; así, si no tienes tiempo para salvar tu alma, con llamar a la Sociedad y darle tu número de tarjeta de crédito, es suficiente, ellos ya se encargan del mensaje y de la repetición, y tú, a lo tuyo. Ya ves, y ahora, con Internet, ya no te digo. No sé si llegó a patentarlo el bueno de Silvestre, ni si lo están explotando, pero es la mejor idea que he escuchado en toda mi vida. ¡Me encanta! Tú fíjate bien. La idea la registró en el año 1900 con su amigo Pío, el panadero.

Conocí a Silvestre mucho más tarde, en 1993, cuando ya se había sometido a cierta cirugía reconstructora o reparadora como conejillo de indias encantado, pero resultó ser una maravilla.

Compartíamos un estupendo piso en la calle Mesones, en todo el centro de la ciudad. Hay que reconocer que aquel año tuvimos mucha suerte. El piso era nuevo, lo estrenábamos nosotras y no tenía nada que ver con el zulo del año pasado, siempre con el transformador a cuestas porque la corriente aún era de 125, surrealista, ¿verdad?

Fue también el año en el que conocimos a Blanca Andreu, porque la tercera camarada de nuestra comuna, Alba Luna, era íntima amiga suya. Nosotros, los de entonces, como dice Pablo Neruda en su Poema 20, ya no somos los mismos.

Nos íbamos todos a Las Tablas a escuchar las canciones de los amigos de Silvio y Javier Rubial, pero también venían otros, con pintillas más duras, amigos de 091, como Tony Guerrero o Paco Chica, o cantautores como Raúl Alcocer, todos ellos mártires del rock. Silvestre se apuntaba a todas, claro está, porque nuestra ruta era impredecible y porque le gustaba Alba Luna.

Podía ocurrir que Dawn y yo estuviésemos estudiando en el salón, ella, con sus ciencias políticas y yo, pintando, con los cascos puestos, y que el que llamase a la puerta fuese Diego —que era el que nos mantenía al día de la movida— con un panfleto de media cuartilla en el que anunciaban algún tipo de evento y una docena, como mínimo, de rosas. Se dejaba todo tal cual estaba, los libros abiertos de Dawn, mis pinceles en disolvente y la paleta secándose al aire libre, los tubos de pintura sin cerrar y, sobre la marcha, nos maquillábamos los ojos, nos abrochábamos los cinturones y demás abalorios, santiguándonos con las imprescindibles gafas de sol, necesarias para sobrevivir al amanecer y requisito único e indispensable para poder pertenecer a nuestra cuadrilla.

Nos hacíamos llamar Los Ángeles Bromistas en honor a Ken Kessey, a su autobús y a sus colegas, hashishien e acidista moderno, escritor de Alguien voló sobre el nido del cuco, la peli que luego rodó Jack Nicholson, y nuestras fechorías se caracterizaban por no tener más límites que nosotros mismos. Eran otros tiempos, no existía aun el botellón. Ni por asomo, vamos, y menos mal. Nuestra generación prefería el garrafón al botellón, será porque la juventud de hoy en día es tan robusta que aguanta con parsimonia el frío, mientras nosotros no aguantábamos fuera nada más que lo suficiente.

¿Qué nos importaba la procedencia de nuestras copas o litronas? Siempre y cuando no fallase el apoyo, la mutua protección y la compañía, aunque fuese ebria y hasta el atardecer. Éramos muchos, éramos uno. Veíamos todos al mismo tiempo doble y triple antes de dar la medianoche, pero nadie se quedaba atrás.

  

  

  

  

  

  

   

   

Ninoschka Prado Ouviña (Hannover, Alemania, 1970). Hija de emigrantes españoles, nació en Alemania y retornó a España en 1981. Diplomada en Maestro en Lengua Extranjera (sección Inglés) por la Universidad de Málaga, en cuya Facultad de Ciencias de la Educación cursó los estudios de Magisterio. Ha cursado asimismo estudios de Traducción e Interpretación en la Universidad de Granada.

Lingüista vocacional y amante de la Humanidad, se ha interesado desde temprana edad por la Literatura y el Arte en general. Ágil, sutil y aguda las más veces, incisiva y mordaz en ocasiones, cultiva con natural desenvoltura tanto la prosa como el verso. Queda, pues, justificado que nuestra revista se honre en tenerla como colaboradora.

Una puntualización personal: como profesor de Lengua que fui durante un largo periodo de tiempo, y como encargado de la publicación de estos textos, responsabilidad que todavía asumo con devota entrega, he de reconocer, y de ello quiero dejar aquí especial constancia, que Ninoschka fue la alumna que más me ha motivado a emprender cada día mis clases con afán de superación y a continuar ahora con renovada ilusión mi tarea de editor de cada número que cada trimestre ve la luz.

   

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 1. Página 3. Año XXIV. II Época. Número 123 EXTRA. Abril-Septiembre 2025. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2025 Ninoschka Prado Ouviña. © La imagen que conforma parte del título del relato gha sido tomada de la plataformas digital de crítica cinematográfica "FilmAffinity". Cualquier derecho que pudiese concurrir sobre la misma pertenece a su(s) creador(es). Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2025 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).

   

  

   

     

 

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