Era un día casi primaveral, que rompía
el invierno. La buena temperatura había
adelantado la floración de los almendros
que cubrían la falda de la sierra y los
campos cercanos, dando una imagen de
capa de nieve tapizando la tierra.
Un grupo de chavales de unos 10 años,
aproximadamente, compuesto por 5 chicos
y dos chicas sentados en torno a un
árbol, charlaban amigablemente. Carlitos
miraba con atención a lo lejos. Su amigo
Antonio le indicaba con el dedo,
orientando su vista, a un lugar preciso
en la montaña, mientras le explicaba las
viejas leyendas de la Cueva Belda.
—Mira —le decía—, allá en la falda de la
sierra… ¿no ves un hueco oscuro, como
una habichuela inclinada? Aquello es la
entrada de la cueva. El interior es
misterioso, con lagos de agua clara,
salones más grandes que la iglesia del
pueblo y techos altísimos. El maestro
dice que ahí vivieron los hombres
primitivos y todavía se encuentran
restos de sus armas, puntas de flechas y
lanzas para la caza. Desde ese lugar,
según Don Francisco, controlaban el paso
de los animales por el valle y buscaban
las piezas a cazar. Luego bajaban los
cazadores a capturar su presa y volvían
con comida para alimentar la tribu.
—Estás seguro de lo que me dices
—contestó Carlitos, que siempre se
asombraba con las historias que contaba
Antonio.
—Eso es lo que dice el maestro, y en la
clase hay una vitrina con puntas de
flechas y lanzas encontradas en su
interior. Además, había pinturas
rupertas en las paredes.
—¿Rupertas? —preguntó Carlitos—. Será
rupestres, que en mi clase el profesor
nos ha hablado del arte rupestre.
—Buenos, pues, de eso mismo, pero la
gente, con el tiempo, las ha ido
borrando. Ahora sí, hay una colonia
grandísima de murciélagos, entre los que
se esconden vampiros que chupan la
sangre. Son como demonios con alas que,
antiguamente, por la noche, cuando se
ponía el sol (ellos no pueden ver la
luz) bajaban al pueblo y entraban por
las ventanas abiertas para chupar la
sangre a la gente que dormía, por eso
cerraban las ventanas y ponían ajos en
la habitación para que no entraron los
chupasangres.
—¡Venga ya!, me estás tomando el pelo,
¿te piensas que yo me chupo el dedo?
—respondió Carlitos—. Eso te lo has
sacado de una película de miedo.
—Bueno, eso es lo que nos dice mi
abuela, que en los veranos, al fresco de
la noche y sentados en la puerta de
casa, nos cuenta historias, fábulas y
cuentos muy interesantes.
—Mira, Carlitos —gritó Pepe—. Toma,
cógelo, es un grillo, como el que vimos
anoche.
—Yo no lo cojo, que eso pica —respondió
Carlitos.
—Que no, hombre, que no pica, sólo hace
cosquillas. Eres un gallina —dijo Pepe
—Yo no soy ningún gallina, es que no me
gusta que me manden —respondió Carlitos.
—Pues si no eres gallina, ¿por qué no
hacemos un reto? —le dijo Antonio.
—¿Qué reto? —le preguntó Carlitos.
—Mi abuela dice que quien tiene el valor
de subir a la cueva y gritar dentro, muy
fuerte, “Me llamo fulano —aquí dices tu
nombre— y no te tengo miedo, vampiro
asqueroso”, se queda vacunado contra los
vampiros. Ella dice que, en el fondo,
los vampiros son cobardes y, cuando se
les demuestra valor y no les temes,
ellos se asustan —dijo Antonio.
—¡Puf! Tu abuela dice cada cosa, que es
para no creerla —contestó Carlitos—; a
mí no me dan miedo los vampiros, porque
no existen.
No obstante, a Carlitos, aquello le daba
cierto repelús. Efectivamente, él sabía
que los vampiros no existían, pero una
noche, después de ver una película, tuvo
una pesadilla y soñó que un vampiro le
mordía el cuello y lo sintió de verdad.
Desde entonces, al hablar de ellos,
recuerda el miedo que pasó.
—Pues si no tienes miedo, vamos a subir
—dijo Pepe.
—¡Vamos, vamos! —contestaron a coro
todos los miembros del grupo.
A Carlitos no le gustó la idea, pero se
vio arrastrado por el grupo y, antes de
mostrarse como un cobarde delante de las
chicas, decidió seguir adelante para que
no le dijeran gallina, como solían decir
a los miedosos en el pueblo.
—Bueno, pero es que, con esta ropa de
los domingos, si subimos y hay
murciélagos, nos podremos machar, y si
vamos a casa y nuestras madres lo ven,
nos van a castigar de lo lindo. Además,
no tenemos linternas. Creo que no es una
buena idea —dijo Carlitos intentando
escapar del cerco.
—¿Ves cómo eres un gallina?... Las linternas no
hacen falta para gritarle al vampiro —dijo Antonio—,
tienes miedo, tienes miedo, tienes miedo,
clo-clo-clo-clo.
—Yo no tengo miedo y ahora mismo subiremos a la
cueva y te lo demuestro —respondió Carlitos muy
enfadado.
—¡Pues vamos! —gritaron todos.
La cueva estaba en medio de la montaña y había que
subir una empinada cuesta con abundante matorral y
piedras sueltas que dificultaban el acceso por la
pendiente. Los zapatos no eran los adecuados y la
ropa tampoco. La escalada fue complicada y, cuando
llegaron arriba, iban cansados y con algún que otro
rasguño. Lola, una chica espabilada, había salido
rodando y se había rasgado la falda y hecho una
pequeña herida en la rodilla, por lo que estaba
lloriqueando. A Carlitos le pareció una tontería
todo aquello y empezó a preocuparse porque se hacía
tarde y sus padres lo esperaban para comer en casa
de sus abuelos.
La escala, con todas sus dificultades, concluía en
una secuencia de escalones que parecían labrados
sobre aquella dura roca hacía mucho tiempo, para
propiciar un fácil accceso a la boca de la cueva.
—Estos escalones los hicieron los hombres primitivos
para poder llegar a la cueva sin problemas, y los
realizaron con unos martillos de piedra —dijo
Antonio.
—Supongo que es otro rollo de tu abuela —dijo
Carlitos. Antonio no respondió a lo que consideró
una socarronería de su amigo.
La entrada a la cueva era grande y se veía iluminada
hasta bastante adentro, por lo que empezaron la
incursión. Antonio, que era el mayor y el de la voz
cantante y, además, muy bromista, empezó a relatar
historias de gente que, nada más entrar y antes de
que dieran el grito retando al vampiro, ya habían
sido atacados por él y mordidos en el cuello.
También contaba que para que el conjuro tuviera
efecto, había que gritar desde el interior, más
adentro, casi a mitad de la cueva. Los demás
guardaban un silencio sepulcral y sentían gran temor
mientras seguían penetrando en las entrañas de la
cueva. Antonio se paró en seco y dijo:
—Callad, callad… parece que se oye algo que
revolotea, a ver si es el vampiro.
En ese momento, un inmenso murciélago
sobrevoló amenazante por encima de sus
cabezas y se le escapó un grito de
terror a todo el grupo. Con el grito y
el movimiento de los niños, una bandada
de ellos se descolgó del techo donde
dormitaban, y, alarmados por la
presencia humana, iniciaron un revoloteo
sin saber a dónde dirigirse, chocando
los unos con los otros y emitiendo un
ruido ensordecedor con su aleteo.
Los chicos salieron corriendo para
escapar de la cueva y, en su afán por
salir rápidamente, Carlitos cayó a una
poza que, con el paso de los años, se
hallaba repleta desde el fondo de
murcielaguina (la caca de los
murciélagos) y trozos de piedra
calcificada de las estalactitas que se
habían ido desprendiendo del techo la
gruta. Se dio un fuerte golpe en la
cabeza y gritó, mientras los chicos
seguían huyendo hacia la puerta.
Lola, que se había percatado del
accidente de Carlitos, intentó vencer el
miedo que la había hecho huir, y se
propone volver para ayudarlo, pues no
podía dejar allá a su querido amigo, y
gritó a los otros para que la ayudaran,
pero ya estaban fuera. Pero Carlitos,
por sí mismo, no podía salir. El pozo,
aunque no era muy profundo, tenía unas
paredes lisas y resbaladizas. Lola
intentó en vano ayudarle.
—¿Qué hacemos, Carlitos? Yo no llego y
no te puedo ayudar.
—¿Tienes cinturón?
—No, no llevo, pero tal vez podamos usar
el tuyo si me lo tiras —propuso la
muchacha.
—Allá va, dame una punta y tira de la
otra —dijo Carlitos, mientras sentía que
los pantalones le resbalaban a los pies.
—Vale, cógelo —repuso Lola lanzando
hacia él un extremo del cinturón.
Empezaron la escalada. Lola apenas podía
tirar del cinto, le faltaba fuerzas para
subir el peso de Carlitos, con el riesgo
de caer ella también al foso si
resbalaba. En ese momento, pasó lo peor,
Lola resbaló y cayó al foso junto a
Carlitos, dándose un tremendo golpetazo
que le hizo llorar… no sé si de dolor o
de miedo. Pero al ver a Carlitos con los
pantalones bajados, empezó a reír sin
poder contener la risa… ¡Jajaja!
—Deja de reírte, que la cosa es muy
seria. ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó
Carlitos.
—No lo sé —dijo Lola parando en seco la
risa e iniciando de nuevo el llanto—;
los otros se han ido y no pueden oír
nuestros gritos de socorro. Vamos a
morir aquí —dijo abrazándose a Carlitos.
—No, por favor, no digas eso;
tranquilízate, ya verás cómo todo sale
bien; seguro que cuando vean que no
hemos salido, vuelven por nosotros —dijo
Carlitos, acariciándole el pelo, y
empezaron al unísono a pedir socorro,
sin que nadie contestara.
Mientras tanto, los otros, en una
carrera desesperada, se habían alejado
de la cueva y, jadeantes, intentaban
recuperar la respiración.
—¡Qué susto! —dijo Pepe mientras se
miraba los pantalones orinados por el
miedo.
—¡Pepe, guarro!, te has meado encima —le
recriminó Antonio, y todos empezaron a
reírse, mientras el pobre Pepe se moría
de vergüenza.
—Oye —dijo Antonio—, no estamos todos,
faltan Carlitos y Lola, ¿dónde están
ellos, se habrán quedado dentro?
—¡Se los ha llevado el vampiro! —clamó
Enrique con la cara descompuesta por el
miedo.
—No digas tonterías, todo eso es
mentira, no existen los vampiros, eso es
una leyenda para asustar a la gente, me
lo ha dicho mi abuela —dijo Antonio—.
Vamos a volver a buscarlos.
—Yo no vuelvo a entrar más en esa cueva
en toda mi vida —gritó Bea, que hasta
entonces había permanecido callada.
—Vamos a mantener la calma —replicó
Antonio—; sólo tenemos que acercarnos a
la boca de la cueva, llamarlos a gritos
y esperar a ver si nos oyen y están
vivos, porque no entiendo cómo se han
quedado dentro y no nos han seguido
corriendo. Este Carlitos, como es de
ciudad, no sé qué habrá hecho, pero Lola
es valiente. Volvamos.
Volvieron a la cueva, no sin miedo,
temblando algunos de los cinco chavales
que habían huido, y dispuestos a salir
corriendo si el vampiro aparecía, a
pesar de lo dicho por Antonio. Nada más
acercarse, oyeron los gritos de Lola y
Carlitos pidiendo socorro. Desde la
puerta también gritaron ellos
preguntando dónde estaban. Carlitos les
explicó el percance, la caída y el
intento de ayuda frustrada de Lola y,
por el sonido de las voces, se fueron
acercando al lugar donde estaba el foso.
Llegaron y empezaron la maniobra de
ayuda, que, por la profundidad del foso,
resultaba complicada, hasta tal punto de
que también cayeron a él Luis y Bea, con
lo que ya eran cuatro los que estaban
atrapados en el fondo. Con Pepe no se
podía contar, se había quedado en la
boca de la cueva y se negaba a entrar en
ella, sólo Enrique y Antonio quedaban
para seguir intentando sacar a los
cuatro del agujero y ya no se sentían
con fuerzas, pero sí con miedo a caerse
dentro también… lo que faltaba. No
sabían qué hacer, pero estaba claro que
había que evitar los riesgos de quedar
atrapados todos en la fosa, con lo que
podían quedar olvidados y presos en el
fondo de ella.
Pepe seguía llorando en la boca de la cueva, sentado
en una roca. Enrique y Antonio sin saber qué hacer
para ayudar a sus amigos. Aquello era desesperante y
el miedo empezaba a adueñarse de todos ellos. Ya se
imaginaban la noche, la oscuridad y el vampiro
atacándolos en la cárcel de aquel foso… “¿Sería esa
la trampa que el vampiro usaba para cazar a sus
víctimas?”, pensó Lola, sin decirlo, y un escalofrío
le recorrió la espalda. Pero siempre cabía la
posibilidad de ir al pueblo para que los hombres
sacaran a los cuatro del foso, aunque el escándalo
sería tremendo…
Pepe, llorando, levantó la cabeza al oír el ladrido
de un perro y a lo lejos vio a un cabrero guardando
su rebaño y empezó a gritarle: “¡Ayuda, por favor,
ayuda!”. El hombre escuchó una voz lejana de niño,
pero, al no lograr entender qué decía, miró
alrededor buscando de dónde provenía. No lo veía,
hasta que levantó la cabeza y vio a Pepe haciendo
señales en la boca de la cueva y otros dos chicos
que salían de ella al oír a Pepe.
—¿Qué os pasa, qué necesitáis? —les gritó—. Tú eres
Pepillo el de la Chavata, ¿verdad?
—Sí, señor Juan, soy yo. Ayuda, por favor, unos
amigos han caído a un pozo y no podemos sacarlos
—grito Pepe.
El cabrero, al oír al muchacho e identificarlo,
subió a prisa para ayudar y, una vez en la cueva, le
explicaron dónde estaban los cuatro prisioneros del
foso. El hombre buscó con qué ayudarse para sacar a
los chicos, mientras estos gritaban de alegría. Tomó
la onda que usaba para lanzar piedras a las cabras y
controlarlas y, alumbrado por el encendedor,
consiguió, no sin dificultad, sacar a los dos chicos
y las dos chicas, sobre todo a Bea, que tenía
molestias por la caída, y Carlitos, que, al haber
caído Lola con su cinturón, ya tenía los pantalones
bien sujetos.
Luego, el cabrero les dio una reprimenda y les dijo
que hablaría con sus padres, dado que era del pueblo
y allí se conocen todos los vecinos. Todos habían
reconocido a Juan el cabrero y temían que cumpliera
su amenaza de decírselo a sus padres. Le pidieron
que no lo hiciera, pero él insistió en hacerlo para
que no volvieran a cometer esas tonterías que podían
costarles la vida.
—Bueno, ya veré que hago; de momento,
iros a vuestras casas, que seguro
estarán preocupados vuestros padres. Son
casi las tres de la tarde y ya deberíais
haber comido… Os estarán echando en
falta.
—Muchas gracias, señor Juan, menos mal
que nos ha ayudado. Siempre le estaremos
agradecidos y le prometemos que no
volveremos a hacer otra travesura como
esta.
Los siete niños se fueron corriendo y
más adelante pararon el ritmo y fueron
viendo como estaban. Lola era la peor
parada, además de los rasguños y la
falda rota por la subida a la cueva,
tenía un golpe en la cabeza; Carlitos
mostraba un arañazo en la cara de la
caída al foso y todos los que se habían
precipitado al mismo llevaban la ropa
llena de murcielaguina, con un olor que
apestaba. Entonces empezaron a olvidarse
del miedo que habían pasado en la cueva
y apareció el temor a los padres… seguro
que caía una buena reprimenda y un
castigo ejemplar; tal vez no los dejarán
salir en unos cuantos días como castigo,
pero eso había que asumirlo.
De golpe se paró Antonio y llamó la
atención de todos para decirles con una
buena dosis de cachaza:
—Sabéis lo que os digo, que la próxima
semana o la siguiente, o cuando sea,
tenemos que volver para librarnos del
vampiro y gritarle: “¡Me llamo fulano y
no te tengo miedo, vampiro asqueroso!”.
—¡Tú estás loco, no volveremos más y que
se muera el vampiro! —gritaron todos.
Continuaron caminando juntos,
compungidos y preocupados, pensando cómo
iban a evitar la reprimenda de sus
padres. Carlitos, en el fondo, estaba
preocupado y, a la vez, contento; había
corrido una aventura en el pueblo de sus
abuelos y la contaría con todo lujo de
detalles a sus compañeros del colegio el
próximo lunes… Eso sí, lo adornaría con
un poco de fantasía para asombrar a los
amigos con su hazaña, pero sabía que con
la pinta que llevaba, manchada la ropa y
magullado, le iba a caer una gorda, a
pesar de que su abuela lo defendería
quintando importancia al incidente.
Y pensó: “eso del vampiro es un invento
de la abuela de Antonio y yo no me lo
creo, pero a mis amigos les diré que lo
he visto volando, con unos colmillos
inmensos y queriendo chuparnos la sangre
a mí y a mis amigos del pueblo…”. Una
sonrisilla burlona asomó a su boca
mientras se imaginaba la escena en el
recreo, rodeado de sus compañeros de
clase…
Antonio Porras Cabrera
(Cuevas de San Marcos,
Málaga, 1951), como
tantos otros jóvenes de
la época, en 1967 emigra
a Barcelona, donde
compatibiliza el trabajo
con los estudios
nocturnos de
bachillerato en el
colegio de los Jesuitas
de calle Caspe y,
posteriormente, de
enfermería, obteniendo
el título de ATS en el
año 1977, año en que se
traslada a Málaga y
sigue compatibilizando
el trabajo con los
estudios. En la
Universidad de la
capital malagueña
convalida el título de
ATS por el de Diplomado
en Enfermería, a la vez
que se especializa en
ATS Psiquiátrico. Más
tarde, se licencia en
Psicología y completa
los cursos de doctorado.
En este campo cabe
destacar su activa
participación en la
reforma psiquiátrica de
Andalucía de finales de
los años 70 y principio
de los 80, desarrollando
los sistemas de atención
de enfermería en la
Psiquiatría Comunitaria,
integrado en los equipos
multidisciplinares. Ha
ejercido durante muchos
años como enfermero en
el Servicio Andaluz de
Salud, donde ha ocupado
distintos cargos en el
campo asistencial y de
gestión como supervisor
general y subdirector de
enfermería. Igualmente,
ha tenido una intensa
actividad docente en la
Universidad de Málaga,
en la que ha sido
profesor titular en la
Escuela Universitaria de
Ciencias de la Salud, de
la que fue subdirector.
Tras su jubilación,
sigue con su actividad
docente como profesor
colaborador en la
Facultad de Ciencias de
la Salud.
Mantiene una actividad
muy importante en el
campo de la creación
literaria, participando
en numerosos encuentros
de grupos poéticos a
nivel nacional e
internacional y
publicando poemas en sus
antologías. Escribe
habitualmente en su blog
“Cosas de Antonio” sobre
diferentes temáticas,
como ensayos,
reflexiones, relatos,
crónicas viajeras,
poemas, etc. Se define
como librepensador,
siendo la publicación
literaria una forma de
expresar ese
librepensar.
Ocasionalmente ejerce de
conferenciante.
En la actualidad es
presidente de ASPROJUMA
(Asociación de
Profesores Jubilados de
la Universidad de
Málaga).
Además de diversas
publicaciones
relacionadas con su
actividad profesional en
la especialidad médica
de la Psiquiatría, es
autor de múltiples
publicaciones de género
variado, entre las que
cabe citar:
• Poesía: Eclosión
(2013); Cuevas de San
Marcos, entre fotos y
versos (2015),
UniVersos en papel
(2018) y Destellos de
luna clara (2021).
• Relatos: Relatos y
remembranzas (2018),
Locos de desatar
(2022), un relato sobre
sus vivencias durante el
periodo de la Reforma
Psiquiátrica de Málaga
(1977-87) ya aludida, en
el que aflora su
implicación con la misma
y el componente
ideológico y
profesional; una
narración, en primera
persona que pretende
expresar las vivencias
de aquella etapa para
una mejor comprensión de
las jóvenes generaciones
actuales, y Cuentos
del abuelo (2025).
• Ensayos:
Microensayos sobre la
vida y las ideas
(2018), Reflejos de
pensamiento político
(2021) y Muy reales
máximas, aforismos y
apotegmas (2023),
una recopilación de más
de doscientos
pensamientos o
aforismos.
• Novela: Micción
imposible, novela
corta bilingüe,
inglés-español (2021).
Asimismo, es coautor de
la novela Estupor.5
(2022), un interesante
experimento literario
donde cinco autores
construyen un relato
novelístico en clave de
thriller a modo de
carrera de relevos.
• Hasta su desaparición,
fue columnista del
periódico digital “El
Faro de Málaga” y, en la
actualidad, colabora con
un artículo semanal en
el diario malagueño “La
Opinión de Málaga”.
Como poeta, ha
participado en 24
antologías y en las
revistas “Azahar”, “Dos
orillas”, “Sur. Revista
de literatura”, “Álora
la bien cercada” y
“Saigón”; colabora
también en “Gibralfaro”,
con narraciones de
creación y artículos de
crítica literaria y de
cine.
Su creación literaria ha
sido reconocida con el
primer accésit de
relatos por la
Asociación Malagueña de
Escritores; y, en otros
certámenes poéticos, ha
sido distinguido con el
segundo premio “Poetas
de Bailén” y el tercer
premio “Olivo Mítico”.
Ha sido miembro
consultor de la “Cátedra
Francisco Ventosa” para
el Fomento y la Difusión
de la Investigación en
Cuidados en el ámbito de
la Salud Mental
Comunitaria de la
Universidad de Alcalá de
Henares. Ha formado
parte del consejo de
redacción de la revista
“Presencia” (Enfermería
de salud mental). Forma
parte de numerosos
grupos poéticos en las
redes sociales, donde es
especialmente activo,
con varios miles de
seguidores.
Es miembro de ACE-A,
Ateneo de Málaga, AEESM,
ASPROJUMA, CEDRO y Peña
Cultural Flamenca Juan
Casillas, de Cuevas de
San Marcos, donde
organiza el Solsticio
poético.
Distinguido como
Visitante de Honor de la
ciudad de Piriápolis
(Uruguay) en el 17.º
Encuentro Poetas y
Narradores de las Dos
Orillas y 7.º Congreso
Americano de Literatura
(2018).