Que un hombre vive dentro del peñón de Gibraltar es ya una leyenda. Y cuando digo dentro, me refiero al interior de la roca. A un hombre que jamás ha visto directamente la luz del sol; un hombre cuyos ojos de topo, azules antaño, se han vuelto blanquecinos y mohosos; un hombre que camina cansado, con los brazos colgando, por túneles que nadie conoce, unos túneles que no llevan a ninguna parte, camino sin principio ni fin. Vive dentro de la roca, sepultado para siempre.

Es una leyenda, pero no muerta, sino leyenda viva. Quiero decir que de ser cierta, este hombre puede estar vivo en la actualidad. Cuenta la historia, pero no una historia cualquiera, sino la Historia de la humanidad: la que se encarga de archivar los acontecimientos relevantes desde el principio de los tiempos, la que estudia los hechos que cambiaron y cambiarán el futuro. Cuenta que debió de ser entre el 41 y el 43, época en la que transcurre la Segunda Guerra Mundial.

En estos años, como todas las personas más o menos ilustradas de España saben, Gibraltar ya pertenecía a los británicos. Pero el peñón nunca ha sido una fortaleza inexpugnable y peligraba como otras tantas veces en la historia. Una roca que a lo largo del tiempo ha pasado de unas manos a otras, manos de culturas distintas, de religiones distintas, de colores distintos, de banderas distintas.

Un día cualquiera, cuyo número no ha pasado a la historia, porque la historia es matemática y ordena los acontecimientos de forma numérica. Y sabiendo esto, resulta curioso que ese día no conste en los anales. No por olvido, ni por irrelevancia, sino, simplemente, porque no interesó ni nunca ha interesado. Extraña es la historia que oculta unos hechos y expone otros. Ese día cualquiera se reunieron, de entre los dirigentes del ejército y del gobierno inglés, las personalidades más lúcidas del momento. Sus nombres también han sido ocultados, porque la historia no sólo se ordena numérica sino también alfabéticamente. Sentados a lo largo de una enorme mesa rectangular, en una lujosa sala con suelo de mármol gris y paredes estucadas al estilo modernista, crearon el denominado Proyecto Monkey.

Se llevaría a cabo en el caso de que los británicos tuviesen que abandonar la roca y con el objetivo de no abandonarla del todo. Consistía en introducir a un hombre dentro de la red de túneles, que, como todos los habitantes de la colonia y de los pueblos españoles de más allá de la frontera saben, es una red inmensa, inexpugnable, eterna, que, de seguro, puede conducir al centro de la tierra. El Proyecto consistía en colocar en una parte de los túneles, cerca de las falsas ventanas talladas en la piedra para luchar contra la sensación de claustrofobia, una emisora de radio y un jergón con sábanas de lana. Más allá, en la oscuridad, entre los nidos de murciélagos, únicos habitantes autóctonos del lugar, cuatro enormes neveras con víveres que permitirían subsistir cuarenta años al hombre elegido. En el caso de que los británicos se vieran obligados a abandonar Gibraltar, el hombre quedaría allí sepultado. Aunque con pocas comodidades, estaba obligado a vivir ese plazo de tiempo y pasado este, destinado a morir sin remedio.

Su misión era de espía, asomando un catalejo y en su defecto los ojos por unas cavidades excavadas, con este fin, en lugares estratégicos. Tenía que vigilar a los ocupas y comunicar por radio sus actos a Inglaterra. Para que el hombre elegido no pudiese salir de allí bajo ningún motivo, ya que era probable que se volviese loco antes de tiempo o que enfermara de tisis dada la humedad de los túneles, todas las salidas de la red ideada para el Proyecto sería dinamitada, imposibilitando cualquier camino hacia el exterior de la roca, aunque dejando abiertos los caminos hacia el interior.

Durante la reunión, no sólo se acordaron los pormenores de la vida del hombre, sino también quién iba a ser ese hombre. El elegido fue un joven de mente despierta, que destacaba más por soñador que por buen guerrero en el campo de batalla. Era de entendimiento lúcido, con don de palabra, de gestos amanerados que le habían propiciado una amistad sospechosa con uno de los generales, gracias a la cual ascendía rápida y brillantemente en la carrera militar, pero que le atrajo numerosos enemigos. De hecho, fue elegido por esto último, por celos de otros militares Kevin Smith, que es como se llamaba o se llama, fue el Hombre Elegido para el Proyecto Monkey.

Ocurrió en septiembre, un día húmedo, otoñal y ventoso. El levante arrastraba nubes grises hacia el peñón, desgarrando su redondeada forma contra las rocas, produciendo una llovizna tenue y fina, casi imperceptible, que ayudaba a resbalar las gruesas gotas saladas por el rostro de Kevin mientras lo llevaban al boquete. Ese día, los británicos habían decidido abandonar la roca. Una flota numerosa esperaba en el puerto para la huida. Las mujeres corrían con los niños de la mano, cargadas con maletas y sábanas enrolladas en cuyo interior llevaban parte de sus pertenencias. Corrían con el rostro humedecido, imposible saber si por la llovizna o las lágrimas, por la pena de dejar atrás sus casas, sus paisajes y sus vidas en el peñón. A su vez, las seguían los hombres cargados como mulos, silenciosos, con las mandíbulas cerradas de rabia.

Una mujer pasó a su lado. Tenía el rostro lleno de churretes, como si hubiera estado trabajando en una mina, y llevaba a una niña famélica agarrada por el pelo. La niña se resistía con toda sus ganas, la mujer casi la llevaba a rastras. Era gitana y también se dirigía al puerto. Kevin miró sus ojos, negros de hollín, salvajes de tierra. Fueron los últimos ojos que vio en su vida. “Se van hasta los gitanos, este es el final”, pensó Kevin y siguió con la mirada a la mujer. Uno de los generales pareció darse cuenta y de un empujón le indicó bruscamente que torciera por una de las callejuelas oscuras y estrechas mientras le decía: —¿Qué? Para lo que te han servido las amistades, ¿no? —A Kevin le pareció que reía cruelmente.

Comenzaron a subir por calles escarpadas, luego por escalones entre la maleza de la roca, siempre hacia arriba, hacia lo alto. Uno de los militares lo agarraba por el brazo con fuerza para impedir su huida. Al poco, le indicó, con un brusco tirón del brazo, que parara. Delante se encontraba la boca del túnel, una entre tantos millones de bocas de túneles. Había llegado su hora. Kevin entró resignado echando una ojeada por encima al pueblo de Gibraltar, con sus edificios destartalados, unos muy altos y otros muy bajos, y todos muy juntos, como sardinas en lata. Su pueblo sumido en niebla de levante otoñal.

Fue guiado entre los túneles anchos, por los que pasaban los camiones, todos ellos bien iluminados y febrilmente húmedos, de un tono anaranjado como de fruta podrida. Más adelante, los túneles se fueron haciendo más estrechos y oscuros. Kevin, de vez en cuando, estiraba la mano para tocar las paredes, que parecían estar llorando. Luego, los túneles estaban encharcados, y finalmente, el habitáculo del Proyecto, unos diez kilómetros de túnel con incisiones por las que podría ver el exterior y que serían la única tenue fuente de iluminación, las neveras con los víveres, la emisora de último modelo y el jergón con sábanas de algodón blancas y limpias, aunque húmedas.

Uno de los militares le indicó que se sentara en la silla que estaba colocada junto a la radio. —No te vayas a mover de aquí. Vamos a dinamitar —y sonrió abiertamente. Mientras marchaban, otro de los militares, un chico rubiazco pero de piel morena, sin mirarlo a los ojos le pasó un rosario. Era de cuentas negras y redondas de plástico malo, con una cruz minúscula de chapa, de los que venden en la catedral. —God bless you —dijo en voz baja, ya de espaldas, mientras marchaba.

Kevin se quedó sentado, esperando. Los minutos pasaban ante sus ojos atónitos, fijos en la emisora. No era justo. Aquello era más bien un mal sueño. Un crujido hizo temblar la roca, la oyó resquebrajarse como una cáscara de huevo con un sonido sordo y ciego. Estaba sepultado. Asomó el catalejo por uno de los boquetillos abiertos en el sólido muro, como si fuera la ventana abocinada de una iglesia románica, pero en miniatura. A lo lejos, en el mar, la flota se alejaba pesadamente entre el oleaje. Abajo pudo ver el pueblo de Gibraltar, silencioso, como un fantasma, atravesado por bancos de niebla aquí y allá.

Quiso mirar hacia el otro lado del mar, pero la incisión en la piedra estaba mal hecha y no le permitía esa perspectiva. Kevin sacó el catalejo y probó en otro de los boquetes horadados en la pared que imaginó había de mostrarle la visión del mar. Efectivamente, en el otro lado del estrecho se distinguían levemente las lucecillas tintineantes de Ceuta y la luz de un faro intermitente.

De pronto, como un fantasma entre las aguas inquietas, surgió un barco, y más allá otro, y otro, y otro. Los ocupas venían a la conquista de Gibraltar. Ya podía ver a los alemanes paseando por las veredas románticas de la roca, sorteando las dolinas calcáreas que salpican de cielo azul el paraje. Los veía dando de comer a los monos sus asquerosas y malolientes comidas. Los veía en su casa, sentados en su sucio y húmedo sofá de cuero malo. Aguzó la vista y le pareció ver al Führer en persona, erguido en la proa del enorme barco, avistando con un catalejo el horizonte y con el otro brazo señalando Gibraltar. Se restregó los ojos para despertar de aquel ensueño. Y en ese momento, un murciélago inquieto, aleteando como sombra sin rumbo, se coló inesperadamente entre sus manos para salir por el boquete horadado en la piedra. Kevin, sobresaltado, soltó su catalejo, que cayó silencioso en el abismo exterior. —Fuck! —gritó desconcertado.

  

 

 

Fue guiado entre los túneles anchos, por los que pasaban los camiones, todos ellos bien iluminados y febrilmente húmedos, de un tono anaranjado como de fruta podrida. Más adelante, los túneles se fueron haciendo más estrechos y oscuros. Kevin, de vez en cuando, estiraba la mano para tocar las paredes, que parecían estar llorando.

(Imagen@TurismoRunning)

  

Intentó, acercando los ojos al boquete, ver algo, pero ya era imposible, el Führer estaba demasiado lejos. El viento aullaba sin tregua por los túneles y Kevin, asustado, se recostó en el jergón. Sus ojos estaban húmedos; primero una lágrima, luego, lentamente, otra y otra. Fue un llanto descuidado, pesado, un llanto de condenado a muerte, que sabe que no le sirve de nada llorar.

Los días pasaron rápidos e inexplicables. Al principio, la roca le pesaba, lo estrujaba y, por el día, corría por los pasillos como una bestia asustada, chocándose con las esquinas, desollándose las rodillas, para acabar fatigado y jadeante en el jergón, sintiendo los latidos fuertes en las sienes hasta dormirse. Soñaba que los túneles comenzaban a hacerse más pequeños hasta que ya no podía moverse atrapado por las paredes de piedra que le apretaban con fuerza el pecho, y gritaba por uno de los boquetes: —Help!, help! —Pero nadie lo escuchaba. Despertaba sobresaltado. Pero en el sueño había algo de cierto y cada día los túneles le parecían más cortos y estrechos. Como si la roca fuera un organismo vivo y se contrajera cada noche, quién sabe si de frío o de soledad o por qué oscuro motivo.

¿Se estaba volviendo loco? Kevin se hizo esta misma pregunta. Era un hombre astuto, cabal y escéptico, por lo que decidió medir cada día los túneles en ancho y largo. Como no tenía metro, se fabricó uno más o menos fiable. Recortó de una sábana un trozo que tenía de largo el mismo espacio que cabía entre sus dos brazos abiertos. Y todos los días, cuando los primeros rayos de sol iluminaban las paredes rocosas de los túneles, se ponía manos a la obra.

Cuál fue su sorpresa cuando descubrió que los túneles no cambiaban ni en largo ni en ancho. Todos los días podía verificarlo con claridad. No obstante, el descubrimiento no le sirvió para que la sensación de achicamiento de los túneles se esfumara. Pero, al menos, tenía la certeza de que no era cierto y que todo estaba en su cabeza o en su vista; que quizás eran efectos ópticos producidos por la oscuridad del interior de la roca en la que discernir más allá de unos metros era imposible, o quizás la sensación era real y estaba producida por los gases que anunciaban el desinflar apresurado de la roca madre en algunos túneles.

En cuanto a los alemanes: los veía allá, en el pueblo, como hormiguitas, paseando por las calles, sentados en las plazoletas, caminando nerviosamente por Main Street, en el puerto subiendo y bajando de barcos de todo tipo: traineras, petroleros, submarinos, incluso algún que otro trasatlántico. Era increíble, qué rápido se habían aclimatado, parecían conocer Gibraltar al dedillo. “Tampoco es un pueblo grande”, pensaba melancólico. Lo único extraño era que no parecían ir vestidos de militares, como Kevin los había imaginado siempre. Hombres altos y fornidos, rubios, de ojos azules, con su uniforme férreo y esas botas con hebillas, terribles y amenazantes.

La emisora de radio funcionaba al principio y Kevin intentaba conexión con Londres todas las mañanas. Pero nadie le contestó nunca. Tampoco pudo cambiar de canal, puesto que el ancho de banda estaba limitado. Al principio, decidió apuntar en una libreta los descubrimientos que iba haciendo sobre los movimientos de los alemanes, así podía leerse: —Hoy, día de invierno, de poniente porque se pueden observar todas las cosas con absoluta claridad, incluso veo los coches y las carreteras de Ceuta. Un submarino nuevo acaba de llegar a puerto, parece estropeado. Los técnicos toman muchas precauciones, quizás sea un aparato nuclear—.  Y más cosas así, pero los días pasaban rápido y poco a poco Kevin fue perdiendo las esperanzas y el interés por los alemanes. Dejó de usar la emisora de radio que nadie escuchaba y que con el paso de los días estaba más oxidada. Un tiempo después, cuando intentaba salir de allí a toda costa, a cualquier precio, cuando prefería mil veces morir en manos de los sádicos alemanes antes que en la soledad de la roca, intentó la conexión. Pero ya era tarde y la emisora no funcionaba, estaba oxidada y húmeda.

Dije que perdió el interés por los alemanes. Por aquel entonces se pasaba los días ensimismado en el romper de las olas en la playa. Recordando su cálido tacto arenoso, sus aguas frías y profundas, llenas de conchas, navajas, coquinas, mejillones, morenas, ermitaños y aquellos pececillos de color pardo con rayas negras que nadaban tan cerca de la orilla y que torpemente chocaban con las piernas de los bañistas. Miraba también el horizonte azul sobre azul del mar, los atardeceres en los que el cielo ardía, el amanecer rosado, y las tierras del otro lado: el Atlas fantástico. Sin saber cómo, Kevin había acabado allí, sepultado dentro de una enorme roca, mirando por un minúsculo boquete abocinado al vecino continente africano. Se preguntaba si no habría alguien en la otra monstruosa montaña, allá en aquel lado, en sus mismas circunstancias. Si Kevin podía pensar en el pastor rifeño o en el pescador marroquí sin verlos, pero con la certeza de que existían, ¿por qué no podría pasar a la inversa?, que el marroquí pensara en el hombre de la roca, que el rifeño imaginara un día sentado al sol, mientras pastoreaba sus cabras, a Kevin: el hombre solitario que vivía en los túneles.

Las gaviotas y los alcatraces tenían sus nidos cerca de los boquetes y Kevin incluso podía ver algunos con facilidad. Aquellos pollitos blancos, de enormes bocas siempre hambrientas,  miraban los ojos torpes de Kevin allá, dentro del boquete, con curiosidad, aprendían a volar y se iban un buen día para siempre. Kevin estaba solo y no podía soportarlo. Por ello, se inventó al pescador marroquí y al pastor rifeño. Estaba seguro de que ellos también habían sentido el viento de poniente en sus rostros, el mismo que inundaba de cadencias sonoras, como susurros en un desconocido idioma, los túneles que eran su vida.

Fue más o menos así como Kevin concibió la certeza de que allá, en el otro lado, alguien sabía de su existencia. Alguien que se sentaba en la otra orilla todos los atardeceres pacientemente para, en el momento en que fuera imposible distinguir un hilo blanco de uno negro, enviarle un mensaje con el viento de la noche, con la marea alta. El problema era que ambos hablaban idiomas diferentes y por eso no podían entenderse. Pero daba igual porque Kevin sabía que no estaba solo en el mundo.

Esta actitud melancólica de Kevin cambió de súbito un día. Y desde entonces, Kevin volvió a interesarse por los alemanes. Ocurrió al atardecer, el astro de luz se deshacía en el horizonte salpicando de fuego las nubes cuando oyó por primera vez las sirenas. Se asomó por el boquete que daba al pueblo y vio cómo los alemanes corrían en desbandada por las calles. Pese al desorden, lo hacían hacia una dirección concreta, pero él no podía, sin el catalejo, aventurarse a formular una sólida opinión. El ronroneo de unos motores se oía a lo lejos. Kevin sonrió por primera vez. Eran aviones. Corrió hacia otro boquete orientado al mar. A lo lejos se recortaba la silueta gris de unos bombarderos que se acercaban con una rapidez inusitada. Volvió a sonreír.

Eran los ingleses que venían a recuperar lo suyo. Casi saltó de alegría cuando comenzó el bombardeo. ¡Pum! ¡Pum! Las detonaciones se oían retumbar con fuerza. El pueblo no se veía entre la humareda. ¡Pum! Una bomba había caído en la plaza principal y había destruido el precioso reloj de los Casemates. ¡Pum! ¡Pum! Malditos alemanes, iban a ver lo que es bueno. Los británicos no iban a irse para siempre. Volvían, al fin volvían, y con su vuelta acabaría su atroz encierro.

Los bombardeos duraron varios días. Kevin estuvo nervioso porque algunas bombas cayeron cerca de su habitáculo. Pasaba las tardes recostado en el jergón, esperando en el temblor de los túneles que todo acabara. Y así fue, un buen día, los aviones se fueron para no volver y los alemanes salieron de sus boquetes y se pusieron a reconstruir Gibraltar. Kevin intentó conectar la emisora para saber qué había pasado, pero ya no funcionaba. Poco a poco fue perdiendo el interés por el pueblo y volviendo a su estado de ensoñación con la mirada fija en el Atlas, pensando en el rifeño con sus cabras y en aquel pescador recogiendo pacientemente sus redes al amanecer.

Despertó a la realidad una tarde de levante fuerte. Los túneles rugían como fieras hambrientas, como si la roca fuera un estómago gigante con las tripas enfermas y Kevin, sepultado en ellas, un parásito indeseado. Llevaba muchos días tosiendo, pero aquel día lo hacía con más violencia de lo habitual. En uno de los accesos de tos, comenzó a escupir sangre y, desde entonces, no paró. Así que Kevin despertó a la realidad cuando supo que iba a morir. Desde entonces, recobró la esperanza y comenzó a luchar por su vida como un verdadero héroe. Fue entonces cuando inventó un embudo gigante que amplificaba el sonido. Lo asomaba por los boquetes y, como un cuerno musical, lo hacía sonar. —Help! —gritaba. —Help! —Y el viento se llevaba sus gritos arrancados a jirones del corazón de la roca. También inventó una forma de hacer fuego y asomar por las noches unas antorchas elaboradas con las patas de la silla.

Así pasó el tiempo, y, un día de invierno, Kevin vio su rostro reflejado en un charco de agua de la que se filtra por las piedras. Se dio cuenta de que se le había olvidado su cara. Se miró las manos y comprobó que eran las de un extraño. Asustado, dio una patada en el charco.

Ya era un hombre viejo, su pelo estaba blanco y sus manos arrugadas. Además, no paraba de escupir sangre. Ya no había esperanzas para Kevin. Se fabricó un hatillo con un trozo de sábana que parecía resistente y colocó en su interior lo poco que quedaba de la comida. Se pasó un rato grande, quizás de varios días, despidiéndose del pastor rifeño y del pescador marroquí, sus dos únicos amigos, enviándoles los pormenores de su adiós con el susurro del viento. Luego echó una última mirada al pueblo de Gibraltar y gritó al aire: —¡Qué os jodan!

Se colocó el hatillo a la espalda y comenzó a caminar en dirección al centro de la tierra. Cuando se alejaba de la superficie, oyó con claridad el aullido triste del viento en los túneles de arriba. Eran los llantos de despedida del pastor rifeño y del pescador marroquí.

  

 

 

  

  

  

  

  

  

  

Alicia Ramos González (San Roque, 1978). Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Granada. Doctorada en Filosofía por la Universidad de Sevilla. Extensión Universitaria en Creación Literaria por la Universidad de Sevilla. Historiadora y profesora de Filosofía.

Ha publicado en numerosas revistas literarias relatos y poesías. También en dos libros de relatos conjuntos: A propósito de Shakespeare (Editorial Samarcanda) y Voces ajenas (Editorial Padilla).

Nacida entre el mar y la frontera, sus creaciones literarias comenzaron afines al realismo fantástico, pasando por el dadaísmo, la autoficción y la introspección filosófica. Siempre con el mundo conocido, el campo de Gibraltar, como punto de partida.

Alicia dispone de un blog para contactar con quienes deseen comentar sus libros o, simplemente, hablar de Literatura:

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