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Entrada la tarde del 18 de noviembre de 1954, posterior
a nuestro encuentro, en el que había tratado de
persuadirme para que sacase mis narices de uno de sus
casos, y habiendo recibido una llamada del oficial a
cargo, el teniente Ibarra, de la Policía de Distrito de
Marianao, acudió a una vieja casa de citas situada en un
barrio marginal del mismo, en la que había sido hallado
gravemente herido, un sujeto de nombre Sócrates Arnau,
acuchillado en el jardín, cerca del portón que da acceso
al lugar. A una distancia de no más de 15 pies, se
hallaba el cadáver de una prostituta conocida con el
apodo de Mandrágora, también apuñalada.
Acudí al Hospital Columbia adonde llevaron a Sócrates
medio muerto. Los médicos habían prohibido las visitas
por su estado delicado de salud. Arnau era un individuo
sentimental, poco analítico, pero buena persona y, sobre
todo, mi amigo, dato este ignorado por Ibarra. Pasaba
por una mala racha económica y sólo un par de días antes
me había pedido que le dejase asistirme en mi plaza de
investigador privado. Sin experiencia en estos
menesteres, corto de oído, y para mayor complemento,
también de vista, pensé que Sócrates era una verdadera
calamidad, y la persona menos indicada para servirme de
asistente. Le ofrecí dinero y lo aceptó gustoso a cambio
de que le encomendara alguna ocupación, aunque no fuese
de relevancia. Sonreí, y, aunque me quedase con la
incómoda sensación de hacerlo sentir defraudado, le pedí
en tono de broma que siguiera a un desconocido
cualquiera y redactara un minucioso informe de sus
pesquisas, prometiéndole que, luego que probara su
supuesta inclinación al oficio, pondría su pedido a
consideración.
Nunca pensé que sus días de ocio forzado lo llevarían a
tomarme en serio, mucho menos que fuera a seguir a nadie
sin motivo, sobre todo después de haber obtenido el
dinero que necesitaba. Pero Sócrates era así de
impredecible.
En la Comisaría de Distrito debían estar amasando un
plan que no querían fuese interrumpido por mis
acostumbradas pesquisas, y con el pretexto de echarle un
vistazo a algunas de las mujeres del antro, que estaban
siendo interrogadas por la gente de Ibarra, me fui a ver
al comisario. Por supuesto que me fue negada la
autorización, pero me las arreglé para obtener la
dirección del sitio donde se habían consumado los
hechos, antes de que los reporteros comenzaran a meter
las narices en el asunto y se complicaran las cosas. |
Acudí al lugar, decidido a averiguar lo ocurrido. Llamé
al portón de entrada sin obtener respuesta, y con la
sospecha de que los servicios habían sido suspendidos
hasta calmar los ánimos, tanto de las meretrices como de
los asiduos, me decidí a saltar la tapia con la idea de
recabar cualquier tipo de evidencia en este caso que,
dadas las circunstancias, consideraba como un asunto
personal.
El informe, escrito de puño y letra de Sócrates, que
adjunto seguidamente, llegó a mis manos de manera
fortuita cuando, inspeccionando el jardín de la
mencionada casa de citas, encontré el papel enredado en
una rama de un arbusto de picuala, habiendo escapado a
la vista de Ibarra, al parecer, por lo disimulado del
sitio en que quedara abandonado.
... ... ...
Asunto: Individuo sospechoso.
Asistente de investigación: Sócrates Arnau
«Martes, 18 de noviembre. 3:35 p. m.»
>Nuestro hombre es un individuo ordinario, uno de esos
personajes que, confundido entre la masa pobladora de
esta urbe, pasan ignorados por el resto de sus vidas, a
no ser que se les encuentre robando en una tienda,
disparando un discurso a la salida de una cantina, o,
finalmente, que la suerte lo ponga —tal es el caso— como
candidato fortuito para redactar este papelucho, con el
que seguramente mi querido amigo el detective Omar
Piazzo se ha de limpiar el culo, sin siquiera haber
leído. De lo contrario, este ejemplar, hubiese pasado
inadvertido; lo aseguro.
>Lleva un traje gris, raído y bastante pasado de moda.
La chaqueta, abierta, muestra algunos agujeros en la
camisa. Viejo, flaco, algo fatigado y con su cachimba en
la boca, luce su triste y lastimosa figura acabado de
salir de un hospital.
>Entré tras él, y dispuesto a no perderme en lo adelante
ni uno solo de sus pasos, a una dulcería. Tuvo la
brillante idea de comprar panetelitas borrachas (se me
agua la boca). Minutos después, bajo mi estricta
vigilancia, se pasea impaciente —diremos que de manera
sospechosa, con el fin de ponerle algo de sabor a este
informe— con su cartucho en la mano, desde el farol de
la esquina hasta la entrada del hospital que media entre
la dulcería y la parada del ómnibus. Se detiene
momentáneamente para hacer visera con la mano. Supongo
que hace lo mismo que yo: contar las tiñosas que le
pasan por encima de la cabeza surcando los cables del
tendido eléctrico. Para ser exactos, sobrevuelan sobre
mi cabeza y no sobre la suya. |
>Sin dejar de hacer visera con la mano, observa al
frente, a la calzada desierta (ningún indicio del arribo
del ómnibus). Se deja llevar por el impulso de seguir
caminando, con su cartuchito en la mano, estrujado el
borde por el roce nervioso de la empuñadura concéntrica
que lo aprisiona, con la intención de no extraviar lo
que se lleva en custodia, chorreando almíbar.
>Un perro callejero, descarnado, que no hizo los honores
a la costumbre de la siesta porque la providencia lo
metió en el compromiso del hurto, venía siguiendo los
olores al cartucho. Lo cazó al doblar la esquina, lamió
primero el almíbar que cayó en la acera. Agradecido por
el acertado efecto de la ley de gravedad, el canino
persiguió el cartuchito que se alejaba al compás del
balanceado péndulo del brazo del perseguido (momento que
también empleaba nuestro hombre para mascullar frases
entrecortadas e inteligibles con la cachimba de medio
lado), quien no cayó en cuenta de la astucia del
perseguidor, que, aprovechando el acostumbrado gesto
casi militar del perseguido de detenerse para hacer
visera con la mano explorando los avisos del cielo,
lamió directamente del proveedor la miel de las
panetelitas borrachas, saboreando con discreta
ingenuidad lo que, ya no me cabe la menor duda, es una
sorpresa de nuestro ingenuo e infeliz personaje, Don
Alonso, para su Dulcinea. ¡Menuda sorpresa la que se va
a llevar este caballero andante!
«3:50 p. m.»
>Las nubes se cuajan en el firmamento. Nuestro
apolillado Armando —sí, diremos que se llama Armando—,
chorreando almíbar por las calles de La Habana
(seguramente piensa en el trayecto que lo separa de su
encuentro con Margarita), observa con descontento el
inesperado cambio de tiempo, que lo lleva a reflexionar,
insulsamente —ténganlo ustedes por seguro—, en el
terrible impacto que este pronóstico puede significar
para su adorada. Pronóstico que sin percepción para los
perros, sobre todo para aquel (¿aquella?) que lame, por
las calles de la misma Habana, el almíbar procedente de
cierto cartucho, sería el final de la dama cuya camelia
se marchita —lo auguro— sin remedio. |
>Los ojillos de nuestro antihéroe parpadearon
porfiadamente —esto lo intuyo, como la mayoría de los
detalles, porque mis lentes no me acompañan bien de
lejos—, como tratando de aclarar la visión provocada por
un encuentro casual. Tan casual, que no valdría la pena
incluir en este deformado papirote, a no ser por la
ligera sospecha de que los encuentros casi nunca suelen
ser casuales.
>Coloca la cachimba vacía dentro del bolsillo de la
camisa, saliéndose la boquilla por el consabido agujero,
y tomando una envoltura misteriosa que el tal Mamerto le
extiende, no sin antes mirar hacia todas direcciones,
como si alguien lo estuviese espiando (ese alguien soy
yo, pero no se dan cuenta). Por la forma del paquete,
creo que se trata de un “brujazo”, o sea, uno de esos
remedios tan usados en nuestra tierra con el fin de
cambiar el rumbo de algo. El envoltorio en cuestión,
tiene cierta apariencia de…, digamos que puede ser una
vaina de flamboyán —claro, eso es—, porque nuestro
hombre, convaleciente de alguna enfermedad, puesto que
acababa de salir del hospital, necesita algún remedio,
pócima de nuestros ancestros africanos —sí, eso debe
ser—. Si otro fuese el caso, seguramente se trata de
brujería —me la juego—, la destinataria de las panetelas
debe habérsele puesto difícil… —¿Qué es de tu vida,
Mamerto? —dice al otro. |
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El
hombre, el cartucho y el perro. |
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>La alegría pueril del encuentro permitió que el perro
le abriera un boquete al cartucho para compenetrarse,
aún más, con las delicias de la repostería criolla. Lo
fue abriendo hasta las profundidades de su buena suerte,
hasta que el peso del cartucho se hizo tan ligero, que
nuestro Juan, mejor diremos Don Juan, que de seguro no
le había brindado una panetelita a Mamerto porque pensó
que eran pocas para su adorada, sintió el alivio de la
carga, respaldando la decisión de no compartirlas con
nadie más que no fuese su Doña Inés.
«5:15 p. m.»
>La conversación se fue descarrilando por parajes
insospechados, hasta que se destapó sobre ellos (en
realidad no duró mucho, pero este maldito papelucho, a
falta de sospechas y evidencias, necesita sabor) la
frialdad que nuestro ya muy querido amigo vislumbrara en
los avisos del cielo. Se despidieron —intuyo— con la
promesa de verse con mayor frecuencia, “como en los
viejos tiempos”. |
>Pablo continuó el resto del camino silencioso, sin que
el perseguidor de los almíbares le siguiese el rastro.
Era hora ya de sospechar que el pensamiento iba a
perdérsele en la distancia, cuando divisó un ómnibus que
casi lo embistió para detenerse a recogerlo. —Creo que
este paisano está más cegato que yo—. Se precipitó al
subir la escalerilla, y poco le faltó para, indudable
efecto de la inercia, caerme encima como un sapo.
>Observé que le mareaba el movimiento del vehículo en
marcha, y pensé que el descubrimiento de nuevos rostros
le haría recuperar su inquietud por estrechar entre sus
brazos a su amada Virginia. Por suerte, el hombre de la
caña de pescar se apeó en la parada del puente
Almendares dejando vacante el asiento de la ventanilla,
detrás del chofer, y, casi arrebatándoselo, me senté
cómodamente para terminar este otro fragmento del
consabido papirote.
>Nuestro Segismundo, de pie, encadenado a sus recuerdos
—a ciencia cierta piensa en el tiempo perdido, lo juro—,
estrujando apenas el cartucho vacío, profanado por la
austeridad del canino Hipogrifo. Su vida es un sueño mal
soñado; ya él no es él, y su Rosaura es… Escudriña los
albores de la vecindad a través del cristal de la
ventanilla. Se sintió aliviado del mareo al descender en
pos de su doncella. No lo ha dicho, pero lo intuyo; eso
no hay que jurarlo.
«5:55 p. m.»
>Lo sigo a prudente distancia como es dado hacer en
estos casos, hasta que, finalmente, pasando el portón de
entrada de una residencia particular, se detiene, y, de
golpe y porrazo, salta la verja del jardín. Seguramente
había sido su costumbre por tantísimos años. Bueno, eso
calculo, por su sobrada práctica. Con menos práctica,
pero con gran voluntad, imité su valiente ejemplo
agazapándome al instante de la caída, tratando de
ocultar mi presencia detrás de un arbusto de olorosas
picualas.
>Tuvo que hacer maravillas para no caer cerca de las
fauces de Dragón III, el nieto del primer Dragón, perro
guardián del difunto Capuleto, que nunca llegó a ser su
suegro. Pero este Dragón contemporáneo, que seguramente
olfateaba el tufo a perro (¿a perra?) que traía nuestro
amigo, seguidamente cambió sus gruñidos por cierto
jadeo, digamos que de lujuria. Amparado por esa treta
casual del destino, nuestro amigo y gran caballero
andante, ya no tuvo problemas con la bestia, que
solamente se le echaba encima con marcado gesto de
animal en celo. Bueno, yo no digo más —quien lea esto,
imagínese cómo—. |
>Un silbido corto, intermitente, sale de la concavidad
de su boca desdentada. Espera sin miedos dejando escapar
un suspiro de cansancio. Creo que desde hacía ya mucho
tiempo no existía ningún obstáculo que le impidiese
verla; no por ello, perdió la secular costumbre de
esconderse, de no mover un solo músculo tratando de
ahogar el jadeo hasta verla aparecer en el jardín como
una náyade tardía, bañada por los últimos matices del
crepúsculo.
>Julieta, presintió la llegada de Romeo, el novio con el
que nunca se casó respetando la enérgica oposición de su
padre. Lo imaginó, minutos antes, en el aviso de una
premonición, saltando de sus sueños la verja del jardín.
Visualizó al manchego con un cartucho oliente a mordida
de perro y corrió alegre al encuentro (¿alegre?) —no la
veo bien, ¡estos puñeteros lentes!—, (pero debe estar
feliz), con las mismas premoniciones y los mismos
sueños.
>Napoleón estrecha entre sus brazos a Josefina,
separándose luego de ella para observarla, para ver en
sus ojos las arrugas de una vida serena. Los ojos que lo
adivinaron en el aviso de una premonición, estrujando el
cartucho vacío con la incertidumbre de no estar aún tan
viejo como para creer que hizo algo que en realidad no
hizo. Consulta su reloj —creo que no tiene reloj, pero
no importa, sigo agregando sustancia a este asunto—.
>Una fina llovizna ha comenzado a caer. Un relámpago
ilumina las ideas de Julio César, quien tiene la certeza
de, animado por la alegre naturalidad del que trama una
sorpresa, haber comprado las panetelitas a la salida del
hospital para traérselas a Cleopatra, y dando visible
muestra de sorpresa, después de contarle a ella —intuyo—
que ha sido víctima del fraude del empleado de la
dulcería, maldice el despojo de cartucho lanzándolo
directamente a las fauces de Dragón, que, encantado, se
aleja con el preciado trofeo. |
>Nuestro héroe clava su mirada, nuevamente, en ella, que
sostiene (ahora la veo mejor) una terrible mueca de
espanto en su rostro —¡qué extraño!—. Entonces, dolido,
humillado al descubrir el lamentable suceso de las
panetelitas borrachas, y antes de que sus bocas se
uniesen en un infinito beso, saca del costado de la faja
de su pantalón el envoltorio que le diera Mamerto y, de
este, desenfunda raudo un…
... ... ...
A partir de este momento, la caligrafía de Sócrates se
torna en una sacudida de trazos difuminados que trato de
transcribir y milagrosamente logro de la siguiente
manera:
«…un cuchillo de cocina con el que, sin darme tiempo a
reaccionar, corta la yugular a la infeliz…».
Al final, ininteligible, acota:
«¡Me ha descubierto!...». |
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Ciudad de Miami, Estados Unidos, 1996. |
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María Eugenia
Caseiro
(La Habana, Cuba). Poeta y
escritora, reside
actualmente en Miami (EE UU).
Es miembro
electo de diversas
asociaciones culturales y
literarias como, por
ejemplo, la Unión de
Escritores y Artistas del
Caribe, la Unión
Hispanoamericana de
Escritores, la Asociación
Caribeña de Estudios del
Caribe, la Academia de la
Historia de Cuba-USA, el
Instituto Nacional de
Periodismo (INPL) y el Foro
Internacional para una
Cultura una Literatura para
la Paz (IFLAC), entre otros.
Asimismo, colabora con la
Asociación Canadiense de
Hispanistas, la Muestra
Permanente de Poesía Siglo
XXI de la Asociación
Prometeo
y la Academia Norteamericana
de la Lengua Española (ANLE).
Ha sido galardonada con el
Premio Publicación La Porte
des Poètes 2005 (París), el
Premio Estadístico 2006 de
Poesía y Relato en el
Concurso Internacional Mis
Escritos Lanuz (Argentina),
la Mención de Honor en el
Certamen Internacional de
Poesía César Vallejo 2006
(Londres), el Primer Premio
(género Cuento) y la Primera
Mención de Honor (género
Poesía) Artesanías
Literarias 2007, el Premio
José María Heredia 2007, el
Primer Premio Narrativa
Artesanías Literarias 2008 y
el Primer Premio Poesía
Carta Lírica 2011, entre
otros.
Entre narrativa, poesía,
comedia y literatura
infantil, ha publicado más
de una veintena de libros,
entre cuyos títulos cabe
citar: Famous Poets
Society (1997, 2000),
Hollywood Diamond Hommer
Trophy (1998), Nueva
Poesía Hispanoamericana
(2004, 2005 y 2006),
Paseo en Verso (Méjico,
2005), Poesía Femenina
Hispanoamericana: El Rastro
de las Mariposas (2006),
No soy yo (Poemápolis,
Bilbao, 2008),
Nueve cuentos para recrear
el café
(Ediciones Equi-Librio, Lion,
2009), obra en prosa en
versión bilingüe, español y
francés; Escaparate, el
caos ordenado del poeta
(Editorial Glorieta, Miami,
2011), compilación de varias
etapas de su poesía;
Arreciados por el éxodo
(Imagine Cloud Éditions,
Miami, 2013), A contraluz
(Imagine Cloud Éditions,
Miami, 2016), Antología y
Morfología de la Fobia
(Editorial Exodus,
Barcelona, 2016), Correo
de la Mañana, comedia
satírica (2018);
Galeato por un suicida
(2018), El Rapto de
Palissy (2019), Sin
Caronte en la Barca
(2019), Pentagonías
(2019), Cuerpo que se
deja ir (1) (2019),
Comparsa siniestra: Cuentos
de Azotea (2019),
Cuerpo que se deja ir (2)
(2019), La hipótesis del
otro: Cuentos de Azotea
(2019), entre otros.
Ha obtenido premios tanto
en poesía como en narrativa,
y ha sido traducida a más de
diez idiomas.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 2. Página
8. Año XXIII. II Época. Número 119.
Abril-Junio 2024. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2024
María Eugenia Caseriro.
© Las imágenes se usan
exclusivamente como ilustraciones
del texto y han sido tomadas de las
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gratuitas o sin indicación expresa
de derechos de autor. En todo caso,
cualquier derecho que pudiese
concurrir sobre ellas corresponde a
su(s) creador(es).
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