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Rosa miró el reloj por sexta vez en la
última hora. El programa de radio que hacía
todas las noches de una a tres de la
madrugada solía tener buena audiencia,
participativa y fiel, pero no esa noche. No
había llamado nadie. No sabía si sería
porque era mitad de agosto y la gente estaba
de vacaciones o porque simplemente era una
noche gris. Resignada miró otra vez para el
reloj que colgaba de la pared y para su
compañero de sonido… faltaban treinta
minutos y nadie llamaba. Para llenar ese
vacío ponían música variada, un poco de
ahora, un poco de antes, pero Rosa se
aburría enormemente. Para alguien tan activa
como ella, esa situación era tediosa y
decepcionante.
De pronto, entró una y lo cambió todo. Fue
una llamada distinta a todas las que había
tenido antes, una llamada… de muerte.
—Buenas noches. ¿Quieres compartir con el
programa tus experiencias? —preguntó
animada—. O tal vez tengas alguna pregunta
que hacernos, una confidencia, un deseo…
cualquier cosa será bienvenida en “Hablando
en la noche”.
—Tienes una hermosa voz, Rosa —dijo un
hombre al otro lado del teléfono. La voz era
profunda, fuerte, segura de sí misma.
—Gracias. Empezamos bien, un halago. Dime,
amigo, ¿qué quieres contarnos?
—La cosa no funciona así, preciosa. Yo hago
las preguntas y tú respondes.
Ella se sorprendió. Ese hombre quería
saltarse las normas del programa y no le
gustaba el tono con el que le estaba
hablando.
—A ver, querido oyente. El programa tiene
unas reglas. Tú eres el que tienes que
responder a nuestras preguntas, no al revés.
Puedes contarnos lo que quieras, compartirlo
con todos nuestros oyentes, que, como
sabrás, son muchos, pero luego, soy yo la
que pregunta. Así funciona, ¿lo entiendes,
verdad?
—Escúchame bien, preciosa… —el hombre no
pudo continuar ya que ella le interrumpió.
—Rosa, me llamo Rosa. Gracias por el halago,
pero es del todo innecesario. Ciñámonos a
las normas del programa, por favor, y
guardemos un respeto adecuado o tendré que
pasar a otra llamada.
—Yo no lo haría, preciosa —la voz sonó
fuerte y clara—. Salvo que no te importe la
vida de tu hija.
Rosa palideció al oír esa última palabra. Su
compañero de sonido la miró a través del
cristal, preocupado. Ella intentó mantener
la calma. |
—Me parece de muy mal gusto nombrar a
personas que no están en antena y más a
familiares. Un respeto, por favor, o pasaré
a otra llamada. No volveré a repetirlo.
—¿En serio? ¿Vas a arriesgar la vida de tu
hija, así, de esta manera?
Rosa comenzó a ponerse nerviosa. Le hizo
señas a su compañero para que llamase a su
casa mientras ella entretenía a ese hombre.
No sabía si tenía al otro lado del teléfono
a un demente o a un idiota con ansias de
protagonismo; deseó con toda su alma que se
tratara de la segunda opción.
—Está bien, ¿cómo quieres que te llame?
Porque tendrás un nombre, digo yo.
—Puedes llamarme “mi señor”, sí, me parece
adecuado teniendo en cuenta que está en mis
manos la vida de tu hija. Por cierto, es muy
bonita, está claro que se parece a la madre.
Rosa no sabía si era un farol o realmente
tenía en su poder a su pequeña. ¡Por Dios,
sólo tiene ocho años!, pensó muy preocupada.
Su compañero le hizo señas de que nadie
contestaba al teléfono, mal asunto.
Su madre tenía el oído muy fino, además,
solía oírla todas las noches… Un escalofrío
recorrió todo su cuerpo.
—Si es cierto que tienes a mi hija, quiero
oírla. Necesito saber que está bien.
—“Mi señor”.
— ¿Cómo?
—Quiero que me llames “mi señor” cada vez
que te dirijas a mí, no volveré a repetirlo.
Ella no sabía si llorar o gritar. La
situación se le estaba yendo de las manos.
—“Mi señor”, necesito oír la voz de mi hija
para saber que está bien —dijo intentando
mantener la calma.
—¡Mamá, mamá… tengo miedo! —la voz de la
pequeña sonó alta y clara.
Rosa sintió cómo se le encogía el corazón.
¡Era ella! ¡Era ella!
—¡Por Dios, no le hagas daño! Por favor, por
favor —rogó intentando aguantar las
lágrimas.
—Bien, ahora que tengo toda tu atención, voy
a decirte lo que haremos. Jugaremos a un
juego. Te haré tres preguntas; si las
contestas bien, dejaré que tu hija viva, si
no… bueno, sería una pena. Parece
encantadora. |
Las lágrimas comenzaron a correr a mares por
su rostro mientras su cabeza intentaba
pensar en una solución. Su compañero ya
había llamado a la policía, pero no habría
hecho falta… algunos eran fieles oyentes de
su programa y estaban al tanto de lo que
ocurría.
—¿Estás ahí, preciosa? No tengo mucho
tiempo. Quieres jugar o no, tú decides.
Rosa respiró un par de veces antes de
contestar, tenía que mantener la calma.
Intentaría ganar tiempo para que la policía
pudiera localizarlo.
—Sí, claro. Lo que tú digas.
—“Mi señor”.
—“Mi señor” —repitió ella, presa de los
nervios.
—Bien. Primera pregunta: a tus oyentes, que
te adoran, seguro que les gustaría saber por
qué te dejó tu marido. La verdad, preciosa,
te advierto que si me mientes, tu hija
sufrirá las consecuencias.
—Antes de empezar con tu jueguecito, quiero
saber qué ha pasado con mi madre…, “mi
señor”.
—No estás en posición de exigir nada —la voz
sonó amenazante.
Rosa sabía que estaba jugando con fuego,
pero necesitaba saberlo. Su madre era
demasiado importante en su vida, si le había
hecho daño…
—Por favor, “mi señor”.
—Está bien, te lo diré, ya que estás
empezando a comportarte. Está viva, no
tienes de qué preocuparte. Tiene un golpe en
la cabeza, sí, necesitará unos puntos y
descanso, pero nada que no se cure en unos
días. Es fuerte para su edad, saldrá
adelante… o eso espero, ya sabes, no soy
médico.
—No sé si eres médico, hijo de… —Rosa no
acabó la frase. No debía enfadarlo, pero su
frialdad y su prepotencia la superaban— Si
mi madre muere…
—¿Me estás amenazando? ¿De verdad? —el
hombre alzó la voz—. Mal hecho, ahora tu
hija pagará las consecuencias.
Rosa escuchó cómo colgaba, y su corazón
comenzó a latir con fuerza. Se agarró el
pecho, temerosa de sufrir un ataque.
—No cuelgues, por favor. No lo hagas —gritó
desesperada.
Su compañero le hizo señas de que ya no
estaba al otro lado y ella comenzó a llorar
presa del miedo y la angustia. Dos policías
entraron en ese momento y uno fue a hablar
con ella. |
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Rosa no sabía si era un farol o realmente
tenía en su poder a su pequeña. ¡Por Dios,
sólo tiene ocho años!, pensó muy preocupada.
Su compañero le hizo señas de que nadie
contestaba al teléfono, mal asunto. |
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—Necesito que se calme. Sé que lo que le
estoy pidiendo es difícil, pero tiene que
hacerlo. Ese hombre está jugando con usted,
pero no lo enfade. No sabemos si se está
tirando un farol o realmente pretende hacer
lo que dice. Por el bien de su hija,
mantenga la calma. ¿Lo hará? —El policía la
miró fijamente y ella asintió.
—Pero mi hija… si no vuelve a llamar… —las
lágrimas apenas la dejaban hablar.
—Lo sé, es cuestión de minutos que
localicemos la llamada. La rescataremos, se
lo prometo, pero usted tiene que mantener la
calma y seguirle el juego.
—Lo haré, si vuelve a llamar.
—Lo hará, ya verá.
Cinco minutos más tarde, su compañero la
avisó de que ese hombre estaba otra vez al
otro lado del teléfono.
—¿Rosa?
—Perdone. No volverá a pasar, lo prometo. Es
que estoy muy nerviosa.
—Mamá, ese hombre me ha pegado. Me duele
mucho —la voz de su hija sonó alta y clara.
Rosa se mordió el labio con fuerza para no
estallar. Tenía que mantener la calma. El
policía le hacía señas de que respirara
hondo.
—Esto es un aviso, el próximo será mucho
peor —la voz del hombre sonó fría, dura.
—Por favor, no le hagas daño. No volverá a
suceder, te lo prometo…, “mi señor”.
—Está bien, te daré otra oportunidad. Aún no
has contestado a la primera pregunta.
Ella respiró hondo.
—Mi marido nos dejó porque yo era tan
egoísta que no pensaba más que en mí y en mi
trabajo. Apenas tenía tiempo para mi hija y
mucho menos para él. Acabó conociendo a otra
y se fue.
Un silencio preocupante se mantuvo durante
unos segundos; luego, el hombre volvió a
hablar.
—Correcto. Sincera y clara. Bien, vamos por
la segunda. Esta es una adivinanza y te
dejaré un margen de error… digamos un fallo.
Ahí va: “Sobre la mesa me pusieron, a la
mitad me partieron, todo el mundo me sobó,
pero nadie fue capaz de comerme. ¿Qué soy?”.
—Espera, repite, por favor. No me has dado
tiempo a oírlo todo.
—“Sobre la mesa me pusieron, a la mitad me
partieron, todo el mundo me sobó, pero nadie
fue capaz de comerme”. Tienes cinco minutos
para dar la respuesta correcta o tu hija
perderá dos dedos de su mano derecha.
Volveré a llamar. |
Rosa se tapó la boca mientras las lágrimas
volvían a aparecer en sus ojos. Ese hombre
era un auténtico demente. Intentó
concentrarse mientras su compañero y los dos
policías hacían lo mismo.
—Ideas… ideas, por favor —gritó
desesperada—. Tengo cinco minutos.
—Una barra de pan —apuntó su compañero muy
convencido.
—Sí —afirmó el otro policía.
—No —respondió la mujer policía—. El pan se
puede comer y dijo que nadie fue capaz de
comerme. Tiene que ser un mantel. Se dobla,
se soba, se pone sobre la mesa… Un mantel,
sin duda.
—Es verdad —dijeron los tres.
El teléfono volvió a sonar y Rosa contestó
en cuanto oyó su voz.
—Un mantel.
—No. Tienes otra oportunidad o tu hija
perderá dos dedos.
—¡Por Dios! —gritó angustiada—. No, por
favor. No lo hagas.
—Queda un minuto —respondió el hombre muy
tranquilo.
Ella miró para los demás en busca de otra
idea, pero todos se miraban desconcertados.
—Una baraja… una baraja —afirmó su compañero
de repente.
Rosa miró para ellos y, en vista de que
nadie tenía otra respuesta, lo dijo.
—Una baraja.
Un silencio largo y angustioso se mantuvo
durante unos instantes. Rosa temblaba ante
la idea de que ese hombre pudiera cumplir su
promesa.
—Correcto —respondió, por fin—. Bien,
preciosa. No sé si has tenido ayuda, tal vez
de tu compañero de sonido, pero habéis
acertado. Tu hija seguirá teniendo los diez
dedos.
—Por favor, déjala marchar. Haré lo que
quieras, lo que quieras —Rosa ya no podía
más—. Por favor, sólo es una niña.
—Última pregunta. Si la contestas, dejaré
que viva. Me marcharé y te diré dónde está.
Bueno, imagino que la policía pronto me
localizará. Claro, no pensarás que soy tan
tonto. Sé que está contigo e intentan
localizarme. No lo lograrán, al menos de
momento. |
A Rosa le costaba respirar. Un sudor frío
recorría su espalda y tenía palpitaciones
más que preocupantes. Su niña era lo que más
le importaba en su vida.
—Estoy esperando, “mi señor” —dijo, ansiosa
por acabar con ese demente juego.
—En este caso no es una pregunta, sino una
decisión. Te doy dos minutos para elegir: tu
madre o tu hija.
Ella palideció. Esa decisión era demasiado
cruel, demasiado injusta. Amaba a ambas con
toda su alma. Comenzó a llorar presa de los
nervios, consciente de que su decisión
supondría la muerte de una de las dos
personas más importantes en su vida. Miró
para los policías, buscando algún consejo,
alguna sugerencia… algo, pero ellos estaban
tan sorprendidos y abatidos como ella. Nunca
se habían visto en una tesitura igual.
—Estoy esperando, preciosa, y el tiempo se
acaba —la voz sonó fría y calculadora. Se
notaba que disfrutaba con su sufrimiento—.
Si no eres capaz de decidirte, lo haré yo
por ti.
—Por favor, pídeme lo que quieras, pero eso
no.
—Treinta segundos.
— ¿Por qué? ¿Qué mal te he causado yo para
que desees hacerme tanto daño? Creo que
merezco saberlo —su voz sonó destrozada,
abatida… derrotada.
—¿Quieres saberlo? ¿De verdad? Te lo diré.
Por tu culpa lo perdí todo: mi mujer, mi
hijo, que era lo que más amaba en este
mundo, mi trabajo… todo. Tú fuiste la
principal culpable, con tus consejos, de que
mi mujer decidiese que era mejor morir que
vivir conmigo y sabes, como venganza por mis
continuas infidelidades y otras cosas que no
merecen ser nombradas en este momento, tomó
la terrible decisión de llevarse consigo a
mi niño. Sí, lanzó su coche por un
acantilado con él dentro. Sé que fui un mal
marido, lo admito, pero era un buen padre y
ella lo sabía, pero tú… tú, la convenciste
de que no valía la pena vivir con alguien
como yo y… —no pudo continuar.
Rosa palideció al recordar todo aquello.
Había ocurrido tres años atrás.
—Pero yo no le dije que se suicidara; sólo
le aconsejé que te dejara, que empezara otra
vida en otro lugar. Lo de matarse fue
decisión suya. Yo nunca podría haber
sospechado que entendería mal mis palabras…
Por favor, te lo ruego, déjalas marchar. Te
juro que no te denunciaré. Siento que hayas
sufrido tanto por mi culpa, pero todo ha
sido un desafortunado malentendido —las
lágrimas a duras penas la dejaban hablar. |
El silencio volvió a imponerse de manera
incómoda, hasta que, por fin, habló.
—Te crees con el derecho a juzgar a los
demás, a decir cómo actuar, cómo han
vivir... Te crees con derecho a sopesar los
actos de sus vidas... Tal vez tu castigo no
llegue en esta vida, pero lo tendrás… Seguro
que lo tendrás. Adiós. —Un ruido se oyó de
repente y un grito angustioso, como el de
alguien que se precipita al vacío. El
teléfono quedó mudo y todos se miraron
expectantes.
Rosa comenzó a caminar por el estudio hecha
un manejo de nervios, llorando y hablando
sola. Los dos policías y su compañero no
sabían qué decir para consolarla; se temían
lo peor.
De repente, se oyó una voz distinta al otro
lado del teléfono.
—Soy el inspector Jorge Blanco. Hemos
llegado tarde.
—¡No! ¡No! —gritó ella mientras se dejaba
caer de rodillas al suelo—. ¡No, por Dios,
no!
—Tranquila, señora. Su hija y su madre están
aquí, junto a mí. Están bien. Me refería al
secuestrador, que se ha tirado por la
ventana. Da igual, un demente menos en este
mundo.
Rosa comenzó a llorar y no paró hasta que
trajeron a su madre y su hija. Fueron
lágrimas de dolor, de miedo, de alegría, de
alivio…, pero también de culpabilidad,
porque, en el fondo de su mente, allí donde
los recuerdos se amontonan, sabía que él
tenía algo de razón. Sí, en aquella ocasión
había excedido los límites, se había
involucrado demasiado en la vida de esa
madre…
Rosa abrazó con fuerza a su madre y su
pequeña nada más verlas, y no las soltó en
un buen rato.
—Se acabó, lo dejo —dijo entre lágrimas—.
Hoy ha sido mi último programa.
—Pero hija, adoras tu trabajo. Esto ha sido
algo terrible, pero no por ello debes tomar
una decisión tan importante. Piénsalo unos
días, tal vez mañana lo veas de otra manera.
—No, mamá, no. La decisión está tomada, y
ahora vámonos para casa. Siento como si
hubiera envejecido veinte años en estas dos
horas. Necesito descansar y pensar qué voy a
hacer con mi vida, pero esto se acabó. Se lo
debo a esa pobre mujer... se lo debo. | |
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A
Clemente
Roibás
Blanco
(A
Coruña,
1968),
desde
niño,
siempre
le
han
gustado
leer
y
escribir.
Solía
inventar
historias,
que
luego
contaba
a
sus
amigos
en
las
calles
del
barrio
coruñés
de
Monte
Alto,
donde
nació
y se
crio.
De
estos
años,
uno
de
los
primeros
libros
de
adultos
que
recuerda
haber
leído
y
que
más
le
impactó
fue
El
padrino,
de
Mario
Puzo.
Cuando
esto,
apenas
tenía
13 o
14
años.
Le
fascinó
de
tal
manera
el
tema
que
lo
leyó
nuevamente
pocos
meses
después.
Desde
aquel
día
han
pasado
muchos
libros
por
sus
manos,
algunos
buenísimos
desde
luego,
pero
El
padrino
siempre
ocupará
un
lugar
destacado
dentro
de
sus
preferencias.
Sus
dos
primeras
novelas
publicadas,
Un
halo
de
esperanza
(Ed.
Amarante,
2014)
y
Deudas
de
Sangre
(Ed.
Amarante,
2015),
se
enmarcan
por
derecho
dentro
del
género
negro
y
han
gozado
de
una
buena
aceptación
de
parte
del
público
lector
y de
la
crítica;
a
estas
siguen
Sed
de
Poder
(Eds.
Alféizar,
2016),
Relatos
inolvidables
(Ed.
Leibros,
2018),
repertorio
de
narraciones
cuyos
personajes
viven
envueltos
entre
las
brumas
de
las
emociones
humanas;
Momentos
Desesperados
(Eds.
Alféizar,
2021)
y
Decisiones
que
matan
(Ed.
Loto
Azul,
2024).
La
novelística
de
Roibás
Blanco
está
ambientada
en
contextos
oscuros
y
complejos,
donde
desarrolla
tramas
que
giran
en
torno
a
crímenes,
secuestros
y
misterios,
en
los
que
incluso
aborda
dilemas
morales
y
aspectos
emocionales,
explorando
temas
como
la
corrupción,
la
justicia
y la
lucha
interna
de
sus
personajes,
que
el
autor
hábilmente
presenta
bien
definidos,
lo
que
permite
a
los
lectores
conectar
emocionalmente
con
sus
historias.
Por
otra
parte,
el
empleo
de
una
prosa
detallada,
ágil
y
evocadora
le
ayuda
a
construir
un
ambiente
inmersivo
que
logra
involucrar
al
lector
en
la
trama
novelística
como
si
fuera
una
realidad. |
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 1. Página 1. Año XXIV. II Época. Número 122.
Enero-Marzo 2025. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2024
Clemente Roibás Blanco.
© Las imágenes se usan
exclusivamente como ilustraciones
del texto y han sido tomadas de las
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gratuitas o sin indicación expresa
de derechos de autor. En todo caso,
cualquier derecho
que pudiese concurrir sobre ellas
corresponde a su(s) creador(es).
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