ESTABA POR CUMPLIR cincuenta años de matrimonio y le había ido bien. No sólo en esos cincuenta años, sino también en los últimos, en los negocios e inversiones, de manera que tenía una buena cantidad de plata que había separado acariciando la loca idea de hacer una gran fiesta de celebración. Acariciaba la idea de tirar la casa por la ventana en esa fiesta. Juntar a sus amigos íntimos, a los que no lo eran sino apenas eventuales o de pasada. Invitaría  al hombre de casaca roja y gorra con visera que vigilaba los pasillos de la galería que atravesaba diariamente, aunque no le sabía el nombre, pero ya era uno de esos amigos al paso, que sin saber cómo, iba conociendo; también invitaría a Iñaki, el vasco bajito, que tenía el restorán donde a veces almorzaba; es que tenía una simpatía especial por los vascos, especialmente los que tenían algún comercio, ya sea de comida, de ferretería como los Iruregoyena, o de licores y vinos, como Aitor, el vasco enorme que la primera vez que entró a su negocio lo expulsó de ahí porque no creyó la historia que le contó de “El Peruano”. Aitor no le tenía simpatía a los peruanos: ¡Alde hemendik!, les gritaba con su vozarrón de gigante. Así le dijo a él también. Pero con el tiempo terminaron cantando juntos el “Gernikako arbola”, ebrios con un Txakoli Malkoa de Álaba. Pero también estaría en su celebración la jovencita peruana que le sonreía al pasar cada mañana frente a su negocio.

“El Peruano” era el único de los cuatro hermanos que había nacido en Iquique cuando todavía pertenecía al Perú, los otros tres habían nacido en Bermeo antes que sus padres tuvieran que emigrar porque eran partidarios de Isabel II en la revolución de mil ochocientos sesenta y ocho. La familia, como todos los euskaldunak, era orgullosa de su origen vasco y para burlarse del hermano menor lo llamaban “el peruano”. Con el tiempo, la burla se transformó en su nombre y estigma, más aún después de la guerra de mil ochocientos setenta y nueve, cuando Iquique pasó al dominio de Chile. “El Peruano”  no era chileno, sino peruano, y tampoco era vasco. Era una especie de apátrida. Tal vez esa condición lo empujó a tener éxito en la vida y para celebrar que cumplía los cincuenta años se fue a Bermeo a conocer a sus parientes, los lugares familiares y a hacerse el más vasco de sus hermanos.

El día de su cumpleaños de cincuenta años celebró una fiesta apoteósica alrededor del árbol viejo de Gernika con más de quinientos vascos euskaldunak, que bebieron litros y litros de ardo beltza y zuria y discutieron horas y días sobre temas apropiados para la porfía. Ahí estuvieron los Urmeneta y los Ochagavía, que bebieron más que ninguno; los Herranz Casado, que todavía eran solteros; los Goikoechea, los Aretxabala, los Eguina, que bajaron de sus molinos; los Arrivillaga, que años más tarde los traicionarían, después de amargas discusiones, por dinero. Comieron kilos de bacalao a la bizkaína, metros y metros de angulas al ajo, fritas en aceite de las mejores olivas y guindillas, gildas a granel con algo más de picante que de costumbre, preparados sobre la marcha mientras sucumbían al feroz apetito de gentes tan distinguidas, a tal punto que hubo que comenzar a reciclar los palitos de los pinchos muchas veces chupados.

En fin, que la fiesta, dicen, no me consta, duró sobre quince días con sus noches, en que sólo algunos dormitaron, pero nadie durmió.

Quizás, como recuerdo, tal vez para traer una prueba de su bautizo euskalduna (me dicen que en esa fiesta aprendió euskera, que habló fluido), “El Peruano” trajo bellotas del árbol viejo, e incluso un retoño de una rama del roble sagrado. Aquí, en el país, se ganó la estima de la comunidad vasca por la fama que alcanzó en Bizcaya y porque trajo aquel retoño del roble, que terminaría plantado junto a la ermita de la Virgen María en la cumbre del cerro San Cristóbal. Hoy es un clon genético del árbol viejo de Gernika que fue quemado hasta las raíces por las bombas alemanas de la Luftwaffe. No sé si es verdad, pero se dice que de este árbol, a su vez, se llevó de regreso un retoño para sembrar el roble nuevo de Gernika. “El Peruano” sembró las bellotas al cetro del patio de su casa donde creció un hijo del roble sagrado, a cuya sombra los reyes de Castilla debían jurar los fueros que sucumbieron durante las guerras carlistas de sucesión de Fernando VII. La fortuna siempre le sonrió a “El Peruano”, de manera que, andando el tiempo, se mudó a un barrio elegante de Santiago y legó su casa a la comunidad vasca para que ahí establecieran el Euzkoechea donde se reunieran los vascos a discutir sin sentido alguno, y durante largas horas, comiendo opíparamente, jugando dominó, brisca y al monte, o contándose fantásticas mentiras, que nadie cree, unos a otros.

Así pasó el tiempo y se acercaba el día de las bodas de oro, soñando con una fiesta de celebración en el Euzkoechea tanto o más magnífica que la de “El Peruano” a la sombra y amparo del árbol viejo. Se imaginaba sentado junto al hijo del Árbol Foral Sagrado, rodeado de sus dieciocho hijos y sesenta y siete nietos, con todos los amigos que tenía, cercanos o no, a muchos de los cuales les conocía sus historias de vida, pero no sus nombres, y muchos otros, todos de sangre vasca; había Iruretas, Garcías, Garmendias, Goycoleas, Iturras, Irizarris, Aguirres, Arteagas, Uretas, Bascuñanes, Aiestarán, Ibarrarán, Achurras,  Ariztías, Ochagavías, Larraínes, Eyzaguirres, Vicuñas, Amunáteguis, Zañartus, Etxeñiques, Errázuriz y muchos del lado francés, que hablan aún apretando los labios contra los dientes, como los Laburdi, los Zuberoa, los Benabarre, los Basauri o los Ilharre y muchos otros que también asistirían y comerían bacalao, jaibas, langostas, centollas, carnes asadas de las haciendas de los vascos uruguayos y argentinos, postres como pastel vasco, talo con chocolate, tortas de San Blas, Queso Idiazabal con membrillo, ensaimada de chocolate y otras para disfrutar. Calculaba que podría juntar, entre conocidos amigos cercanos, otros eventuales y gente que le sonreía, unas trescientas personas y que la fiesta podría costar unas cincuenta a cien lucas por persona para que no se notara pobreza, es decir, unos treinta palos en total; pero no tenía problemas, tenía presupuesto suficiente y le gustaba la gente, la conversación con buenos vinos y licores, con historias y anécdotas. Todo eso, imaginaba, era muy cercano a la felicidad verdadera.

Todos estos inverosímiles planes los iba diseñando y trazando mientras lograba conciliar el sueño por las noches, casi de madrugada, porque su costumbre era la siesta después de buenos almuerzos y la sobremesa después de las comidas, también en las mañanas bajo la ducha, en especial cuando el agua en la cara lo cegaba momentáneamente, o bien después, mientras se afeitaba y reconocía su imagen, ya de expresión triste, arrasada por los muchos años, aunque su talante fuera siempre de buen humor y alegre. Mientras iba de viaje en el tren urbano, entre tantos alienados con sus teléfonos celulares, imaginaba a alguna de esas jóvenes bellas en su fiesta, animándola con su lozanía y sin auriculares metidos en las orejas. En alguna ocasión, una de ellas en el pasillo de conexión entre líneas del subterráneo lo detuvo y le dijo, sorprendida: “¡Bah!, pero si a usted lo acabo de ver hace unos diez minutos en el mismo carro mío, en la línea uno”. “Sí”, contestó él, “también yo la recuerdo; tal vez estamos predestinados”, y la invitó, al menos nominalmente, a su fiesta de bodas de oro, que aún era sólo un plan fantástico. De esta manera, se fue acercando la fecha hasta que ya fue indispensable comunicarle sus planes a su propia mujer.

  

 

 

Se imaginaba sentado junto al hijo del Árbol Foral Sagrado, rodeado de sus dieciocho hijos y sesenta y siete nietos, con todos los amigos que tenía, cercanos o no, a muchos de los cuales les conocía sus historias de vida, pero no sus nombres, y muchos otros, todos de sangre vasca; había Iruretas, Garcías, Garmendias, Goycoleas, Iturras, Irizarris, Aguirres, Arteagas, Uretas, Bascuñanes...

(Imagen © Postal: Escenas vascas antigua. Dibujo de L. Boada Rolin)

   

  

Aquel día iban en su antiguo automóvil coreano, de muchos años y colores de rojo, desde el rosado al bermellón, al granate, al rosa viejo, rojo sangre, rojo pálido como la Catalina, colorín como pelo de mujer, rojo italiano, cadmio, carmín como las rosas de la reina de corazones, rubí como las joyas, rojo furioso, eléctrico y tantos otros de nombre aún no conocido, todos ellos producto del cansancio de la pintura bajo las inclemencias del tiempo, el sol, la lluvia, la caca de pájaro, la orina de los borrachos nocturnos, la mugre que cae de los árboles, el viento inclemente, la velocidad en los viajes largos y tantos otros de difícil clasificación; en la esquina, junto a la estación del metro, en el semáforo largo, los detuvo la luz roja cuando iban con su mujer y el más excéntrico de sus hijos a buscar a su hija más artista que pinta animales y peces, mascotas y sirenitas, para asistir a la fiesta de cumpleaños de una de las muchas nietas.

Urgido por la necesidad impuesta por la premura del tiempo, que siempre se abalanza sobre sí mismo, dijo de pronto: “¡Bien pues!, ya luego, en menos de un mes, estaremos cumpliendo nuestros primeros cincuenta años de matrimonio”. “Sí”, dijo ella, sin mayor entusiasmo, “creo que el veintisiete de septiembre, ¿no?”. “¡No, no!”, corrigió él, “eso sería demasiado encima. Nuestro matrimonio oficial, con fiesta e invitados, fue un quince de octubre”. “¿Ya están cumpliendo cincuenta años?”, dijo el excéntrico, que viajaba en el asiento trasero con toda su gordura desparramada, y añadió: “Pensaba que no tenían más de treinta...”. “¿Tú, qué edad tienes?”, replicó el padre. “¡Ah!, verdad. Tengo cuarenta y cinco... No pueden ser treinta...”.

En ese momento, la luz del semáforo se puso verde, entonces pensó que era el mejor momento para exponer sus planes. Dijo: “Cincuenta años que me has tolerado y ahora, que ya soy un viejo mañoso, ya te mereces una fiesta espectacular y que tiremos la casa por la ventana, con muchos invitados, tus amigas y comadres, las condiscípulas de tus cursos de baile gitano y árabe, las viejas que hacen telar, la profesora de pintura y la de gimnasia aeróbica, los colegas de psicología, las madres de los cursos de catequesis, las viejas del taller de oración y sus amigotas que se juntan a reírse y pelar a los maridos los jueves y tanto más”. “¡No! ¡Ni por nada!”, respondió ella, “no me interesa que festejen mi celebración mientras yo les sirvo, les cocino y hago ensalada de papas con mayonesa, palta con apio y lechuga, carnes al horno y la cacerola, fritos de berenjena, pastel centolla, empanaditas fritas de queso, preparo comistrajos de cóctel y todos conversan estupideces mientras yo transpiro trabajando en la cocina. ¡Definitivamente: No!”.

De nada valió que él argumentara que la fiesta sería con doscientas o cien personas amigas en el Centro Vasco, donde ella estaría sentada en un lugar de honor bajo el roble del  patio y todos le cantarían canciones alegres que ponderaran la felicidad del aniversario solemne y la envidia de haber sostenido un matrimonio lleno de armonía, hijos, nietos, yernos, nueras, pretendientes de las hijas, novias y parejas eventuales de los hijos, mientras sus amigas y sus amigos se divorciaban a los tres años, porque ya no se soportaban los pedos en la cama, ni que ella tuviera olor a boca, o que él se bañara sólo una vez al mes, hubiera o no necesidad y que se comiera los mocos en el auto, lo mismo que manifestaran su admiración porque había parido, alegremente y sin dolor ninguno, dieciocho hijos sin que jamás faltara nada en la despensa y el refrigerador de la casa, lo mismo que hubiera cocinado almuerzo y comida para veinte personas todos los días del año, tanto como café con leche y pan tostado con mantequilla y mermelada para el desayuno y la hora del té para todos. “¿Acaso eso no merece que seas reina y centro de la fiesta al menos por un día?”. “Jamás”, dijo ella sin elevar el tono de voz. “Pero yo quisiera agasajarte...”. “Jamás, preferiría que no”, retrucó ella. “Pero no seas así... piensa que te lo mereces...”. “Jamás”, insistió ella sin elevar ni un semitono la nota de su voz, “preferiría que no”. “Pero entiéndeme, ¡amorcito mío!, sería sólo por esta vez. Prometo que nunca más volveremos a cumplir cincuenta años...”. Pero ella, tenaz, respondió: “Jamás”, y no varió el tono o el volumen de su voz: “Preferiría que no”. El hijo más gordo, en el asiento trasero, entre tanto reía a carcajadas, estremeciendo todo su enorme cuerpo, al oír este diálogo, escuchado tantas veces en tan diversas circunstancias y por tantos diferentes motivos que movían al papá a imaginar situaciones imposibles o sostener razones increíbles y alegar penosamente argumentos tan absurdos que nunca conseguían convencer a la mamá, que, silenciosamente o con breves sentencias lapidarias y exquisita paciencia y dulzura, imponía siempre su férrea voluntad.

Por fin, dándose por vencido, dijo: “Al menos lo voy a escribir en mis memorias como si hubiera sucedido, así los hijos de mis nietos llegarán a pensar que sucedió de ese modo y recordarán para siempre el espíritu de su bisabuelo, que convocó a más de seiscientas personas y gastó toda su fortuna en una fiesta familiar para celebrar los cincuenta años de matrimonio de una de las familias más ilustres y extendidas del país. Y dirán: ¡Así se hace familia!”. “Preferiría que no lo hicieras”, dijo ella mientras llegaban a la casa de su hija artista y el gordito seguía riendo en el asiento trasero. “¿Y entonces, qué haremos ese día?”. “Nada”, respondió ella; “me sacas a almorzar a un restorán barato en el patio de comidas de alguna mole comercial y llevamos a este” y señaló con gesto de cabeza al gordo que reía en el asiento de atrás. El gordo dejó de reír.

Algo después volvieron a subir todos al auto coreano, de innumerables colores rojos, incluso la hija artista y su hija que, después de varias cuadras, preguntó: “¿Por qué están todos tan callados?”. Nadie respondió.

  

  

   

   

   

   

   

Kepa Uriberri nace en un invierno austral, en Santiago de Chile, a mediados del siglo pasado, con un nombre diferente. A comienzos del actual, empieza a escribir, así como se llega a una fiesta a la que no se ha sido invitado. Para no ser notado, oculta su nombre real con uno ficticio, que el destino, quizás por broma, lo ha ido convirtiendo en verdadero. Hoy, cuando escribe, y quizás para siempre, ha llegado a ser Kepa Uriberri. No ha cultivado honores, ni títulos, ni reconocimientos excepto el agrado de ser leído por algunos pocos en su literatura abierta y gratuita, depositada en la gran red universal.

El Kepa Uriberri que escribe es autor de novelas como La extraña muerte de Orlita Olmedo (Amazon.com, 2014), Así se muere (Amazon.com, 2014), Rubirosa (editada en PDF y disponible en la red, 2014), El metropolitano (Amazon.com, 2014), La revolución en Samarkanda (Amazon.com, 2015), La sociedad (Amazon.com, 2016), La rodilla del gigante (Amazon.com, 2017), El peor comienzo (Amazon.com, 2018), Ellos son mis amigos (Amazón.com, 2019), Ramoneando (Amazon.com, 2020) y El Testimonio (Amazon.com, 2021), entre otras.

Y se le puede leer en «Peregrinos y sus Letras», «Adamar», «Pluma y Tintero» y, desde luego, y desde hace muchos años, en «Gibralfaro». «NaranjaPlatano» y «El lugar literario de Kepa Uriberri» son sus sitios propios de libre expresión.

   

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 1. Página 4. Año XXIII. II Época. Número 120. Julio-Septiembre 2024. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2024 Kepa Uriberri. © Las imágenes se usan exclusivamente como ilustraciones del texto y han sido tomadas de las webs que se indican en el pie correspondiente.  Cualquier derecho que pudiese concurrir sobre ellas pertenece a su(s) creador(es). Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2024 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).

   

  

   

     

   

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