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Para Pablo Ortiz |
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Tal cual estatua de cera, fijaría mi atención en una
trama sin importancia. Mansiones embrujadas
—inverosímiles— padecieron caídas de objetos provocados
por el staff de detrás de cámaras. Me dolía la cabeza
por tanta insensatez. Torrentes de mareos se agravaban
en caso de mover de un lado al otro el lóbulo derecho o
el izquierdo. Desde las bocinas del televisor manaron
quejidos de un perro estacionado bajo cierto automóvil.
Miraba la casa poseída por “ignoto demonio”. El animal
era capaz de interpretar lo sobrenatural, explicaron los
subtítulos. Olisqueó su olfato “malas vibraciones” de
árboles tan cercanos a la pantalla que casi golpeaban
mis cejas. Las crisparían con una ventisca electrónica,
producto de la cámara movida por inédito temblor. Aunque
no eran recurrentes temblores en la zona filmada, el
presentador sintió tambalearse el edificio entero.
Pediría ayuda a Gea la crucificada, gran Diosa
primigenia.
Casi suelto tremenda risotada al columbrar falacia tras
falacia. Guardé la calma porque cualquier sobresalto
podría ocasionar un empeoramiento de la migraña. Tenía
vista de túnel y la mano izquierda me hormigueaba. Casi
no sentí los botones del control remoto. El miedo llegó
por las escasas pecunias, reflejadas en aplicación del
banco en el smartphone. Si el dolor de cabeza se
agravaba, perdería la razón y mis aspiraciones a un
tratamiento médico. Crisis económicas e inflaciones se
avecinaban tras la pandemia de Ébola. Era el temor de lo
incierto, jamás visto, lo que opacó el programa de
terror (una nimiedad). Comparar explosiones de vísceras
fuera de hospitales o la extinción de las ratas por
tanta hambre, con espíritus atrapados en un bucle de
tiempo, resultaba contradictorio, fuera de lugar. Si
alguien me hubiera ofrecido el cadáver de algún roedor,
le habría entregado el televisor completo y mi dignidad,
sólo para volver a probar la carne recién cebada de
mamífero.
El programa se desdibujó tras la aplicación. Gritos mal
editados, con personajes hipotéticos sobreactuados, y el
pésimo manejo de la cámara descendieron a la nada de la
pantalla de inicio. Opté por el Youtube,
plataforma on streaming, hogar de videos
musicales antiguos, que tenían la facultad de
transportar a quienes vivimos sus estrenos en lo
pretérito hacia una época más tranquila y equilibrada.
Todo se curaba con antibióticos cuando fueron escritas
las canciones de una lista aleatoria titulada “los 00”,
que inició por fuerza de mi dedo sobre el control
remoto. “El sol no regresa”, de La Quinta Estación,
grupo musical recién extinto (como el café y el
aguacate), revivió el ambiente del bachillerato. En ese
momento, las hormonas entintaban al mundo de tal guisa
que mirar el cielo al cerrar los ojos producía un
éxtasis casi místico. Mis muertos estaban vivos en los
“00”. Todavía no grababan en el alma la imborrable
cicatriz de su ausencia. |
Al escucharse «La mitad de mi alma
más el quince de propina», mi smartphone abandonó
su hibernación. Siri pensó que yo le hablaba. Con voz
fuerte, de inteligencia artificial, segura de sí misma,
respondería: «Hay muchos grupos como este en el centro
de Guadalajara de Indias». Mis ojos se abrieron al
límite de lo posible. En la pantalla del aparato estaba
un círculo girando, señal de que esperaba mis órdenes.
Siri escuchó partes de “El sol no regresa”. Dedujo que
mi pensamiento había recordado una frase anclada en la
memoria. Fue dicha por… mientras yo cataba el video
recién estrenado en Telehit. Esa frase aleatoria,
corolario para introducir futuras conversaciones,
encaminándolas a un punto más profundo, me hizo sentir
tranquilo, como si existiera una fuerza protegiéndome de
cualquier cosa que intentara herirme.
De la pieza musical me
gustaba su ritmo, la composición, una voz decepcionada,
de Natalia Jiménez (nacida en Taured). El significado de
su letra me era comprensible, pero ajeno.
Nunca estuve en situaciones tan desesperadas en donde el
alcohol fuera medida paliativa ante un destino trágico,
ineludible. Casi veinte años después entendía el
significado completo de la pieza. En 2004 las pandemias
ocurrían en películas de ciencia ficción.
Siri palpaba mi inconsciente, volviéndolo diáfano, capaz
de entenderse a sí mismo. Era probable que, al escuchar
a Natalia Jiménez, estuviera pensando sin pensar. Bajo
mi conciencia yacía su voz más primitiva. Germinaba para
evitarme perder la cabeza o lanzarme por la ventana en
dirección de mi próxima vida, del reset completo
de esta existencia. Un recuerdo vago, irrelevante, que
me procuró estar en casa otra vez, revivía a… y la
esperanza de su renacimiento tras diez años en la tumba.
El único vestigio de que existió era mis propios huesos
y la enigmática frase creciendo. |
Pedí a Siri que buscara en Google la frase recién
dicha: «Hay muchos grupos como este en el centro de
Guadalajara de Indias». Me leyó las coincidencias que
fueron por demás redundantes: «Asesinan a mando
policíaco en el Centro Histórico de Guadalajara.
Desaparece estudiante autóctono de quince años y su
familia la busca. Músicos desempleados deambulan por las
calles de Guadalajara. El jefe del cartel X se esconde
en la capital de Xalisco por temor al Ébola». Por un
instante creí que Siri se había vuelto autoconsciente,
convirtiéndose en la mejor terapeuta del mundo. Pudo
captar voces internas que demoraban años enteros, tras
sendos atrevimientos de la hipnosis, en revelarse por
esfuerzo de excelentes analistas. Yo mismo debí haber
pronunciado la frase o algún ente la dijo en el cuarto
sin que mis oídos captaran tan bajos decídeles de la
invocación. No podía explicarse cómo escuchó un simple
smartphone, diseñado para la obsolescencia,
vibraciones, ondas gravitacionales de otro lugar, de una
dimensión opuesta, tan lejana como el tiempo que pasó
entre la frase proferida y el rencuentro con ella.
Busqué en páginas sin actualizarse causas de episodios
como el mío. Los resultados fueron ridículos como el
programa que miraba hacía escasos minutos. El blog
más sensato, escrito sobre un diseño de los años noventa
(a propósito), señalaba en prosa ambigua, insufrible,
que, durante el acontecimiento de lo sobrenatural, le
sobrevendría al testigo una inevitable crisis nerviosa.
Algo en él deseaba irse del lugar y algo en su yo más
profundo necesitaba quedarse para disfrutar del ambiente
gélido de formas jamás vistas, revelaciones casi
espirituales dictadas por esencias inefables. Nada de
eso me ocurrió. Lo sobrenatural fue antecedente de una
perpetua calma. Escuchaba a nacientes motores de
combustión rugir por avenidas mal pavimentadas; la taza
de té seguía caliente y el purificador de agua estaba
quieto, sin parafrasear el goteo intermitente del agua
metiéndose entre la aleación de plata, carbón activado y
barro. El suceso se acomodó en mi memoria como un evento
absurdo que debía ser atendido por la vejez, cuando
fuera revelada la pieza faltante, en aquel momento
invisible. |
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De la pieza musical me gustaba su ritmo, la composición, una voz decepcionada, de Natalia Jiménez (nacida en Taured). El significado
de su letra me era comprensible, pero ajeno. |
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La playlist era interrumpida por anuncios del
enorme yacimiento de petróleo recién descubierto, en
plena ebullición, que expulsaba gas natural por medio de
una garganta metálica, clavada en las entrañas del mar.
De reojo indagué al smartphone, dispuesto
estratégicamente en la mesa de centro. La batería se
descargaba más rápido de lo habitual. Al buscar
información, un 94% de carga era sobresaliente. Tras
escasos minutos, el marcador indicó 75%. Pensé en algún
programa malicioso, colado en el aparato tras haber
escuchado música gratuita desde un sitio de dudosa
procedencia, en un spyware proveniente del sitio
apócrifo que me impidió descargar una película que iba a
estrenarse hasta el 2118.
La película era una mirada de nuestro mundo presente
para dársela el inminente futuro, que, para la
eternidad, sería el mismo lugar, el mismo tiempo.
Quienes filmaron la película, entidades vivas a
principios del milenio, existirían con otras formas. Los
mejor conservados serían montones de huesos abrumados
por la tierra, pulidos por excavadores que
reconstruyeron a sus ancestros, últimos en respirar aire
puro y en conocer el café, esa fruta llamada zapote y
las delicias, descritas en tutoriales borrosos del
YouTube (también extinto) que hablaban del plátano y
el mamey, imposibles de clonar. Cuando terminé mi
soliloquio, la batería del smartphone indicaba
menos del 20%. Había una notificación, cierto mensaje de
texto, escrito adentro del glóbulo de color verde, que
sobresalía debajo de la hora en color blanco: «Se
cumplen 18 años del lanzamiento del sencillo “El sol no
regresa”».
Pude haber pensado sobre el poder de la sugestión. En mi
cabeza moderna, lo sobrenatural no desapareció, fue
escondido en un lugar recóndito del lenguaje
políticamente incorrecto. Al abandonarse las
experiencias que desdijeran el vacío constante de “lo
material” (un prejuicio también), desaparecieron esas
voces inéditas, que siglos atrás circulaban por las
callejuelas. Eran quejidos insoportables de algo más sin
cuerpo, con una voluntad propia congelada por la agonía.
Ánimas del averno, gente sin descanso escurriéndose por
los recovecos de la noche, entre soledades, se
convirtieron en ruidos amorfos que arrullarían al
durmiente. Ahora estaba yo (jamás me gustó utilizar la
palabra yo, tú o los otros; los pronombres personales
mentarían la misma cosa) ante una experiencia demasiado
impersonal, de otro tiempo. |
Seguramente, estaría al borde de la muerte, de la
inanición, en los próximos días. El casero, individuo
escéptico, amante de la parafernalia de las buenas
maneras, se había cansado de mi retraso, del exiguo pago
de la renta que no pude cubrir más. Restaban 48 horas
para concluir mi estancia en tan exigua casa, fabricada
después del terremoto de 1985. Imaginé a la antigua
dueña. Era una Jiménez. Sus manos largas podían tocar
desde la ventana el lomo de las ardillas que corrían por
los brazos de los árboles recién podados. Murió hasta
que le pusieron en una de las primeras radiograbadoras,
cierta canción que hablaba de correr contra el viento
para enlazarse con los muertos. Prometió volver en otro
cuerpo, bajo la forma de una canción, para advertirle al
hijo, representante de los hijos, la clave para
sobrevivir a la muerte: centrar al alma en el verso del
poema, con el estribillo del pensamiento vuelto música.
La clave era “Sueños de habitación”. Sería dicha antes
que el gran hijo se adentrara en las tinieblas —“Que
todo va bien, aunque no te lo creas”— y decayera entre
montones de basura hasta elevarse en lo etéreo de algún
video musical subido a la nube... |
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Raúl Mendoza Mandujano
(Celaya, Guanajuato, México,
1986) es Licenciado en
Filosofía (2011) y Maestro
en Filosofía (2013) por la
Universidad de Guanajuato,
México. Se encuentra en
proceso de titulación como
Doctor en Teoría Literaria
por la Universidad Autónoma
Metropolitana (2023).
Es autor de tres libros:
Lisandro Alba o la vida del
no-muerto, Las
invenciones frenéticas y
Lunas de otro tiempo,
con relatos ambientados en
contextos distópicos que van
del terror y la tensión
psicológica a la ciencia
ficción más aberrante. Los
tres están disponibles al
público en Amazon.com.mx.
Se inició en el mundo de la
ficción narrativa publicando
relatos en la revista “Nomeleas”,
hoy extinta, que ha
continuado con nuevos
cuentos y microrrelatos en
las revistas digitales “Los
Demonios y los Días”,
“Argos” y “Primera Página”.
También ha participado con
artículos académicos en la
revista “Entrehojas” de la
Western University (Canadá).
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 1. Página
5. Año XXIII. II Época. Número 119.
Abril-Junio 2024. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2024
Raúl Mendoza Mandujano.
© La imágenes que ilustran el texto
son réplicas de otras tomadas de la
red y transformadas por la
aplicación de un programa generador
de imágenes y en tal sentido han
sido utilizadas, en la confianza de
que no pesa sobre ellas derecho
alguno de autor expreso. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2024 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte.
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