SIEMPRE QUE
ACUDÍA a la cita
del médico se
repetía la misma
angustia que se
venía sufriendo
desde la
realización de
las primeras
pruebas.
Pero ahora, en
la sala de
espera, a punto
ya de conocer
los resultados,
la desazón era
mayor y el
corazón se le
aceleraba. ¡Se
jugaba tanto…!
Pero él no podía
hacer nada, no
dependía de él;
era como jugar a
la ruleta rusa.
La cita era para
las 12,40 horas
y a las 11,30,
ya estaba en la
consulta. La
gente se
acumulaba en la
salita de
espera.
Contrariamente a
lo que suele ser
habitual, aquí,
siempre, el
silencio era
total. Se
respetaban las
indicaciones del
hospital.
La gente
permanecía en su
asiento —el que
podía sentarse—,
el que no,
esperaba
“pacientemente”,
apoyado sobre la
pared.
Él siempre
llegaba con
tiempo de sobra,
quizás pensando
que así iban a
atenderle antes
y, por
consiguiente,
antes saldría de
esa angustia o
incertidumbre de
la espera por
conocer los
resultados de
las pruebas.
Pero no, nunca
le llamaban
antes de la hora
acordada; en
todo caso,
después. Cuando
le nombraban, ya
había pasado, en
el mejor de los
casos, su media
hora larga,
desde la hora de
su cita.
No podía estar
sentado, se
pasaba el tiempo
paseando por el
pasillo, de un
extremo al otro,
viendo cómo los
demás pacientes
iban siendo
nombrados uno a
uno.
De nuevo salió
el médico y le
nombró a él,
indicándole que
pasara. Era su
turno. El
corazón empezó a
latirle más
rápido y los
golpes que
sentía en el
pecho parecían
oírse fuera de
él y delatar su
miedo a un
diagnóstico
fatal.
Por fin iba a
salir de dudas.
Aquellos
resultados iban
a decir mucho; a
decir verdad, lo
iban a decir
todo. Ya había
sufrido dos
intervenciones
anteriores y si
había una
tercera, esta
podría ser la
definitiva.
—Siéntese —le
indicó la
oncóloga—.
Dígame, ¿cómo se
encuentra usted?
La respuesta era
siempre la
misma:
—Bueno, doctora,
usted me lo
dirá, espero...
¡Silencio total!
Puede oírse
hasta el vuelo
de una mosca.
Él, conteniendo
la respiración
mientras la
doctora teclea
en el ordenador,
observando la
pantalla.
Los minutos se
hacen eternos,
llega un momento
en que a él
parece faltarle
el aire.
Suavemente, sin
hacer el menor
ruido aspira y
expulsa el aire
despacio,
tratando de
relajarse.
Todavía pasarán
varios minutos
hasta que la
doctora desvíe
la vista de la
pantalla y lo
mire a los ojos
con una cierta
sonrisa,
diciéndole:
—Bueno, tengo
buenas noticias
que darle: En la
analítica
especial, el
marcador tumoral
da unos
resultados de
0,00. En el
escáner no se
observa nada
fuera de lo
normal, y en los
resultados de
las biopsias
practicadas no
se indican
recidivas.
»Esto significa
—continuó
diciendo— que
habiéndose
cumplido todos
los protocolos
establecidos
para su caso,
todas las
pruebas
realizadas han
resultado
negativas. Por
consiguiente
—continuó—, me
satisface
informarle de
que está usted
curado de su
dolencia.
»A partir de
ahora, ya no
será necesario
seguir con las
pruebas
periódicas que
establece el
protocolo, al
considerarle ya
totalmente
curado —siguió
diciendo—. Lo
dicho, es usted
un hombre sano.
Él se levantó,
se desperezó y
se frotó los
ojos.
Se asomó al
exterior y llenó
sus pulmones de
aire.
De su garganta
brotó un grito
repetido y
desgarrador a
los cuatro
vientos:
—¡Dios mío, qué
grande es soñar!
¡Dios mío, qué
grande es
soñar...!
Y se volvió de
nuevo a la cama,
abatido.
Los médicos, los
enfermeros, los
auxiliares, las
camas que se
desplazan con
prisas por los
mismos pasillos,
continuaban en
su bullir que no
cesa.
Nada había
cambiado.
Simplemente, el
sueño había
terminado.
Enrique Arjona Compaña
(Cuevas de San Marcos, Málaga,
1949) se describe a sí mismo
como una persona sencilla y
afable, de carácter abierto y
extrovertido. Autodidacta de
formación, su trayectoria
laboral, que abarca desde 1964
hasta 2007, se ha desarrollado
en la misma empresa, una
multinacional, de élite, donde
ha prestado sus servicios en
sectores como administración,
contabilidad, escuela de
formación y marketing
comunicación. Está divorciado y
tiene dos hijas. Reside en
Madrid desde 1962, año en que
emigró con su familia de su
pueblo natal. Una vez jubilado,
ha descubierto en la narrativa
breve una vía de escape que le
está permitiendo dar rienda
suelta a esa exuberante
imaginación liberadora que pocas
veces se alcanza.
Sobrehumanamente fecundo, en
poco menos de dos años ha dado a
la estampa más de una decena de
libros, de distinto género y
temática diversa, en todos los
cuales,
sin embargo, se recrea a sus
anchas ese espíritu de niño que
tantas veces correteó por unas
huertas nutridas por la fuente
vivificadora del Genil, que, a
juicio de quien redacta estas
líneas, no ha llegado a
abandonar nunca.
Libros de nostalgias vivenciales
y de recuerdos sentidos, entre
sus títulos figuran Relatos
cortos, narraciones y otras
reflexiones, colección de
narraciones cortas variadas
(2016); Incesto mortal,
novela (2016); Una vida
vivida. (Novela cuasi histórica),
novela (2016), Relatos breves
(2016), Relatos breves y
otras reflexiones (2016),
Recuerdos familiares. (Relatos
breves y otras reflexiones)
(2016), La cámara de la
verduga. (Ella y su sótano),
novela, (2016); ¿Solo se vive
una vez...? (Relatos y verso
libre) (2017); El verso
libre, relatos y otras
reflexiones, compilación de
poemas, narraciones y
pensamientos (2017), Mi
padre y su guerra. (Novela cuasi
histórica) (2017) y La Susa (2019), recientemente aparecida.