DESDE LA CARRETERA que va a la costa, en ese tramo, en el sector más elevado, se divisa el camino rural que va de la Rinconada de Aliaga al Alto del Robledal. El día anterior, hacia el final de la tarde, se había desatado un aguacero que embarró los potreros y empapó la hierba que ya había nacido, anunciando la primavera. Me detuve en medio de la cuesta a tomar algunas fotografías de dos caballos, uno palomino, el otro alazán, inclinados sobre la hierba, mordisqueando, sumidos en una bella bruma que se elevaba del suelo en forma de vapor. Busqué un ángulo desde el que los animales se veían enfrentados y sus cuellos cruzados. En esta tarea divisé, por el camino rural que va al Alto del Robledal, a un campesino al trotecito de su caballo, entrando a una propiedad en la que había un establo y a su vera un furgón pequeño, con la puerta de la chófer abierta.

Dijo que el asiento, la consola y también el volante estaban mojados, por lo que se podía pensar que el furgón había soportado la lluvia de la tarde y noche anterior. Alguien más había visto llegar al furgón desde el alto de la cuesta, a eso de las cinco de la tarde, seguido de un auto americano grande, del que bajaron dos personas vestidas de traje oscuro. Del furgón descendieron otras dos: ambas, de traje oscuro y anteojos negros. Uno abrió la puerta deslizante del furgón y pareció ayudar a descender a un tercero vestido con una tenida casual. Le rodeó los hombros con su brazo y lo guio hacia la entrada del establo. Los otros tres los siguieron detrás, como si los estuvieran resguardando. “Después ya no vi más porque me interné en el bosquecito de eucaliptos, para seguir con mi faena”, relató ese testigo. La tarde había estado muy oscura, y el cielo cubierto de nubarrones negros presagiaba el temporal que se vendría al anochecer. “Por eso, no más tarde de las seis y media, volví al camino para irme a mi casa antes del aguacero. El auto americano ya no estaba. Solo quedó el furgoncito blanco con la puerta del chofer abierta. A mí me pescó la tormenta, de modo que ya no me ocupé más del asunto”.

Puedo asegurar que era un tipo sencillo, muy amistoso, amante de la bohemia, de los bares, de la vida nocturna. Recuerdo el día que batió el récord de lanzamiento en los panamericanos. Mientras todos los noticiarios de la televisión hablaban de su proeza y la proyección que le significaba para lograr llegar a los juegos del año siguiente e intentar validar su registro como récord olímpico, el caminaba a paso lento, por el parque a orillas del río, cantando una canción de moda: “Bajo un mundo lleno de miedo y ambiciones siempre debe haber ese algo que no muere...”. Ahí lo encontré. Estaba feliz, pero no eufórico. Simplemente me dijo: “¡Huevón, gané! Tengo un récord”. Traía todavía, apoyada en el hombro su jabalina y, colgando, el bolso con su equipo atlético. Lo felicité con más efusión que la suya propia. Solo me dijo: “Vamos a tomarnos una cerveza. Estoy cagado de sed”. Estuvimos hasta las tres de la madrugada en el bar donde se nos fueron uniendo muchos admiradores, amigos de él y míos y algunos desconocidos. Más que una celebración, fue un encuentro de bar, una tertulia amena. Como era su costumbre, flirteó con la mesera que nos atendió, e incluso en algún momento lo vimos desaparecer detrás de ella. Volvió sonriente después de unos veinte minutos, me hizo un guiño, y continuó conversando como si nunca se hubiera ido.

El campesino se acercó al vehículo y se apeó del caballo. Al acercarse notó que las llaves estaban aún en la chapa de contacto. Los portones del establo estaban algo abiertos; no tanto que se viera el interior, ni tan poco que impidiera el paso. Llevando su caballo de la brida, entró al establo y miró en torno. No se veía a nadie. Metió su caballo en uno de los pesebres y llamó en voz alta: “¡Aló! ¡Eeeh! ¿Alguien aquí...?”. Nadie contestó. Tampoco había otros animales en el lugar. El establo se veía muy abandonado y había muchas señas de que estaba ya largo tiempo en desuso, de manera que se preguntó qué podrían estar haciendo ahí los ocupantes del furgoncito. En algún momento pensó qué encontraría; tal vez, alguna pareja en cierto encuentro íntimo.

Después de batir la marca panamericana, gracias a algún auspicio, podía dedicar buena parte del tiempo a entrenar y prepararse para las competencias internacionales a las que le invitaban a participar. En algunas, al comienzo, tuvo una actuación destacada, pero luego un cubano y después un jamaicano superaron su marca y fue quedando atrás. Así sucedió que en aquel tiempo perdió buena parte del incentivo y después de los entrenamientos solía irse de parranda con amigos y fue haciéndose asiduo de los bares de moda donde su fama le hacía fácil conseguir mujeres y sus favores. También amigos, amigos de la farándula y del espectáculo, donde su simpatía le permitió entrar en las pantallas y los pequeños escándalos en uso. Solía llegar en su pequeño furgón hasta las puertas de los bares, de las radios y canales de televisión, donde lo dejaba mal estacionado sin preocupación alguna. A veces lo multaban, pero aprovechando su fama conseguía perdones o multas rebajadas.

Los entrenamientos se hicieron más breves, la preparación física menos exigente y cada vez terminaba más temprano las sesiones. Entonces se le veía pasar por la avenida que va del campo de prácticas a la principal, lentamente en su pequeño furgón observando a las mujeres que caminaban por las veredas y a las que esperaban locomoción en las esquinas. A veces las invitaba a subir, a veces lo reconocían y se iban con él, otras lo evadían aun cuando lo reconocían. De cualquier modo, fue haciéndose cierta fama de buscón y donjuán que sus amigos de la farándula se esforzaban en ignorar o restarle importancia.

El campesino fue examinando las pesebreras solo para encontrar abandono y silencio entre paja podrida y bostas secas. En algún momento quizás pensó, como yo mismo lo hice, que los ocupantes del furgoncito habían retrocedido al camino y estarían paseando en el bosque del alto, o bien se habían internado por los potreros para tomar fotografías, como yo mismo, de la belleza de la bruma que se vaporizaba desde la hierba. En ese momento, yo no sabía que el furgón había llegado seguido de otro auto mayor, tampoco que cualquiera sea la escena, no había ahí una pareja en amores, sino alguna situación que involucraba a cinco sujetos; todos hombres.

El hombre del vecindario que los vio llegar aseguró que, al entrar en su casa, aún no se desataba la tormenta que duraría hasta el amanecer; solo llovía con cierta placidez. Apenas hubo entrado en su propia casa, oyó dos estruendos, que, aunque muy breves, pensó que serían los primeros truenos de la tormenta; sin embargo, el aguacero todavía se demoró en comenzar. Recuerda que las explosiones venían de la dirección del establo viejo, donde estacionaron los vehículos. “Tal vez eran cazadores y probaban sus escopetas”, dice que pensó. Sin embargo, resultaba extraño que estuvieran de cacería en ese lugar y con el clima amenazante del momento, pero no tuvo otra explicación y lo consideró poco importante.

Cuando todavía no había batido la marca panamericana, parecía llevar una vida bastante ordenada; no obstante lo cual, ya cultivaba amistad con personas del espectáculo. Así conoció a su pareja, una cantante de relativo éxito, que luego fue su mujer, con la que tuvo dos o tres hijos (no lo sé bien). Es probable que el matrimonio no fuera del todo feliz, porque solía flirtear con otras mujeres e incluso enredarse en aventuras clandestinas. Ella pensaba, así lo creo, que cualquier escándalo en este sentido perjudicaría su imagen, de manera que jamás se quejó de la conducta impropia de su marido y siempre pareció ocultarla y perdonarlo, ya sea cuando le llegaban rumores y chismes o pruebas irredargüibles. Tal vez si solucionaban los problemas en la intimidad de la pareja, para él no significaba una enmienda, ni siquiera un esfuerzo. “Es que tengo la sangre demasiado caliente”, confesaba, “y no es que no esté enamorado de ella; es un vicio que no me deja. Es lo mismo que una droga que te atrapa. ¡Qué quieres! si yo soy así”, declaró un amigo de la bohemia que le habría dicho.

Luego se hizo conocido por su actuación deportiva y por ser el hombre de una cantante de moda. Las mujeres a las que seguía lentamente en su furgoncito y las invitaba a subirse: “¿A dónde vas... Te llevo...” o que abordaba en los paraderos de buses: “¿Esperas a alguien... Vamos a dar un paseo” comenzaron a reconocerlo y a denunciarlo, pero otras enganchaban o confiaban. Algunas disfrutaban la aventura, otras, inocentes o ingenuas, se sentían ultrajadas y quizás algunas lo fueron, incluso con cierta violencia. No sé si se sentiría culpable, o era suficientemente impulsivo, tanto que no alcanzaba a darse cuenta del significado de lo que hacía; al menos no en el momento de hacerlo. Quizás más tarde tenía remordimientos, pero el impulso y la fuerza de la costumbre lo hacían caer una y otra vez en la misma conducta. Tal vez solo se disculpaba a sí mismo y se decía: “Yo no las obligué a venir y ellas quisieron”. Aun cuando es posible que varias o muchas fueran víctimas del temor a reaccionar, otras se opusieron, pero fueron más débiles o frágiles. Todo esto son especulaciones, pues no es posible saber cómo sucedieron las cosas, y también es posible que, amparado en el secreto y muchas veces en la vergüenza, sintiera la suficiente impunidad para mantener su conducta sin enjuiciarla.

En alguna de las últimas pesebreras lo encontró. La posición en que había caído mostraba con claridad que no había sido de manera violenta, sino con alguna suavidad, casi como si lo hubieran posado ahí. Una pierna flectada estaba bajo la otra y ambas algo giradas hacia un lado, en tanto que el cuerpo descansaba sobre la espalda y la cabeza estaba giraba en sentido contrario al de las piernas. El brazo de la mano libre se extendía hacia el lado de las piernas y esta estaba con la palma hacia abajo. La otra, que sostenía la pistola, descansaba sobre el pecho. Llamaba la atención que sostuviera el arma, todavía, con bastante firmeza, el dedo índice aún rodeaba el gatillo y el resto de los dedos asía de modo consistente la empuñadura. Resulta extraño que, habiendo muerto de manera tan repentina a causa de un disparo certero contra la sien, la mano que ejecutó este no se hubiera relajado de inmediato, haciendo que el arma cayera separada de aquella. Por otra parte, la sangre que había logrado manar antes de la detención del corazón, producto de la muerte, había goteado sobre el pecho después de fluir sobre el pómulo y la mejilla. Solo después se veía el flujo de continuidad que la hacía caer en la paja sucia, formando una pequeña poza. Los ojos permanecían abiertos, mirando paralelos. Al acercarse a observar el cadáver con más detención, notó una mancha, todavía húmeda, que se extendía por la pierna del pantalón que descansaba sobre la otra. Cuando, más tarde, levantaron el cuerpo, aquella mancha, ya seca, había dejado una aureola notoria. Su situación y forma debería haber inducido a la conclusión que el hombre sufrió una intensa angustia antes de morir, por lo que se habría orinado. Ninguno de todos estos indicios condujo a dudas a los investigadores de este extraño suicidio y el caso fue cerrado judicialmente con esa conclusión.

  
                                       
 

Me sometí a sus ímpetus, sabiendo que mi debilidad jamás lograría sino hacer más penoso el suplicio. Al fin, me empapó con sus fluidos y en seguida cayó acezando sobre sus espaldas en su asiento.

 
  

Caminaba por la avenida para huir del aburrimiento y la opresión. Hubiera querido desarrollar una actividad que complementara los esfuerzos de conseguir una profesión, pero mi marido me había coartado esa posibilidad. Sostenía que tenía todos los medios de darme lo que quisiera, sin la necesidad de trabajar. “Tú dedícate a los niños, a hacer la familia y yo traigo la plata necesaria”, decía. Mi vida estaba, de esta manera, reducida a llevar y traer niños al colegio, a revisar que la empleada doméstica hiciera su trabajo, a que no perdiera el tiempo ni se escapara a flirtear con el carabinero que cuidaba la embajada o la casa del diputado, o con el guardia del colegio y más. En resumen, mi vida consistía en servirlo a él y sus bienes, que ni siquiera sentía míos. Así había comenzado a salir a dar largas caminatas bajo la arboleda de la avenida cercana, divagando en la nada, en la ilusión de encontrar una salida al tedio.

Cualquier día, eran todos iguales, un furgón pequeño, de esos a los que la gente llama “pan de molde” por su forma, que avanzaba en el mismo sentido mío, disminuyó la velocidad al pasar a mi lado. En la siguiente calle giró y desapareció. Al rato lo vi avanzar muy lento por la calzada, a mi ritmo. El chófer me sonreía como si me conociera y estuviera saludando. Lo miré con curiosidad, intentando reconocerlo. Lo hice: ¡Así fue! Era ese atleta al que le decían “El Lancero”. Yo lo reconocí, pero no lo conocía, ni él a mí. Sin embargo, sonreía como si fuera un amigo. Más aún, me hizo señas para que me acercara. Al principio no le hice caso, pero su persistencia, al fin, me arrancó una sonrisa. No lo recuerdo, pero creo que en ese momento hice una evaluación rápida de la situación y del entorno de mi vida aburrida: ¿Qué tendría de malo acercarme y conversar? “¡Nada!”, pensé. “Pero no debo. Soy una mujer casada, tengo hijos, mi marido, que sepa, jamás me ha engañado y me lo da todo”. Me negué meneando la cabeza, pero no se fue. Al contrario, bajó la ventanilla y sonriendo dijo: “Eres tan linda y estás sola. Yo también estoy solo; ¿por qué no podríamos conversar y dar un paseo juntos?”. Muchas veces lo había visto entrevistado en la televisión, en programas deportivos y también de farándula. Era un hombre atractivo y ameno. Tenía un humor liviano y una risa agradable. ¿Qué podía pasar si compartía una tarde aburrida con él? Finalmente, cedí y me fui con él en su auto. Cuando ya empezó a oscurecer me fue a dejar. No le permití acercarse tanto que supiera dónde vivía, pero, sin convencimiento, prometí encontrarlo al día siguiente en la avenida, en esa misma cuadra.

Al día siguiente, a la hora convenida, caía una lluvia suave que había despejado las calles. “Vamos a conversar y tomar las once”, propuso un salón de té muy conocido. Me negué. “Me puede reconocer alguien”, argumenté. Me llevó entonces a una callecita solitaria y ciega detrás del campo de entrenamiento, que él parecía conocer bien. Estacionó contra un muro de cierre que dejaba ciega la calle. A un lado había una plaza desierta; al otro, un grupo de casitas, todas iguales, recién construidas y desocupadas aún. Estábamos solos, rodeados de soledad, solo acompañados de la lluvia que caía plácida. Conversamos un rato. Mientras lo hacíamos, él miraba alternativamente mis ojos y mi boca, y sonreía. De pronto dijo: “Déjame besarte”. Se lo permití. Cuando se apoderó de mis pechos, sin pedir permiso, me sentí arrebatada. Después sucedió todo. Hasta ese día, del que no me olvido, tuvimos una intensa aventura que llenó mi vida antes tan opaca. Conocí todos los miradores románticos al atardecer, los muchos faldeos de los cerros que rodean la ciudad, pequeños salones de té en los aledaños y me dejé llevar de la aventura y la lujuria en los asientos del furgón, en su piso metálico y frío, en la hierba húmeda de cualquier paraje rural suburbano, en alguna plaza desierta al caer la noche y más. Más disfrutaba el peligro de la aventura, de ser vista y reconocida, de ser sorprendida por mi marido por alguna seña descuidada o quizás por alguna imprudencia, que del hecho de tener sexo con este atleta. Más me movía la adrenalina que el calor de la pasión, aunque esta tampoco faltaba.

Ese martes, ¿o fue jueves?, no estoy tan segura, al entrar a rodear la plaza que interrumpe la avenida, un auto grande, de color verde oscuro, nos alcanzó y, casi al llegar al final de la plaza, nos interceptó. En un primer momento pensé que se había cruzado para virar a la derecha, pero en seguida frenó bruscamente y bajaron del asiento trasero dos tipos bien vestidos, de manera elegante, aunque su aspecto físico era notoriamente ordinario. Los anteojos oscuros le daban un aspecto siniestro y su comportamiento fue feroz y grosero. Cada uno se dirigió a una puerta del furgón y a gritos nos dieron órdenes. A mí, el hombre que abrió mi puerta me agarró del brazo bajo la axila y me tiró afuera del furgón: “¡Bájate, puta conchetumadre!”, me gritó, y, cuando me sacó fuera del vehículo, me impulsó hacia la vereda, haciéndome caer de rodillas. Se subió a mi asiento y antes de cerrar la puerta me dijo: “¡Tú, huevona, no estabas aquí y no sabes nada! Si hablas o le cuentas a alguien te vamos a ir a buscar”. El otro obligó a mi amigo a pasarse a la parte trasera del furgón y él mismo se sentó al volante. De inmediato partieron. Volví a mi casa en un estado alterado después de la experiencia. Inventé que me había caído en la calle y me sentía mal, de modo que me encerré en mi dormitorio y me dormí. Eran cerca de las tres de la tarde y no desperté hasta pasada la media noche. Afuera llovía y había tormenta eléctrica.

Al día subsiguiente supe por las noticias que lo habían encontrado muerto en un establo, por El Alto del Robledal, cerca de la Rinconada de Aliaga. Se había suicidado de un tiro en la cabeza. Supe que no. No era posible. Lo habían asesinado, pero no podía decir nada por mi seguridad. Tuve temor de la amenaza y miedo de confesar mi traición infiel.

Mi papá fue militar. En ese entonces tenía algún cargo altamente confidencial en el ejército, del que nunca hablaba. Muchas veces lo llamaban a horas raras: mitad de la noche, en medio del almuerzo familiar del domingo, o cuando tenía invitados, ya fueran camaradas de armas o relaciones sociales y parientes; entonces salía pidiendo perdón y dando explicaciones ambiguas: “Es del comando, tengo que ir urgente” o “Me llaman del edificio de gobierno” o “Es del ministerio”, en fin. A mí, por esa época, no me llamaba la atención, porque era, apenas, algo más que una adolescente y todo me parecía natural: era mi papá.

El campus donde estudiaba el primer año de universidad quedaba varias cuadras alejado de la avenida por donde podía tomar alguna locomoción, pero, de todos modos, era grato caminarlas al caer la tarde, cuando empezaba a oscurecer. Ese día de mediados de abril llegué al paradero de buses cuando aún no encendían las luces de los faroles públicos, a esa hora que todas las cosas parecen de metal, especialmente los vidrios cuando el último sol les cae al sesgo. Es el instante en que todo parece vivir un momento mágico. Algunos minutos después de llegar, se detuvo frente a mí ese furgón pequeño: un “pan de molde”. Primero no le di importancia y, por los reflejos de la luz, no podía ver quién iba dentro. Entonces bajó el vidrio de mi lado y vi un rostro conocido. No supe quién era, ni por qué o de dónde me era familiar. Sonriendo con una sonrisa de dientes muy grandes y achicando los ojos hasta casi cerrarlos, me dijo en tono conocido y ameno “¡Sube! Te llevo”. Era todo tan cordial, que sin lograr ubicar cómo encajaba esta familiaridad con la duda que me recorría más allá de los sucesos inmediatos, acepté la oferta y subí al auto. Mientras subía, mientras se ponía en movimiento, mientras pasaba ese primer momento de silencio entre nosotros, me preguntaba quién era él: ¿un primo algo lejano?, ¿un compañero de universidad?, ¿quién?, ¿quién? Entonces me dijo: “Voy hasta la Avenida de la Conciliación y ahí sigo a la derecha hacia el barrio alto”. “Yo también voy para ese lado”, respondí sin sospecha alguna. Me preguntó mi nombre, de modo que mi alerta me dijo que él no me conocía. Su familiaridad era solo un truco. Le pregunté el suyo: era un desconocido, pero, sin embargo, su nombre me sonaba conocido de algún modo. “¿Y qué haces?”, dijo, para entablar alguna conversación: “¿Estudias? ¿Eres universitaria?”. Repliqué la pregunta después de responder: “¿Y tú?”. “Por ahora solo soy atleta; me preparo para los juegos olímpicos”. En ese momento lo reconocí. Supe que era El Lancero; confié en él. Dobló en la Avenida de la Conciliación. Hablamos de modo ameno hasta que llegamos a la bifurcación. Una rama enfila hacia la cordillera y el despoblado, en tanto que la otra sube un par de cuadras hasta los terrenos del convento de los curas benedictinos.

“Déjame aquí en la esquina”, dije. “Vivo hacia el lado de los curas”. “No”, respondió asertivo, “Vamos aquí, un poco más allá hay un café y tomamos algo”. Insistí en que me dejara bajar, mientras seguía avanzando. “¡Putas que eres pendeja!”, alegó irritado. “Vamos aquí no más y después te llevo hasta la puerta de tu casa”, propuso imperativo y me acarició la pierna antes de darme unas palmaditas suaves. “¡Para, imbécil!”, grité asustada. “¡Ya!, ya voy a parar. Si ya estamos llegando”. Había avanzado a lo menos unas cinco o seis cuadras y seguía sin hacer ningún amago de detenerse. “O me dejas bajar o me tiro para abajo”, dije ahora asustada, abriendo la puerta. Vi cómo pasaba el pavimento junto al auto y me imaginé rodando ahí. Sentí un escalofrío que me atajó. Él pasó sobre mí y cerró la puerta; entonces, fuera de control, le grité que me dejara y comencé a golpearlo en el brazo, el pecho, la cabeza. Se dio vueltas hacia mí y como si mis golpes no le hicieran nada, me miró desencajado y me dio un solo puñetazo con todas sus fuerzas en la nariz. Solo vi una intensa luz blanca que me dejó ciega, pero no sentí dolor en ese momento. No vi la maniobra, pero percibí que doblaba hacia la izquierda. Bajamos a un camino de tierra que percibí por el sonido, no veía nada, como si estuviera encandilada, y, a poco andar, atravesamos un puente de madera. Solo cuando, después de pasar el puente, habíamos avanzado quizás una o dos cuadras por el camino de tierra, comencé a recuperar la vista. Estábamos en la última penumbra antes del ocaso. Recién fui consciente de que lloraba y que estaba sometida a mi suerte. No sé cuánto más entró por ese camino, quizás si uno o dos kilómetros y se detuvo bajo un sauzal. Quedamos semicultos por las ramas que chorreaban de los árboles. Entonces se giró hacia mí y me abrazó. Dijo, con voz tierna: “Perdóname, amorcito, es que estabas muy histérica” y a la vez me acariciaba la cabeza.

  
                                       
  

La investigación no fue más allá de la constatación visual de pruebas que indicaban que la víctima se había quitado la vida disparando una pistola Taurus TH9 de nueve milímetros contra su sien derecha.

  
  

El animal, cuando su depredador lo somete, ya no tiene fuerzas para reaccionar y se queda quieto, a merced del enemigo. Este comienza a devorarlo mientras su presa está aún viva pero sin reacción ninguna. Así sentí el poder del hombre, que comenzó con delicadeza a acariciar mi pelo, a besar mis labios con evidente finura. Sus manos se posaron primero con delicadeza en mis senos, después con ansias y luego con cierta furia, desgarrando mi blusa y apartando mis sostenes. Sentí con asco y horror el calor de sus bufidos al acercar su boca a mi pecho, mientras sus manos exploraban casi desesperadas bajo mis faldas. Me sometí a sus ímpetus, sabiendo que mi debilidad jamás lograría sino hacer más penoso el suplicio. Al fin, me empapó con sus fluidos y en seguida cayó acezando sobre sus espaldas en su asiento.

Libre ya del agobio de su abuso, con las últimas fuerzas lo golpeé en la cara y le grité: “¡Te odio, maricón!”. Enfurecido, abrió, pasando por encima de mí, la puerta y me empujó fuera del furgón, mientras gritaba: “¡Bájate, puta! ¡Fuera de aquí, infeliz!”. La fuerza del impulso me hizo caer sentada al suelo. Sentí cómo arrancaba el motor del vehículo y se ponía aceleradamente en marcha, haciendo patinar las ruedas en la tierra. En unos segundos desapareció en la oscuridad de la noche con las luces apagadas. Se llevó en su auto mi honra, mi estima personal, mis calzones y mis libros y cuadernos de la universidad. Quedé ahí sola, tirada en la oscuridad total, sin saber dónde me encontraba.

Caminé a tientas en el sentido inverso del furgón, durante un tiempo imposible de determinar, que me pareció infinito, hasta que de repente surgió en la oscuridad la silueta de una mujer con una niña pequeña, seguida de un perro, que se acercó gruñendo a olerme. “Quédese quietita no mah. No le va a hacer na. Es donde no la conoce”. Dio un silbido y dijo: “¡Juera!”. El animal bajó la cola y se alejó con un gemido. “¿Cómo salgo de aquí?”, pregunté. “Pa allá mismo”, dijo, a la vez que giraba para hundir la mirada en la oscuridad a sus espaldas. “¿Y hay algún lugar de donde llamar por teléfono, por aquí?”, pregunté. Otra vez hundió la mirada en la oscuridad y dijo: “Pa allá mismo, en lo de don Florián”, y, como si ya no hubiera nada más que pudiéramos hablar, le dio un tirón a la niña y emprendió otra vez su camino en la noche ya caída.

«Ayer fue encontrado muerto el destacado atleta nacional conocido con el apodo de El Lancero. Su cuerpo fue hallado por un campesino del sector del Alto del Robledal, en un establo del fundo El Sauzal Bajo. El atleta se había hecho conocido cuando batió el récord panamericano de lanzamiento de la jabalina, con el cual superaba la marca olímpica de la disciplina, que esperaba validar en los próximos Juegos». Otros medios, en un primer momento dieron la noticia en términos similares o más escuetos. Con un facilismo extremo y una investigación negligente, la policía determinó que la muerte del atleta había sido un suicidio. El ministro en visita de la corte que tomó la causa la cerró con el mismo veredicto y bastante premura. Algunos medios, mucha gente, la opinión pública, guiada por los programas matinales de la televisión de la época, tuvieron muchas dudas y comenzaron a hacerse preguntas. Entonces aparecieron testimonios, teorías, elucubraciones, conclusiones y más, imposibles de verificar pero que constituyeron una leyenda, que puede tener mucho o poco de verdad.

El expediente judicial del caso dice que en la fecha del suceso un vecino del sector del Alto del Robledal encontró en el establo del fundo El Sauzal Bajo el cuerpo sin vida del atleta, de lo que había hecho la necesaria constancia a la policía, la que se había constituido en el lugar y oficiado al juez del crimen de la jurisdicción pertinente, quien instruyó las diligencias correspondientes y ordenó la remoción del cadáver y la colección de pruebas para la investigación de los hechos. La investigación no fue más allá de la constatación visual de pruebas que indicaban que la víctima se había quitado la vida disparando una pistola Taurus TH9 de nueve milímetros contra su sien derecha. El arma había sido disparada una sola vez y el casquillo de la munición había sido hallado junto al cadáver. No se realizó pericia balística. El arma era bastante antigua y había sido adquirida por su dueño original hacía más de diez años. Luego había sido robada y recuperada en algún procedimiento policial, quedando, entonces, según la ley, en los arsenales del ejército.

El expediente incluía varias fotografías tomadas en el lugar, tanto al cadáver como al entorno del establo y al vehículo que se comprobó que pertenecía al suicida. Se anexaba el parte de denuncia del campesino que lo había hallado y el resultado del interrogatorio que le realizó luego la policía. La autopsia, aparte de los datos técnicos que aseguraban que el occiso era quien se suponía que fuera, indicaba una serie de datos técnicos que descartaban otras causas de muerte que no fueran el disparo, sin salida de proyectil, alojado en el lóbulo frontal del hemisferio izquierdo, apoyado en el hueso esfenoides, lo que sugiere que el disparo fue realizado en dirección de arriba hacia abajo en un ángulo de tres grados y de adelante hacia atrás en cinco grados; todo lo cual sugería un posible suicidio, aun cuando no podía descartarse la acción de un tercero. No obstante que la mano derecha presentaba rastros de pólvora quemada y sostenía la pistola que habría disparado, el análisis funcional de los miembros sugería la posibilidad que el sujeto fuera zurdo.

Con todos estos antecedentes a la vista, el ministro de la corte cerró el caso como un suicidio. No se investigó si el suicida había dejado alguna carta que explicara su decisión, antecedente que sugirió a la familia que El Lancero pudo haber sido asesinado, aun cuando no pudieron proponer una causa plausible: tampoco la había para el suicidio. Como sea, su familia parental intentó investigar la posibilidad de la intervención de terceros, y tal vez fue la causa de que se iniciaran las leyendas y mitos que han perdurado en el tiempo. Su mujer, por otra parte, se negó a participar en este esfuerzo por esclarecer los hechos, alegando que podía afectar su imagen y perjudicar su carrera como cantante.

Casi quince años después, la familia, que nunca tuvo acceso al expediente judicial o a los partes policiales, logró encontrar al campesino que descubrió el cadáver. Este los llevó a ver el lugar y señaló los detalles del hallazgo, posición del cuerpo, la extraña torsión de este y más. El campesino habría señalado un lugar en una de las vigas del techo del establo donde él creía percibir un agujero de bala. También les dijo que había conocido a un vecino, ya difunto, que aseguraba haber visto llegar el furgón seguido de un auto grande de color verde oscuro, del que bajaron otros hombres que habrían acompañado al atleta al interior del establo. No recordaba si el relato del testigo indicaba que los hubiera visto irse. Lo que sí relataba era que había escuchado dos detonaciones, que inicialmente había confundido con los primeros truenos de la tormenta que se desató después. Al parecer, este testigo intentó entregar su testimonio, pero nadie se interesó por escucharlo.

Los investigadores encargados por la familia rastrearon la techumbre del galpón que alojaba el establo y encontraron una bala de calibre nueve por diecinueve alojados en el lugar indicado por el campesino. No se pudo explicar el hecho que hubiera este segundo proyectil en un lugar que sugería un disparo percutido desde la posición del cadáver que no estaba respaldado por un segundo casquillo. El estado de la madera en el agujero dejado por la bala sugería una antigüedad similar a la del suceso investigado o, en todo caso, mayor. ¿Pudo ser, casualmente, un disparo desconectado del suicidio? No se pudo demostrar ni una ni otra alternativa. El investigador no pudo acceder a la pistola supuestamente utilizada por El Lancero, que había sido dada de baja y entregada a los arsenales del ejército para ser fundida. Por otra parte, el expediente indicaba que el arma solo había sido disparada una vez. ¿Cómo podía, entonces, explicarse este segundo disparo, que pudo ser escuchado por un testigo? Desafortunadamente, este ya había fallecido y no se pudo conseguir otros antecedentes en este sentido.

El investigador rastreó sin resultados la pista de los autos verde oscuro de fabricación americana que hubieran obtenido permiso de circulación en el año de los hechos. Buscó denuncias hechas en la fecha o inmediatamente posteriores, relativas a accidentes de tránsito en las rutas usuales de El Lancero, especialmente en la avenida que va desde el campo deportivo de entrenamiento hasta la avenida principal, sin ningún indicio. Preguntó en los negocios aledaños si recordaban algún suceso que involucrara a un furgón “pan de molde” con un auto grande americano de color verde. Finalmente, su empeño dio resultados. Una mujer que trabajaba en una casa del contorno de la plaza que interrumpía, en aquel tiempo, la avenida, relató que antes que la vía fuera abierta por el centro del parque, recordaba haber visto “un auto verde, grande, que se cruzó delante de un furgón, como si fuera a doblar a su mano derecha, y se detuvo bien bruscamente, encerrando al furgón. Unos hombres se bajaron del auto y sacaron a tirones a una mujer que iba en el furgoncito y se subieron ellos. Después partieron los dos, el auto verde oscuro y el otro, para la izquierda hacia el centro de la ciudad. La mujer quedó tirada en el suelo, sola. Yo la ayudé a pararse y después se fue en sentido contrario al de los autos. Estaba como avergonzada: ¡Ni las gracias dio!”.

El investigador pudo coleccionar un sinnúmero de testimonios indirectos que apuntaban a que El Lancero levantaba mujeres en la ruta de retorno de sus entrenamientos, o recorría las avenidas concurridas, invitando a mujeres en los paraderos de la locomoción colectiva. Algunos se repetían, con ligeras diferencias de detalle, como el de la universitaria que habría recogido y llevado con engaños a un lugar despoblado donde la habría violado. Algunas versiones de este caso aseguraban que la joven habría ido con el atleta de manera voluntaria, pero que después, despechada por un supuesto rechazo, habría intentado aprovecharse de su fama para obtener algún provecho o venganza personal. Otras, que aludían al secuestro y abuso, aseguraban que la universitaria era hija de un funcionario policial de alto grado, que habría sido responsable de la muerte de El Lancero. Hubo algunos medios que se hicieron eco de este rumor e investigaron al funcionario policial que podría calzar con el caso. De esta manera, a base de rumores, trascendidos, testimonios de testigos supuestamente bien informados y más, se llegó a identificar a un alto oficial, al que se entrevistó y tuvo que confrontar la acusación periodística construida y salir a defender su inocencia ante el tribunal implacable de los medios de prensa, que habían comenzado a publicar el caso en el que se le identificaba con nombres, rango e institución.

     
                                       
  

La posición en que había caído mostraba con claridad que no había sido de manera violenta, sino con alguna suavidad, casi como si lo hubieran posado ahí.

  
  

El oficial que pertenecía a la rama de inteligencia de la policía se defendió alegando que si bien tenía una hija universitaria, “esta estudiaba en la Creighton University, en Omaha, en Estados Unidos, por esa época. Por otro lado, yo mismo estaba en comisión de servicio en Italia cuando ocurrieron los hechos, lo que pueden, si lo desean, corroborar en la institución”.

El abogado de la familia del atleta recurrió al tribunal de primera instancia para pedir revisión de la causa que determinó el suicidio, a pesar que los indicios tenidos a la vista resultaban circunstanciales. De hecho, el único testigo en la causa había sido el campesino que halló el cuerpo del suicida en el establo y lo reportó como suicidio: “Hay un hombre muerto en el establo abandonado que hay a la entrada del camino al Alto del Robledal. Creo que se suicidó”. Los funcionarios policiales redactaron el parte del hallazgo en términos perentorios: “El occiso, de sexo masculino, de aproximadamente veinticinco años, se encontraba tendido en posición de haber caído a causa de un disparo en la sien derecha realizado con el arma que se encontraba en su mano”. El peritaje médico indicó que la causa de muerte era un tiro de pistola autoinfligido, con el arma en la mano del suicida, cuyo plomo se encontró alojado en su cavidad craneal. Era demasiado claro.

El proyectil incrustado en la viga del techo del establo podía obedecer a un disparo realizado en otra ocasión o a un tiro realizado de prueba por el propio suicida, que no dominaba el uso del arma y que en ningún caso era prueba irrefutable de la participación de terceros. Tampoco era prueba, sino muy circunstancial, el relato de la intercepción de un vehículo similar al del suicida en un lugar alejado de los hechos. No se encontró pruebas en la escena del suceso que indicaran la presencia de terceras personas. No había testigos de la presencia del supuesto automóvil verde oscuro y sus ocupantes. Lo mismo que otros elementos alegados estaban todos basados en rumores, historias y leyendas. Por todo esto, el tribunal de primera instancia rechazó la petición: “A lo que se solicita resuélvase: No ha lugar”.

El abogado recurrió de apelación, pero la Corte de Apelaciones confirmó lo actuado por el tribunal de primera instancia. Finalmente, presentó un recurso de casación en fondo y forma, debido a fallos en la investigación e interpretación de las pruebas. La Corte Suprema rechazó el recurso por tres votos contra dos, con el voto decisivo del abogado integrante de la sala, que a su vez era abogado del departamento jurídico del ejército. El recurrente alegó, por otra parte, que este habría sido llamado de manera irregular, saltando el orden de precedencia debido. La corte no consideró que estos hechos fueran causa de inhabilidad.

De este modo, la causa fue cerrada definitivamente con la sentencia de suicidio de la víctima, en la justicia penal ordinaria, quedando así sujeta a los tribunales de la calle y la opinión pública, cuya sentencia se sujetaría, no a las pruebas, como sucede en aquella, sino al sensacionalismo, al rumor, a la leyenda y la fantasía. La que se decía más seria se ajustaría a las supuestas investigaciones encargadas por la familia de El Lancero, y sostenía que este, el día de su muerte, regresaba de su entrenamiento diario con una compañera de equipo, conduciendo su vehículo por la avenida que va del campo de deportes a la de La Conciliación cuando fue interceptado por un automóvil americano de color verde oscuro, perteneciente a la agencia de inteligencia de la policía uniformada, en la plaza del mismo nombre de la avenida. Dos sujetos que viajaban en el vehículo americano abordaron el del atleta, obligando a su compañera a descender y lo habrían obligado a conducir a la ruta de la costa, desviándose ambos vehículos al sector de la Rinconada de Aliaga. A medio camino entre la Rinconada y el Alto del Robledal, habrían ingresado el furgón y el automóvil verde a los establos del sector. En una de sus pesebreras habrían asesinado a El Lancero con un tiro en la sien derecha, para luego poner el arma en la mano correspondiente de este y percutir un segundo tiro que habría quedado incrustado en una viga del techo del establo, con el fin que la mano del suicida tuviera rastros de pólvora quemada. Los asesinos y tampoco los investigadores forenses habrían reparado que el atleta era zurdo. La víctima habría caído sobre su costado izquierdo y habría sido virado hacia la derecha para acomodar el arma en su mano, luego de reponer en el cargador la bala utilizada. De esta manera, el cuerpo habría quedado en una posición contorsionada extraña. El crimen sería un encargo en venganza de un supuesto ataque de la víctima a una joven universitaria, hija de un oficial de inteligencia del ejército.

La cantante, pareja del atleta, había desarrollado una carrera exitosa que la había llevado a triunfar en toda América Latina. En el día de los hechos, ella se encontraba en gira en México. Hubiera sido de esperar que la hubiera suspendido y retornado de inmediato. Pero no sucedió. Una vez concluida la gira, que incluyó otros dos países, al llegar al aeropuerto fue abordada por los periodistas de diversos medios, tanto de farándula como policiales. En sus declaraciones, todas extrañamente evasivas, jamás mencionó el nombre de su pareja y solo se refirió a él como “el padre de mis hijos”. Este hecho fue interpretado por muchos como una rara aversión, quizás tangente al odio, que se transformó en culpa. Así, una segunda sentencia del tribunal de la calle estableció que ella había contratado a los esbirros que ejecutaron al padre de sus hijos.

Una tercera sentencia de la justicia popular acogió la tesis del suicidio, explicado como una reacción al remordimiento por el abuso cometido con diversas mujeres, agravado por la difusión que ciertos medios sensacionalistas habrían hecho de esta información.

Muchas personas alcanzan notoriedad por ciertos logros personales en su vida, que, pasado el tiempo, son olvidados. Así sucede en casos como el de El Lancero. Pero la inmortalidad solo se alcanza si, enredado con el logro personal, se muere de manera espectacular.

Fantasía y realidad construyen la leyenda. Quizás es solo leyenda o nada más que fantasía, pero puede ser parte de la realidad que, por lo mismo, no siempre es pública, sino solo cuando es espectacular. En este caso no llegó a serlo. Dijo:

—Mamá: Yo maté a ese hombre. Debí hacerlo porque estaba atado a un pacto; el mismo que ahora será mi condena, porque al fin me toca morir a mí. Ahora debo entregar mi alma al peso de la gran conciencia universal del mal. Quizás tú quieras llamarla Infierno o Lucifer, quizás Belcebú o Gehena, el Demonio o el Ángel Caído, Bahal Zebub, Satanás o el Gran Farsante; ¡no importa! Llámalo del mejor modo que sepas. Sábelo, mamá, no fue el único; no fue lo único: me entregué al mal y la perversión, y por eso, ahora, al momento de mi muerte te lo pido: ¡Ruega por mí! ¡Ruega porque reciba conmiseración y perdón! Quizás si tú me perdonas, mamá, allá en mi destino final, ellos luchen por mí y rescaten mi alma del gran abismo para burlar al Gran Burlador Universal. Muchos, lo sé, mientras perdían su alma, la ganaron en el momento de la caída, arrepentidos. Yo ahora estoy cayendo, mamá. Ahí veo a los que ya cayeron antes que yo: están Augusto, Sadham, Pol, Vladimir, Joseph, Adolf…,  y, con su lúgubre coro, me llaman a ser uno de ellos y yo no, no lo deseo. Ruega por mí, mamá. Todavía veo al ver hacia arriba a Lázaro que tuvo consuelo, a Franz que fue traicionado, a Fedor que no logró crear al gran héroe del pequeño Aliosha, a Goethe el profeta de mi destino, a Mann refigurando al Fausto; ruega por mí, te lo ruego. Entre ellos, con su lanza en ristre, venciendo todas sus miserias, lavado de sus ofensas, está el suicidado. Dile, mamá, que me perdone, que me extienda su mano, o con ella, el largo de su lanza justiciera para sujetarme y ascender.

Al fin, ya casi vencido y condenado, con su último aliento dijo:

—Solo rescindo el contrato y entrego mi alma a la misericordia popular.

Nada más se puede decir. ¿Acaso perdonan los pueblos?

  

  

  

  

  

  

  

Kepa Uriberri nace en un invierno austral, en Santiago de Chile, a mediados del siglo pasado, con un nombre diferente. A comienzos del actual, empieza a escribir, así como se llega a una fiesta a la que no se ha sido invitado. Para no ser notado, oculta su nombre real con uno ficticio, que el destino, quizás por broma, lo ha ido convirtiendo en verdadero. Hoy, cuando escribe, y quizás para siempre, ha llegado a ser Kepa Uriberri. No ha cultivado honores, ni títulos, ni reconocimientos excepto el agrado de ser leído por algunos pocos en su literatura abierta y gratuita, depositada en la gran red universal.

Al Kepa Uriberri que escribe se le puede leer en «Peregrinos y sus Letras», «Adamar», «Pluma y Tintero» y, desde luego, y desde hace muchos años, en «Gibralfaro». «NaranjaPlatano» y «El lugar literario de Kepa Uriberri» son sus sitios propios de libre expresión.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 1. Página 3. Año XIX. II Época. Número 107 EXTRA. Julio-Diciembre 2020. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2020 Kepa Uriberri. © Las imágenes incluidas en esta publicación se usan exclusivamente como ilustraciones del texto y los derechos de autor que pudiesen concurrir en ellas pertenecen en exclusiva a su(s) creador(es). Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2020 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).

    

    

     

 

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