HACE UN TIEMPO el Ministro de Asuntos Exteriores dijo que aplaudía a los españoles que viajaban al extranjero porque era un buen modo para enriquecerse culturalmente, ganar experiencia y amplitud de miras. Se le olvidó mencionar en su declaración de intenciones que los jóvenes que se van a Alemania o a Francia lo hacen porque en su país se mueren de hambre. Además, una vez que llegan a Centroeuropa, en el noventa por ciento de los casos, no les queda más remedio que fregar suelos, trabajar de dependienta en alguna tienda del extrarradio y vivir en un zulo lleno de suciedad con un colchón mugriento como compañero de fatigas. Atrás quedaron, si existieron, los tiempos en los que IBM contrataba en su sede de Dublín a un nutrido grupo de ingenieros informáticos procedentes de Villanueva de la Serena.

No pienso que haya una salida a la situación que se vive en este país, desde el punto de vista empresarial y humano. La crisis de valores alcanza proporciones estratosféricas, la envidia es el deporte nacional. Desde el punto de vista empresarial, el enchufismo está a la orden del día, una prolongación de la España de pandereta de finales del siglo XVIII. Simplemente se ha reemplazado al señor feudal por un ejecutivo de dudosa preparación escondido tras un iPod.

En mi caso, por ejemplo, he llegado a pensar que tengo alguna maldición o que me han echado un mal de ojo. Incluso me he planteado la existencia de una lista negra con mi nombre.

Tengo tres carreras, hablo cinco idiomas, un currículum brillante y llevo en paro cuatro años. Si no fuese por mi familia, viviría en la calle. Es muy fácil, mucho más de lo que nos imaginamos, convertirse en un sin techo.

Durante muchos años fui monitor de una red de apoyo a la integración social en Madrid. Atónito, contemplé decenas de casos de médicos, ingenieros, abogados y profesionales con sueldos elevados que, de la noche a la mañana, estaban mendigando en la Puerta del Sol.

Todos estamos en el mismo barco.

Me hace gracia que los amigos de mis padres me vean como alguien extraordinario. ¿Tu hijo, sin trabajo? Eso es absurdo, siempre ha sido un chico muy listo, conseguirá algo en breve y encima de directivo de una empresa en Shanghái, suelen decir a mi madre cuando se la encuentran en la cola del supermercado.

Y yo me pregunto: ¿Qué entiende esa gente por breve? ¿Canas en la barba, una gayata de última generación, un bastón quizá, una habitación en un asilo de la periferia pagado por la beneficencia, vejez, senectud, prostatitis aguda, ocaso, final?

  

                                       
 

Tengo tres carreras, hablo cinco idiomas, un currículum brillante y llevo en paro cuatro años. Si no fuese por mi familia, viviría en la calle. Es muy fácil, mucho más de lo que nos imaginamos, convertirse en un sin techo.

 

  

De todos modos, agradezco sus buenos deseos.

El periplo en el extranjero ya lo viví cuando era joven y permanecí casi diez años en varios países de Europa. Volví a España antes de la crisis y durante seis años trabajé en Madrid en una televisión autonómica en la que me hicieron mobbing por no comulgar con sus ideas conservadoras, y porque mi jefe pensaba que la formación y la inteligencia eran perjudiciales para el desarrollo del equipo. Afortunadamente, hubo un severo expediente de regulación de empleo, que hizo que el canal casi desapareciera, y me quedé sin trabajo.

Los medios de comunicación en este país funcionan por enchufe y por amiguismo de portal. Se nutren de becarios a los que pagan una porquería y a quienes explotan durante jornadas maratonianas. Demasiada corrupción informativa, caciquismo y canales politizados. Como ciudadano de a pie, no soporto la telebasura, ni la vergonzosa y denunciable de los programas de Telecinco, ni la amable y marujil de espacios como España directo, en los que el presentador de turno, chillando a sus invitados como si no hubiesen conectado el audífono, trata a la audiencia como anormal profunda al descubrir los diferentes tipos de tortilla de patata o las variedades de bacalao al chilindrón.

La cadena autonómica en la que me hicieron mobbing antes del ERE, adalid del periodismo politizado, estaba dirigida por una persona que consideraba que saber idiomas y haber pasado más de 15 años en el extranjero restaba puntos al currículum. Un día me invitó a tomar un café y me sugirió que bajase mi ritmo de trabajo porque había recibido quejas de mis compañeros, quienes me veían como una amenaza. En esa televisión, cada reportero hacía una media de dos noticias de 50 segundos de duración al día. Teníamos tres meses de vacaciones al año, un turno de siete horas diarias con 90 minutos para comer, cheques restaurante y taxis pagados si salíamos más tarde de las nueve de la noche. No es de extrañar que quebrase, digo yo.

Al negarme a bajar mi ritmo de producción (en vez de dos noticias diarias, hacía cinco, tampoco es que escribiese la Biblia), mi jefe empezó a supervisar todo lo que hacía para ralentizarme. No me encargaba nada hasta pasadas tres horas del comienzo de mi jornada laboral y no me permitía locutar ni montar los textos hasta que en la pantalla del ordenador en la que teníamos la plantilla aparecía una V de “visto” en la parte derecha.

En innumerables ocasiones, él mismo o sus acólitos escribían faltas ortográficas o información errónea para que yo me equivocara al grabar las noticias. En ese momento, yo superaba los 36 años y mis compañeros tenían una media de edad de 24 y gozaban de su primer trabajo remunerado tras haber salido de la universidad. Tras el ERE, se convirtió en un canal residual que prácticamente nadie tenía sintonizado en sus televisores. Pasó de tener más de mil empleados a contar con poco más de cien y solamente tenía licencia para emitir programas de los ochenta como Con las manos en la masa o El hombre y la Tierra, sin contar las películas de Chuck Norris descatalogadas.

Guardo imborrables anécdotas de ese canal de televisión en el que aprendí tanto. Uno de mis compañeros, Miguel, estaba muy interesado en el mundo de lo paranormal, algo que me entusiasmaba habida cuenta de mis experiencias con las psicofonías y la ouija en mi infancia.

Un día teníamos que escribir un reportaje acerca del reestreno en Broadway de West Side Story. Miguel, de 21 años, feo con avaricia, virgen, recién licenciado y que hasta ese momento tan solo había trabajado en la sección de esquelas del periódico universitario, estaba de jefe.

—Haz el favor de escribir una noticia acerca del estreno en Broadway de West Side Story.

—Será el reestreno— dije yo.

West Side Story es una película estadounidense muy antigua en la que varios personajes cantan y bailan.

Me encantó su descripción de la maravillosa película de Robert Wise, de 1961. Estaba buscando subestimarme, como siempre hacían. Viene a mi cabeza una aclaración que me haría otra compañera tiempo después al hablar de Robert Redford. Ese día estaba ella de jefa (iban turnándose) y me encargó un artículo sobre Sundance, festival promovido por Redford en Estados Unidos.

—Cariño, te he mandado información sobre Sundance. Es un evento de cine creado por Robert Redford. ¿Sabes quién es? —me preguntó Elvira.

—Robert Redford, ¿el arquitecto? —respondí yo.

Era tan sumamente limitada que no cogió la ironía y se sintió satisfecha de sus aclaraciones. Me encanta la juventud.

—¡Qué escándalo! Gracias por tu comentario. Jamás en la vida había oído hablar de esa película, que, por cierto, tiene diez Oscar —contesté a Miguel.

—Te he pasado dos vídeos que ha mandado APTN en los que se ve a Nathalie Wood entrando en el teatro.

Houston, we’ve got a problem! ¿Nathalie Wood? No daba crédito cuando Miguel mencionó el nombre de la actriz, fallecida hace más de 30 años. Habría que llamar corriendo a la revista Science o a Iker Jiménez, experto en temas paranormales.

—¿Estás seguro de que has visto a Nathalie Wood?

—Es una actriz muy conocida.

—Era.

—¿Qué dices?

—Está muerta.

—Me vas a decir a mí quién es Nathalie Wood? Me encantan sus películas.

—Miguel, de verdad que Nathalie Wood murió a principios de los años ochenta al caerse de un barco. De hecho, es una muerte que aún hoy en día guarda mucha controversia y no se sabe si fue un accidente o un asesinato.

—Te confundes. Sale dos veces en las imágenes que nos han mandado. Abre con ella.

La noticia salió en antena. Cuando llegó a la redacción el jefe máximo ordenó a Miguel modificarla. Habían pasado cinco horas. No le echó ningún rapapolvo ni se acercó a mí para disculparse. Tiempo después, se repetiría una escena similar con Carmen Martín Gaite. Miguel aseguró haber visto a la escritora en las imágenes que FORTA nos había enviado con motivo del comienzo de la Feria del Libro. Y, de nuevo, me obligó a elaborar el reportaje abriendo con la muerta.

Como he dicho antes, trabajar en una televisión en España es casi imposible si no conoces a alguien en la junta directiva. Triunfan los programas de cotilleo en los que periodistas de tres al cuarto ganan tres mil euros al día por poner verde al famoso de turno. Famosos de pacotilla, además, no hablamos de empresarios o premios Nobel, sino de personas conocidas por haber hecho una felación a un torero en la enfermería antes de entrar a matar o haber sobornado a un magnate de los negocios.

Al verme en la calle, opté por volver a estudiar y enlacé tres máster seguidos. Perfeccioné mis idiomas y me metí de lleno en el mundo del teatro porque un alma inquieta como la mía no podía quedarse en casa haciendo punto.

Siempre había escrito, desde pequeño, teatro y relatos cortos, pero como una afición. De la noche a la mañana, era mi modo de vida. Tendría que añadir aquí uno de esos emoticonos tristes del whatsapp porque llamar “modo de vida” al arte en un estado que grava el 21% a los productos culturales es un poco paradójico. Y patético. Desde entonces, he labrado una carrera teatral impresionante. Si alguien ajeno al mundillo de la farándula se mete en mi portal de Internet de dramaturgia, pensará que vivo en Cannes o en Saint Tropez al ver mis premios y galardones y que mis obras se representan en varios países del mundo. Hay un pequeño detalle. Gano de media unos 20 euros por representación teatral. Miento. Hace unos días recibí 3,28 euros de una pieza que había estado una semana en Miami.

El 90% de los actores y actrices con los que trabajo no vive de su arte.

Es muy gracioso porque cuando te presentan a alguno de ellos y te enteras de que es actor, tras el saludo de cortesía viene implícita la pregunta del millón: Así que eres actor, muy bien, ¿y de qué vives?

A los dramaturgos nos sucede algo parecido.

De los innumerables premios que he ganado, tan solo me han dado compensación económica en dos: 400 euros por cada uno. Habida cuenta de que tengo que pagar el alquiler y comer, no es que haya ganado precisamente el Planeta. Eso sí, tengo decenas de esculturas en casa, preciosas, debería plantearme fundirlas y obtener algo en el mercado negro.

Los organizadores de algunos certámenes de teatro, sabedores de que los artistas tenemos dificultades para llegar a fin de mes, han tenido la delicadeza de premiarme con viandas. Hace unos meses llamó al telefonillo de casa el cartero y me subió una botella de sangría, primer premio de un concurso de literatura que había ganado en Barcelona. La semana pasada recibí el aviso de llegada de una botella de aceite de oliva virgen tras ganar un premio de relatos en Jaén. Tengo que ir a Correos a recogerla, que se me ha terminado el aceite que tenía en casa. Lo utilizaré para freír unas croquetas de bacalao que me dio mi madre el otro día. Es maravilloso.

Me parece lamentable que se valore de esa manera a la cultura. Del periodismo he pasado a la creación teatral y admito que este último sector me ha dado muchas alegrías, pero también muchos sinsabores. No tiene precio ver cómo el público se emociona con un texto creado en la soledad de mi hogar, de noche, con música clásica de fondo y una copa de Rioja a mi vera. Pero, al mismo tiempo, desconcierta, genera impotencia y frustración y ganas de tirar la toalla observar cómo tanto esfuerzo se paga con botellas de aceite. Un poco de dignidad para los artistas, crear no está reñido con comer y vivir decentemente.

Escucho en radio y en televisión que hoy en día se prima el conocimiento de idiomas, las estancias en el extranjero, los estudios, el dinamismo y las ganas de aprender en el mercado laboral.

¡Mentira!

A los lerdos y mediocres se les permite avanzar, mientras que en el país de los envidiosos a quienes están preparados se les destroza, se les arrasa, defenestra y hace vacío hasta extremos insospechados.

Así que mi consejo es claro.

No estudiéis. ¿Para qué?

No salgáis fuera, no habléis varios idiomas, no tengáis inquietudes. Es absurdo. Se lleva ser anormal, encefalogramas planos.

¿Por qué, cuando se es diferente casi todo, el mundo quiere aplastar al prójimo o pasarle por encima?

Vivimos en una sociedad que se denomina moderna y liberal.

¡Falso!

Tienen miedo a que pensemos, a que se nos vaya la cabeza, al desequilibrio, cuando la locura propia de las mentes exuberantes e intensas es lo único que puede salvarnos.

Da pena que un país en el que nació la picaresca y en el que reírse de uno mismo solía ser el antídoto para evitar males mayores haya caído en esta cultura barata de tintes fascistas caracterizada por la envidia, el qué dirán y el miedo a perder lo que no se tiene.

Buscan rebaño y yo me niego a ser una oveja, llevo toda mi vida intentando aceptarme a mí mismo y no voy a permitir que la ignorancia de la masa me obligue a deshacer el camino andado a base de mucho esfuerzo.

Quizá por eso no tengo trabajo, porque no quiero que me metan en el redil ni creerme las mentiras de los políticos de turno que nos animan a emigrar porque no tienen la valentía de reconocer que lo que hay en casa es una porquería.

Y quizá por eso he apostado por centrarme en el mundo del teatro en estos cuatro años sin recibir una nómina, porque el teatro me permite batallar, expresarme, criticar lo que está mal y utilizar el arte para cambiarlo. No conseguiremos nada porque la atonía de este país es crónica, una costra de una vieja herida que se ha pegado a la piel como una sanguijuela, pero al menos tendrán que oírnos. Ya que ellos no nos dan trabajo, les daremos el trabajo de escucharnos. Que se jodan.

  

  

                                       
 

...Quizá por eso he apostado por centrarme en el mundo del teatro en estos cuatro años sin recibir una nómina, porque el teatro me permite batallar, expresarme, criticar lo que está mal y utilizar el arte para cambiarlo.

 

  

  

  

  

  

  

      

       

Eduardo Viladés. Escritor, dramaturgo y director de escena, es también experto en periodismo cultural y de tendencias y documentales de sensibilización social, con más de 24 años de carrera.

Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa.

Sus obras teatrales se han representado en varias ciudades españolas, de México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos.

Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Extrañas Noches (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover) y Viceversa (Nueva York).

Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia.

Administra el portal “Eduardo Viladés, Comunicación Integral” para facilitar información relacionada con las Artes Escénicas y su mundo , y el blog Eduardo Viladés, Dramaturgo. El Teatro al Alcance de su Mano”, dedicado a informar en exclusiva sobre su dedicación a la dramaturgia.

    

    

  

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 1. Página 5. Año XVIII. II Época. Número 105. Octubre-Diciembre 2019. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2019 Eduardo Viladés. © Las imágenes incluidas en esta publicación se usan exclusivamente como ilustraciones del texto, han sido tomadas de sendas bases de imágenes de Internet a través del buscador Google y los derechos de autor que pudiesen concurrir sobre las mismas pertenecen en exclusiva a su(s) creador(es). Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2019 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).

    

    

     

 

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