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HABÍA PASEADO LARGO y así continuaría hasta que mis piernas se
quebrasen. Eso o pegarme un tiro, pensé; “eso o pegarte un
tiro”, dije en alta voz mirando con rabia a los ojos del tullido
transeúnte que pasó casi rozándome. Los odiaba a todos, los
odiaba a todos. Entré en la iglesia. La decisión no fue ni mucho
menos meditada, simplemente volví el rostro, vi una cruz o eso
creí, y entré sin más. Ni siquiera sabía la confesión de la
parroquia, aunque en modo alguno me importaba. Simplemente la
vi, subí los escalones, avancé por la nave y me postré de
rodillas dejándome caer como un saco en el primer banco que vi.
Los seguía odiando.
Y los odiaba aún cuando a los pocos minutos escapé de aquel
lugar con los pantalones ya sucios y sin quedar convencido de
haber rogado por quien debía hacerlo. Chorreaba sangre, exudaba
hedor, y creo que eso era algo que los pocos viandantes que por
mi acera transitaban percibían de inmediato pues, una vez era
advertido, no daban tres pasos sin tomar la primera escapatoria
por dificultosa que fuese, sorteando si resultaba preciso la
fila de vehículos bien o mal aparcados, de modo que si giraba la
cabeza distinguía algo así como una diezmada columna de
zigzagueantes hormigas, el curso de un sucio riachuelo
abriéndose paso por la otra orilla de la calle.
Los seguía odiando y los odié aún más cuando ninguno de ellos se
dio la vuelta tras mi desaforado grito; doblé luego la esquina y
marché hacia el parque aunque ni por asomo pasearía por él, ni
por asomo. Me repelían los parques, con sus niños y mendigos, y
con los padres quizás, y con los padres seguro, los padres de
todos aquellos niños, la mayor escoria de la humanidad, velando
día y noche por que sus criaturas no se matasen o por que
creciesen sanas y acabasen desollando a sus compañeros de
escuela, como ellos habían hecho, como ellos se empeñaban en
ilustrar poniendo sus manos sobre el cuello de otros padres
mientras los niños jugaban o tal vez simplemente se aburrían.
Luego dejaban caer sus cuerpos sobre la arena, y meaban y
echaban tierra encima antes de coger a sus hijos de la mano,
llevarlos a la parroquia y, ya de regreso a casa, encerrarlos en
su habitación hasta la hora del almuerzo… y esperar y seguir
esperando asqueados y conmovidos mientras sus sucios bastardos
aprendían a masturbarse como monos, como lo que realmente eran,
como repugnantes monos. |
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Por eso los mataría. O no exactamente por eso, sino por algún
motivo cualquiera si me prestasen un arma o unas manos o
simplemente tuviese la suerte de que un padre y un hijo
corriesen delante de mí próximos a la calzada. Sí, bastaría
entonces con elevar la pierna diez, veinte centímetros, a la
altura de sus espinillas, para que fuesen a parar bajo las
ruedas de un autobús. Y luego a disimular, a echarse las manos a
la cabeza e incluso correr a prestar ayuda. Eso es, bastaría con
abalanzarse sobre esas ruedas ya detenidas y gritar con cierto
aplomo: “¡nada que hacer!, ¡han reventado!”. O si sonase
embustero, o si sonase hasta impúdico, exclamar: “¡qué horror;
miren, padre e hijo, aún de la mano, tristemente reventados!”.
Pero fíjense, sopesaría en silencio, fíjense, todavía de la
mano. Ya lo quisiésemos muchos, ya lo quisieran ustedes, morir
así despanzurrados pero bien sujetos por un ser querido o
aborrecido, por un alguien, a fin de cuentas, con quien
atravesar el río de la muerte si es que lo hemos de atravesar.
Lo cierto es que me giré por ver si había fortuna, por comprobar
si un padre, con su hijo, o tal vez con su padre, un padre y un
hijo en cualquier caso, corrían presurosos hacia mí, pero no
hubo tal suerte y continué calle arriba bordeando aquel parque.
En ello estaba cuando un indigente, sin moverse del banco donde
semidormido sollozaba, me pidió fuego. Le di dos ramillas
recogidas de la acera. Me escupió o yo a él; después me contó lo
infeliz que era y la razón por la que había acabado durmiendo en
ese banco. Su historia me incomodó y así se lo hice saber, pero
no deseaba agredirlo; esto también se lo confesé y se marchó
indiferente, es decir, se puso en pie y se alejó con las dos
ramillas en la mano mientras se esmeraba en frotarlas. Al poco,
tras haber caminado lo justo como para quedar fuera de su vista
pero no él de la mía, comprobé que había logrado hacer fuego así
como un cromañón, y ahora el parque ardía alegremente con todos
sus niños dentro y acaso también con los padres, si es que no
habían corrido ya hacia la acera de enfrente para ver mejor la
escena. Uno, eso seguro, uno de pelo cano y mirada igualmente
cana, así lo había hecho. |
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No hubo tiempo para fijarse en nimiedades, o si lo hubo pronto
se disolvió cuando una manada de búfalos o bisontes o qué sé yo
qué inundó de súbito la avenida. El estruendo fue tal que ya no
se distinguió otra cosa que la manada y su enfebrecida carrera
calle abajo, saltando por encima de los niños y del mendigo,
ahora ya chamuscados, saltando por encima del hombre de ojos
grises y de los pocos idólatras que abandonaban la iglesia
después de mucho rogarle a otro viejo de pelo asimismo gris el
poder gozar de un buen día y hasta de una oportuna muerte.
¿Queréis un buen día? Ahí lo tenéis: angelitos al cielo.
Pasaron por encima de todo y de todos, pasaron por encima de
ellos mismos, los búfalos, y no todos gozaban de la misma
fortuna, y ya no se oyó otra cosa que: “es el tío con los
cojones más grandes de este país”, y no supe de dónde había
llegado ese grito, quizás de lo alto, quizás de Dios o del
hombre de ojos grises o de algún niño reprochándole a su padre
el no tener los huevos tan grandes como ése a quien iba dirigido
el halago aunque yo no pude verlo. Me alcé entonces de puntillas
y sorprendido observé que entre la manada cabalgaba, más
salvajemente que ninguno, Miquel Barceló calle abajo como todos
mientras seguía aún oyendo el eco de esa voz perdida por las
alturas: “es el tío con los cojones más grandes de este país”; y
ahora sí quedó bien claro que el reproche provenía de un niño
pero no de los del parque, sino de ese otro al que creí no haber
puesto la zancadilla y cuyo progenitor, aún de la mano,
lamentaba con denuedo —le daba incluso explicaciones, me
pareció— el no tenerlos ni remotamente tan grandes. Quizás,
pensé, el infeliz creyese que de tenerlos como los de Barceló,
según le exigía su hijo, no volarían sus almas hacia lo alto
como verdaderamente volaban —se adentraban ya, de hecho, en el
coro de los ángeles—. Es igual, poco me importaba y me alcé algo
más con ánimo de cerciorarme de que esa bestia hundida entre la
manada era realmente Barceló, y efectivamente lo era. La imagen
me pareció absurda, pero sin duda real, y aún me llegó desde lo
alto un último eco que sonó a misa de réquiem: angelitos al
cielo. |
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Había quedado aturdido. ¿Dónde estaba mi odio ahora?, ¿qué
sentido tenía cargarse a unos o a otros si era tan fácil como
encender un fuego con dos ramillas o como que una manada de
búfalos, con Barceló al frente, destrozase las calles de Madrid
y luego las de Valencia y con algo de suerte incluso las de
Sevilla o Barcelona? ¿Qué sentido tenía todo ello? Ninguno, o en
todo caso poco, y como un brusco oleaje el odio pareció
disolverse entre tanta absurdidad para al momento agigantarse y
luego aminorarse y finalmente emerger con la fuerza necesaria
para dejarme hecho polvo, agotado, a los pies de otra parroquia.
Reviento a golpes las puertas —me dije—, y bruscamente las abrí.
No hubo nada de épico, sólo mecánica: empujé, se abrieron y se
cerraron a mis espaldas. Esta vez fui directo al confesionario.
Allí estaba el cuervo, con cara de pájaro tristón, supuse, muy
posiblemente recordando sus concupiscencias de juventud.
Cubierto por la cortina también se masturbaba. Me postré y le
conté de mi ira y de mi odio. Condescendió pusilánime. Yo lo
hubiese matado, me dije, yo si soy cura y escucho de boca de un
miserable como yo tanto asco y tanta repugnancia lo hubiese
matado ahí mismo, a los pies de esa celda en la que de rodillas
permanecía prestando oídos a que si Barceló acudía a diario a
confesarse o a tomar la comunión, que ambas cosas a menudo, que
si Barceló y antes incluso Picasso habían vestido sotana en
ocasiones y hasta se habían sentado donde él estaba ahora, en
ese asqueroso banco, para alimentar sus pinturas; “o acaso sólo
para distraerse”, respondí yo, “o acaso sólo para distraerse,
así es”, me confirmó, como también que incluso él mismo había
realizado sus pinitos en el campo de la abstracción, y entonces
se agachó con el propósito de tomar del suelo uno de sus lienzos
o hacer qué sé yo qué, supuse, pero de nuevo el odio me invadió
con tantísima fuerza que de un manotazo retiré la cortina y salí
despavorido hacia la calle, salpicada de los excrementos que la
manada en su estampida había ido expulsando, excrementos y
chorros de pintura, nada más, excrementos de niños, padres y
bestias, nada más; nada más y nada menos. |
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Guillermo Aguirre trabaja como profesor universitario en la Universidad Complutense de Madrid. Es autor de la novela lírica
Rayo oscuro de luz (Oblicuas, 2014) y de los poemarios
Pozo de silencio (Oblicuas, 2016),
Piedras (Devenir, 2017) y
Meteoros / Bifronte (Devenir, 2019). Entre su producción científica destacan los ensayos
Forma y voluntad (Verbum, 2015) y
En el vientre de la tierra. Una lectura de
'El caballo de Turín', de Béla Tarr (2021). |
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GIBRALFARO. Revista de Creación
Literaria y Humanidades. Publicación
Trimestral. Sección 1.
Página 2. Año XVIII. II Época.
Número 103. Abril-Junio 2019. ISSN
1696-9294. Director: José Antonio
Molero Benavides. Copyright © 2019
Guillermo Aguirre Martínez.
Depósito Legal MA-265-2010. ©
2002-2019 Departamento de Didáctica
de las Lenguas, las Artes y el
Deporte, adscrito a la Facultad de
Ciencias de la Educación de la
Universidad de Málaga. Diseño y
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Ático G.
29.730. Rincón de la Victoria
(Málaga). | |
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