JULIO-SEPTIEMBRE 2018  

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LAURA

  

  

Por  Juan de Dios Villanueva Roa

  

  

  

LAURA REGRESA A casa, a su casa, a esa casa en la que vive desde hace ya veinte años; en la que trabaja desde que se acabó su viaje de bodas, en la que ha pasado cada una de las noches de todos y cada uno de esos días.

Laura regresa a casa buscando entre sus recuerdos uno solo que la empuje hacia delante, que la ayude a continuar por esa calle que la conduce hacia su casa. Desde que nació María, no ha tenido un solo instante de sosiego, de tranquilidad. No ha habido una mirada dulce, una pregunta desinteresada. Desde que nació María, su hija mayor, ella ha estado cada vez más sola. El único refugio fue su madre, y terminó cuando murió. Sus hermanos no quieren saber nada, si acaso acercarse a ella cada vez que la necesitan para algo. Se ve como instrumento, incluso, de su propia familia. Y él sigue ahí.

Laura sabe que tarde o temprano acabará todo. Casi desea que llegue pronto ese momento, en cuanto sus hijos sean capaces de desenvolverse solos, en cuanto ya no la necesiten. Ahora los ha de cuidar, de alimentar, de mimar, de proteger. Tiene que acabar de criarlos. Ellos son la única causa, el único motivo que la empuja a seguir acercándose al número nueve de esa calle que acaba de tomar. Instintivamente se lleva la mano al bolsillo del pantalón buscando las llaves. Duele, pero es soportable. Ella se ha habituado a convivir con el dolor físico, con el de las magulladuras, con el de los golpes. La sangre no duele, los cardenales tampoco. Duele el alma, duele el corazón, duelen las respuestas no dadas, las preguntas no contestadas. Duele la indiferencia de los otros, las miradas de lástima, la incomprensión, la mala suerte, la culpabilidad de quien recibe los palos. La sangre, los cardenales, esos no duelen.

Y le ha dicho el cura, Don Pablo, que Dios nos prueba a todos a lo largo de la vida, que a cada uno lo prueba de una forma diferente, que a ella le ha tocado esa, pero a otros los prueba con enfermedades, con la muerte de sus hijos. Que resignación, hija mía, resignación y alegría, que estamos en un mundo de paso, que nos aguarda la vida eterna, y hemos de vivir esperando llegar a ella, con el alma preparada para que Dios nos acoja en su seno. Que resignación, hija mía. Laura llora en el confesionario como una Magdalena. Sus lágrimas se mezclan con su desesperación, con su incredulidad, con su resignación. Laura llora sin comprender el porqué, el para qué, pero algo habrá hecho ella para vivir así, bajo la atenta mirada de Dios, que no hace nada para evitar los golpes, las violaciones, las humillaciones, las vejaciones. ¿Por qué tiene que probarla a ella de esa forma? ¿Quién es Dios para someterla a tales situaciones? Resignación, hija mía. Y no peques ni de pensamiento, ni de palabra, ni de obra. Ahora va a resultar que él es un ángel enviado por Dios para probarla.

El médico le ha dicho que si quiere que lo denuncie, que él le dará todos los certificados que necesite, pero que se decida ya, y cuando lo haga que piense en sus hijos, que él está ahí para curarla cuantas veces acuda a su consulta, pero que es ella quien recibe los palos, que cualquier día le va a dar uno en un mal sitio y la va a matar. Que ella verá.

   
     

     

© Imagen: Idea, realización y digitalización de Andrea Felipe Morales.

Laura tiene cinco hijos, dos hembras y tres varones. María fue buscada, los demás llegaron uno detrás de otro hasta que se quedó seca, tras aquel aborto. Todos miraron para otro lado. La huella de la bota estaba bien marcada en su vientre. Ella dijo que resbaló en el patio de la casa, que gracias a que acababa de llegar él no murió allí mismo, y todos se miraron unos a otros, y callaron. Él también calló. Estaba de siete meses, y el feto murió a causa del golpe recibido; a la criaturita le había cogido la cabeza y le había explotado como un globo. Hubo que vaciarla entera. Ya no tendría más hijos. A él no le importó demasiado. El cabo de la guardia civil le advirtió de que la próxima vez tendría problemas. Suerte que su mujer era una bendita y no quiso decir nada. Él bebía más de la cuenta, y eso justificaba muchas cosas ante todos, también ante él mismo. Aquella mañana no había vuelto a casa. Laura almorzó sola, los niños se habían ido a la calle. Cuando llegó él, se sentó a comer. Ella puso la olla a calentar. Al volverse sintió un golpe en el vientre. Él no podía tolerar que no lo aguardara con la comida caliente. La patada la arrojó de espaldas sobre la hornilla, volcando sobre su cuerpo las lentejas que estaban puestas en el fuego. Él se dio la vuelta y regresó al comedor, a esperar, ahora sí, a que Laura le sirviera su almuerzo.

Sólo sus hijos la empujaban hacia la puerta de su casa, sólo ellos le ofrecían un motivo para introducir la llave en la cerradura y girarla. ¿Habría otras salidas, otras soluciones?

   
     

     

© Imagen: Idea, realización y digitalización de Andrea Felipe Morales.

Es un pueblo pequeño, aquí todos nos conocemos, y conocemos a nuestros padres, y a los abuelos. Todo el mundo sabe todo de todos. Es difícil engañar a nadie, es complicado aparentar lo que no se es, o lo que los demás no quieren que sea. En este pueblo, como en todos los pueblos, la vida de cada cual puede doblar las esquinas y acabar en los corros en cualquier momento. El señorito es respetado; el cacique, envidiado, y los demás a esperar lo que Dios quiera. Cuando alguien muere, acude todo el pueblo al entierro, pero si se ha suicidado, cosa que últimamente ocurre con mucha frecuencia, sólo acuden la familia y los más allegados. Después lo entierran al otro lado de la tapia del cementerio, en un apartado para los que no han muerto cristianamente, a ver si Dios los perdona algún día, cosa que por ahora está bastante difícil, porque, con las cosas que están pasando en el mundo, Dios debe de tener ocupaciones más importantes que atender que perdonar a los que se ahorcan aquí, en este pueblo. Además, el cura no pone mucho de su parte para que eso sea así. Don Pablo se limita a cumplir con su trabajo, y, como últimamente, tiene más del que está acostumbrado, ha recortado bastante en los sermones, y sólo busca culpables, sólo nos culpa a nosotros de las desgracias que ocurren, y eso que estamos ahí, en la misa, que si no fuera así, difícilmente nos ampararía el Señor. A Don Pablo no le ha gustado mucho este último muerto. Un padre de familia, con cinco hijos que criar, cinco bocas que alimentar. Y una mujer, a la que deja viuda. Ahora tendrá que sacar la casa para adelante ella sola. El cura ha hablado bien del muerto. De todos los muertos hay que hablar bien, porque ya no pueden hacer nada. Y mientras hablaba bien de él, la gente miraba a la viuda, no sabían muy bien si consolarla o callar. Ella, de negro íntegramente, se limita a callar. Nadie le ha visto soltar ni una sola lágrima. Seria, altiva, de negro, en la primera fila, junto al féretro de su difunto esposo. Cuando el cura le ha echado el agua bendita al sarcófago, ella lo ha mirado, en silencio. Sólo lo ha mirado esa vez. Después ha tomado la mano de María, que es la única hija que la acompaña, y ha salido de la iglesia. Seria, muy seria. En su rostro todavía se puede ver un pequeño corte junto al labio. El resto de señales han sido ocultadas tras una capa de pintura, incluso las que le salen del alma. La gente se le aproxima para darle el pésame. Laura calla, se deja besar, aguarda a que termine la ceremonia, la absurda ceremonia. Después marcha hasta el cementerio. Allí va el cadáver casi en soledad. Ocho o diez hombres acompañan al difunto. La viuda y María quieren ir al cementerio, a pesar de que algún alma caritativa le sugiere que deje a los hombres hacer su trabajo. No. Ella ha de ir; sus ojos han de ver cómo meten el cuerpo de su marido en la tierra, cómo las paladas de polvo van cayendo sobre la madera, sus oídos han de escuchar el sonido seco de la tierra golpear primero contra la tapa, después contra ella misma. Laura desea comprobar por ella misma que él queda sepultado bajo el suelo que un día lo vio nacer. Antes de que las cuerdas desciendan el ataúd al hoyo, alguien arranca el crucifijo de la tapa y lo entrega a la viuda. Pregunta a la mujer que si desea verlo por última vez, a lo que ella accede. Durante unos instantes su mirada se clava en los párpados cerrados de él, en su boca cerrada y atada con un pañuelo. Casi siente pena por ese cuerpo que ya no volverá a ver nunca más, por esas manos que ya no la volverán a golpear jamás, por esa boca que no insultará a nadie, a nadie, a ella tampoco, casi siente lástima por no poder decirle todo lo que siente en ese instante, y no es alegría, es un vacío doloroso, una amargura que le sube desde el estómago hasta la boca, pero también es una tranquilidad, una paz desconocida. María, junto a ella, mira y calla. La niña, con quince años, aprieta los labios hasta hacerlos temblar. No quiere llorar. Su madre le ha dicho que no quiere ver una sola lágrima en público. Cuando estén en casa, solas, ya harán lo que tengan que hacer, pero en público, ni una sola lágrima. María calla, mira el rostro del padre y después dirige los ojos hacia la madre, quien a su vez ordena el cierre del féretro. Y las dos mujeres quedan quietas, allí, al borde del hoyo que poco a poco se va llenando de tierra. Cuando todo acaba, se marchan hacia la casa, hacia el número nueve. Allí se quedarán encerradas durante unos días.

   
     

     

© Imagen: Idea, realización y digitalización de Andrea Felipe Morales.

Lo van preparando todo. Las maletas, los hatillos; sólo se llevarán lo imprescindible, la ropa y el poco dinero que Laura ha podido ahorrar a lo largo de los años, a espaldas de su marido, quien no era capaz de juntar dos pesetas.

Madrid está lejos, muy lejos. Quienes han ido han tardado mucho en volver; algunos, incluso, ni han vuelto. Debe estar muy lejos del pueblo. Muchas horas de tren desde la estación; dos transbordos; mucha vía. El tren pasa a las cinco de la mañana. Para solamente unos minutos. Es de noche, y la mujer sale de su casa, casi furtivamente. María lleva de la mano a un hermano; en los brazos de Laura duerme la más pequeña. Todos cargan algún bulto con las pocas cosas que se llevan. Es de noche y tiene la sensación de que huye, de que se escapa. El aire fresco le golpea el rostro. Caminan en silencio, casi en fila por la calle de la estación. Esperarán a que llegue el correo. Se marchan a vivir a Madrid, a trabajar, a levantar de nuevo la familia, su nueva familia, ya libre de miedos, de llantos, de silencios largos como el dolor.

   
     

     

© Imagen: Idea, realización y digitalización de Andrea Felipe Morales.

En el andén, los niños están dormitando en el banco que hay bajo la farola. Ella mira hacia el lugar por donde ha de aparecer la máquina. Trae retraso. No le importa, a Laura no le importa esperar. Ya no tiene prisa. La mente le vuela. Hace apenas dos semanas hubiera ansiado la llegada del tren, escondida tras alguna esquina. Hoy no, hoy no tiene prisa, y se marcha, ante todos sus paisanos que ahora siguen durmiendo. Mañana hablarán de ella, algunos hasta le tendrán lástima. Pobres gentes. Y una lágrima le cae rodando por la mejilla. Ahora sí le da rienda suelta a esa presión que la ha martirizado desde que abrió la puerta con aquella llave. Cómo pudo ser capaz. Él, tan macho, tan arrogante, de violar a su propia hija. A ella la podía matar, pero a la niña, a su María, que tanto y tanto la había querido desde niña, que era su debilidad. Mentira, todo mentira, egoísmo, cinismo. Había hecho muy bien el papel de cara a la calle. La niña llevaba tiempo huyendo del padre. Ella no se percibió de nada hasta que descubrió al padre con la chiquilla, llorosa, gimiendo impotente ante lo que le estaba ocurriendo. Los demás estaban en la calle. Él había golpeado un rato antes a la madre hasta hacerla huir de la casa, acabó en la iglesia, en el confesionario. Resignación, hija mía, resignación. Dios sabe lo que hace. La niña regresó en mal momento. Él sólo tuvo que usar la fuerza, su fuerza. Ella había huido hasta ese momento de las caricias de su padre, pero el miedo le había hecho callar, el miedo y las amenazas —si dices algo, mataré a tu madre y a tus hermanos—. Y ella callaba una y otra vez. Pero nunca había llegado tan lejos. La puerta se abrió. Laura no aguantó un minuto más. Golpeó a su esposo, a su marido, al padre de sus hijos y de sus hijas lo más fuerte que pudo, sólo una vez, con toda la rabia, con toda la pecaminosa ira que pudo, con todas las fuerzas que Dios le dio. Como pudieron, madre e hija subieron el cuerpo del hombre hasta las cámaras de la casa. Un hilo de sangre marcaba el trayecto que habían seguido. Pesaba, pero no estaba muerto, todavía no estaba muerto. A ella no se le había ocurrido nunca matarlo, pero lo que le acababa de hacer a la niña era demasiado hasta para lo más sagrado. Una vez en la cámara, lo sentaron en un rincón. Ella echó a María de allí y cerró la puerta, cogió la escopeta de caza, descalzó a su marido de un pie y le disparó tan cerca como pudo. Su muerte había sido fruto de una locura momentánea, producida por el alcohol. Así lo certificó el médico, así lo aceptaron el juez y el cabo de la guardia civil. A Don Pablo, el cura, no le gustó el muerto, pero no dijo nada. La confesión y sus secretos son una cosa muy seria, y él aguardaría. Pero Laura jamás volvería a pasar por allí, ni por ningún otro confesionario.

El tren se escuchó a lo lejos. Pronto subirían y se irían a otro lugar, a donde nadie los conocería, a donde nadie les preguntaría, ni les diría, a donde podrían comenzar una nueva vida, casi desde cero. Porque, al fin y al cabo, la sangre no duele, ni los cardenales tampoco; duele la indiferencia de quienes han de estar ahí para cuando los necesitemos, duele el silencio ante la humillación, pero todas las heridas cicatrizan, hasta las de la vida, aunque nunca se olviden.

  
                                       
 

DATOS BIBLIOGRÁFICOS

Julia, el otro lado de la puerta

Juan de Dios Villanueva Roa

Instituto Andaluz de la Mujer

Granada, 2002

180 páginas

Edición en papel

 

  

  

      

    

JUAN DE DIOS VILLANUEVA ROA (Huelma, Jaén, 1960) viene publicando artículos de opinión en el diario Ideal desde 1997. Antes publicó en el decano de la prensa granadina, el motrileño El Faro, y en la revista Costa Tropical. Han visto la luz sus libros de relatos Atardecer y Julia, el otro lado de la puerta; la novela El otoño de Lucía y el poemario Candela, entre otros, además de una decena de libros sobre enseñanza de la lengua y la literatura. Actualmente trabaja como profesor en la Universidad de Granada, tras una larga carrera profesional en todos los ámbitos educativos, desde la Educación Primaria. Ha impartido clases en alrededor de diez países, y ha sido colaborador en Onda Cero en Motril y Granada, de Cadena Ser en Granada, así como de Canal Sur TV.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 2. Año XVII. II Época. Número 99. Enero-Marzo 2018. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2018 Autor. © Las imágenes han sido ideadas, realizadas y digitalizadas por la Profesora Andrea Felipe Morales. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2018 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte, adscrito a la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana, Castilión, 3, Rincón de la Victoria (Málaga).