ABRIL-JUNIO 2018  

      100 PÁGINA 4

   

   

   

  

MEMORIAS DE UN CONQUISTADOR

  

  

Por Francisco Martínez Hoyos

   

   

  

QUIERE LA VIDA que al común de los hijos de Adán le falle, entrados en los años de la vejez, la memoria, sin contar muchas otras facultades. Pero puedo dar fe a vuestras mercedes que un servidor, Francisco de Talavera y Reverte, soldado en tierras de indios desde el año de Nuestro Señor de mil y quinientos y diecinueve, tiene muy frescos todos sus recuerdos. Los de las gestas homéricas y los de las derrotas… porque de todo hubo en ese nuevo mundo que el Altísimo se sirvió conceder a los reyes de Castilla. Y, después de Dios, los desvelos de tantos varones esforzados. Una vida de trabajos sin cuento ha encorvado este cuerpo ahora débil, pero con un corazón tan bravo como cuando avistamos la Nueva España de la mano de nuestro capitán, el inmortal don Hernando Cortés. Antes de que el polvo cubra mis pobres huesos, pasaré a referir unas aventuras de las que puedo decir, en el instante supremo de hacer los balances, que no saqué oro aunque sí honra. Me doy, pues, por bien pagado.

Decía el cura de mi patria, el pueblo de Valdehermoso, que un hombre recto, es decir, como Dios manda, tiene que hablar siempre con la verdad, aunque eso repercuta en su propio desdoro. Por eso, aunque pretendan cronistas de la elocuencia de un tal López de Gómara que las hazañas españolas sobrepasaron a Alejandro y a César, diré que solo fue nuestra una pequeña parte del valor que venció al gran Moctezuma. ¿Cómo pudo ser de otra manera si apenas éramos unos pocos cientos de guerreros perdidos, sin una mala cartografía que nos guiara, en una tierra que hacía muchas veces la de Castilla? Fueron los indios amigos, con los de Tlaxcala a la cabeza, los que hicieron posible que saliéramos con bien de tantas ratoneras infernales.

Los que se sientan en los tronos olvidan muy fácilmente los servicios que les presta la lealtad de sus vasallos esclarecidos. Para que no se perdiera su memoria, Diego Muñoz Camargo escribió una crónica que los emisarios tlaxcaltecas llevarían al buen rey, valga el oxímoron, Felipe II. El padre de Diego, su homónimo, fue buen amigo mío. Juntos hicimos la jornada de las Hibueras, de triste recuerdo, cuando la estrella del marqués del Valle parecía haberse apagado. Porque la fortuna, también la de los elegidos, no permanece nunca clavada en el mismo punto.

Si algo me ha enseñado la experiencia, es que la gloria de las armas es efímera sin el concurso de las letras. Mas los guerreros han de temer a los malos historiadores como las mujeres feas a los pintores. Porque, bajo capa de fingida exactitud, cuelan en su relato exageraciones poco simpáticas tanto a la posteridad como al juicio de los que nunca empuñaron una espada. Ya me gustaría saber cómo emularían a Marte todos esos teólogos que disertan sobre la justicia y la injusticia entre el papel de sus libros, sin haber manchado nunca sus manos con la sangre de sus compañeros, de sus amigos, porque ese es el título de todos los que comparten los trabajos sin cuento de la milicia.

Vine a este mundo, como les dije, en Valdehermoso, a seis leguas de Badajoz, a la sombra de un castillo que, de chico, me parecía poco menos que encantado, en parte por la arquitectura fantasiosa de sus torreones, en parte por mi afición poco mesurada a las novelas de caballerías. Seguramente el discreto lector espera que diga que nuestro señor, el barón de Cinco Torres, salía cada tarde de sus aposentos para buscar a alguna campesina rolliza con la que solazarse a la sombra de un pino. Lamento ser aguafiestas. El buen hombre no encontró nunca mayor agrado que pasar los ratos escudriñando remotos pergaminos, lo mismo en la lengua latina que en la griega o la judía. Aunque una renta de cien mil ducados ayuda, no todos los que gozan de la opulencia de Creso aciertan a gastar sus dineros en utilidades para el espíritu.

Los niños asistían a sus lecciones no por amor a los saberes de la Antigüedad sino por el reparto de manzanas y algarrobas, pues así ya no tenían que robarlas con el peligro de que el guarda, un hombre malencarado que parecía no haber conocido la risa, les descubriera. Solo a mí me interesaban las explicaciones puntillosas sobre Aquiles y Odiseos, que escuchaba embobado con la secreta esperanza de emular su valor, si no de superarlo. En el pueblo se corrió la voz de que Francisco, el hijo del pintor, era lo que llaman los entendidos “un niño repelente”.

Los de mi edad nos habíamos dividido en dos pandillas, los “Villena” contra los “Medina Sidonia”. Los segundos eran los buenos, faltaría más. Y no atravieso el pecho al que diga lo contrario para no deshonrar mis canas. Un día, la tomé con un Villena al que decían “Santiago el de las Cabras”, más conocido por el epíteto de “egabrense”, por un motivo que ahora no viene al caso y que, andando el tiempo, descubriría por las malas. Con ardides sin cuento le convencí de que el Santo Oficio le había denunciado con algún cargo peregrino, el de llamar “Alma” a su perrita, un animal tan noble como descuidado, o el de sugerir, influido por las noticias indianas, que el Santo Padre era un “papa”, doble sentido con el que comparaba al pontífice con una de esas manzanas zarrapastrosas que llegaban desde el Perú. Manjar de puercos más que de seres humanos, sentenciaba el vulgo, aunque a mí me parecía deleite olímpico cocinado a la sartén, con una pizca de ajo por toda sazón.

Mi condiscípulo se lo hizo encima. Porque la Inquisición no era nada con lo que andar con bromas. Cuando le revelé la verdad, me miró con una furia homicida que le duró hasta el día de su muerte, mientras yo me retorcía de risa por el suelo, complacido con el valor que suele acompañar a los fanfarrones.

  
                                         
 

Organizada la que va a ser su tercera expedición, Hernán Cortés emprende, el 18 de febrero de 1519, la conquista del Imperio Mexica, que puso bajo el dominio de la Corona de Castilla con el nombre de Nueva España.

 
  

  

  

II

Tres cuartillas en letra caligráfica. Las encontramos esta mañana en la habitación de Francisco de Talavera Reverte, varón de sesenta y ocho años, que llegó hace tres meses a la residencia. Tras perder a su esposa, doña Concepción Ventura Cruz, cayó en picado y sufrió un síndrome de Diógenes agudo aunque muy particular. Los servicios sociales encontraron su domicilio, un apartamento de apenas cincuenta metros cuadrados, lleno de libros hasta en lugares tan inverosímiles como la cocina, dispersos en los armarios entre la vajilla y los tarros con especias, o el baño. La mayoría, con abundantes y enérgicos subrayados. Había perdido mucho peso porque apenas comía, al dedicar todo su tiempo a la lectura de obras de temática histórica y literaria, básicamente. Los vecinos notaron que había dejado de salir a la calle, sin darle demasiada importancia, según afirmarían después, por su fama de hombre excéntrico.

—Aunque todos los sabios son así, ¿verdad?—, comentó la vecina del piso de arriba, una arquetípica maruja.

Este servicio psicológico señala que el paciente, contra lo que pudiera parecer, no pretendía iniciar una novela histórica. Lleva ya dos semanas en las que explica a todo el mundo, compañeros y cuidadores, sus aventuras en la América del siglo XVI. Está convencido de haber sido uno de los guerreros que acompañaron a Hernán Cortés. Este es un punto altamente llamativo porque, tras una detallada investigación, hemos podido consignar que su vida laboral no tuvo nada de aventurera. Trabajó en un banco durante los últimos treinta años y, según el testimonio de sus dos sobrinos, Martín y Alonso, nunca salió de los límites de su ciudad ni siquiera en vacaciones.

Se requieren investigaciones complementarias que detallen la naturaleza de su trastorno de doble personalidad. ¿Por qué esa obsesión bibliográfica que le ha hecho llenar su domicilio de montañas de papel, por lo general viejo, con el consiguiente hedor? Los testimonios recogidos evidencian que pasó las tres últimas décadas sin un solo libro, consagrado al estricto cuidado de las cuatro macetas con geranios que lucían en el pequeño rectángulo de su balcón. Así un día tras otro, hasta después de la muerte de su esposa Concepción. Desde su ingreso en la residencia, su constante petición no es ir más veces al lavabo, ni un cambio en la dieta, sino el acceso a la biblioteca a cualquier hora del día. Biblioteca que encuentra pobremente surtida, según repite una y otra vez en las instancias que dirige al órgano directivo competente.

  
                                         
 

La quema de los navíos por orden de Cortés es un mito carente de base documental histórica. Sobre este acontecimiento se tiene constancia de que, poco después de haberse fundado la Villa Rica de la Vera Cruz, un grupo de inconformes decidió regresar a Cuba contra las órdenes de Cortés, que ordena celebrar un consejo de guerra presidido por él, el cual dictaminó severas sentencias contra los sediciosos. Adicionalmente, como medida preventiva para futuras conspiraciones, Cortés mandó barrenar y hundir la mayor parte de los barcos, así quienes pudieran pretender la deserción se vieron obligados a continuar en la empresa.

 
  

  

  

III

Como no quise seguir los pasos del autor de mis días como hacedor de retablos, llegó el momento de abandonar el nido por nuevos horizontes. Podía ir a Italia, tierra de lances y amoríos, no tan atraído por los juegos de espada como por las nuevas formas de la métrica, en especial por una que desde entonces hace furor, el denominado “soneto”. El exotismo de las Indias, sin embargo, se impuso. No porque pensara en ganar encomiendas con miles de indios ni toneladas del vil metal, sino hechizado por el sueño de conocer a las amazonas o hallar la fuente de la eterna juventud. No tanto por mí, sino por mi padre, al que quisiera eterno como corresponde a un buen hijo. Me hice a la mar, pues, hasta la isla de Cuba, donde iba a conocer al osado capitán que cambiaría mi vida: don Hernando Cortés. Hicimos amistad, en medio de botellas de vino y una pelea de gallos, mientras hablábamos, como suelen hacer los hombres, de lo que dicen y hacen las mujeres. Aún no sabía que México me aguardaba, pero no tardaría en averiguarlo.

Estábamos, creo recordar, en Tabasco, cuando se presentaron unos emisarios del gran Moctezuma. Querían conocernos, estaba claro. Y trasmitir a su señor quiénes eran aquellos extranjeros que vestían trajes metálicos. Cortés, siempre astuto, hizo que disparáramos una bombarda. Fue un golpe maestro. Sus rostros, demudados, no podían ocultar el terror ante un estruendo que parecía salido del pecho iracundo de algún dios. Para completar la jugada, hicimos que desfilaran ante ellos unos inmejorables caballos andaluces, adiestrados para moverse con el ritmo de los tambores. Solo el cielo sabe lo que aquella pobre gente creyó ver, pues para ellos nuestros alazanes eran criaturas tan fantásticas como para nosotros los pegasos o los unicornios. En sus tablillas pintaron figuras en la que se reflejaba su espanto.

—¡Albricias! —chilló Cortés. Así trasmitirán a su rey que ha de tener cuidado con los hijos de Castilla.

De cuando en cuando, la gente moza viene a preguntarme por los hechos y gestas del que fue mi amigo. Todos esperan que les hable del guerrero arrogante que fue, como Ulises, fecundo en ardides. Su sorpresa es mayúscula cuando les cuento que el señor marqués sabía ser, cuando ello se adecuaba a sus propósitos, el más humilde de los hijos de Adán. No se le cayeron los anillos cuando preguntó a los tlaxcaltecas qué estratagemas acostumbran a utilizar en la pelea y de dónde podía venir a los castellanos el más grande perjuicio. Siempre fue muy dado a aprender cualquier cosa que lo ayudara a mejor encaminar los asuntos de la guerra y a tomar por maestro a quien mejor le enseñara, sin poner a su condición la más pequeña reserva. Así hasta que unos éxitos demasiado persistentes trastocaron su entendimiento, haciéndole creer que el Altísimo le había tocado con el don de la infalibilidad.

  

  

IV

El mundo es un pañuelo y un poco sucio a veces. El juez Santiago Cabrero, un hombre severo recién retirado de los tribunales, ingresó en la residencia hace dos semanas. Soltero impenitente, no tenía, al ser hijo único, ningún pariente que pudiera hacerse cargo de sus cuidados. Pues bien: ha resultado ser un antiguo amigo de Francisco, aunque la relación no debió acabar bien entre ellos porque ambos se miran, en el comedor, desde el silencio de los viejos rencores, como si los dos estuvieran de acuerdo en que todo está ya dicho. Intuyo que el viejo rencor solo puede deberse a una causa: una mujer.

Tras ofrecerle dos cigarrillos cuando no miraban las enfermeras, gané su confianza. Me confesó, relajado por el tabaco, que había conocido a su antiguo amigo en la Universidad, cuando él proyectaba escribir una tesis sobre Cortés como edificador de conventos en la Nueva España. Este detalle, en apariencia esclarecedor, sugiere más enigmas de los que resuelve.

—Pero, en las últimas tres décadas, don Francisco ha permanecido ajeno al mundo de la historiografía.

—Porque descubrió que no tenía bastante talento para llegar donde quería. Si no podía ser César, tendría que conformarse con Nada. Siempre pensó que el término medio era para los mediocres.

—Una pregunta más, don Santiago. Usted ha sido una gran estrella de la jurisprudencia. ¿Por qué no se ha casado?

—Eso mejor se lo pregunta a Francisco.

Y añadió un insulto que no me atrevo a reproducir.

  
                                         
 

Hernán Cortés, camino de la conquista de Tenochtitlán, capital del Imperio Mexica y sede del emperador Moctezuma.

 
  

  

  

V

Agosto de 1519. Sobre el asunto de la quema de las naves, los cronistas mercenarios han escrito muchas tonterías. No me quejo, pues a todos nos resulta de agrado posar ante la diosa de la Fama con nuestro perfil más heroico. Cortés habría empuñado una tea para reducir a cenizas, sin delegar en nadie la tarea, nuestros barcos. Así, la elección no estaría entre escapar y seguir adelante. Solo podríamos continuar. Vencer o morir. Vista así la cuestión, ¿a qué aguafiestas podría interesarle que los navíos, en realidad, estuvieran ya casi podridos? A cualquiera con un poco de sentido práctico no se le ocultaba que invertiríamos menos cuidados en encallarlos, para después proceder a su desguace, que en procurar su conservación contra toda esperanza racional. Solo quedaron tres, los que estaban en mejores condiciones. Con una astucia digna de Ulises, nuestro comandante hizo saber que en ellos podrían marcharse, sin acritud por su parte, los que no desearan perseverar en nuestra incierta aventura.

Como la fortaleza del brazo y la agilidad de la mente no van siempre unidas, más de un cándido creyó en la buena fe de Cortés, ignorante de que en un general no hay larga distancia que separe la risa del cuchillo. El futuro marqués del Valle supo así cuántos de nosotros no le guardaban la debida fidelidad. Apuntó sus nombres en su memoria prodigiosa y procedió, sin retardo, a la ejecución sumaria de los cabecillas, seguro de exterminar la rabia si mataba a los perros. No estaba dispuesto a permitir que un puñado de desertores arribara a Cuba para dar buena cuenta de sus planes al gobernador Velázquez, que, de esta forma, sabría que actuaba por su cuenta con el fin de escatimarle la gloria de hacer nuevas conquistas. ¡Malhayan los chivatos!, bramaba, con las venas hinchadas y la mirada enloquecida, para espanto de los que solo conocíamos sus maneras suaves.

No obstante, aunque supongamos que las naves ardieran, ¿qué tendría ello fuera de lo común? Los conquistadores hicimos lo mismo antes y después cada vez que existió el peligro de que los hombres retrocedieran. Aquel era otro mundo, lleno de gentes extrañas de las que ignorábamos todo. Sin la buena voluntad de los indios amigos, todos hubiéramos muerto. Más de una vez me han preguntado si de verdad les deslumbramos tanto con nuestros caballos, o con nuestros cañones. ¿De verdad los dioses nacieron en Extremadura? Han pasado los años y no sé hasta qué punto pudimos encandilarlos, pero hay un hecho que no ofrece duda: más les deslumbró saber que éramos enemigos de sus enemigos. Eso, entonces y en lo más remoto de los tiempos, cimienta las más firmes amistades.

  

  

VI

Tenía que haber sido un día especial. Y lo fue, solo que en un sentido muy distinto al esperado. A lo largo de toda la semana anterior habíamos preparado todos los detalles para recibir al presidente de la república mexicana, Álvaro Xotícil, un político guapo, carismático y reformista al que los chicos de la prensa llamaban “el Obama azteca”. Los periódicos decían que era el primer mandatario indígena de su país, con lo que, de golpe, borraban del pasado a Benito Juárez. Aunque, bien mirado, no es cuestión de escandalizarse. ¿Desde cuándo la Historia echa a perder un buen titular?

Durante su visita oficial a España, Xotícil deseaba conocer el estilo de vida de la gente común, por lo que se proyectó una visita a nuestra residencia. Los guardaespaldas le vigilaban a una distancia prudente, de forma que no obstaculizaran su contacto con los ancianos. Porque seamos sinceros: ¿quién podía esperar que unos jubilados llegaran a amenazar su integridad física?

Como la edad no había inhibido su coquetería, las abuelas se habían puesto sus mejores galas para recibir a aquel buen mozo que, según decían, tenía una retirada a Ricardo Montalbán. Una le pedía una fotografía dedicada, otra quería emparejarlo con su nieta. Esther, antigua militante de un grupo de solidaridad tercermundista, arrugada por los años, pero con los ojos aún combativos, miraba de apartarlas para interesarse por las mujeres de los pueblos originarios. Con discreción, Francisco de Talavera se introdujo en el corrillo, se presentó con voz tenue y extrajo de su bolsillo una pluma estilográfica, con la que apuntó a la garganta del mandatario extranjero. Si hacía cualquier gesto, no dudaría en hundírsela hasta el fondo.

—Ahora eres mío, Moctezuma.

 

 

VII

A posteriori, los cronistas dijeron que Cortés no debió tomar Tenochtitlán al asalto cuando bastaba rendirla por hambre, de forma que se economiza en vidas y destrucción. A toro pasado, todos tienen el remedio oportuno. Mas entonces, en aquella tierra extraña, inventábamos sobre la marcha las herramientas que habían de hacernos favoritos de la fortuna. Unas veces funcionaban. Otras no, como aquella tan desgraciada catapulta que estuvo a punto de matar a los nuestros antes que a los súbditos del gran Moctezuma. Siempre atento a las sutilezas del que dirán, Cortés hizo público que hacía retirar tan grande artefacto porque, en nuestra gran piedad, no pretendíamos acabar tan presto con los mexicas. Alguien debió creerle, porque hasta la más grande mentira encuentra quien la suponga verdadera.

  
                                         
 

Entrevista de Hernán Cortés con el emperador Moctezuma. En ella figura una mujer, Malintzin (o doña Marina), que hizo las veces de intérprete entre ambos líderes y que luego el español convertiría en su primer amor indígena.

 
  

Los días pasaban mientras los indios resistían como numantinos fieros. Mujeres, niños y ancianos aportaban sus fuerzas al combate, ocupándose de cargar las piedras que nos lanzaban sus honderos. De ser cristianos, hubiéramos dicho que lo suyo no era terquedad sino verdadero heroísmo. En nuestra España, no faltan los doctores que aseguran, sin el esfuerzo de visitar estas tierras, que todas estas gentes son como criaturas de peño, a los que debemos amparar bajo la luz de la caridad cristiana.

Pues bien: yo digo que ni en Italia, ni en Francia, ni en Flandes, ni en Alemania, ni en la cálida África donde se combate al infiel, se han visto enemigos más avispados. Como no tardaron en darse cuenta de que las balas de nuestra artillería iban en línea recta, aprendieron a esquivarlas con sus correrías en diagonal. En la corte se ha extendido la especie de que nos consideraban dioses, por lo que, en realidad, no habríamos tenido que pelear gran cosa. Sobre lo primero, nada certifico; más acerca de lo segundo, sólo puedo maldecir a los inventores de infundios de siempre. Se vuelven de las Indias y, como en Valladolid o dondequiera que ande Su Majestad no hay nadie para desacreditar las fabulaciones de su boca, creen poder engatusar a los inocentes con el mentido certificado del “yo lo vi”. ¡Que lo nuestro fue poca cosa! El hijo de mi madre, sépanlo todos, estuvo en cincuenta y tres batallas, más de las que combatió Julio César.

Los nuestros, entre tanto, aguantaban con estoicismo cualquier daño, mientras el veneno de la guerra sumía algunos corazones en las regiones más oscuras del alma. Para algunos, la pelea llevaba a la degollina y la degollina a un placer apenas disimulado. Como si la muerte, sobre todo la ajena, ejerciera una fascinación erótica sobre aquellos hombres rudos, para los que matar se había convertido en una función más del cuerpo, como la digestión del estómago o la respiración de los pulmones. La misma sonrisa que uno tiene en la intimidad con una dama aparecía en el rostro de aquellos émulos del Cid cada vez que empuñaban sus espadas enrojecidas. No desconocían que el oro y la fama se medían por el número de indios muertos. Cortés, mientras tanto, no dejaba de arengarnos para que nos batiéramos sin contemplaciones.

—Sacadles las entrañas de un solo tajo.

Los indios nos transmitirían la honda impresión que les causaban las mortíferas hendiduras de nuestras tizonas. De una certera dentellada, la víctima veía su brazo amputado sin saber de dónde le venía padecimiento mayor: si del insufrible dolor físico o del terror de presenciar lo inconcebible, fruto de la destreza de aquellos hombres metálicos en manejar semejantes herramientas desconocidas e infernales contra las que ellos solo podían oponer muy débil protección. Al verse mutilados, erraban sin saber adónde ir, sin nadie que les ofreciera amparo y, menos, cauterizara la herida. No tardaban en desangrarse y caer desplomados. Todavía, de cuando en cuando, escucho con claridad sus gritos en mis pesadillas.

Cortés podía olvidar los mandamientos de la caridad por unos más imperativos, los de la guerra. Mas sabía mantener, por sorprendente que parezca, el espíritu ecuánime, seguro de que la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios, de forma que las armas han de subordinarse al designio superior de la estrategia. Por eso, procuraba conservar la claridad de su juicio sin que la enturbiaran los ardores excesivos del corazón. Como si diera a entender que el combate es un negocio, no algo personal. Y eso, en medio de la batalla, equivale a la corta distancia que separa la vida de la muerte. Porque si infundes un saludable pavor a tus contrarios, sin duda se verán disminuidos en su capacidad para procurar tu perjuicio.

Los cronistas han gastado tinta en hablar de nuestras armas y de nuestros caballos, pero ni las bestias ni las espadas o los cañones tenían valor por sí mismos sino como instrumentos para infundir el miedo, nuestro gran aliado. O eso creíamos nosotros, porque a todos nos lisonjea suponer que gozamos de omnipotencia, por más que el cura nos recuerde que ese es un privilegio a Dios reservado en exclusiva. Éramos jóvenes y fuertes, jóvenes y atrevidos, jóvenes y presuntuosos. El universo entero hubiera caído postrado ante nuestros pies con solo desearlo. Ahora, decir esto parece el desvarío de unos inconscientes enloquecidos por la soberbia. Mas… ¿cómo habríamos de sentir otra cosa cuando la voluntad de unos pocos españoles doblegaba la de un reino tan vasto y un tan grande monarca?

  

  

VIII

Bien está lo que bien acaba. Álvaro Xotícil parecía un guaperas simpático, pero en aquel momento decisivo mostró a todos de qué pasta están hechos los verdaderos líderes. Otro se habría puesto a sudar. Incluso habría dejado escapar un abundante lloro si es que no se lo hacía en los pantalones. De su boca, en cambio, solo brotaron tres palabras enérgicas.

—Tranquilos. Es solo un viejo.

Eso bastó para detener a sus guardaespaldas, dispuestos a hacer estallar de un disparo la cabeza de Francisco. Tras cuatro minutos interminables, el pobre anciano empezó a farfullar. Sus músculos se destensaban. Xotícil hubiera podido evadirse entonces. Prefirió esperar unos segundos más y dejar que la naturaleza siguiera su curso: el secuestrador se durmió y hubiera caído redondo sobre la moqueta si el señor presidente, rápido de reflejos, no lo hubiera impedido con un movimiento que denotaba una compasión profunda.

  
                                         
 

Escena de la batalla definitiva. Muchas de las batallas que se libraron entre los mexicas y los españoles ocurrieron mayormente en las ciudades de Cempoala, Texcoco y Tlaxcala. Pero la confrontación que supuso la caída del Imperio Azteca tuvo como escenario Tenochtitlán en 1521.

 
  

  

  

IX

Ya es hora de decirlo. Si algún pecado distinguió al muy valeroso don Hernando Cortés, ese fue la soberbia. Acompañada, claro está, de la cólera. Poseía talentos incomparables y la ambición desmedida del que quiere ser demasiado. Más de una vez me hirió con su condescendencia, o con la minusvaloración de mis saberes. Como cuando no pude convencerle de que la proporción áurea era cosa de Vitrubio y no de Ptolomeo. Pero era mi amigo, le amaba y no permitía que en ninguna balanza pesaran más sus yerros. Ahora, próximo ya a rendir mi alma, aún echo de menos nuestras prolongadísimas charlas en las noches de insomnio frente a Tenochtitlán, en las que disputábamos sobre la superioridad de los antiguos o de los modernos. Él tenía grandes conocimientos, mas peroraba con tal seguridad que los poco avisados no le hubieran tomado por bachiller sino por el mismísimo doctor Angélico. Siempre estuvo convencido de que, antes o después, encontraría la forma para domesticar a la fortuna y, sobre todo, a la fama.

—Nunca se vio sitio tan fiero desde que el césar Tito, al frente de sus invictas legiones, ganara Jerusalén.

—No te pongas estupendo, Hernando —le repliqué paródico, como siempre hacía cuando le daba por citar hazañas de los romanos.

—No es por vanidad, Francisco, pero nuestra gesta sobrepasará las de Alejandros, Pirros, Aníbales y Césares.

— Loor a Cortés el Magno.

A ningún otro de sus capitanes le permitía hablar con la misma confianza. Porque, lúcido como siempre fue, sabía que un poco de ironía le ayudaba a no despeñarse por el feo vicio de la presunción, al que tanto le inclinaba su natural. Había leído algunos libros de Historia y no quería acabar como tantos aspirantes a generales que, a la hora de medirse con el enemigo, no pasaban de tamborileros. Pero, precisamente porque tenía libertad de palabra, mi conciencia me empujaba a no desaprovecharla con silencios cobardes.

—Está muriendo mucha gente. Tantos miles de indios en estado tan lastimoso mueven a piedad.

Puso el gesto que delataba cuando sufría una punzada en su conciencia.

—La gloria tiene su precio, Francisco. Me veo forzado a la severidad.

—Lo comprendo. Pero más nos vale que los futuros historiadores encuentren mejores en alguna cosa nuestras conquistas a las de los paganos de lengua griega o latina.

De cuando en cuando le hablaba así, en términos floridos, para que no olvidara que, si él tenía estudios, yo también. Y algunos más.

—Primero tenemos que ganar. Después, como quiere Nuestro Señor Jesucristo, seremos compasivos con los que todavía no conocen su luz.

—Sí, pero, a este paso, no quedaran indios que labren nuestras encomiendas ni extraigan el oro para el quinto del Rey.

—Primero, vencer.

Cuando se le tensaban las venas de su cuello, sabía que la conversación había acabado.

Abatida la capital de Moctezuma, nuestra preocupación primera fue elevar al cielo nuestra gratitud infinita. Algunos de los nuestros habían pasado a las Indias solo por el oro, pero otros, como el heroico don Hernando Cortés, no se conformaban con un motivo tan bajo y vil, sino que procuraban dilatar las tierras de su Rey y el imperio de nuestra religión. Eso no quiere decir, evidente es decirlo, que estuviéramos hechos de la misma madera que la de los santos.

Decía nuestro amigo Díaz del Castillo que nuestro comandante no conocía el reposo. Tenía razón. Pudo retirarse, después de su simpar victoria, a llevar una vida regalada, más ese era un oxímoron que le desplacía en sus fibras más íntimas, pues estaba convencido de que a este valle de lágrimas venimos a acometer esfuerzos. Cuanto más dignos de Hércules son los trabajos, más gloria. Así de simple.

  

  

X

Despertó tras doce horas de profundo sueño sin recordar un ápice del incidente. Francisco de Talavera nos miraba extrañado, circunspecto, mientras reprimía sus ganas de preguntar qué hacía un hombre con metralleta custodiando la puerta de su habitación. El juez Santiago Cabrero, su antiguo amigo de juventud, me dijo que siempre fue un chiflado y moriría con tal.

—Un puto Sheldon Cooper, eso es lo que es.

La Wikipedia me desveló el significado de sus palabras. Nuestro hombre adolecía, en efecto, de un temperamento obsesivo, hasta el punto de que su verdadera vida se hallaba entre las páginas de sus libros, no en una realidad hecha de horarios y reglamentaciones. Le mostré las cuartillas de su autobiografía supuesta.

—Estas son las páginas de su libro, don Francisco. Sobre cuando estuvo en las Indias con Hernán Cortés.

Me miró como si me hubiera querido reír de él.

—Mi nombre es Francisco de Talavera, jovencito. Y, para que lo sepa, no estoy tan loco como para creer que he estado en la conquista de México.

Murió al día siguiente. En paz. No sin antes llamar al juez Cabrero para decirle que él podía haber tenido a las meretrices más caras, pero ninguna de ellas, estaba seguro, le había acurrucado jamás con la ternura de su Concepción.

  

  

  

      

  

 

Francisco Martínez Hoyos (Barcelona, 1972). Doctor en Historia por la Universidad de Barcelona. Ha estudiado a fondo el cristianismo progresista bajo el franquismo y dedicado varios trabajos a la historia de América Latina, como Francisco de Miranda, el eterno revolucionario (Arpegio, 2012) o Breve Historia de Hernán Cortés (Nowtilus, 2014). En 2015 está prevista la aparición de su Breve Historia de la Revolución Mexicana (Nowtilus). Es articulista y crítico de libros en las revistas Historia y Vida y El Ciervo. En el terreno literario, ha publicado relatos cortos en antologías como Perversidades. Cuento al Filo (Rubeo, 2015). El titulado El misterio inexistente de JFK, está disponible para su lectura en Tribuna Invitada.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 4. Año XVII. II Época. Número 100. Abril-Junio 2018. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2018 Francisco Martínez Hoyos. © Las imágenes incluidas en esta publicación se usan exclusivamente como ilustraciones del texto. Los derechos que pudieran concurrir sobre ellas corresponden en exclusiva a su(s) creador(es). Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2018 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte, adscrito a la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana, Castillón, 3, Rincón de la Victoria (Málaga).