ABRIL-JULIO 2016  

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EL FIN DEL VIAJE

  

Por Ernesto Colomo Magaña

  

  

RECUPERABA LA CONSCIENCIA con el sonido más bello que la naturaleza le podía dar. No había lugar a dudas. El rumor de las olas al morir en la orilla, los cálidos y brillantes rayos del sol al calentar cada uno de los granos color oro de la tierra, la fresca y fragante brisa del mar, cuya esencia despertaba en los poetas sus más apasionados versos, y el canto dulce y sosegado de las aves en libertad eran reflejo de que la playa en que se encontraba era paradisíaca. Eso al menos creía él.

Se sentía vivo, pero no sabía nada de su pasado. Parecía que hubiera hibernado durante una larga temporada. No recordaba nada por más que lo intentaba, era un desconocido para sí mismo. Una multitud de preguntas se colapsaban en su interior y se entorpecían unas a otras para salir con claridad. ¿Podría vivirse sin recuerdos?

Intentó moverse en la arena sin éxito. No dominaba su caduco y exánime cuerpo. Tras un esfuerzo colosal, pudo por fin franquear la barrera de arena que, a modo de muralla, se había levantado delante de la orilla como un fortín que protege su más preciado tesoro, la mar.

Su mirada se enturbió, y un sentimiento de angustia y desolación inundó su ser cual arroyo tras un aguacero.

  
                                       
 

Intentó moverse en la arena sin éxito. No dominaba su caduco y exánime cuerpo.

 
  

La playa paradisíaca que había imaginado fue un sueño. La real, una pesadilla fruto del incívico, irreflexivo y bárbaro ser humano. Aguas turbias y fecales asolaban toda una orilla infectada de cadáveres con branquias y lomos plateados. Algunas aves no lograban alzar el vuelo y esperaban, entre los peces muertos, ser los siguientes en decorar aquel atroz e infame cuadro.

La congoja se hacía presente, y un sentimiento de aversión crecía desmesuradamente en su interior. Maldecía al ser humano por acabar con todo, por no sufrir directamente sus propios actos. Los designios de todos los seres vivos estaban marcados por el único que no tenía consideración por ellos y no sufría los horrores de su propia destrucción, el hombre.

Cegado por su odio, no se percató del cambio de viento. Un golpe de aire le hizo salir de sus hostiles y malévolos pensamientos. Su cuerpo se alzó de la arena y se levantó ligero como pluma hasta que la deplorable estampa de la playa quedó lejos, como un mal recuerdo de infancia.

No recordaba la sensación de haber volado antes. Era algo desconocido e inexplicable. No era dueño de su cuerpo, el cual se mecía y dejaba llevar sin oposición por los cambios del viento, como el siervo de un rey que ama y quiere mantener su vida.

Lo elevó hasta alturas desde donde todo parecía una gran maqueta, la cual no era páramo de naturaleza y armonía justamente. Coches, humo, edificios… nada verde, todo carente de vida.

El aire, viciado y espeso, había formado un pequeño remolino. Ahora giraba y giraba, mientras otros viajantes inmundos y mugrientos, como hojas secas, bolsas, envoltorios o colillas, tomaban parte en el juego de este torcido tiovivo natural, de ese carrusel sin destino.

Parecía que el aire cesaba al aproximarse a un foco más urbano, donde unos grandes árboles metálicos aparecían majestuosos entre aquel mundo de avances tecnológicos.

Su cuerpo, ligero para volar pero pesado para mantenerse planeando sin viento, fue a estrellarse y quedar atrapado en uno de aquellos árboles grises y vanos.

Eran extraños ya que estaban huecos por dentro, aunque su corteza se unía a modo de cruces a lo largo de su vasto tronco. No entendía cómo algo tan vacío podía tener vida, pero, sin duda, era un árbol el cual nacía en las montañas y llegaba hasta donde se encontraba, colocados todos en línea.

Varias ramas gruesas y prolongadas conectaban a los mismos entre sí, como si necesitaran estar unidos para poder vivir. El árbol tenía sus raíces enterradas en el suelo y su copa despoblada de hojas. Era, sin duda, el árbol más enfermo que recordaba, debido a que su memoria no alcanzaba más alusiones que la de su grotesca visión de aquella playa.

Un ruido extraño se acercaba por sus ramas como si fuera su medio de comunicación. Procedía del primero que estaba en el pico de la montaña y se dirigía hacia el árbol donde él se encontraba. Precavido por la intuición, hizo lo posible por desprenderse de la estructura grisácea justo antes del paso del temblor.

La caída fue lenta y agónica. Sentía cómo, poco a poco, se distanciaba de la copa y se iba acercando al impacto con la tierra. El golpe, contrario a lo que sus sentidos y su miedo predijeron, no causó daño ni dolencia en su físico.

Todavía no sabía muy bien quién era él mismo, y la sucesión de acontecimientos había arrojado aún más sombras que luces a su teoría.

Imbuido en sus pensamientos, como sentado en una nube ajeno a la vida, no se percató de la situación tras su caída. Un estridente e irritante sonido le devolvió a la realidad.

Una carretera. De la copa del árbol había caído hasta el arcén de un camino de tránsito constante de suciedad, contaminación y muerte. La bendita mano del hombre…

Ahora entendía la rara forma del árbol. Aquel ser vivo se había deteriorado de tal modo como consecuencia de los humos y del aire viciado, putrefacto e inmundo del paraje donde vivía.

El desconsuelo, la angustia y la soledad llenaron por completo su ser.

No sabía nada de sí mismo y su alrededor; sólo le producía dolor y una ahogada pena.

Se percibía culpable de un crimen no cometido, cuyo castigo era un mundo de contaminación.

Se sentía un ser vivo que no comprendía el paradigma de su situación.

Con repulsa y consternación, consiguió, no sin esfuerzo, rodar hasta salir del margen de la carretera para que su cuerpo contactara con la tierra, donde se encontraba sereno y vivo.

Una fuerte lluvia comenzó a caer sin previo aviso. Su cuerpo se empapaba con las gotas de lluvia, que eran como afilados cuchillos de acero que atravesaban su ser sin piedad ni compasión.

Comprendió que todo tiene un final y que el suyo se acercaba: se estaba descomponiendo por razón de aquel frío y húmedo elemento. Sin ganas de luchar, sin razones para vivir, dirigió su mirada a un charco con la esperanza de ver su reflejo y poder entender...

Ahora, al verse, entendió y comenzó a recordar.

La pena embargó su ser, pues no era mejor que lo que había criticado. La contaminación no era culpa de la materia prima ni de los seres vivos que forman el planeta. A estos no se les podía culpar.

El hombre era quien transformaba y destruía a su antojo a los seres vivos y a las materias prima.

Porque, antes, él era un árbol vivo, ahora un simple papel sin más...

  
                                       
 

Porque, antes, él era un árbol vivo, ahora un simple papel sin más...

 
  

  

  

  

  

      

     

ERNESTO COLOMO MAGAÑA (Málaga, 1987). Diplomado en Maestro de Educación Física, Licenciado en Pedagogía y Doctor en Ciencias de la Educación por la Universidad de Málaga. Master en Cambio Social y Profesiones Educativas. Profesor Colaborador de la Universidad Internacional de Valencia (VIU). Ha sido galardonado con el 3.º premio del IX Concurso de Relato Corto “Ochavada” (Archidona, Málaga). Autor de varios ensayos de temática pedagógica. Dedica mucho tiempo a la lectura, pero es la redacción de relatos de misterio e intriga la afición que más le acapara su tiempo.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 2. Año XV. II Época. Número 92. Abril-Julio 2016. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2015 Ernesto Colomo Magaña. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2015 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.