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EL BIBLIOTECARIO ASESINO

   

Por Francisco Martínez Hoyos

   

  

E

l cuerpo del maniquí apareció descoyuntado, húmedo por el rocío de la mañana y con evidentes restos seminales desperdigados aquí y allá, mudos testimonios de lo que debió ser una orgía de tintes agónicos y paroxísticos. «Lo mismo que en la Roma de la Antigüedad», se dijo Jack Titola mientras intentaba imaginarse, no sin cierta inconfesable delectación, aquellas estatuas de Venus o de Apolo que amanecían en el Foro con manchas ciertamente sospechosas, acompañadas de grafitis procaces. Y es que Titola, pese a trabajar de detective privado o private eye, como le gustaba decir para darse ínfulas de glamur, era un tipo leído. Hacía un año y medio que se había instalado en Torredembarra, un pueblecito de la costa catalana con una playa más interminable que las piernas de Julia Roberts o de su doble, vaya usted a saber, por la que acostumbraba a dar largos paseos al anochecer, entre los pescadores, algún que otro corredor y el destello imperturbable de la luna.

Los días transcurrían sin alteraciones. Le hubiera gustado resolver un asesinato —siempre fue muy peliculero—, pero se conformaba con encontrar el gatito lindo de la pescadera o, ya en la primera división de la crónica local de sucesos, averiguar quién robaba las revistas francesas de la librería próxima a la Iglesia. Ganaba así lo suficiente para asegurar dos comidas diarias y la suscripción a una revista literaria, tan importante, si no más, como las mundanales lentejas.

Aquello, sin embargo, era diferente. Detrás del maniquí destrozado, con las formas de pelirroja voluptuosa de mirada felina,  sin duda se escondía una mente en no muy buen estado de mantenimiento. Claro que, después de leer a Foucault, no hubiera podido asegurar a quién puede llamarse loco y a quién no. De todas formas, entre las perversiones que él practicaba en privado y aquella exhibición cuyos antecedentes podían rastrearse hasta cierto marqués dieciochesco, la diferencia resultaba clara para cualquier espíritu meridianamente ecuánime. Alguien pretendía enviar un mensaje al vecindario… ¿O simplemente se trataba de algún gracioso con ganas d’épater les bourgeois?

  
                                                           
 

El cuerpo del maniquí apareció descoyuntado, húmedo por el rocío de la mañana y con evidentes restos seminales desperdigados aquí y allá...

 
  

Fuera quien fuera, había dejado una pista enigmática sobre el violento carmín de los labios de la muñeca, un trozo de papel rectangular, de color blanco, con tres palabras en Times New Roman: “el bibliotecario asesino”. Mientras reflexionaba sobre ello acariciándose su barba de tres días, desaliñado como cualquier sabueso que se respete, Titola percibió el aroma a whisky barato del jefe de la policía local, el inefable Tom Tolaba, de los Tolaba de toda la vida.

—Si es que tanto leer no puede ser sano—, dijo el recién llegado mientras masticaba las palabras con cansancio, el de que tiene que devanarse los sesos de buena mañana.

Jack le miró con aire perdonavidas, con la vaga resignación del que se enfrenta por enésima vez a un inspector Lestrade obtuso hasta lo superlativo. Qué le vas a hacer, Jack, si en la vida, como en la ficción, el héroe necesita de un contrincante papanatas que realce, por contraste, su agudeza mental, su rapidez de reflejos, su buena planta y Dios sabe qué otras cualidades paridas por algún guionista hambriento. Qué le vas a hacer, si el pobre inútil ni siquiera ha caído en que en este pueblo no hay bibliotecario, sino bibliotecaria, algo que habría sabido de haberse molestado en aparecer por lo que denomina, deliberadamente simpsoniano, “el almacén de los libros”.

Pero serías tú —¿quién si no?— el que arrojara luz sobre aquel asunto turbio como los negocios de un mafioso botarate, valga la redundancia. Para hallar pistas, mejor husmear en «Jotrevida», contracción de ‘joven’ y ‘atrevida’, la tienda de ropa adolescente próxima a la plaza del Ayuntamiento, de donde tenía que haber salido el maniquí sodomizado, seguramente uno de los expuestos en el escaparte.

Nada más entrar, la dependienta lanzó a Jack una mirada libidinosa, matadora, cargada de deseos largo tiempo incubados, tal vez expresión de algún trauma infantil, seguro que encontraría algún psicólogo dispuesto a certificarlo aunque demostrara con pruebas fehacientes que aquella rubia de Playboy, con su dos piezas ceñido y moteado en plan tigresa, había gozado de una niñez dichosa, algo muy diferente a una dichosa niñez. Lo importante, de todas formas, radicaba en la pauta que tal comportamiento describía, matemática hasta lo insoportable.

Hacía ya algún tiempo —una mente privilegiada como la suya no podía dejar de observarlo— que todo el mundo le miraba con pupilas incitadoras. Las mujeres, por supuesto, pero también los hombres, los abogados, los perros y hasta los pomos de las puertas de segunda mano contra los que se frotaba en las noches de soledad. Es decir, todas las del año. Ese era el destino de los sabuesos de raza como él.

Suerte que Jack, siempre profesional, iba a lo que iba. Por eso, la dependienta despampanante hizo una deliciosa mueca de decepción cuando él preguntó si sabía algo de un maniquí seguramente robado.

—Lo compró un tipo que aseguraba llamarse Robustiano. Yo le dije que era un nombre muy raro, pero me respondió, un tanto fastidiado, que este es un país libre. Imaginé que el fastidio era porque debe ser muy jodido llevar a todas partes esa geta de hipopótamo con insomnio, pero no iba a dejar que se saliera con la suya. El país será libre o no lo será, pero nadie puede dudar de que sus padres le hicieron una faena de campeonato con el nombrecito.

Con tanta cháchara, al pobre Titola casi le entraron ganas de suicidarse. Suerte que la rubia, enterrada entre cuatro toneladas de frases, le había dado la pista que buscaba: el sospechoso tenía cara de hipopótamo, lo que explicaba sus turbias prácticas con la diosa plastificada. Porque tales mamíferos artiodáctilos —¡qué bien quedan esas palabrejas, Jack!— son criaturas de sexualidad sibarita, tal como aseguraba cierto escritor al que no le hubiera importado suplantar, pongamos en un viaje a Suecia, aunque después leía sus obras, se sentía chapucero y se marchaba a ahogar sus frustraciones literarias en toneladas de yogur cremoso con arándanos. Mucho más sano que la envidia, sí señor.

Las películas lo dejan siempre meridianamente claro, hasta para las mentes obtusas. Si quieres atrapar a tu enemigo, has de pensar como él. En este caso, como un hipopótamo sodomizador1 de muñecas. Había que empezar, pues, por el principio. Como en el principio era el verbo y tú no tenías ganas de contradecir a los profetas, te marchaste a la biblioteca a quemarte las cejas en una montaña de documentación. Empezando, claro está, por Hipopótamos, nuestros amigos en libertad, de la afamada naturalista Ronda McCluskey. Tampoco podías obviar Los hipopótamos desde el Antiguo Egipto, de Trevor O’Nophis, para no perderte los antecedentes históricos, ni de la Guía Michelín de los restaurantes que servían la carne del artiodáctilo. Porque si un medievalista no prescinde de las miniaturas góticas para entender a los templarios, un detective analiza hasta la última mota de polvo que le proporcione algo semejante a una pista. Tenías que saberlo todo de aquel animalote, la intensidad de su respiración, su proceso reproductivo, el porqué de la mirada enigmática de quien aparenta paz y un buen rollo mientras permanece al acecho, digno competidor de las rapaces. De quien aparenta sencillez campesina mientras, en lo profundo de su vasto organismo, almacena la sofisticada depravación de sus deseos insospechados.

Torredembarra no es muy grande, así que, al cabo de tres días, todo el mundo sabía ya de tu obsesión por el bicho, que es el término escogido por las gentes poco versadas en zoología para referirse a cualquier animal de discutibles cánones estéticos. Una hormiga o un rinoceronte son bichos. Un cisne, no. George Clooney tampoco es un bicho, con su masculinidad desenfadada, su versatilidad interpretativa y sus ideas progresistas. Tú, en cambio, con tu querencia por las criaturas excéntricas, sean hipopótamos o cristianos comunistas, te haces digno de miradas llenas de conmiseración. Al pasar por la calle principal, las ancianas te contemplaban con pena, la de que se reflejaba en sus ojos cuando insinuaban, apenas veladamente, qué lástima de muchacho, perder el tiempo en esas cosas. Te detuviste en una esquina a comprar un número de los ciegos, pero el vendedor sufría un hipo extraño, escandaloso y persistente.

—¿Se encuentra bien, jefe?

Era un muchacho que frisaba la treintena, barba estilo hippy y camiseta negra con una foto de AC/DC, la misma que tú llevabas en tu lejana adolescencia. Hizo un gesto nervioso, una especie de tic, desmintiendo el don’t sorry be happy que salió de su boca:

—No pasa nada, señor. Es que tengo hipo…

¿Hipoqué? ¿Hipoglucemia? ¿Hipotensión? ¿Hipo a secas? Su pausa dramática  acentuó tu angustia. Querías saber.

—Hipo… pótamo. Tengo hipo pótamo.

E hizo un guiño de complicidad, como queriendo preguntarte si lo pillabas. No podía ser, Jack. Te estaban perdiendo el respeto. Suerte que no sabías que, en ese mismo momento, el pleno municipal había aparcado no sé que asunto sobre el nuevo vertedero para lanzar los cotilleros más atrevidos sobre quién era esa Dian Fossey local, al parecer empeñada en abrir un zoológico para bestias tropicales. Algunos hasta apuntaban el emplazamiento, mientras especulaban sobre el posible rendimiento turístico de la operación. Como esa noche saliera el seis, ninguno de esos graciosos te iba a ver más el pelo.

Te despertaste con el sonido de la lluvia martilleándote a través de la ventana, medio abierta por tu habitual descuido. Eran las cinco de la mañana. Como no podías dormir, cogiste el paraguas y te marchaste a dar por un paseo sin que te importaran esas corrientes sinuosas que cubren los bordillos. En el parque de enfrente de la biblioteca, junto a la parte inferior del tobogán, otro maniquí despampanante, de ojos felinos, caballera rubia y pechos perfectos, ni pequeños ni esas ubres siliconadas de las revistas llamadas masculinas, soportaba con estoicismo la pequeña tempestad, entre el desamparo de sus labios rojo pasión y sus manos finas, alargadas, esperando el conjuro de Pigmalión para acariciar. Sobre sus piernas abiertas, en un modo que dejaba traslucir la disposición de un estilista, o más bien de un escenógrafo, el agua se deslizaba nerviosa aportando a la escena su dosis de erotismo salvaje.

Titola miró atentamente aquel sucedáneo de cuerpo. Si alguien lo había utilizado para sus extravíos, tenía que ser, por fuerza, el hipopótamo. Sólo el extraordinario peso de la extraña criatura explicaba la consumación del delirio fornicatorio en la base del tobogán y no, como él hubiera hecho —él y cualquier hombre normal— en la cumbre. No pudo evitar un estremecimiento al imaginarse en medio de la noche, a cuatro metros de altura, con la brisa marítima acariciando la dulce caballera de aquella mujer silente, ajeno al frío y a la escarcha porque las tórridas selvas de aquel continente ignoto descubrían sus secretos sólo para sus ojos expectantes. ¿Acaso no amó también Serrat a una hembra de cartón piedra?

Te giraste con un movimiento compulsivo y el aire alucinado de un suicida romántico. En ese momento, un descubrimiento rompió tus visiones. Junto a uno de esos aparatos modernos para los críos de ahora, que dejaba al buen y tradicional columpio al nivel de reliquia antediluviana, brillaba un papel blanco diligentemente enganchado a la superficie broncínea del ininteligible artefacto, con el mensaje que anticipaste de inmediato: «El bibliotecario asesino», seguido de una línea más, desafiante hasta el impudor en su venenosa socarronería: «¿Sabes ya quién soy?».

Jack releyó el mensaje una y otra vez hasta reparar en un detalle del margen superior derecho: un pequeño tridente de color rojo, desvaído por el diluvio que convertía aquel jardín de infancia en un anticipo de las negruras abisales del infierno. Un tridente. No debía ser casual. Sus largos años de sabueso le habían enseñado que los pequeños detalles nunca lo eran. Alguien quería reírse de él sin tomarse la molestia de dar la cara. Algún pusilánime, sin duda: los trazos del instrumento, más que revelar fortaleza e instinto depredador, denotaban el espíritu cabizbajo del que va a esconderse por los rincones cuando pelea. Sin duda. A Titola, su instinto nunca le fallaba. O casi. La elección de ciertos amigos estaba ahí, pesada losa que arrojaba a sus recuerdos el reproche de su estulticia al juzgar a según qué gente. Un aviso, a fin de cuentas, similar al que recibían los antiguos soberanos del Imperio Austro-Húngaro: «Recuerda que tú también eres humano».

A la mañana siguiente, los cuchicheos, con su brioso alegro, sucedieron a la melancolía del adagio de los soñolientos grillos. Mientras los niños acudían al colegio  y los carteros repartían las malas noticias, Torredembarra parecía electrizada con las noticias, los rumores, las especulaciones peregrinas como la perla… ¿Quién era el ladrón de maniquíes? ¿Tendría algo que ver con la charla sobre la antropología del canibalismo organizada por el Centro de Estudios Sinibald de Mas, justo hacía dos semanas? Mientras devoraba su bracito de nata matutino en el Mokafé, Tom Tolaba, con aire de suficiencia, garantizaba a un alcalde crispado el control total de la situación. Aquello no era otro aviso de un depredador de la talla 90, sino la travesura de algún guiri borracho, seguramente uno de tantos nórdicos montados en el dólar, a los que el dinero permitía el sueño largamente acariciado, huir del sol mustio y de los requerimientos de una Gretchen2 autoritaria cual sargento prusiano.

Para escapar del estrés, y sin molestarse en llevar los calcetines del mismo color —¡A él con esos convencionalismos burgueses!—, Jack se bajó a la biblioteca, un edificio moderno, construido  en el solar de una antigua fábrica, con paredes de cristal que dejaban ver las estanterías con los libros. También la expresión apacible de un par de jubilados. ¡Se agradecía tanto la refrigeración en pleno asalto de la canícula!

Sin apartarse de su habitual rutina, examinó el aparador de las novedades con el mismo ojo clínico de un marchante de antigüedades ante una pieza del Segundo Imperio. ¡Eureka! Había llegado, por fin, Hierofanía, un volumen de relatos cortos con su primera incursión en el campo minado de la literatura. ¿Le gustaría a alguien, aunque solo fuera a un alguien, su actualización del mito de Ulises en la escena del cíclope? A su juicio, el capitalismo, antropófago por definición, constituía un alter ego convincente de Polifemo. Un monstruo invencible en apariencia, hasta que Ulises, bajo la corporeidad de un Che español, sin bigote ni barba pero igualmente airado, le asesta el golpe mortal y merecido con el que los cuentos que se precian llegan a su clímax.

Ulises… Su cabeza no competía en rapidez con Tito Google, pero, aun así, sumó dos y dos. Si el héroe griego de su historieta era un trasunto de sí mismo, cosa originalísima y nunca vista, el tridente del bibliotecario asesino tendría que aludir, sí o sí, a Poseidón, el siempre acechante enemigo del astuto soberano de Ítaca. Nunca se perdonaría a sí mismo por no haberlo pensado antes. Fue entonces cuando, apretando las manos y frunciendo el ceño, duro como John Wayne, duro como Clint Eastwood, duro como el turrón duro, lanzó una «advertencia Titola», solo un poco menos inexorable que el destino, sus enemigos lo sabían bien.

—¡El círculo se cierra, bibliotecario!

El bibliotecario, alias “el hipopótamo”, sin duda le conocía y no podía argüir esa mamarrachada de «no es nada personal», porque su modus operandi delataba las trazas de un rencor macerado con lentitud. ¿De qué sentina de la memoria salía aquel fantasma? Tenía que ser, por fuerza, alguien que hiciera temblar la tierra con sus poderosas pisadas, las mismas que asustaban a los pájaros o provocaban el llanto de los niños; alguien de pupilas ocultas a las miradas inquisitivas del público, no por una glamorosa máscara veneciana, tampoco por unas prosaicas gafas de sol, sino por la selvática exuberancia de una barriga de la que el susodicho parecía mero apéndice, a la manera quevedesca que inspiró el conocido musical, El Hombre de la Napia.

Solo conocía a un ser, por llamar de alguna manera a la criatura de Circe, que respondiera a esa descripción benévola, pero se resistía a creer que hubiera escapado de la cárcel del olvido.

  
                                                           
 

Para escapar del estrés, y sin molestarse en llevar los calcetines del mismo color, Jack se bajó a la biblioteca...

 
  

Todo había empezado hacía mucho tiempo, en un lugar muy lejano, el bar La Guerra de las Galaxias, del viejo Madrid de los Habsburgo, al que acudían a despellejarse los aspirantes al trono del Parnaso. En aquella época dorada, Jack espiaba a un conocido novelista por encargo de su rival, un tipo menos talentoso, menos afortunado con las mujeres, cejijunto por más señas, que no dormiría tranquilo hasta averiguar los giros argumentales de la próxima novela en ganar el Planeta. Sí, el Planeta. Hasta los genios aspiran a comer tres veces al día y a tener suelto para el Ferrari.

“El hipopótamo”, acostumbrado a pisar con sus macizas columnas, hizo honor a sus rutinas y trató de pisarle el caso. Aunque también había estudiado en la prestigiosa academia de detectives Pinkherton, prefería atiborrarse de bolitos y magdalenas al duro trabajo de la investigación… ¿Para qué buscar pistas si puedes liar al cliente con una buena historia? Lo demás, no hace falta ser la bruja Lola para imaginarlo: envidia, envidia, envidia… A Jack siempre le hizo reír que un independentista resultara, en esto, tan español.

 Ahora que sabía la verdad, el bibliotecario asesino no volvería a cogerle desprevenido. Tras hacerse esta reflexión consoladora, se quitó sus sandalias verdes y se alejó por la playa en dirección al Club Marítimo, mientras el día moría con el rubor desfalleciente del astro rey.

  

  

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NOTAS

1. sodomizador. Neologismo derivado de ‘sodomizar’ (de sodomía). 1. tr. Someter a penetración anal.

2. Gretchen. (n. f. alemán) 1. f. Al igual que ocurre con Greta y Grete, se trata, en realidad, de un hipocorístico alemán del nombre propio de mujer Margarete, que llegó a adquirir gran divulgación y popularidad entre los pueblos anglosajones por ser el nombre de la mujer amada por «Fausto», el personaje de la obra trágica de Goethe.

   

   

     

     

Francisco Martínez Hoyos (Barcelona, 1972). Doctor en Historia por la Universidad de Barcelona. Ha estudiado a fondo el cristianismo progresista bajo el franquismo y dedicado varios trabajos a la historia de América Latina, como Francisco de Miranda, el eterno revolucionario (Arpegio, 2012) o Breve Historia de Hernán Cortés (Nowtilus, 2014). En 2015 está prevista la aparición de su Breve Historia de la Revolución Mexicana (Nowtilus). Es articulista y crítico de libros en las revistas Historia y Vida y El Ciervo. En el terreno literario, ha publicado relatos cortos en antologías como Perversidades. Cuento al Filo (Rubeo, 2015).

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 3. Año XIII. II Época. Número 85. Julio-Septiembre 2014. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2014 Francisco Martínez Hoyos. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2014 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.