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CUENTO ORIENTAL

   

Por Luis Antonio Ródenas

   

  

Dedicado a L. T.

  

E

ste es un cuento que habla del Extremo Oriente; una historia que trata del honor y la vergüenza, de la justicia y la sedición; también de traiciones, pero, sobre todo, de lealtad sin límites ni concesiones.

Había un lejano lugar, un exótico archipiélago situado en la zona más oriental de un mundo ya esférico; tan lejano se encontraba, que más allá no había más tierra, y el Sol surgía del mar e iluminaba generosamente sus ricas tierras. Un árbol muy singular, el cerezo, florecía cada primavera perfumándolo todo con un aroma incomparable. Un extraño país dividido en reinos, poblado con gente de una cultura y costumbres muy singulares, completamente distintas a las entonces conocidas por los pueblos europeos. Uno de esos dominios estaba dividido en regiones, gobernadas por Daimios, que debían acatar sin discusión la autoridad del más poderoso de todos ellos: el Shogun, que habitaba en Kagoshima, la capital del Reino del Sur.

En el Reino del Sur hubo un Shogun famoso por ser muy inteligente, extremadamente instruido, enormemente justo y generoso, tan valeroso como un tigre, y tan sumamente capacitado con las armas como hábil en la política, lo cual no era óbice para que fuese firme, disciplinado, intolerante con las traiciones e implacable con sus enemigos. Su pueblo le adoraba; muchos Daimios le admiraban profundamente, pero otros conspiraban contra él, y estos últimos, para su adversidad, eran muy poderosos y se oponían a sus decisiones, procurando bloquear sus movimientos.

Famosos por su nobleza, su elevada espiritualidad, su desapego al mundo material y su considerablemente elevada cultura, muchos guerreros, conocidos como Samuráis, deseaban formar parte de su cohorte de élite. Este Shogun tenía un ejército de miles de soldados, pero solo a los mejores Samuráis, escogidos por él mismo, se les concedía el incomparable honor de combatir a su justo lado. A su juicio, el mejor guerrero no era el más rudo o feroz, o el más rápido con la espada, sino el más noble, el de pensamiento más puro, generoso con sus vasallos y muy amante del arte y la cultura.

Un casual día, procedente de una pequeña y lejana región del norte perteneciente a otro reino, apareció un Samurái cuyo nombre era Takahishi no Ryoma o, como se lee en el lenguaje de los occidentales, Ryoma Takahishi. Le había pedido permiso a su ya anciano padre, un Daimio, para poder servir fielmente a este Shogun, y aquel, en su generosidad, aunque extrañado, se lo concedió. Cuando llegó al palacio, presentó su solicitud, comenzando entonces una paciente espera. Pero los Samuráis son resignados y cansinos hasta la extenuación: Ryoma estuvo día y noche velando muy cerca del castillo esperando un mensaje que parecía no llegar… y, sin embargo, jamás desfalleció.

Algunos días después, ante él se presentó un heraldo portando una misiva: el Shogun había aceptado su petición, y eso significaba que podría formar parte de los Cinco Mil Magníficos, uno de los mayores honores que un Samurái podía aspirar a alcanzar.

No solo entrenaba y combatía; Takahishi no Ryoma siempre trató de aportar tintes de cordura y sensatez en sus intervenciones en la corte ministerial, lo cual parecía no pasarle inadvertido ni a sus hermanos de armas ni al propio Shogun, que nunca le trató como un extranjero, sino incluso como alguien cercano y familiar.

Un día, como de la nada, surgió un extraño barco y de él apareció una embajada de mercaderes de piel blanca, procedentes del lejano occidente; el Shogun, muy interesado en ampliar horizontes comerciales y buscar aliados para consolidar el país, les atendió correspondientemente.

  

                   

                   

 

—Ve hasta allí, pregunta por un misionero conocido como Francisco de Javier. Dicen que es un hombre santo; él resolverá tus dudas…

 

  

Las diferencias étnicas y culturales eran más que evidentes, a pesar de lo cual él procuraba mostrarse gentil y generoso con sus inesperados invitados. Sin embargo, la intuición de Ryoma le hacía desconfiar de sus verdaderas intenciones; opinaba que los mercaderes y los misioneros no eran el mismo tipo de personas, aunque su piel fuese del mismo color y sus raros ojos de similar tamaño. Que su mismo padre había cedido tierras a los misioneros españoles sin ningún problema, pues les consideraba gente muy noble y bondadosa, pero que los mercaderes ya eran otro cantar, pues a su humilde juicio, su comportamiento no era tan honorable como a primera vista parecía. Y así se lo hizo saber a su señor. El Shogun, que al principio pareció mostrarse interesado en la plática de Ryoma, manifestó, luego de eso, su desacuerdo y, quizá agobiado por la escasez de su valioso tiempo, se enfadó, y tanto se enojó, que lo mandó echar del palacio, dando orden terminante de que a Ryoma le fuera impedido el acceso al Jardín de los Cerezos, el lugar simbólico donde todos los Samuráis se reunían para orar, hablar de sus cuitas o compartir enseñanzas militares. Y así fue como Takahishi no Ryoma quedó desplazado de la élite del Japón del Sur.

Parecía que su suerte estaba echada, pero el Shogun —no se sabe a ciencia cierta el motivo; quizá pudo recibir algún mensaje del Buda, o tal vez pudo ser aconsejado por alguien cercano— sorprendentemente, rectificó su decisión; en toda su generosidad, invitó de nuevo a Ryoma a formar parte de su estimada guardia de élite. Desde ese momento, el Samurái, muy agradecido, fue mucho más prudente, y también más combativo, comenzando a despuntar tanto por su valor como por sus fabulosos y enrevesados escritos.

Durante todo ese tiempo, más Samuráis fueron incorporándose al poderoso ejército de este Shogun, pero también acudieron plebeyos, hartos de las iniquidades de sus señores, que huían de las provincias —e incluso de otros reinos— en busca de protección y justicia. Y hastiado de la actitud despótica de algunos de sus gobernadores, comenzó a hostigarles tanto política como militarmente hasta que, finalmente, muchos de ellos se alzaron en armas contra él, apoyados por otros Shogunes que lo envidiaban. Y sus invencibles Samuráis hubieron de blandir sus poderosas armas en numerosas ocasiones. Entre ellos, se encontraba Ryoma.

Los Cinco Mil Magníficos se turnaban durante la semana para proteger la fortaleza y los territorios leales. Al Shogun le gustaba mucho asomarse a su balcón y observar el valor y la destreza de sus más fieles y temibles hombres mientras entrenaban.

Al poco tiempo, Ryoma recibió una mala noticia: su padre estaba agonizando y, como establece el código del respeto al honor familiar, tuvo que desplazarse hasta su palacio del lejano norte para acompañarlo durante sus últimos momentos. No obstante, siempre estuvo pendiente de las novedades que pudieran llegar desde Kagoshima, y dio orden terminante de que, a pesar de las tristes circunstancias, se le mantuviera permanentemente informado. El Shogun del sur, también enterado de esta mala nueva, y comoquiera que comenzaba a apreciarle notablemente, le hizo llegar misivas no una sino dos veces, preguntándole por el estado de su honorable ascendiente, y, dada la lejanía, y el hecho de que sus médicos personales estuviesen muy ocupados atendiendo las heridas de sus soldados causadas en las batallas, no pudiendo ayudarle de mejor modo, le hizo llegar un abrazo de luz tanto a él como a su moribundo padre. Y esto, Ryoma lo agradeció profundamente —más que si del propio Buda se tratase— jurando en ese preciso instante eterna fidelidad a su señor pasara lo que pasase. Finalmente, su progenitor murió, reuniéndose con el Buda, y Ryoma se convirtió en Daimio.

Ryoma hubo de regresar a la fortaleza, y un día en que penetró en el Jardín de los Cerezos para entrenar, observó que, inexplicablemente, su señor no aparecía a visitarlos como venía siendo habitual. Otros pocos Samuráis que allí se encontraban también se extrañaron de la anómala situación, y, aunque preguntaron a la servidumbre, nadie supo, pudo o quiso darles respuesta, lo que fue motivo de gran preocupación para ellos. Optaron por no correr la voz para no alarmar al restante cuerpo del ejército, ya que, por aquel entonces, su Shogun se encontraba combatiendo contra uno de los enemigos más poderosos y traicioneros del Imperio, otro Shogun, cruel y despiadado, que además presumía de tener bajo sus órdenes a los Ninjas más letales y terribles. Tanto debían de serlo que hasta los propios Samuráis, sin reconocerlo explícitamente, les temían, pues no los consideraban ya como guerreros espía, sino verdaderos demonios. Ryoma, como extranjero, estaba alerta de esos despiadados seres ya que, casualmente o no, disponía de una información que el resto de los compañeros desconocían: la identidad del oscuro maestro que los había entrenado.

  

                   

                   

 

Ryoma recibió una mala noticia: su padre estaba agonizando y, como establece el código del respeto al honor familiar, tuvo que desplazarse hasta su palacio del lejano norte para acompañarlo durante sus últimos momentos.

 

  

Algunos Samuráis hablaron entre ellos. Por su parte, Ryoma no ignoraba que un hermano de armas suyo, llamado Kyuidaiu Yoshida en caracteres occidentales, estaba vinculado al Shogun, así que se reunió con él para tratar este asunto tan delicado.

—No hay respuesta, querido amigo. ¿Qué hay en tus manos que puedas hacer? ¡Estoy realmente inquieto!

—¡Y yo, Kyudaiu-San! Pero se me ocurre algo: conozco a un Ninja de confianza al que podríamos contratar para que lo encuentre y le haga llegar un mensaje. ¿Qué te parece?

—Si es de confianza, me parece buena idea. ¡Hagámoslo cuanto antes!

Pero el mensaje nunca llegó a su destino.

Todos esperaban noticias alentadoras del paradero de su señor, y, por fin, de la noche a la mañana, estas llegaron. Todo había sido una falsa alarma. En el más absoluto secreto, el Shogun había decidido abandonar la fortaleza junto a unos pocos de sus más fieles guerreros durante unos días para descansar y así poder reorganizar adecuadamente su cuerpo de élite, pues tantas preocupaciones habían conseguido enfermarlo y sentía que precisaba recuperarse lejos de las tensiones cotidianas y así seguir atento a la encarnizada e interminable lucha que se avecinaba.

Toda parecía normal, pero Yoshida no Kyudaiu recelaba, y así se lo hizo saber a Ryoma.

—¡No es él, Ryoma-San! ¡Yo le conozco bien, y no es él!

—¿Pero qué dices? ¿Cómo puede ser eso?

—¿Recuerdas esa leyenda? Aquel Shogun que murió en extrañas circunstancias y ocultaron su fallecimiento para que nadie pudiera oponerse al cambio de línea dinástica… ¡Creo que aquí pasa lo mismo!

—¿Tú crees?

—No habla igual, no actúa igual…

—Será el cansancio…

—No es eso. ¡No es él!

Atormentado por la incertidumbre sembrada, y en el más absoluto de los secretos, Ryoma decidió investigar en persona este confuso caso, hallando extraños indicios que no supo interpretar adecuadamente, por lo que de nuevo consultó con su amigo, quien se apresuró a corroborarle, a tenor de sus propios conocimientos, la solidez de esas pistas. Mientras este acontecimiento se producía, el Shogun, enterado de las dudas que circulaban acerca de su identidad, hizo llamar a Yoshida, quien, quizá algo falto de habilidad, le confesó lo que Ryoma estaba haciendo. Este hecho enfureció notablemente al Shogun; poco más tarde, ya con calma precisa y calculada, mandó acudir a su presencia a Ryoma que, desprevenido, no se imaginaba lo que estaba a punto de suceder.

Toda vez que este ya no podía encubrir a su amigo, intentó salir del paso del modo más honorable posible, aduciendo la preocupación causada por la cada vez más incontrolable actividad de los Ninjas del poderoso enemigo. Entonces, tal vez impresionado, en un alarde de magnanimidad, y dado que el Shogun parecía apreciarle por su conocida bondad, se dispuso a hacer algo completamente inusual: confiarle un secreto de Estado. Fue así como comenzó a revelarle que un noble rebelde, presa de unas misteriosas fiebres, había enloquecido y estaba totalmente obsesionado con él, provocándole continuamente y haciéndole desplantes y ofensas utilizando las argucias más infames, y que, de momento, no podía hacer gran cosa al respecto más que ser paciente y esperar, porque había averiguado que unos mercaderes portugueses le respaldaban en secreto con grandes cantidades de dinero y armas de fuego. Por ello, sospechaba de cualquiera.

Y justo cuando el Shogun se disponía a ofrecer más detalles, Ryoma, quizá malinterpretando las palabras de su señor, cometió la torpeza de interrumpirle para intentar referirle que todas esas explicaciones no eran necesarias, que él no era merecedor bajo ningún concepto de ellas, pero como estaba acostumbrado a servir de desahogo a muchos de los suyos, estaría encantado y dispuesto al inusual honor de escucharlas, como a observar la máxima discreción… Lamentablemente, el Shogun no interpretó bien las pobres y nerviosas palabras de su fiel guerrero, a causa de lo cual, considerando su entera actitud como inaceptable, se enfureció terriblemente, llamó a la guardia y ordenó su detención.

Y así fue como Takahishi no Ryoma, tras pasar unos días encarcelado, fue desposeído de su rango de miembro de los Cinco Mil Magníficos del Shogun y convertido en un Ronín, un Samurái sin señor ni causa a las que servir. Y fue expulsado de aquel territorio para nunca más poder volver, por lo que hubo de regresar deshonrado a su feudo.

Desde ese momento, Ryoma se dedicó a vagar por los caminos lamentando su desgracia y a beber sake hasta emborracharse, desatendiendo cada vez más sus obligaciones para con sus súbditos. Sentía que no le importaba nada, pues no solo había perdido el favor que tanto sacrificio le había costado obtener de su señor para siempre, sino que había deshonrado el buen nombre de su estirpe, lo cual, para un Samurái, era del todo inexcusable.

  

                   

                   

 

Y fue expulsado de aquel territorio para nunca más poder volver, por lo que hubo de regresar deshonrado a su feudo.

 

  

Una mañana, cuando se encontraba tumbado y resacoso bajo un árbol del camino, descubrió frente a él la presencia de un Yamabushi, un sacerdote, observándole.

—¿Qué quieres tú, anciano? ¿Qué es lo que miras? ¿Eh?

—Tú eres el otrora poderoso Takahishi no Ryoma, ¿verdad?

—¡Así es! ¿Cómo te atreves a dirigirte así a tu señor? ¿Sabes que no tienes derecho ni a mirarme?

—Eso sería así si te comportases como un verdadero Samurái y señor de esta tierra, ¡tu tierra!, y no como un borracho. ¡Yo temo y respeto a los Samuráis y a los señores, no a los débiles borrachos como tú!

Ryoma se levantó ofuscado y desenvainó su katana, pero presa de los mareos provocados por el exceso de alcohol, se desplomó nuevamente al suelo.

—Escúchame bien, Samurái: tú necesitas ayuda, ¡reconócelo!, y lo sabes porque eres sabio; yo puedo brindártela...

—¿Tú? ¿Cómo es eso?

—Para ello, necesito formularte una pregunta. ¿Aceptarías responderla?

—Lo haría.

—¿Qué es lo que te hace sentir más culpable? ¿El haber ofendido al Shogun, el creer haberlo ofendido o la sensación de no saber con certeza si le has ofendido o no?

—¿Qué clase de pregunta es ésa? ¡Eso es un trabalenguas! ¡No sé responder a eso! Dudo incluso de que alguien conozca la respuesta…

Y el anciano, previendo la contestación de su interlocutor, sonrió.

—Creo que alguien puede, mi señor. A poca distancia de aquí, como bien sabes, se encuentra el monasterio de los monjes extranjeros, los de piel pálida y ojos grandes y redondos, a los que tu honorable padre cedió tierras para profesar su culto, ese que llaman cristianismo y que comienza a ser tan popular por esta región. Se comenta que su Dios lo perdona todo...

—¿Qué quieres decir, anciano?

—Ve hasta allí, pregunta por un misionero conocido como Francisco de Javier. Dicen que es un hombre santo; él resolverá tus dudas…

Intrigado, Ryoma montó su caballo y, pertrechado de su armadura y sus dos espadas, cabalgó hasta el monasterio de los Jesuitas españoles. Cuando llegó, se esforzó por sobreponerse a su vergüenza, pues suponía que las noticias de su caída en desgracia habrían llegado hasta allí, pero los monjes se comportaron como si nada de eso se supiera, y se sintió mejor tratado, incluso más allá del respeto, la dignidad y, fundamentalmente, la gratitud debida que siempre le cupo esperar de ellos como el señor feudal que era.

Francisco de Javier le recibió con inusitada alegría, y enseguida hizo suyo el enorme pesar que embargaba al Ronín. Ryoma le contó toda su historia. Hablaron durante horas…

—Esa pregunta puede tener varias respuestas, pero en tu caso, mi señor, creo que solo cabe una: debes hacer borrón y cuenta nueva y comenzar una nueva vida. Pero tú deseas seguir sirviendo a ese Shogun, ¿verdad?

—Así es, y por muchos motivos… Pero hay uno, más allá de la dignidad de Samurái, que

entenderéis fácilmente: cuando mi padre el Daimio agonizaba, nos envió un cálido abrazo de luz a ambos, y eso jamás podré olvidarlo.

—¿Y crees posible eso que pretendes?

—¡Tiene que serlo! Para eso he venido hasta aquí. ¡Yo hice un juramento, y debo cumplirlo por encima de todo! Ya me dan igual su rechazo y la vergüenza; un deber siempre es un deber.

—¡Qué extraños os vemos los blancos a los orientales, con ese tan acusado sentido del honor…! Te daré una buena noticia: quien te dijo que nuestro Dios lo perdona todo no te mintió; así pues, ¿cómo no iba a perdonarte el Shogun? Yo sé que lo hará, pero debes merecerlo.

—¡No puedo regresar a su palacio! Ni siquiera a sus tierras…

—No puedes como Ryoma… pero sí como otro Samurái, ¿me comprendes?

—Me temo que no…

—¡Sírvele sin que él lo sepa! Sé un hombre totalmente nuevo, diferente. ¿Sabes por qué el cristianismo está siendo bien aceptado aquí, en vuestro hermoso y noble país? Porque vuestras creencias y las nuestras no son tan distintas como parece. Te aseguro que lo que te propongo es factible.

—¡Eso sería un engaño!

—¡En absoluto! Solo lo sería si vuelves a fallarle. Pero eso no va a suceder. ¡Yo confío en ti! ¡Mi Jesucristo y tu Buda confían en ti! Ofrécele lo mejor, pues es lo que espera, y no habrá engaño ninguno. Tú eres y serás siempre tú; no puedes ser otra cosa.

  

                   

                   

 

Y un día, apareció en su vida una extraña e insistente mujer de origen chino que decía pertenecer a la férula del Shogun.

 

  

Y así lo hizo el Ronín: cambió su caballo, su armadura, sus colores y estandartes... y enmascaró su rostro. También cambió su nombre, pasando a llamarse Kizei no Hazama. Una noche, en el más absoluto de los secretos, y dejando el señorío en buenas manos durante su ausencia, partió hacia el Reino del Sur.

Con una hábil estrategia, consiguió, primero, acceder a ciertas personas de confianza del Shogun; después, tras intervenir sorpresivamente en algunas escaramuzas contra perversos bandoleros, depravados comerciantes, recaudadores corrompidos... logró labrarse un prestigio en la región. Además, Hazama, como buen Samurái, amaba la cultura, por lo que no tardó en conseguir que sus escritos llegaran a oídos del Shogun y sus consejeros, quienes llevaban tiempo preguntándose por su enigmática identidad y del porqué de apoyar su causa. No quedó claro si alguien se lo aconsejó, si fue una iniciativa propia o hasta fruto de un error casual, pero lo cierto es que algunos mensajeros anunciaron por las aldeas que, si el Samurái Enmascarado se planteara acudir a su palacio a entrevistarse con él, sería bien acogido.

Entonces, Hazama, con maestría, hizo llegar un sibilino correo al Shogun, y este, de inmediato, le hizo llamar para incluirle entre sus huestes. Mas sucedía que Hazama siempre luchaba solo. No se sometía a la disciplina del ejército, sino que, simplemente, aparecía, combatía, vencía… y se marchaba, sin esperar premio o recompensa alguna por sus actos.

Todo iba yendo a pedir de boca, aunque era consciente de que, tarde o temprano, las cosas ya no serían tan sencillas; su actividad estaba llamando demasiado la atención. Y un día, apareció en su vida una extraña e insistente mujer de origen chino que decía pertenecer a la férula del Shogun. Mediante sofisticadas armas femeninas, y a pesar de las consabidas precauciones del guerrero, se ganó su confianza y logró averiguar la identidad oculta del Samurái Enmascarado. Y este, viéndose sin opciones honorables —pues su conciencia le impedía exigirle a la doncella que guardase el secreto—, decidió acudir al palacio y confesarlo todo…

 

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NOTA DEL AUTOR: El pergamino en el que está basada esta historia es, a juzgar por las pruebas químicas a las que ha sido sometido, de finales del s. XVI. Fue encontrado en un antiguo y modesto templo budista, no lejos de Kagoshima; y, aunque parece redactado desde un punto de vista objetivo, el pormenorizado análisis de ciertos detalles literarios hacen sospechar que fue el propio Takahishi no Ryoma —o su alter ego, Kizei no Hazama— quien pudo transcribirla de su puño y letra. Su estado de deterioro no permite traducir el final del relato, por lo que todavía se desconoce lo que sucedió tras la entrevista celebrada entre él y el Shogun. Sí se sabe que esta se produjo; nada más.

Los más importantes especialistas en el bushido japonés todavía se preguntan por qué, inexplicablemente, el Samurái Enmascarado perdonó la vida de aquella mujer, la única sabedora de su verdadera identidad, para, voluntariamente, exponerse a la más que previsible ira del Shogun y tener que verse abocado a cometer Seppuku —lo que los occidentales conocemos como Harakiri— o suicidio ritual. O a su perdón. ¿De qué modo pudieron influir en esta decisión las palabras de esta misteriosa persona y las de San Francisco de Javier? Puede que pronto, si las investigaciones avanzan adecuadamente, lo sepamos.

 

   

   

     

    

LUIS ANTONIO RÓDENAS (Colmenar Viejo, Madrid, 1965). Arquitecto técnico, criado en Aranda de Duero (Burgos), actualmente reside en Valladolid. Con motivo del 50.º aniversario de la aparición del Jabato, personaje del tebeo español de los años 60 y 70, participó en la recuperación de su figura con el guión de la aventura La hermandad de la Espada, dibujada por José Revilla y editada por Ediciones B en 2008. También junto a Revilla, ha participado en la redacción del argumento de la nueva aventura breve del Capitán Trueno, El secreto del espejo (Asociación de Amigos del Capitán Trueno, 2014). Es coautor, junto a Blanca María Gontad, del libro de temática medieval La mirada del Unicornio (ArtGerust Editores, 2014). Ha colaborado como articulista y narrador de cuentos en diversas espacios digitales como en las webs colaborativas Suite101 (hoy inactiva), Fútbol de Lujo, el blog El sonido del Trueno, la web Tebeos Clásicos y la revista digital Gibralfaro.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 3. Año XIII. II Época. Número 84. Abril-Junio 2014. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2014 Luis Antonio Ródenas. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2014 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.