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LA HIGUERA

   

Por ERIK MOLE

   

  

L

a mañana era heladora, pero los gallos no dejaban de cantar, aunque el viento silbase por las grietas de las paredes del gallinero. Como todos los días al amanecer, después de una noche ajetreada, Antonio, en ayunas, pero siempre con un palillo en la boca, entró en el gallinero, presto a buscar varios huevos recién puestos. Todavía estaban tibios cuando los sacó de entre la paja. Después, sorteando una pequeña valla, se acercó hasta el secadero de embutidos y, con su afilada navaja, cortó un buen pedazo de tocino ahumado. Deseaba tomarse un suculento desayuno. Las buenas obras había que comenzarlas a primeras horas del día. Su metro ochenta de estatura necesitaba estar bien nutrido. además, el trabajo en el campo y su otra actividad requerían disponer de energías suficientes.

De camino a casa se detuvo para observar aquella frondosa higuera. Alzó el brazo para recoger alguno de sus frutos, que depositó con cuidado en la cesta de mimbre que llevaba colgada en el brazo derecho. Desde niño, su zurdera le había causado bastantes problemas, sobre todo, en su época escolar. En aquellos años, ser siniestro era como un castigo de Dios, y había recibido por ello más de un castigo con la regla del maestro de tuno, además de los correazos paternos.

Pensado en todo aquello, arrancó con tal fuerza uno de los higos, que este quedó triturado entre sus dedos. Un liquido lechoso y pegadizo impregnó su mano. Dio una fuerte sacudida a su brazo y se deshizo de la fruta, sacó un pañuelo y se limpió para seguir recogiendo más frutos. Una vez terminada la tarea, comenzó a dar vuelta alrededor del suntuoso árbol, que casualmente dejaba pasar la luz matinal, arrastrando su ostensible cojera. Mientras, seguía mordisqueando el ensalivado palillo. Con la mirada puesta en el suelo, observaba la tierra removida, al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa.

—¿Qué pensabais, asquerosas furcias, que solo por pasar un rato conmigo y echarme un mal polvo ibais a ser dueñas de todo esto? Estabais locas —murmuró, escupiendo el palillo con tal saña que fue a parar a un pequeño montón de tierra de los cinco que rodeaban la higuera.

  
                                       
 

De camino a casa se detuvo para observar aquella frondosa higuera.

 
  

Desde la puerta de la casa, Víctor lo observaba con aspecto taciturno. Víctor lo conocía desde niño, y sabía que, en aquellos momentos, lo mejor que podía hacer era no molestar a Antonio. Víctor era consciente. Lo que habría ocurrido no hubiera sido nada agradable para él. Siempre había sido una persona agradecida rozando la sumisión, sobre todo desde que el padre de Antonio le salvara de ir al paredón en tiempos de la guerra civil, cuando fue acusado de rojo. En el lecho de muerte, el patriarca de la familia Rosales le hizo jurar que velaría por su hijo hasta el fin de sus días, sirviéndolo con tanta fidelidad como lo había hecho con él. Víctor jamás había faltado a su palabra por ese motivo: continuaba en esa casa y guardaba el secreto de la higuera.

Antonio se acerco hasta él, le dio la cesta cargada para que fuera a prepárale el desayuno. Un aroma a café recién hecho se podía oler desde el porche.

—Esta tarde bajaré a la ciudad, volveré tarde y en compañía. Ten preparadas las herramientas.Es posible que las necesitemos —le ordenó antes de que entrara en la casa.

—Sí, señor —contestó en tono sumiso—. Entonces doy por hecho que el señor desayunará mañana lo mismo que hoy, ¿verdad?

—Por supuesto. Ve y prepara el desayuno.

El día trascurrió con normalidad. Los dos hombres se dedicaron a sus tareas cotidianas, aunque en la cabeza de Víctor rondaba un idea que no era otra sino la de parar todo aquello que ya se le estaba yendo de las manos. Si alguien descubría el secreto de la higuera, su amo iría de inmediato a la cárcel de por vida. Y él había jurado protegerlo.

Acababan de dar la seis de la tarde. Antonio ya se había acicalado para ponerse en camino, una hora de trayecto separaba la ciudad de la hacienda. Poco antes de que cogiera las llaves de su todoterreno, Víctor le suplicó que no fuera, que debía acabar con todo aquello

—¡Esas mujeres no tienen la culpa de que Carmen te abandonara! —argumentaba—. ¡No, no permitiré que mates a ninguna más! —gritó.

—¿Seguro? ¿Cómo vas a impedirlo, viejo chocho? —le gritó Antonio con evidente sarcasmo, y soltó una carcajada, al tiempo que le dio un empujón para apartarlo de la puerta.

Antes de que llegara el vehículo, dos estruendo simultáneos sonaron en la puerta de la cochera. La vieja escopeta de Víctor fue descargada en la espalda de Antonio y los perdigones de los dos cartuchos atravesaron su cuerpo quitándole la vida.

Horas después su tumba cerraba el circulo de la higuera.

   

   

     

Erik Mole (Javier Sancho Ponz, zaragoza, 1961). Siempre se ha sentido atraído por la expresión de lo que le dictan sus sentimientos o su imaginación mediente poemas o narraciones breves. Para desarrollar y perfeccionar su competencia literaria, ha asistido a algunos talleres literarios. En la actualidad, colabora con poemas y relatos en grupos y tertulias literarias.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 2. Año XIII. II Época. Número 84. Abril-Junio 2014. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2014 Erik Mole (Javier Sancho). © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2014 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.