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   EL CAZADOR DE GUANACOS

   

Por Enrique J. Martínez Llenas

  

   

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umersindo Mansilla podía ser definido por tres cosas. Una, sus características físicas: bajo, moreno, de rasgos aindiados y de mediana edad; dos, su afición: cazador inveterado y dueño de una casi sobrenatural y ya legendaria puntería; y tres, sus gustos: una obsesiva predilección por la carne de guanaco [1], preparada de la forma que fuese: asada, en guiso o en milanesas. Llegaba a pasarse días enteros en los montes aguardando la aparición de estos animales para, siguiéndoles la pista sin descanso, detectar la mejor presa y abatirla de un único y certero disparo de su fusil, un viejo Máuser de 1930 con mira telescópica.

En cuanto podía disponer de unos días libres en su trabajo de policía local, partía de cacería hacia el campo en su vieja pero bien mantenida moto. Prefería ir solo para estar en íntimo contacto con la tierra y los elementos, como sus antepasados indios. Pero a diferencia de ellos, que abatían sólo los guanacos necesarios para sobrevivir, Gumersindo cazaba indistintamente machos, hembras o pequeños y tiernos chulengos [2], que no aprovechaba por completo, sino sólo parte de los lomos, los vacíos y las ancas, dejando abandonado todo el resto a los animales carroñeros.

La que resultó ser su última partida de caza comenzó igual que tantas otras, muy temprano, a la salida del sol. Preparó sus utensilios y los guardó en dos grandes alforjas que colgaban en los laterales de su moto; luego, enfundó con cuidado el fusil y se lo colgó a la espalda en bandolera; a continuación llenó de combustible el depósito de la moto, incluyendo por si acaso un bidón suplementario que fijó con sogas en el asiento trasero; y finalmente, luego de verificar la carga de su teléfono satelital [3] y de una última revisión a su equipo, se puso unos anteojos oscuros y partió, ignorante de lo que el destino le tenía reservado.

Se fue alejando del pueblo sin apuro. La moto, con su silenciador recién cambiado, ronroneaba suavemente. La mañana, fresca, soleada y, cosa rara, sin viento, lo llenaba de una íntima alegría, que se transmutó en un deseo incontenible de silbar, lo que hizo durante un buen trecho del recorrido. Gradualmente comenzó a tomar caminos secundarios.

Ya al comienzo de la tarde se encontraba circulando con cierta dificultad por una estrecha picada, donde decidió por fin detenerse bajo la escuálida sombra de un árbol achaparrado para descansar, beber agua y comer un poco del pan, queso y chorizo que había llevado. Cuando terminó de comer, dio una vuelta a pie por los alrededores, en busca de los típicos montoncitos de heces de los guanacos, con las que delimitan su territorio.

Y los encontró.

Cuidadosamente descolgó el fusil, ajustó la mira y con lento sigilo se aproximó a un hueco entre dos rocas, que le permitía ver un pequeño y árido valle, a unos cien metros más abajo, en el que pacía un rebaño de diez animales, cinco de ellos hembras, cuatro pequeños chulenguitos y un macho imponente, de más de un metro ochenta de alto y que debía pesar casi noventa kilos. Dos hembras descansaban tendidas sobre el terreno y los chulengos corrían y saltaban de aquí para allá, como es característico en los animales jóvenes. El jefe rumiaba permanentemente y se mantenía erguido y vigilante, cuidando al rebaño como era su deber.

Gumersindo se decidió por matar al macho, imaginando los suculentos trozos de carne que podría obtener, sin tener la más mínima consideración por el desastre que aparejaría para el rebaño la pérdida de su jefe.

Apuntó cuidadosamente, centrando la mira en el pecho del animal y disparó, pero con tal mala suerte que, justo en el preciso instante en que apretaba el gatillo, una inesperada brisa sopló polvo sobre su cara, afectando irremisiblemente la trayectoria del proyectil, que impactó en otra zona de la anatomía del guanaco, dejándolo tendido sobre la tierra, pero vivo. El rebaño, espantado por la detonación y sin la guía de su jefe, se dispersó alocadamente en todas las direcciones posibles.

Maldiciendo a todos los santos y sus acólitos, Gumersindo bajó rápidamente por la pequeña barranca hasta el valle y se acercó con cautela hasta el animal, que aún respiraba. Lo vio levantar lenta y dificultosamente la cabeza, como para decirle algo y, curioso, se aproximó un poco más. Sus miradas se cruzaron durante un infinito instante. A continuación sintió en sus ojos el pegajoso escupitajo que, desde tan breve distancia y antes de expirar, le disparó el guanaco con impecable puntería.

Sorprendido, intentó quitarse la pestilencia de la cara, pero era tan pringosa que le pegoteaba y sellaba los párpados. Necesitaba imperiosamente agua para enjuagarse, pero no tenía ni idea de cómo estaba orientado, ni dónde estaba su moto. Además, muy rápidamente comenzó a producírsele una intensa y dolorosa inflamación en todas las zonas que habían tomado contacto con la saliva del animal.

Desesperado ante la repentina ceguera y el dolor, cometió la imprudencia de apresurarse para extraer el teléfono de su bolsillo, consiguiendo así que se le cayera al suelo y viéndose obligado a perder un tiempo precioso buscándolo a gatas por su alrededor. Cuando lo halló, marcó al tacto el número de la comisaría del pueblo, notificó a uno de sus compañeros lo que le había sucedido, le dio una idea del paraje en el que probablemente se encontraba y le urgió a que se apresurara a ir a rescatarlo antes de que cayera la noche. 

Mientras se sentaba a esperar, tratando de contener el grito de rabia e impotencia que se le quería escapar desde lo más profundo del pecho, fue consciente de que de sus tumefactos e inútiles ojos le chorreaban ríos de lágrimas que, mezcladas con la ardiente escupida, se introducían también en la nariz, taponándola con la inflamación que producían y haciéndole necesario entrar el aire a los pulmones por la boca abierta de par en par. Se concentró sólo en respirar, ya que ver no podía, y así estuvo hasta que, después de lo que le parecieron miles de años y sin saber si era noche o día, sintió los gritos de quienes lo buscaban, a los que respondió con una voz ronca que no pudo siquiera reconocer como propia.

Lo llevaron urgentemente al dispensario del pueblo, donde le lavaron con abundante agua los ojos y la cara, pero ya había pasado demasiado tiempo: las lesiones eran muy profundas y corrosivas, y habían producido daños irreparables en todas las estructuras de ambos ojos. Lo derivaron al hospital de referencia de la zona, pero allí solamente pudieron certificar la pérdida casi total de la visión.

Dicen que un viejo médico rural, enterado del caso, comentó que los viejos indios tenían conocimiento de la existencia de cierta hierba, rara y difícil de hallar, que agradaba especialmente a los guanacos, y que debido a la mezcla reiterada con los jugos de los diferentes estómagos de dichos animales durante el proceso de la rumia, producía un componente ácido altamente corrosivo para los tejidos que no estuvieran preparados para resistirlo. Eso era lo que podía haber contenido el escupitajo del animal que había cazado Gumersindo Mansilla y que le causó la pérdida de sus órganos visuales.

Quienes actualmente viven en el pueblo o pasan por él de camino hacia otros lugares pueden ver un hombre solitario sentado permanentemente a la puerta de su casa, rumiando la secreta idea de una inútil e imposible venganza. Cuando el sol le da en la cara, la vuelve hacia sus rayos, como buscando capturar algo de la luz que todavía, aunque cada día menos, puede adivinar a través de la cicatriz informe de lo que alguna vez fueron sus agudos ojos de cazador.

   
                                                   
   

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NOTAS

1. guanaco (Del quechua ‘wanaku’). m. Mamífero rumiante de unos trece decímetros de altura hasta la cruz, y poco más de longitud desde el pecho hasta el extremo de la grupa. Tiene cabeza pequeña con orejas largas y puntiagudas, ojos negros y brillantes, boca con el labio superior hendido, cuello largo, erguido, curvo y cubierto, como todo el cuerpo, de abundante pelo largo y lustroso, de color generalmente pardo oscuro, a veces gris, rojo amarillento y hasta blanco; cola corta, alta y adornada de cerdas finas, patas delgadas y largas, con pies de dos dedos bien separados y con fuertes uñas. Tiene en el pecho y en las rodillas callosidades como los camellos. Es animal salvaje que habita en los Andes meridionales.

2. chulengo. m. Argentina, Chile, Perú. Cría del guanaco.

3. satelital. adj. Argentina, Honduras, México y Venezuela. Perteneciente o relativo a los satélites artificiales.

   

   

     

    

ENRIQUE J. MARTÍNEZ LLENAS. Argentino de origen y con nacionalidad también española, ejerce la Medicina en Valencia desde el año 2002. Ha comenzado muy recientemente a escribir de forma autodidacta, y ha descubierto en esa actividad lo que necesitaba para continuar su desarrollo personal hacia el futuro.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 1. Año XIII. II Época. Número 83. Enero-Marzo 2014. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2014 Enrique J. Martínez Llenas. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2014 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.