N.º 80

ABRIL-JUNIO 2013

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DE LOS VERDES VERDIALES

   

Por Rafael Herrera Ángel

   

   

  

Y

a estaba todo listo en aquella comarca que se sitúa entre la Axarquía, los Montes y el Valle del Guadalhorce, donde el sol reposaba, se desperezaba y, desde allí, levantaba carrera hasta que desaparecía en el mar, en ese mar que solo se sentía o se contemplaba solitario sin diferenciar su horizonte. Los pobladores de aquellos campos eran almas que aún mantenían el rancio vínculo con la tierra, de ella sobrevivían y para ella eran sus mayores ofrendas. Para muchos, este era su desgastado entorno, envuelto en el poder de lo telúrico como el forraje de aquellos escarpados, zarandeado por los vientos, paciente en la agonía de la calenda, pero de raíz recia.

La Pascua había llegado ese año con una buena cosecha de vides jóvenes, cuyo jugo fermentaba en viejos toneles de robles traídos de otras tierras, más allá de ese mar azulenco, de ahí que el regustillo de los néctares pareciera en ocasiones salino y donairoso. Llegada esta fecha, se reunía una serie de personas, algunas dotadas de la gracia del baile, otras de la habilidad de la música y las menos de la voz agreste y rota. El aire recogía y soltaba en vaivenes aromas de vino dulce y aceite, de pan blanco y miel montaraz. Se podía ver en esos días la alegría de la panda de músicos, ¡cómo consagraban sus cantos y sus melodías a la fertilidad de la tierra!, ¡cómo brincaban los chicuelos, semejando a las pequeñas cabras recién destetadas!, ¡cómo danzaban las jovenzuelas!... Los muchachos, entre tanto, esperaban la caída de la tarde para encontrarse con la niña que rondaban hacía tiempo y esperar a que Eros y Dionisos desbocaran sus espíritus para, luego, con su aliento, unir los cuerpos de esos jóvenes.

  
              

              
 

Sonaban los crótalos, la guitarra rasgada, las castañuelas huecas y los panderos toscos sin cesar un momento.

 
  

Había una chiquilla de ojos del color de la aceituna verdial, un cabello negro como la antracita y una piel con el color de la corteza de batalladas encinas. Merodeaba los doce o trece años, desamparada de madre y con un padre más guardián de lo que debiera, un padre de ojos saltones y joroba no pronunciada, aunque parecía que acarreaba sobre ella todo el peso del mundo como un Atlas o un caracol. Su afán protector no dejaba que la adolescente, a quien el deseo ya empezaba a engatusar con sus susurros, se acercara a ningún mozuelo. Después de todo, ella era lo único que le quedaba del recuerdo de su mujer, de aquella compañera silenciosa y taciturna que un día desapareció sin más.

Cualquiera en el lugar pretendía a la chiquilla, si bien uno a uno era rechazado, más por la cruda mirada paterna que por la ingenuidad de ella. La naturaleza la dotó de una elegancia y una alegría que hipnotizaba al más ciego cuando se echaba unos bailes. Parecía como si volase con los pies a un palmo del suelo, con movimientos blandos y ligeros, y con una boca risueña que encerraba un cielo de nubes blancas. Ella era la forma y el sentimiento ensamblados. Tras el ocaso, todo tornaba en una bacanal ingenua y taimada al caer la noche, aquella noche que gastaban con el percato del día crucial que llegaba al amanecer.

La luz violácea y anaranjada anunció el día de los Santos Inocentes. Ya estaba elegido el mayordomo que debía nombrar al alcalde de la panda, persona encargada de recaudar dineros para los cultos religiosos de los poderosos. Con su báculo dirigía la voz, el canto y el baile de cada miembro de la panda. Ahora, la libertad del día anterior se sostenía en una simple vara de mando. El señorito del lagar del Monte Alto, ayudado por el rifaor alquiló los servicios de aquella panda, a la que entregó un generoso donativo que sería cedido al templo sagrado; mas esto no fue a causa de su fervor por aquella música que debía animar a los señores asistentes, sino más bien por el deseo que despertó en él aquella cándida adolescente.

El eco bronco de la caracola de mar resonaba por el monte arriba y avisaba con sus álgidos trotes que los fiesteros estaban llegando al señorío. Aquel esperaba con impaciencia encontrarse de nuevo con la alegrecilla bailaora. Ya se veía cada vez más cerca al gentío apático, que venía por obligación más que por placer y regocijo.

—Buenas tardes tengan ustedes —dijo el más viejo al llegar.

—Buenas tardes nos dé Dios —respondió uno de los señores—. Gusten de lo que quieran, siempre y cuando, ya se sabe, se complazca de buenas maneras al que paga.

—Descuide, ya lo tenemos entendido —cerró la conversación el padre de la niña de los ojos verdes.

Prontamente, los cantes empezaron esa tarde a retumbar desde los surcos de la tierra a los aires que rozaban los altozanos. La panda vestía sus mejores ropas, cada uno de ellos adornado con el típico sombrero cargado de flores rústicas y delicadas, de fragancias silvestres y de un abanico de escarapelas coloreadas a sus espaldas. Sonaban los crótalos, la guitarra rasgada, las castañuelas huecas y los panderos toscos sin cesar un momento. Bailaban los niños, las ancianas y las muchachas, mientras los señores se reían socarronamente, al mismo tiempo, de la entonación, los movimientos y la indumentaria tan especial. No entendían ese milagro de la vida que encerraban los terrones de la tierra y que esta gente sabía ponerle voz. El señorito, enterado con anterioridad de la protección que salvaguardaba a la chiquilla, intentó por todos los medios hablar con el alcalde para que le concediera un momento a solas con ella. El de la vara de mando, estando al tanto de las intenciones del señorito, se negó; no obstante, bajo amenazas y una buena propina, abrió su voluntad y cedió al propósito. Los efectos del vino hacían ya estragos entre señores y fiesteros, unos se mezclaban con otros y se vaporizaban las fronteras. La diversión recibía a la noche y solo quedaban los ojos luminosos del cielo como testigo de lo que iba a ocurrir.

En un descuido, dos amigos del señorito asieron a la niña por el brazo y la condujeron al cobertizo de atrás, donde la esperaba el individuo ansioso. El padre, ebrio y desesperado, buscaba a su hija desatadamente loco, pero, al acercarse al pozo, que estaba cerca del cobertizo, fue advertido por los cómplices de que no dudarían en darle muerte si osaba acercarse a los aposentos del patrón. El padre comprendió, agachó su cabeza y se volvió paseando la borrachera hasta donde estaban los demás. Allí pensó y repensó en su hija, el único recuerdo de sus amores, que iba a ser deshojada, pensó también en su mirada cobarde. Uno de los señores hablaba con otros de la hazaña que estaría consumándose en el cobertizo y, raudo como un pájaro que cae alicortado, pasó el rumor de boca en boca hasta llegar a los campesinos, que se sintieron impotentes y entristecidos a la vez.

  
                             
 

Bailaban los niños, las ancianas y las muchachas, mientras los señores se reían socarronamente, al mismo tiempo, de la entonación, los movimientos y la indumentaria tan especial.

 
  

Todos callaban. En ese momento, un joven de entre los pudientes grajeó desaforado para que volviera a sonar alguna copla y se dispusieron resignados a tocar. Los instrumentos comenzaban y el padre inició, con una voz descuartizada, la copla más amarga que se escuchó en la tierra. Las lágrimas se manifestaban mejilla abajo a través del incandescente fuego y las sílabas entrecortadas, hechas de alfileres y hiel, se estrellaban contra los oyentes. Mientras esta voz arrojaba trozos de dolor, se oían de fondo los gemidos pausados de la adolescente y los lloros intermitentes de su casi desmayada voz. Pero todos callaban cantando: quizás por temor, quizás por envidia de no haber sido uno de ellos el que estuviera conquistando la gloria que custodiaba la niña de piel de encina, o quizás porque cada músico imaginaba tener en ese momento a la ya mujer bajo la mirada inefable de la luna y el centelleo de algunas tímidas estrellas.

Cuentan que desde entonces el canto conocido como verdial derivó en dos tendencias. Por una parte, se desarrolló en el fandango, cante de raigón rudo, afligido y atormentado como recuerdo de los cantes que a partir de esa noche solía entonar por los montes el padre de la niña cuando miraba hacia el mar. Incluso se dice que este cante recorrió todas las costas, llegando hasta las tierras que daban al Gran Océano. Por otra parte, desde aquel día, se incorporó un violín a la panda, que recordaría juntamente la alegría deshojada de la niña y su llanto perturbador. También aquellos hombres transformaron su realidad: adoraron y cantaron a una Virgen e intentaron, con los años, evitar esa aciaga noche en la que las Musas, rústicas y aldeanas, dejaron por un momento sus fuentes castálidas para verse reflejadas en el agua negra del pozo del lagar.

   

   

     

   

   

Rafael Herrera Ángel (Teba, Málaga, 1988). Licenciado en Filología Hispánica y Máster en Educación Secundaria por la Universidad de Málaga.

Ha colaborado en las revistas Analecta Malacitana y Gibralfaro con reseñas de crítica literaria.

Ha merecido el I Premio de poesía en el Concurso de Jóvenes Creativos del Guadalteba (2006) y con el III Premio en el XIII Certamen de Poesía José María Campos Giles.

Ha sido colaborador y ponente en las Jornadas de Literatura y Cine celebradas en Málaga.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Año XII. II Época. Número 80. Abril-Junio 2013. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2013 Rafael Herrera Ángel. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Diseño Gráfico y Maquetación de la edición en CD: Antonio M. Flores Niebla. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2013 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.