N.º 66

MARZO-ABRIL 2010

3

    

    

   

   

   

SOLEDAD

   

Por  Noelia Parodi Piñero

   

   

S

oledad, amiga mía... Muchos dicen conocerte, pero pocos de verdad han llegado a captar la esencia de tu significado. Muchos hablan de ti, escriben poemas acerca de lo que inspiras, retratan con música el perfil de tu mirada... Pero la realidad, mi inseparable compañera, es que nadie te conoce tan bien como yo. Los hay que te definen como el sentimiento de haberlo perdido todo. Otros, como la sensación de no tener nada. Se equivocan. Yo no he perdido realmente nada que hubiera tenido alguna vez, y aún poseo razones para amar y valorar mi vida, que ha colgado de un hilo estos últimos días. Y, sin embargo, rotos mis sueños y desvanecidas todas mis ilusiones, estoy sola. Y tú, soledad, me abrazas con fuerzas recordándome que, aun cuando no queda nada, siempre estarás a mi lado. Cínica paradoja del destino...

  

                   

                   

 

Yo no he perdido realmente nada que hubiera tenido alguna vez, y aún poseo razones para amar y valorar mi vida, que ha colgado de un hilo estos últimos días.

 

  

He sentido tanto dolor en tan poco tiempo que no existen lágrimas para llorarlo. Es un dolor profundo y sereno, enquistado en mi corazón, imposible de arrancar, que impregna cada uno de los pensamientos que tengo, cada paso que intento dar, cada segundo de esta existencia mía que carece ya de todo sentido. Nunca he creído realmente en Dios, pero ahora me pregunto si el ser humano se equivoca tratando de contradecir sus decisiones, si los médicos, devolviéndome una vida que Él había decidido quitarme ya, han cometido un error irreparable... Y es que creo que, realmente, yo no necesitaba seguir viviendo ya. No así, no tan sola...

Le conocí en una discoteca que solíamos frecuentar el grupo de la academia de baile a la que yo asistía por entonces. Era un chico alto, de tez oscura, que movía el cuerpo con un ritmo muy especial. Me cautivó desde el momento en que clavó su oscura mirada en mis ojos verdes. Bailamos juntos toda la noche, casi sin dirigirnos la palabra. Fue un hechizo tan grande que no supe su nombre hasta la mañana siguiente, cuando amanecí entre sus brazos y me atreví a preguntarlo. Apenas tres meses después, se vino a vivir a mi casa. Él no tenía trabajo y yo conseguía sobrevivir a duras penas con el mío, pero el amor que sentía era tan grande e irracional que nada importaba. Tenía treinta años, pero me sentía como la adolescente que nunca fui. Siempre había soñado con aquello, con encontrar un hombre que estuviera a mi lado, que me amara y conectara conmigo del modo en que él lo hacía. La mayor parte de mis amigas se habían casado ya e, ironías del destino, yo, la princesa que siempre había tenido claro que sería esposa y madre, aún seguía soltera y sin compromiso a la vista. Hasta aquel momento, me había refugiado en mis sobrinos, una pareja adorable de la que me encargaba cada día, mientras mi hermana estaba en el trabajo. Para mí eran casi hijos míos, puesto que los levantaba al amanecer, los vestía, les daba el desayuno, los llevaba y los recogía del colegio... Pero por la noche, cuando volvía a mi casa del trabajo, ellos no estaban, y la cama, fría y solitaria, me recordaba que no había niños a los que contar un cuento ni arropar con cariño.

Y entonces llegó él y llenó todo mi espacio. Cada mañana salía de casa carpeta en mano en busca de trabajo y no regresaba hasta las cinco o las seis de la tarde,  siempre con las manos vacías pero las ilusiones intactas. Yo valoraba su esfuerzo y su tesón y no me importaba sacrificar mis pequeños caprichos para poder mantenernos a flote a los dos. Dejé de ir de compras los fines de semana, se acabaron las salidas nocturnas, las clases de baile, el teatro una vez al mes, el cine con las amigas, los viajes... No importaba nada. Sus abrazos por la noche, sus besos cada mañana, sus detalles (que yo misma pagaba) llenaban cada hueco que yo iba dejando en mi vida por él.

El día que descubrí que estaba embarazada pensé que no podría haber mujer más feliz que yo en el planeta. Pasé la tarde en el trabajo esperando que llegara el momento de llegar a casa y poder contárselo a él, mi amigo, mi confidente, el padre de la criatura que ya casi sentía en mi vientre.  Su rostro no compartió mi alegría. Su mirada fue fría y serena. Su abrazo no fue sincero. Pero yo decidí cerrar los ojos e inventar mil excusas para evitar que aquella verdad que se había colado entre nosotros se hiciera un abismo insalvable.

Sin embargo, el tiempo, sabio amigo lleno de consejos, cansado de verme luchar por un amor tan irracional, se apresuró a desvelar la realidad ante mi mirada no mucho después.

Aquella gris mañana llena de verdades dejé a los niños en el colegio un poco antes de las nueve para poder realizar unas cuantas gestiones que ya llevaba demasiados días dejando pasar. Entonces le vi. Carpeta en mano se dirigía, como llevaba haciendo todos estos meses, a buscar trabajo. Aceleré el paso para despedirme de él y desearle suerte, pero algo me detuvo en seco. Parado ante un enorme contenedor azul, vació en él todo el contenido de su carpeta que yo misma había impreso con amor la noche anterior. Decenas de currículos, con su foto y sus virtudes ensalzadas con mucha imaginación por mi parte, ahora sólo quedaban a la espera de ser recicladas. Luego, se dio la vuelta y se marchó, quién sabe adónde.

  

                   

                   

 

Se acercó meloso, como siempre, dispuesto a lamentar no haber tenido éxito tampoco en esta ocasión. Yo no pude soportar su cercanía. Le alejé de mí con furia, con esa fuerza desconocida que da el odio engendrado por el engaño y la traición.

 

  

Durante el resto del día traté de encontrar alguna razón que justificara su actitud, pero desgraciadamente el ojo que ve sí es un corazón que siente, y, en este caso, mi corazón, rendido a la evidencia, había dejado de sentir nada más allá del dolor.

Cuando llegó a casa, me encontró sentada en el sillón, mirando sin ver la televisión encendida. Se acercó meloso, como siempre, dispuesto a lamentar no haber tenido éxito tampoco en esta ocasión. Yo no pude soportar su cercanía. Le alejé de mí con furia, con esa fuerza desconocida que da el odio engendrado por el engaño y la traición. Me miró sin comprender hasta que descubrió que yo sostenía en mis manos aquellos papeles que él había tirado despreocupadamente aquella mañana. Trató de decir algo, pero se lo impedí. Mi mente ya no estaba dispuesta a escuchar más mentiras, mi alma ya no deseaba su presencia en mi casa, mi corazón... Mi corazón, en aquellos instantes, ni siquiera hacía acto de presencia. El amor propio, encerrado durante tantos meses, había sido liberado al fin, y reventó llevándose consigo todas mis esperanzas, mis sueños y mi futuro junto a él. Sólo recuerdo de aquella discusión, la primera que teníamos, la que marcaría el final, que le pregunté cómo pretendía mantener a nuestro bebé sin un trabajo, qué pensaba hacer con nuestras vidas. Una leve sonrisa asomó, traviesa, en sus labios, y el brillo de sus ojos me lo confesó todo. Nunca había pensado en aquel nuevo ser como propio. Nunca se había planteado la idea de criarlo a mi lado. Sólo buscaba otra mujer con casa propia que lo acogiera antes de que yo tuviera a nuestro hijo. No lo quería. No me quería. No nos quería.

Aquella noche volví a estar sola en la enorme cama, añorando su respiración a mi lado, el calor de su cuerpo, el roce de sus manos. El odio y la frustración, agotados tras la pelea, se habían retirado a dormir, y el dolor, implacable, ahora extendía sus manos alrededor de mi ser. Pero justo cuando la primera lágrima se deslizó por mis ojos, enredándose en la almohada, empapándola con su mezcla de agua y sal, una pequeña punzada en el vientre me hizo recuperar la cordura. No tenía que sentirme sola, porque no lo estaba. Dentro de mí había una personita que estaría a mi lado cada segundo del día, que me acompañaría formando parte de mi cuerpo y modificando sus formas hasta que llegara el momento, su momento, y abriera los ojos a esta vida, que yo iba a llenar de colores para ella.

Aquella paz y felicidad de mi interior barrieron el resto de los sentimientos. Aquel corazoncito pequeño que ya latía dentro de mí hizo revivir al mío con nuevas y más dulces esperanzas. El amor que yo sentía por aquel bebé era tan fuerte que no quedaba sitio alguno para el recuerdo, ni para el odio, ni para el dolor. Y si alguna vez venía a mi memoria aquel hombre que durante un tiempo fue todo para mí, sólo podía darle las gracias por haberme cedido el mejor de todos los regalos: un sentimiento verdadero e infinito que me empujaba a levantarme cada mañana con una sonrisa en los labios. Algo que ningún hombre había logrado hasta entonces.

Los meses fueron pasando, y yo fui engordando más y más con el devenir de los días. Mis sobrinos bromeaban conmigo; aunque mi hermana también estaba embarazada de algunos meses más que yo, la idea de tener un primito pequeño parecía hacerles mucha más ilusión que la idea de compartir aún más a su mamá. Siempre me preguntaban cuándo iba a «salir de mi barriga», y me preguntaban si podrían jugar con él, llevarlo a pasear, darle de comer... Su alegría no era más que otro motivo de gozo para mí, que esperaba ansiosa también la llegada de la que ya sabía que sería mi niña. Una dulce princesita a la que ya le tenía preparada su propia habitación, tejido algunos vestiditos y comprado algún que otro caprichito, porque mi princesa, en casa, sería la reina de mi vida.

  

                   

                   

 

He sentido tanto dolor en tan poco tiempo que no existen lágrimas para llorarlo.

 

  

Cuando acogí entre mis brazos a mi nuevo sobrinillo, un precioso niño de ojos verdes, mi abultada barriga ya casi le servía de cuna a mis cansados brazos. Tener a aquel bebé junto a mí, pegado a mi pecho, despertó aún más esa expectación que yo sentía por poder ver, al fin, a mi hija. Sus patadas y movimientos eran ya patentes y algo dolorosos, pero era un dolor cargado de sueños, de esperanzas. Por eso, cuando aquella noche el dolor fue insoportable, más allá de todo lo conocido, supe que algo no estaba yendo bien. A duras penas alcancé el teléfono para llamar a una ambulancia, sujetándome el vientre, como si se me escapara algo y yo no tuviera fuerzas suficientes para mantenerlo a mi lado. Tengo vagos recuerdos del trayecto al hospital, manos apretando las mías, caras amables tratando de tranquilizarme, dolor, mucho dolor, voces que me susurraban que el bebé venía de camino, miradas preocupadas que yo conseguía vislumbrar en mis momentos más lúcidos, un poco más de dolor... Tumbada ya en la cama del hospital, buscaba respuestas que nadie me daba, mientras un sudor frío recorría mi espalda, presagio de que algo no estaba yendo del todo bien. Lo último que recuerdo es que me pedían que respirara, que tratara de relajarme, pero el dolor era tan fuerte y tan intenso que mi cerebro, sabio instinto de todo ser vivo, se desconectó y me dejó sumida en la más profunda oscuridad.

Cuando me desperté, seguía sintiendo dolor, pero era distinto. Casi sin pensar, llevé mi mano a mi vientre y, aunque seguía abultado, supe al instante que mi bebé ya no estaba allí. Un débil pitido se había alojado en mi cabeza causándome cierto desasosiego. Un joven enfermero me sonrió al entrar en la habitación.

—Al fin despierta. Nos tenía muy preocupados.

—¿Dónde está mi hija?

Fue casi una súplica más que una pregunta. Su sonrisa trató de mantenerse intacta, pero su inexperiencia, su juventud o quizás fuera sólo su tierna bondad, le delataron.

—Verá... ahora mismo se encuentra en una incubadora... Ha habido muchas complicaciones durante el parto, ¿sabe usted? Pero ahora no debe preocuparse por eso; ahora debe tan sólo descansar y tratar de recuperarse.

Sus palabras se quedaron impregnadas en el aire de aquella rancia habitación, que ahora parecía triste y apagada pese a tener el mismo color y la misma luz que hacía unos instantes. Quise alcanzarle antes de que se marchara, pero, al levantar el brazo, noté un fuerte tirón en el mismo. Llevaba tubos por todas partes y descubrí que aquel tedioso pitido no eran más que los latidos de mi corazón gráficamente representados en una máquina. ¿Qué me había ocurrido?

Una nueva oleada de dolor, cálido e intenso como la sangre, me hizo cerrar los ojos. Cuando los abrí, una doctora que no tendría muchos más años que yo, me observaba.

—¿Cómo se encuentra? —me preguntó suavemente.

—¿Dónde está mi hija? —repetí yo, esperando que me la trajeran, poder verla, poder tocarla, poder sentirla de nuevo...

La echaba tanto de menos, después de casi ocho meses de mutua compañía, que sentía que si no la cogía en brazos pronto moriría de la pena por su ausencia.

—Estamos haciendo por ella todo lo que podemos. Pero, dígame, ¿cómo se encuentra usted?

—Quiero verla...

La doctora sonrió con una mueca cargada de lástima y pesar.

—Ahora mismo eso es imposible. Ha tenido un parto muy complicado. Casi no sale de ésta. Ha sufrido una hemorragia interna y hemos tenido que intervenirla. Ahora debe descansar y tratar de reponerse.

—¿Cuándo podré verla?

—Aún no lo sabemos...

  

                   

                   

 

Pero justo cuando la primera lágrima se deslizó por mis ojos, enredándose en la almohada, empapándola con su mezcla de agua y sal, una pequeña punzada en el vientre me hizo recuperar la cordura. No tenía que sentirme sola, porque no lo estaba.

 

  

Cansada de aquel teatro, levanté con esfuerzo la mirada y clavé mis ojos en aquella mujer, que bien podría haber sido mi mejor amiga.

—Dígame la verdad, doctora, ¿cómo está mi bebé?

Ella pareció meditar la respuesta, apartando unos segundos la mirada. Luego, decidió ser sincera.

—No sabemos exactamente en qué estado se encuentra. Es un bebé algo prematuro, que ya venía con problemas; es probable que la hemorragia que ha sufrido sea consecuencia de dichas dificultades. Tiene muchas posibilidades de haber sufrido ciertos daños cerebrales irreparables...

—Sólo quiero saber si está viva.

En aquel momento, lo único que importaba era eso. ¿Qué más daba que no fuera la niña perfecta que yo había soñado? Con un deseo casi irracional, como casi todos los impulsos, lo único que yo deseaba era poder acoger entre mis brazos a mi niñita, fuera como fuera, tuviera los problemas que tuviera. Estaba dispuesta a afrontar cualquier cosa con tal de tenerla a mi lado.

—Por el momento, sí lo está.

—¿Por el momento?

—No conviene que se altere ahora demasiado...

—¿Qué significa por el momento?

—Se mordió los labios y suspiró. ¿Cómo decirle a una madre que ni siquiera ha visto a su bebe que es probable que no lo haga nunca?

—No tiene muchas posibilidades de salir adelante...

Aparté de ella la mirada. Ya no quería saber nada más. Le había fallado a mi bebé. Justo en el momento más importante de su vida, su nacimiento, le había fallado a mi bebé. La doctora me había dicho que ella ya venía con determinados problemas, pero yo estaba convencida de que la culpa era toda mía. No servía para tener hijos. Ni siquiera había sido capaz de mantenerme consciente durante el parto, de sentir cómo abandonaba mi cuerpo poco a poco, con ese dolor impregnado de vida que la vida misma conlleva. La había dejado a su suerte, rindiéndome a la comodidad del dulce sueño, permitiendo que otros la arrancaran de mí sin mi permiso.

El dolor físico que sentía a causa de los puntos de la operación que, al parecer, me había salvado la vida, se unió al dolor interno que me atacaba cada vez que bajaba la guardia, que tocaba alguno de mis pechos abultados por una leche que no sabía si alguna vez tendría utilidad, que acariciaba mi vientre carente ya sentido...

Aquella noche me desperté varias veces sobresaltada por las pesadillas. Mi niña aparecía y desaparecía en ellos de mil formas y maneras, con los ojos de diversos colores, rubia, morena, apenas sin pelo en la cabeza. El subconsciente aprovechaba que mis defensas dormían para hacerme bromas pesadas. Mis gritos alarmaron al personal, y el joven enfermero de aquella mañana se acercó a ver qué me ocurría.

—Tráeme a mi bebé, por favor... Necesito verlo.

—Haré lo que pueda —me prometió.

  

                   

                   

 

Tengo vagos recuerdos del trayecto al hospital, manos apretando las mías, caras amables tratando de tranquilizarme, dolor, mucho dolor, voces que me susurraban que el bebé venía de camino, miradas preocupadas que yo conseguía vislumbrar en mis momentos más lúcidos, un poco más de dolor...

 

  

Y cumplió su promesa. No sé si para ello tuvo que saltarse alguna norma establecida, si supuso tan sólo rellenar papeles o si arriesgó incluso su puesto de trabajo, pero, apenas un par de horas más tarde, aquel joven regresó trayendo consigo una pequeñísima bola de cristal dentro de la cual descansaba mi bebé.

—Debe saber algo —me advirtió el enfermero antes de dejarme a solas con mi hija—. Es posible que no pase de esta noche. Su estado es...

Negué con la cabeza. No quería escuchar nada más. Sólo quería verla. La bata verde se alejó con pasos silenciosos, respetando aquel encuentro que tenía que haberse dado muchísimo antes.

Levanté un poco el respaldo de mi cama y al fin lo conseguí. Allí estaba mi pequeña, rodeada de tubos, igual que yo, aunque el tamaño de los suyos era infinitamente más pequeño. Otras máquinas controlaban su vida, una vida que, por muy complicado que fuera de entender, al parecer se le escapaba. Deseé poder cogerla, poder sentirla, pero aquel cristal separaba irremediablemente mi cuerpo de su cuerpo, como si quisiera recordarme que aquel bebé, me gustara o no, ya no formaba parte de mí.

Me incorporé dolorosamente sobre mi lecho y conseguí sentarme al borde de la cama. Desde ahí conseguí alcanzar aquel cristal que nos separaba y tocarlo. Fue entonces cuando comencé a llorar. Mi bebé parecía tan frágil e inofensivo, tan solo allí metido cuán pez en su pecera. Tenía su aparato para respirar, le daban de comer por un tubo y una máquina marcaba los ritmos de su corazón. ¡Ay, su corazoncito! Latía descompasado, rápido y despacio a la vez, como si aún no supiera qué ritmo ponerle a la vida. Parecía imposible que aquel ser recién acogido por el mundo exterior fuera a abandonarlo enseguida. No podía ser verdad. Apenas una noche antes yo sentía a aquel bebé dentro de mí, golpeándome las entrañas con una fuerza inexplicable. Puede que aquel dolor intenso no fuera más que el presagio de una muerte demasiado prematura.

Llevaba tanto tiempo esperando aquel día que no podía creer que ahora deseara que jamás hubiera llegado. Tenía ante mí el fruto de mi amor, de mi cariño, mi primera hija, mi mayor ilusión, mi sueño hecho realidad. Pero aquel cristal y aquellos tubos no dejaban de repetirme una y otra vez que despertara, que nada de lo que había esperado iba a ocurrir, que estaba condenada a vivir sin aquel pequeño ser a mi lado. Y al igual que con su padre, yo misma construí excusas para no dar cabida a la verdad; en aquellos instantes, la verdad vino a mí sin yo pedírselo y me confesó que no había nada que hacer. Supliqué a aquel Dios en el que no creía que me perdonara, que no se la llevara consigo, que me permitiera verla crecer, reír y divertirse con sus primos. Recordé que siempre había pensado que tener hijos discapacitados totalmente era, a la larga, una especie de condena para los padres, y lloré pensando que ahora me bastaría con poder cuidar a mi hija durante todos los años de mi existencia, cada día de mi vida, cada segundo que tuviera. Entregarme por completo a su causa no me parecía un sacrificio sino un regalo, la mejor alternativa frente a la pérdida total.

Mi hija dejó de respirar a las 6.35 de la mañana, casi 24 horas después de haber llegado a este mundo cruel, que, al parecer, no fue de su agrado. La máquina dejó de marcar sus latidos apenas un minuto más tarde. No hizo ningún ruido, no lamentó de ningún modo alejarse para siempre de mi lado. Sólo abrió los ojos un instante antes de cerrarlos para siempre, tal vez como un simple instinto que yo quise interpretar como una señal, un modo característico de decirme adiós.

Entonces, un torrente de dolor golpeó mis entrañas y caí al suelo. Sentí abrirse poco a poco cada uno de los puntos que me habían dado, noté cómo se deslizaba la sangre por mi cuerpo, caliente y tierna como aquel bebé que acababa de perder para siempre, y, unos instantes antes de desvanecerme, recuerdo que pensé que tal vez sí existía Dios y que había decidido llevarme consigo para poder criar en el cielo a mi hija.

Es de día, aunque el sol empieza a caer. Llevo un par de horas despierta, tratando de asimilar que, en apenas un día, he tenido a mi bebé y lo he perdido.

  

                   

                   

 

Aquella noche me desperté varias veces sobresaltada por las pesadillas. Mi niña aparecía y desaparecía en ellos de mil formas y maneras, con los ojos de diversos colores, rubia, morena, apenas sin pelo en la cabeza.

 

  

Me encontraron tirada en el suelo con sangre entre las piernas. Me llevaron corriendo a un quirófano y, con esfuerzo, me salvaron la vida. Una vida que ya no me pertenecía. Una vida que yo ni siquiera deseaba.

Para mí no queda ya ni el triste consuelo de que podrá haber otros hijos que llenen el vacío que esta niña mía ha dejado para siempre en mí. No volveré a quedarme embarazada jamás, no volverá a abultarse mi vientre ni a llenarse de leche mis pechos. Seguiré siendo una mujer, pero jamás podré ser una madre. Es el precio que he de pagar por haber sobrevivido cuando mi hora ya había llegado.

Aún no he recibido visitas. Mi madre se enteró de todo ayer y llamó por teléfono al hospital, pero ya era demasiado tarde para hacer nada. Hoy es el bautizo de mi sobrinito recién nacido. A casi unos kilómetros del hospital donde yo yazco, sin saber por qué he de seguir adelante pero respirando de todos modos, mi familia se reúne y celebra la entrada a la Iglesia de un nuevo miembro.

Sólo un par de llamadas preguntando si estoy bien no son suficientes para calmar mi dolorido corazón. Me siento sola, más sola que nunca. Mis padres, mi hermana, que tanto me debe, algunos de mis amigos, todos hoy ríen y festejan obviando conscientes mi dolor. ¿Cómo podré perdonarles? ¿Cómo no preguntarme, una y otra vez, por qué no aplazaron el maldito bautizo? ¿Cómo borrar de mi memoria que mi hermana lamente tan sólo que no pueda estar presente? ¿Cómo olvidar que ahora, que es cuando de verdad los necesito, me dan la espalda? Sonrío casi sin ganas. Lo haré como siempre. Tal vez esta ofensa sea la más grave y dolorosa de todas las que he sufrido, pero, al fin y al cabo, es tan sólo un detalle más que hay que añadir a mi lista. Mañana, o pasado, o cuando quiera que se dignen en venir, haré como que se me ha olvidado todo, puesto que ellos mismos ni siquiera mencionarán que mientras yo agonizaba de dolor por mí y por mi hija recién fallecida, ellos se iban de bautizo como si nada más importara. Al fin y al cabo, la vida sigue ¿no es así? Al menos, para el resto del mundo sí.

Soledad, amiga mía... Muchos dicen conocerla, pero pocos de verdad han llegado a captar la esencia de su significado. Soledad es una habitación blanca de hospital que se te antoja amarillenta. Soledad es una ventana por la que entra un sol del que no comprendes el brillo. Soledad es haber traído al mundo a mi hija y haberla perdido. Soledad es no tener a nadie aquí a mi lado dándome su apoyo. Soledad es pensar en ese sobrinito que acuné no hace tanto entre mis brazos y envidiar a mi hermana, que tiene el privilegio de poder darle hoy su primer sacramento, el que da inicio a la vida, mientras yo concedo a mi pequeña el último, el que da entrada a la muerte. Soledad es saber que hay personas cerca de ti pero inexplicablemente lejos. Que esa distancia que ahora nos separa a mi familia más allegada y a mí no son kilómetros, sino emociones totalmente contrarias. Soledad es acariciar mi vientre y que ya no haya nada. Soledad es saber que esa habitación, esa cuna y esos trajecitos nunca serán utilizados por ningún bebé al que yo pueda llamar mío. Soledad es haberlo tenido todo y perderlo en apenas un instante. Soledad es ahora todo lo que conservo, todo lo que me queda.

Una buena amiga mía, eso es la Soledad. Al fin y al cabo, es la única que me acompaña ahora que mi vida me ha abandonado...

  

  

  

  

    

    

Noelia Parodi Piñero (Gran Canarias, 1987). Diplomada en Magisterio de Educación Primaria por la Universidad de Málaga y actualmente estudiando Psicopedagogía en la misma Universidad. Ama la lectura desde que tiene uso de conciencia y eso la llevó a utilizar la palabra escrita como la mejor forma de expresar sus sentimientos y su visión de la vida. Ha sido finalista en el X y XI Premio Internacional de Narrativa y Poesía “Miguel Fernández”, así como ganadora dos años consecutivos del I y II Concurso Literario para Jóvenes de Estepona. Dueña de la prosa y la trama argumental, el relato que acabáis de leer es una muestra de los precisos frutos que vais a ir leyendo en nuestra revista, que se siente orgullosa de tenerla entre sus colaboradoras.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año IX. II Época. Número 66. Marzo-Abril 2010. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2010 Noelia Parodi Piñero. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

   

 

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