N.º 50

JULIO - AGOSTO 2007

3

    

    

   

   

EL DUEÑO

   

Por  Porfirio Mamani Macedo

   

   

ONEL QUEDÓ CALLADO, mirándose los pies desnudos llenos de polvo de tanto haber andado. Quizá no pensaba en nada, pero miró los pies del hombre que le franqueaba la puerta. Es posible que todo fuera un sueño o un error para el hombre de la puerta, no para Onel; él, simplemente, regresaba a su casa, aquella donde había plantado en su infancia un pino, como un juego y no como de un desafío.

—A mí me la alquilaron —dijo el hombre—; sólo después pude comprarla. Tuve que vender todas las cosas que tenía y también las de mi mujer.

Onel sólo miraba los rincones de la casa casi desierta. Imposible saber lo que pensaba ni lo que le hacía recordar cada sombra, cada trozo de pared, ni la puerta, ni las ventanas que en ese momento estaban abiertas.

—A mí me la alquilaron —volvió a decir el hombre.

Onel se quedó mirando la puerta de madera con una ternura indescifrable, parecía que se le iban a caer los ojos. No lloraba. No había rencor en su mirada, sólo miraba quizá recordando una imagen o un gesto de su madre. Tal vez le hubiese gustado ver a su padre entrando por la puerta, pero nada. Sólo escuchaba la voz de un desconocido que le estaba repitiendo la misma cosa desde que entró.

—Tuve que vender mis cosas —dijo el hombre.

Nada de lo que había le hacía recordar algo a Onel; sólo los muros, las ventanas y la puerta, que no habían cambiado mucho. El rincón donde su padre se sentaba a leer el periódico, estaba allí; sin embargo, él miraba un vacío inmenso, y en ese rincón parecía concentrarse la infinitud, el principio y el fin de todo.

—No me regalaron nada —dijo el hombre.

Onel quería levantarse y también echarle una mirada a la cocina, a la huerta, allí donde pasó gran parte de su infancia; subir al techo para ver si aún se veía todo lo que él veía antes, pero nada. Quedó con la vista pegada en una fisura de una de las paredes, fisura que llegaba hasta el techo ennegrecido por el excremento que habían dejado las moscas.

—Ésta es mi casa —dijo el hombre.

La ranura se había ensanchado un poco. Del techo tal vez goteaba aún, como cuando llovía antes. Luego, Onel cerró los ojos para intentar olvidar lo inolvidable. Quizá era preferible irse y no reclamar nada, tampoco volver a ver esos muros, ni la ranura que esta vez lo estaba viendo a él como si quisiese devorarlo. La única resistencia de Onel era desviar la vista  hacia otro punto, hacia un vacío absoluto de donde no rebotase nada.

—Éstas son mis cosas —dijo el hombre—; todo lo he comprado con el sudor de mi frente. He tenido que trabajar como una mula para tener todo esto.

Esa voz no llegaba a la conciencia de Onel. Tal vez ni siquiera se daba cuenta de la presencia de ese hombre que trataba de explicar su existencia. Se oía una voz, otra más lejana y más profunda, una voz que pesadamente arrastraba el viento. A ratos, Onel miraba sus manos como se mira las piedras, como se mira el polvo que nadie ha tenido el cuidado de limpiarlo, de tiempo en tiempo, de los muebles de una casa abandonada.

Estaba cayendo la tarde y todo se iba inundando de sombras apagadas, envejecidas, trashumantes. La mirada de Onel, sus ojos y sus manos parecían envejecer con la tarde. Sólo el hombre quedaba pegado a su silla como si ya fuera un objeto más en ese ambiente irrefutable. A veces llegaba por la ventana abierta un ruido extraño de afuera.

—Yo la he comprado —dijo el hombre con una voz de vidrio.

Y Onel, nada. Su mundo estaba allí, pero también en otra parte, en un lugar indefinido. Tal vez sólo era su mirada lo que realmente existía de él. Ni siquiera esa sombra pesada le parecía pertenecer. Todo estaba allí, quieto y tumultuoso como un delirio inexplicable. No era el tiempo ni la sombra, tampoco el hombre que luchaba solitariamente; eran los muros, era la casa y también la memoria que lo mantenía como encerrado en un laberinto.

—A mí no me dijeron nada —dijo el hombre—; sólo me alquilaron la casa, y la compré cuando reuní el dinero que me pedían por ella.

Alguien hizo un ruido detrás de la puerta. Ni Onel ni el hombre se movieron. A ninguno de los dos les sorprendió el ruido, era como si los dos estuvieran acostumbrados a oírlo. Onel tenía las manos sucias y quemadas por el sol al igual que sus pómulos, que le brillaban con el reflejo de la luz. El hombre tenía el rostro marcado por el cansancio, ese que sólo labra la vida en un hombre desgraciado.

El silencio de Onel y la voz del hombre parecían fundirse en una extraña masa de aire que perforaba las paredes. Onel no dejaba de observar los rincones de la casa, donde tal vez aún quedaba algo de polvo del tiempo que le recordaban esas paredes. Nada era confuso en su memoria. Desde su sitio parecía vigilarlo todo.

—A mí me la alquilaron —volvió a decir el hombre.

Ninguno de los dos bebió el agua que puso el hombre sobre la mesa cuando entró Onel. Lo único que realmente se movió en la casa hasta ese instante, fueron las sombras, las sombras que giraban  y se agrandaban con lentitud.

—Tengo el contrato, se lo voy a mostrar —dijo el hombre sin levantarse.

Esta vez Onel le miró a la cara como quien busca una duda o una mentira en un rostro, pero no encontró nada, sólo vio el rostro de un hombre envejecido.

—No le estoy mintiendo —dijo el hombre.

   
      

 

Onel se quedó mirando la puerta de madera con una ternura indescifrable, parecía que se le iban a caer los ojos.

   

El tiempo de la tarde se consumía irremediablemente por la ventana abierta. A veces el viento soplaba fuerte y hacía balancear el foco que estaba colgado del techo. Otra vez el ruido entraba como a perturbar el silencio que reinaba entre los dos y sus sombras respectivas. Esta vez Onel miró hacia la ventana abierta, tal vez no por el ruido, sino por el viento frío que comenzaba a entrar a la casa. El hombre no miraba a la ventana, sino a Onel, que se rascaba la barba crecida. Sólo en ese instante, el hombre se dio cuenta de que a Onel no le interesaba nada de lo que le estaba diciendo. Era como si no estuviera allí, sentado, mirando de vez en cuando ciertas partes de la casa. En realidad, lo único que hacía Onel era mirar, y tal vez recordar otro mundo, aquel mundo enterrado por el tiempo, que es el pasado. Cuando Onel dejó de mirar la ventana, sorprendió al hombre que lo miraba, éste quedó impresionado, como si lo hubiesen cogido en flagrante delito. No se dijeron nada, apenas se cruzaron las miradas y continuó cayendo la tarde.

—Ésta es nuestra casa —dijo el hombre—, no estamos usurpando nada.

Para Onel había cambiado algo, pero no sabía qué. Lo sentía cada vez que miraba por la ventana. No era el olor de la casa, porque desde que entró, entró también un extraño aroma que lo estaba esperando afuera desde siempre. Aunque para el hombre, Onel era un extranjero, no lo era para la casa. Quizá Onel era el único sobreviviente a quien esperaba la casa antes de derrumbarse.

Otra vez el ruido extrañamente parecía entrar y salir de la casa. Súbitamente, el hombre se puso a toser como si algo tratase de ahogarlo. Onel, sin decirle nada, miraba cómo se debatía el hombre con la tos. Sólo cuando el hombre se puso de pie, Onel estiró su brazo sobre el hombro del hombre, tal vez para que no cayera al suelo. Cuando dejó de toser el hombre, ninguno de los dos volvió a sentarse, quizá presintiendo una desgracia. El hombre se sirvió un vaso de agua y lo bebió de un golpe. Luego, dejó el vaso en el filo de la mesa sin darse cuenta de que, al menor movimiento, podría caerse. Onel se quedó parado con las manos en los bolsillos mirando la puerta por donde entraba el ruido.

—No es posible —dijo el hombre.

Para entonces, las sombras eran ya inconmensurables, se habían integrado a la incipiente oscuridad. Onel permaneció con la mirada siempre perdida en algún rincón impreciso de la casa. Ya no eran las sombras ni los ruidos, eran los pasos de Onel los que se desplazaban hacia la puerta de la cocina. Parecía que ya no interesaba el ambiente estático de la sala, quería ver o recordar otras cosas, los otros muros, los otros muros que ocultaban los muros de la sala.

—No es posible —volvió a decir el hombre.

Onel regresó de la cocina con la frente fruncida como si hubiese visto la muerte. Lo que vio fueron las cosas desordenadas de una cocina medio abandonada. Nada de lo que había en ella le recordaba el pasado o algo que él estaba buscando, algo que él, Onel, deseaba encontrar con urgencia, algo que podía estar confundido entre todo lo ajeno que llenaba la cocina o la casa.

—Esta es mi casa —decía el hombre mientras Onel escrutaba todo.

Cuando terminó de visitar la casa, Onel pareció encontrar lo que buscaba. Miró fijamente la puerta bajo la cual estaba incrustada la herradura. No hacía falta decir o inventar otra cosa. Todo estaba claro en su mente.

—Yo no puedo irme —dijo el hombre retrocediendo un poco.

Onel avanzó hacia el hombre, y éste, temeroso, siguió retrocediendo poco a poco hasta chocar con la pared cubierta de polvo negro. No le dijo nada, sólo alargó su mano huesuda para coger un fierro que estaba colgado al lado de la puerta y con él extrajo la herradura, y con ella se alejó precipitadamente de la casa sin decirle nada al hombre, que, espantado, lo vio partir hacia el centro de la noche.

   

  

   

    

 

 

Porfirio Mamani Macedo (Arequipa, Perú, 1963). Graduado en Derecho por la Universidad Católica de Santa María (Arequipa, Perú), también ha cursado estudios de Literatura en la Universidad de San Agustín (Arequipa) y está doctorado en Letras por la Universidad de la Sorbona (París). Ha publicado poemas y cuentos en varias revistas en Europa, Estados Unidos y Canadá. Entre otros, ha publicado los libros Ecos de la Memoria (poesía), Haravi, Lima, Perú, 1988; Les Vigies (cuentos), L’Harmattan, Paris, 1997; Voz a orillas de un río/Voix sur les rives d'un fleuve (poesía), Editinter, 2002; Le jardin el l’oubli (novela), L’Harmattan, 2002; Más allá del día/Au-delà du jour (poemas en prosa), Editinter, 2000; Flora Tristan, La paria et la femme, Étrangère dans son œuvre (ensayo), L’Harmattan, 2003; Voix au-delà de frontière, L’Harmattan, 2003; Un été à voix haute, Trident Neuf, 2004; Poème à une étrangère, Editinter, 2005; Avant de dormir, L’Harmattan, 2006; La sociedad peruana en la obra de José María Arguedas (El zorro de arriba y el zorro de abajo), Universidad Mayor de San Marcos, Lima, 2007, y Représentation de la société péruvienne au XX.ème siècle dans l'œuvre de Julio Ramón Ribeyro, L'Harmattan, Paris, 2007. Actualmente reside en París e imparte clases en la Universidad de Picardie Jules Verne y en la Universidad de la Sorbonne Nouvelle. Coordina el blog «Letras de Profirio».

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral. Edición no venal. Año VI. Número 50. Julio-Agosto 2007. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2007 Porfirio Mamani Macedo. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. © 2002-2007 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.