EL RÍO AMAZONAS es un extenso y caudaloso cauce de agua que recorre la mitad septentrional del continente suramericano de oeste a este, desde las cumbres de la cordillera de los Andes en Perú hasta la costa atlántica de Brasil. Su longitud se estima en unos 6800 km, que lo convierte en el río más largo del mundo; igualmente, es el más caudaloso de todos por el abundante aporte hídrico que vierten en él sus numerosos afluentes. Todo esto justifica que la cuenca del Amazonas sea la extensión hidrográfica que ocupa mayor superficie del planeta y viene a explicar su capacidad de mantener activo ese pulmón del mundo que supone la selva amazónica.

Etimología del término

Esta mitad sur del continente americano la riegan otros dos ríos, el Orinoco y el Plata, ríos también caudalosos y de gran longitud, particularmente este último. Al decir algo de unos ríos que, por sus características, ocupan un lugar prominente en la nomenclatura hidrográfica de la Tierra, un efecto de curiosidad nos induce siempre a conocer la procedencia de sus nombres. Así, por ejemplo, quien, por trabajo o de turismo, ha venido alguna vez a Málaga y ha pasado de uno a otro lado la ciudad cruzando el Guadalmedina por uno de sus puentes, ¿qué foráneo no se ha planteado la razón por la que un río europeo recibe tan exótico nombre? Rara es la persona que no se ha preguntado por el origen, por el sentido del término, y esto os lo garantiza uno que habita en esta ciudad andaluza hace ya más de 50 años.

Tan sólo una líneas sobre este río tan cercano a quien esto escribe para poner de manifiesto al lector que la palabra que le da nombre, Guadalmedina, procede del árabe wad’ al-madina, es decir, «el río de la ciudad». Los árabes, que ocuparon nuestra península muchos años, permanecieron en esta zona del Sur de España casi ocho siglos. Nada tiene, pues, de extraño que, además de su exquisito legado artístico que por aquí dejaron en tantos órdenes de cosas, nos dejasen estas tierras sembradas de nombres que les eran propios, muchos de los cuales han ido desapareciendo, con el paso de los años, por designar utensilios cuyo uso se ha visto desplazado por algún aparato o dispositivo ideado por la modernidad.

En lo que respecta al río que da sentido a este escrito y lo tiene como objeto interés, esa eterna fuerza de la curiosidad antes referida y que motiva sobre manera nuestro impulso por conocer el origen de su nombre o la razón por que se le ha llamado así. Desde luego, el término que lo designa no nos es del todo extraño, tiene connotaciones que evocan en nosotros un referente del que ya tenemos noticias de alguna manera; sin embargo, hay ocasiones en que no nos es dado enlazar nombre y cosa, al menos con un sólido vínculo de certeza que nos complazca plenamente. Cabe, pues, preguntarnos ¿por qué motivo el río Amazonas se llama así?

Con respecto al significado del término ‘amazona’, el DRAE nos dice que, en sentido estricto, se trata de una «mujer de alguna de las razas guerreras que suponían los antiguos haber existido en los tiempos heroicos», y añade que, en sentido figurado, designa a una «mujer alta y de ánimo varonil» o a una «mujer que monta a caballo». Sin embargo, en relación con su origen, no existe unanimidad entre los estudiosos.

Sí tenemos la certeza de que la  lengua española tomó la palabra directamente del latín amazon, -onis, término que, según nos explica Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana (1611), procede del antiguo griego amazón, -azós, que proviene, a su vez, de la unión del prefijo a- (privado de, carente de, sin) al nombre mazos (teta, pecho, ubre), viniendo a significar el conjunto amazos «mujer sin teta», explicación etimológica de escasa credibilidad por estar basada en una antigua creencia jamás comprobada.

  

 

 

Las amazonas constituyen el primer y más persistente mito de mujeres en libertad, viviendo en comunidades sin hombres. Se contaba de ellas que eran guerreras, audaces y valientes, que luchaban exitosamente contra los hombres, y cuyos conflictos eran temidos incluso por los guerreros griegos más feroces.

  

Quiénes eran las amazonas

Muchas historias, mitos y leyendas se han cruzado a lo largo de la Historia en torno a estas tribus formadas exclusivamente de mujeres. Pero, si alguna vez han existido, ¿quiénes eran realmente las amazonas?

Las amazonas eran un tipo de mujeres que se movieron, durante muchos años, entre la realidad y la ficción, producto del asombro y fascinación que siempre ha producido una sociedad matriarcal. Las claves del éxito y perdurabilidad del interés por las amazonas radica, precisamente, en que ellas encarnaban un tipo de organización social en el que los papeles sociales más relevantes del hombre y la mujer estaban invertidos. En su concepción más extrema, las amazonas constituían el primer y más persistente mito de mujeres en libertad: mujeres que vivían organizadas en comunidades sin hombres. Hoy día podría decirse que las amazonas son el punto referencial más trascendente y radical del movimiento feminista.

La supervivencia de este tipo de comunidades constituidas sólo de miembros del sexo femenino sólo puede explicarla una creencia bien arraigada (hasta el punto de tenerla como real) entre los griegos que afirmaba que las amazonas sólo veían en el hombre un mero objeto sexual, útil únicamente para perpetuar la especie; por tanto, el hombre, entendido como semental, era prescindible una vez había cumplido su función en el proceso reproductor. Así, una única vez al año, llegada la primavera, las amazonas traspasaban los límites de su frontera para contactar con una tribu vecina (habitualmente, los gargarios), con cuyos hombres se entregaban de lleno al uso del sexo durante dos meses, sin otro fin que copular con ellos hasta quedarse encinta, práctica que llevaban a cabo con gran recato y a oscuras, sin desviar lo más mínimo el coito de la finalidad que lo exigía. Cuando se sabían preñadas, regresaban al poblado a la espera de un parto seguro.

Una vez parían, las amazonas sólo criaban a las niñas, a las que, alcanzado el desarrollo, se las mastectomizaba para facilitar su preparación en el arte de la guerra. Suerte distinta corrían los niños, que, según unos autores, eran entregados a los gargarios o a la tribu visitada para que los criasen ellos. Por contra, otros refieren que los bebés nacidos varones eran matados por abandono a su suerte, o, en muy pocos casos, los sometían a castración, o eran cegados y dedicados a tareas serviles propias de animales de carga.

Desde un punto de vista político, cabe decir que, al no permitir la presencia de varón alguno entre ellas, se gobernaban teniendo como poder máximo una reina, que resultaba de una elección que celebraban periódicamente entre todas y por todas. Las amazonas, en su constante aislamiento voluntario, permanecían ocupadas arando, sembrando, plantando, dando pasto a sus rebaños y, fundamentalmente, criando y domando caballos. Montaban hábilmente a caballo y las que destacaban por su brío y audacia se consagraban a cazar a caballo y a adiestrarse en las artes de la guerra.

Como ya hemos adelantado al describir la etimología del término, una creencia popular griega afirmaba que a estas feroces guerreras les era mutilado el pecho derecho siendo todavía niñas (de ahí su nombre de ‘amazona’, «sin pecho o teta») para así usar su brazo derecho con más desenvoltura, libre ya de cualquier limitación o impedimento de la propia anatomía, especialmente para tensar el arco y lanzar la jabalina, en cuyo arte demostraban singular destreza; sin embargo, no existen imágenes que corroboren esta versión. También empleaban la espada y un escudo ligero, y arreglaban cascos, ropas y cinturones de piel de animal.

  

 

 

Las amazonas, en su constante aislamiento voluntario, permanecían ocupadas arando, sembrando, plantando, dando pasto a sus rebaños y, fundamentalmente, criando y domando caballos. Y, una vez parían, sólo criaban a las niñas, a las que, alcanzado el desarrollo, se las mastectomizaba para facilitar su preparación en el arte de la guerra.

  

Las amazonas y la Grecia clásica

Según la mitología de la Grecia clásica, las amazonas eran hijas del dios Ares, hijo de Zeus y dios de la guerra, del que heredaron el arrojo en el combate, y de la ninfa Harmonía, diosa de la armonía y la concordia, a la que debían la feminidad que las caracterizaba. De ellas se dice también que rendían culto a la diosa Artemisa, deidad que consideraban su afín, al ser esta cazadora y virgen.

A pesar de esa comunidad de creencias entre ambas culturas, estas mujeres guerreras aparecen siempre en el sentir de los aqueos como una población hostil. Homero (s. VIII a. C.) nos proporciona no pocos datos sobre las amazonas en su obra poética, en donde dice que eran una horda de mujeres guerreras, audaces y valientes, que luchaban exitosamente contra los hombres, afirmando de ellas que eran ‘antineirai’, es decir, «equivalentes a los hombres»; por tanto, sus iguales como antagonistas, de ahí que cualquier confrontación con ellas fuese temida incluso por los guerreros más feroces. Este estado de cosas puede explicar los múltiples episodios que circulaban tendenciosamente entre los griegos en relación con enfrentamientos habidos entre sus héroes y las reinas amazonas.

Así, Homero, al narrar en su Ilíada el conflicto bélico que enfrentó a una coalición de los ejércitos griegos contra la ciudad de Troya hacia el 1200 a. C., relata en uno de sus pasajes el enfrentamiento del héroe Aquiles con Pentesilea, reina de las Amazonas, que había tomado partido a favor de los troyanos, y a la que, en singular combate cuerpo a cuerpo, el griego dará muerte atravesándole el pecho con una jabalina; cuenta la tradición que fue tanta la admiración que despertó en él la bravura de la reina amazona que llevó luto por ella durante toda la contienda. En otro pasaje, presenta a Príamo recordando los tiempos en que él y sus hombres las combatieron. De igual manera, Diodoro Sículo (s. I a. C.), en la segunda sección de su Bibliotheca Histórica, refiere la historia de Hércules derrotando a Hipólita, hermana de la anterior, como parte de uno de “los doce trabajos” a que el semidiós estuvo obligado por imposición de Euristeo, rey de la Argólida. Por su parte, el poeta latino Virgilio (70-19 a. C.), en su poema épico La Eneida, también nos deja bastantes datos de esa guerra y de las amazonas. El siguiente encuentro de los griegos con las amazonas tiene lugar en torno al año 700 a. C., cuando, según la mitología, Teseo, rey de Atenas, secuestró a su reina Antíope y la hizo su amante; con ánimo de rescatarla, las amazonas emprenden la guerra logrando llegar en su ataque hasta la misma Atenas, pero en esta ciudad fueron finalmente derrotadas. Existe también un romance en el que se cuenta que Alejandro Magno, ganada la batalla de Isos (333 a. C.) contra los persas en la península de Anatolia (la actual Turquía), tuvo ocasión de conocer a Talestris, reina de las amazonas.

Más adelante veremos hasta qué punto las amazonas no han sido sólo fruto del imaginario griego; existe una realidad histórica que da fundamento a esta creencia. Hoy día se tiene constancia de que en las estepas euroasiáticas existieron tribus nómadas en las que las mujeres podían incluirse en el ejercicio de la caza y, por tanto, ser poseedoras de armas y conocedoras de técnicas guerreras. Prueba de ello son las tumbas que se han encontrado de mujeres con heridas de guerra y enterradas junto a las armas con que batallaron y perecieron.

  

 

 

Según la mitología de la Grecia clásica, las amazonas eran hijas del dios Ares, hijo de Zeus y dios de la guerra, del que heredaron el arrojo en el combate. Montaban hábilmente a caballo y las que destacaban por su brío, habilidad y audacia se consagraban a cazar a caballo y a adiestrarse en las artes de la guerra.

  

Ubicación geográfica

Los antiguos griegos no dudaban de la existencia de estas guerreras, si bien localizaban sus poblados en los límites del mundo conocido; así, por ejemplo, una tradición muy entendida las situaba habitando las islas de Lesbos, Lemnos y Samotracia, en el mar Egeo. Cuenta la mitología que la diosa Afrodita, disgustada por sus rudas actitudes con los pueblos vecinos, las obligó a trasladarse a la región turca de Capadocia, en donde fundan un nuevo reino con capital en Temiscira, ciudad emplazada a corta distancia de la costa suroriental de Anatolia (el Ponto Euxino de los griegos), muy cercana a la desembocadura del río Termodonte en el mar Negro. El historiador Heródoto (s. V a. C.) ubicaba el reino de las amazonas un poco más al noreste, en una región situada entre Escitia y Sarmacia, en el delta que forma la desembocadura el río Tanais (hoy Don) en el mar Azov, probablemente poblando una antigua ciudad homónima que hoy existe con el nombre ruso de Nedvigovka. Diodoro Sículo, al referir la derrota que Hércules infligió a su reina Hipólita, sitúa la capital de su reino en Temiscira, ciudad ya citada como próxima al mar Negro. Otros autores, sin embargo,  localizan el emplazamiento de las amazonas en las montañas de Albania; así, por ejemplo, Teófanes de Mitilene (s. I a. C.), que participó en las campañas de Pompeyo, cuando llega al país de los albanos, deja constancia de que los geles y los leges, pueblos escitas, vivían entre las amazonas y los albanos. Por su parte, otros, entre ellos Metrodoro e Hipsícrates (ambos del s. I a. C.), afirmaban que las amazonas vivían cerca de las fronteras de los gargarios, tribu vecina cuyos hombres fueron utilizados a menudo como sementales, en una zona de las llamadas ‘Montañas Ceraunias’ del Cáucaso, a orillas del mar Caspio (antes llamado Hircanio). Y, para concluir, sólo dos opiniones más: Filóstrato (ss. II-III d. C.) las ubica en los montes Tauro y Amiano Marcelino, destacado historiador bizantino del s. IV d. C., al este del río Tanais, como vecinas de los alanos.

Como puede comprobarse, no existe unanimidad con respecto a la ubicación geográfica de las amazonas. Añádase a esa disparidad de opiniones, lo que sí constituye una realidad incontestable: no existen hallazgos arqueológicos fidedignos y concluyentes que confirmen con rotunda certeza un lugar físico de asentamiento de estas mujeres guerreras; por otra parte, y lamentablemente, muchos de los trabajos de los escritores antiguos que podrían darnos alguna pista en este sentido han desaparecido con el paso de los años.

  

 

 

Cuenta la mitología que la diosa Afrodita, disgustada por sus rudas actitudes con los pueblos vecinos, las obligó a trasladarse a la región turca de Capadocia, en donde fundan un nuevo reino con capital en Temiscira, ciudad emplazada a corta distancia de la costa suroriental de Anatolia (el Ponto Euxino de los griegos), muy cercana a la desembocadura del río Termodonte en el mar Negro.

  

Las amazonas en las Artes

La Alta Edad Media, quizá como indicio premonitorio de que se estaba incubando un renacer de los valores greco-latinos, escogió a las amazonas como tema de expresión estética. Para muchos pintores y escultores, ellas fueron pretexto para mostrar su talento, dibujando, pintando o esculpiendo exuberantes cuerpos femeninos, las más veces ligeros de ropaje, que, de otro modo, no habrían permitido los cánones de la época. Ya en el Renacimiento, el tema fue tomado con otra intención y sabiduría. Y así llegan las amazonas a nuestros días, dando siempre origen a nuevas interpretaciones.

En el campo de la Literatura, tanto Dante Alighieri en La Divina Comedia (comienzos de s. XIV) como Luis de Camoens en Os Lusíadas (1572) acusan ya una clara influencia de las clásicas islas pobladas únicamente por mujeres. Así, la isla de los Amores del autor lusitano es una evidente rememoración de lo que acontece en La Odisea, cuando la ninfa Calipso retrasa en siete años el viaje de Ulises, bajo los encantos del amor, en la isla Ogigia. Los tres libros del caballero Amadís de Gaula que habían sido publicados en el siglo XIV se ven refundidos e incrementados a comienzos del siglo XVI con un cuarto tomo escrito por Garci Rodríguez de Montalvo, cuya edición más antigua conocida es la de Zaragoza, que data del 1508, y que supone la consolidación definitiva del género caballeresco. A este siguieron otros; entre ellos, el más popular fue Las Sergas de Esplandián (1510), en el que se narran las bizarras aventuras del hijo de Amadís. Una de las aventuras más celebradas de Esplandián fue precisamente su tentativa de conquistar el reino de las amazonas. Las amazonas del libro español eran, en el fondo, las mismas del mito clásico de los antiguos griegos, con algunas diferencias relevantes, entre las que cabe mencionar el hecho de que, en la mayoría de estos libros, el reino tiene nombre propio. En el caso concreto de las aventuras de Esplandián, este dato va a tener enorme trascendencia histórica y geográfica, pues la reina se llama Calafia y su país California, nombre con el que, como veremos luego, los españoles bautizarán la península de la actual Baja California.

Por tanto, si tenemos presente que las aventuras del caballero Amadís y su hijo Esplandián, entre muchos otros, son conocidas años antes de la época de los grandes descubrimientos, no debe extrañarnos en absoluto que Francisco Pizarro emprendiese la conquista de México con la cabeza llega de este tipo de ideas, ni que en las cartas y documentos de los exploradores aparezcan con frecuencia estos sitios tan propios de los libros de caballerías. Podemos, pues, afirmar que esta creencia mitológica viajó, recreada y transformada, a América en la imaginación de los conquistadores, pues, por aquella época, los libros que narraban portentosas aventuras de bizarros caballeros habían alcanzado unos índices inusitados de lectura.

Tanta era la convicción de los españoles en el mito de las amazonas que Cristóbal Colón, a su paso por una de las Antillas Menores en 1493, durante su segundo viaje, sufrió una recepción manifiestamente hostil por parte de la tribu que la poblaba en la que él creyó ver sólo a mujeres. Sobre la isla y del peligroso encuentro escribió a Luis de Santángel, valedor de Colón ante los Reyes Católicos, en estos términos: «[...] es la primera isla que se encuentra, para quien va de España rumbo a las Indias y donde no hay ningún hombre. Estas mujeres no se ocupan de ninguna actividad femenina, sólo ejecutan ejercicios con el arco y las flechas fabricados con cañas y se cubren con láminas de cobre que poseen en abundancia». El humanista, sacerdote y cronista de Indias Pedro Mártir de Anglería  también se refiere a él en sus célebres Décadas del Nuevo Mundo, obra escrita entre 1494 y 1525. El cronista Bernal Díaz del Castillo cuenta en su Historia verdadera de la conquista de la nueva España (publicada en 1632, aunque redactada muchos años antes) que, a pesar de serle atribuido a Hernán Cortés el descubrimiento de California, la realidad es que fue su piloto Fortún Jiménez Bertañola quien, al mando del navío Concepción, propiedad de Cortés, fue a buscar el codiciado reino de las amazonas en el confín occidental de México, cuando avista, en 1534, por primera vez, la costa occidental de la península hoy llamada Baja California, que él confunde con una isla y a la que bautiza con el mítico nombre que domina su imaginación: isla de California.

Sólo por referir un caso más de los testimonios en este sentido, cabe citar al  geógrafo y explorador de origen veneciano Antonio Pigafetta, que acompañó al navegante Fernando de Magallanes en calidad de cronista en el viaje que emprendió el portugués al servicio de España en busca de una ruta hacia las islas de las Especias (islas Molucas), que culminaría con la primera circunnavegación del globo en 1522. Al referir los hechos acontecidos en su Relación del primer viaje alrededor del mundo (1524), Pigafetta habla de una isla llamada Ocoloro, en las proximidades de Java, poblada sólo de mujeres, las cuales, cuando dan «a luz algún hijo, lo matan si fuese macho y, si fuese mujer, lo conservan con ellas. Y tan esquivas se mostraban a la conversación amorosa que, si algún hombre osase desembarcar en su isla, pugnaban por quitarle la vida».

  

 

 

Fortún Jiménez Bertañola, piloto de Hernán Cortés, al mando del navío Concepción, fue a buscar el codiciado reino de las amazonas en el confín occidental de México, cuando avistó, en 1534, por primera vez, la costa occidental de la península hoy llamada Baja California, que él confunde con una isla y a la que bautiza con el mítico nombre que domina su imaginación: isla de California.

  

El río Amazonas en las crónicas de Historia

Antes de la llegada de los primeros europeos a estas tierras de América del Sur, las orillas del Amazonas y sus afluentes tenían ya una larga historia de asentamientos humanos. Contrario a la creencia popular, en el bosque lluvioso del Amazonas existieron sociedades sedentarias, muchas de las cuales tenían sus poblaciones cerca de los ríos, contaban con medios de transporte y vivían dedicadas a la pesca y, en los suelos fértiles, practicaban la agricultura. Algunos de estos pueblos habitaban en recintos amurallados de hasta 50.000 habitantes, con caminos entre ellos, que habrían hecho posible la vida urbana en la selva. Sin embargo, a partir de la llegada de los europeos, los asentamientos nativos disminuyeron notablemente su población, debido a los virus que se transmitían entre las tribus, que previa e inconscientemente habían importado los europeos y sus animales.

Según las crónicas de las exploraciones de América, parece ser que fue el cartógrafo italiano Américo Vespucio el primer europeo que, en el verano de 1499, navegó por el estuario del río Amazonas (aún sin nombre) en cuyo cauce llegó a adentrarse unos pocos kilómetros. Comenzado ya el nuevo siglo, el navegante Diego de Lepe exploró las islas que forman parte del enorme estuario amazónico en febrero de 1500, y, seis meses más tarde, por lo que cuenta el cronista Pedro Mártir de Anglería, hizo lo mismo su primo Vicente Yáñez Pinzón, si bien este había precedido a Diego de Lepe en tocar las tierras brasileñas. Tanto uno como otro penetraron en el cauce y llegaron a subir un buen trecho del Amazonas, pero, en ambos casos, la exploración se abandona al poco tiempo de iniciada, dejándose tan sólo constancia escrita del hecho.

Otro testimonio americano habla de una tribu de mujeres sin marido, las cuñantesecuima, que vivían en una zona cercana a las fuentes del río Oyapoque, cuyas aguas corren entre Brasil y la Guayana francesa hasta el Atlántico. El conquistador Hernán Cortés refiere en su Primera Carta de Relación al emperador Carlos V (1919) que, cuando exploraba la costa occidental de Méjico, mucha gente le aseguraba que era verdad que existía «una isla poblada por mujeres, sin ningún macho. En ciertas épocas, los hombres de tierra firme van a visitarlas; ellas se entregan a ellos y las que dan a luz hijas se quedan con ellas, si nacen machos los rechazan».

Este convencimiento de los conquistadores se veía reforzado por los comentarios y narraciones de los propios nativos, tal como recoge el historiador Agustín de Zárate en su Historia del descubrimiento y conquista del Perú (1555), quien, al relatar la conquista del Perú por Diego de Almagro, en la que él participa como cronista, escribe haber oído en aquella zona, durante la campaña de 1535, relatos de indios asegurando que «[…] cincuenta leguas más adelante hay entre dos ríos una gran provincia poblada de mujeres que no consienten hombres consigo más del tiempo conveniente a la generación. La reina de ellas se llama Guanomilla, que en su lengua quiere decir Cielo de Oro, porque en aquella tierra dicen que se cría una gran cantidad de oro […]», tanto que hasta los sencillos utensilios para preparar los alimentos son hechos a mano con ese metal precioso.

  

 

 

"Entrada de Hernán Cortés en México", pintura del pintor barcelonés Augusto Ferrer-Dalmau (1964).

  

Francisco de Orellana: El río Amazonas

Muchos son los cronistas, geógrafos, exploradores y conquistadores que se hallan relacionados, por una u otra razón, con el río Amazonas, pero si entre ellos hay uno que con toda razón merece especial mención, ese es el extremeño Francisco de Orellana (1511-1546), cuyo nombre ha vinculado estrechamente la Historia a la historia misma del río, aunque sólo sea por el gran mérito que supone haber sido el primer europeo que llevó a término un descenso por sus aguas desde su extremo norte en las estribaciones orientales de la cordillera andina hasta su desembocadura en el océano Atlántico.

Francisco de Orellana había nacido en Trujillo (Cáceres) en 1511, en el seno de una familia emparentada por parte materna con los Pizarro, de modo que tanto por la tierra donde nació y como por parentesco, por su sangre corría el incontenible ímpetu de la aventura descubridora americana. En 1527, siendo todavía un mozalbete, se traslada al Nuevo Mundo para enrolarse en la formación militar que había organizado su primo Francisco Pizarro, a la sazón comprometido en la conquista del Imperio Inca, en cuya gesta participa en joven Orellana, destacando por ser un hábil estratega en los enfrentamientos y la fogosidad, en ocasiones temeraria, que ponía en la lucha cuerpo a cuerpo, como lo demostró en un choque contra los nativos manabíes en Puente Viejo, a consecuencia del cual perdió un ojo.

Sin haber cumplido todavía los treinta años, Orellana formaba ya parte de la historia colonizadora del Perú, donde, en 1537, refunda la ciudad de Guayaquil, destruida en varias ocasiones por los ataques indígenas, goza ya de una sustanciosa fortuna y, en 1538, es nombrado teniente de gobernador de la provincia del Guayas (también llamada de Santiago de Guayaquil), situada en la cuenca del Guayas, en el actual Ecuador, donde repuebla Guayaquil y la localidad de Villa Nueva de Puerto Viejo.

En noviembre de 1539, Francisco Pizarro, gobernador general de Nueva Castilla, con sede gubernamental en Ciudad de los Reyes (hoy, Lima), nombra a su hermano Gonzalo Pizarro teniente de gobernador de Quito y capitán general de la expedición que le encomienda organizar  con la misión de descubrir un lugar al que llamaban el “País de la Canela” y buscar el asentamiento de un rico reino que algunos llamaban “Eldorado” y que los rumores que circulaban entre los aborígenes ubicaban al este de Quito, en territorio selvático.

  

 

 

Tras la separación de la expedición en dos grupos, Orellana toma posesión, en nombre de la Corona española y como teniente general de Pizarro, de los pueblos de Ymara y Aparia, cuyos caciques, en un principio, vinieron a recibirlos y a acatar su vasallaje.

  

Gonzalo Pizarro se desplaza de Chaquí (Potosí) a Cuzco con la finalidad de organizar allí la expedición, desde donde proyecta salir a finales de diciembre de 1540 con destino a Quito. Pizarro cuenta ya con 170 soldados, 200 caballos y unos 3.000 nativos como porteadores. Orellana, por entonces capitán y teniente de gobernador de Santiago de Guayaquil y de Villa Nueva de Puerto Viejo, ambas poblaciones en la costa del Pacífico, se entera del proyecto y decide incorporarse a la expedición, y, a comienzos de enero de 1541, parte con 23 hombres para ponerse a las órdenes de Gonzalo Pizarro en Quito, desde donde va a iniciarse la expedición.

Antes de acometer el viaje, Orellana regresa ese mismo mes a Guayaquil, a fin de poner en orden los asuntos de su gobierno y su hacienda, y llevar a efecto la orden de Pizarro de reclutar más hombres y adquirir víveres y conseguir caballos, pero los problemas que se le plantean le demoran el retorno.

Gonzalo Pizarro, llevado de la impaciencia y obsesionado con los objetivos de la expedición, decide no esperar más tiempo a Orellana y, en febrero de 1541, emprende sin él la expedición, dejándole el encargo de encontrarse con él más adelante. Cuando, a comienzos de marzo de 1541, Orellana llega a Quito, recibe con sorpresa la noticia de que Pizarro ya ha emprendido la marcha unas semanas antes, pero no desiste en su empeño y dispone partir de inmediato para alcance a la expedición.

Y aunque tiene que afrontar treinta leguas de sendas difíciles, a merced del frío y los fuertes vientos de la cordillera andina, Orellana y sus hombres avanzan con más rapidez que la enorme formación de Pizarro, de modo que, a finales de marzo de 1541, logró darle alcance en la localidad de Motín, provincia de Sumaco, donde Pizarro había asentado su real.

La expedición reemprende el viaje en septiembre: franquear las alturas de los Andes es una empresa peligrosa y difícil, y la amenazante mirada del hambre y las enfermedades empiezan a dejarse notar. Bajan, por fin, a aquellas prometedoras tierras, y, pasados 70 días rastreando las intrincadas selvas, hallan el llamado “País de la Canela” y, con su hallazgo, sufren el primer desengaño: ciertamente, en la zona encuentran árboles de ese tipo, pero su número no es tan abundante como se pensaba, se hallan separados entre sí por cierta distancia y la especia que producen es de inferior calidad a la que traían los portugueses de las Indias Orientales, lo cual hace que su explotación no sea económicamente rentable.

Con todo, persisten en encontrar su otro objetivo, el reino de Eldorado, y continúan en su busca, pero, tras muchos días de rastreo por una y otra parte, moviéndose con mucha dificultad entre la espesura de la selva, no logran localizarlo por parte alguna por más esmero que ponen en interpretar planos y anotaciones. En medio de aquel inmenso espacio verde, lo único que encuentran es pequeños poblados sin valor para los exploradores. Se han cumplido más de 8 meses de la partida de Quito y el balance de la empresa no puede ser más desolador: la expedición había sido diezmada por el hambre, las enfermedades sobrevenidas a causa de la humedad ambiental de la selva, las picaduras de insectos y las mordeduras de reptiles, y, desde luego, por la persistente amenaza de los nativos, que se hacen notar su presencia a cada momento.

 Es diciembre cuando alcanzan el río Coca. No tienen provisiones y son muchas las bajas entre los expedicionarios. Se hace necesaria una toma de decisiones efectivas para salir del atolladero. En la Navidad de 1541, ambos exploradores acuerdan dividirse en dos grupos: uno de 70 hombres bajo el mando de Orellana, que se encargaría de la construcción de un navío, el San Pedro, con el que se adelantaría aguas abajo del río Coca en busca de provisiones y volver al cabo de 2 semanas, plazo que Orellana consideró desde el principio imposible de cumplir, y otro, con Pizarro y el resto de la tropa, que continuaría la expedición por vía terrestre.

  

 

 

Monumento a Francisco de Orellana en la Avenida de los Conquistadores de Quito (Ecuador).

(Imagen: Red social Pinterest)

  

A comienzos de 1542, Orellana y sus hombres recalar en un punto de las orillas del Coca a la espera de la expedición de Pizarro. Gracias a Francisco de Isásaga, nombrado escribano de la expedición tras la separación en dos grupos, se tiene constancia de cómo Orellana toma posesión, en nombre de la Corona española y como teniente general de Pizarro, de los pueblos de Ymara y Aparia, cuyos caciques, en un principio, vinieron a recibirlos y a acatar su vasallaje. A lo largo de estos días, Orellana no perdió el tiempo: aprendió varias lenguas amerindias y mantuvo con los caciques conversaciones que le proporcionaron una visión clara de la inmensidad amazónica.

 Pero los días van pasando y las provisiones empiezan a escasear, y, según relata el dominico fray Gaspar de Carvajal, Orellana se ve obligado a penetrar en algunas aldeas indígenas y apoderarse de la comida que encuentran, lo que le malquistó la buena disposición inicial los jefes indígenas. Huyen de allí continuando la navegación río abajo en busca de víveres, pero las poblaciones nativas se hacen cada vez menos frecuentes y la selva más densa, y el hambre empieza a acuciar el estómago de los expedicionarios.

 Tras una semana de navegación, con un avance lento y agotador, llegan a un punto en que el río Coca desemboca en otro mucho más ancho y caudaloso y de aguas más templadas, el río Napo (que fue llamado Canelo). Navegan cuarenta y tres días a lo largo de su curso buscando alimentos. No hallan nada y la situación y se hace cada día más insostenible. En su afán por encontrar algo con que acallar el hambre, llegan a recorrer 25 leguas por día (es decir, más de 200 km llevados) por el agua.

 El tiempo pasa y la situación va de mal en peor, y el plazo fijado por Pizarro amenaza con expirar. Según relata fray Gaspar de Carvajal, Orellana hace un esfuerzo sobrehumano e intenta remontar la nave río arriba al encuentro de Pizarro, pero la turbulencia de la corriente es tan extrema que le impide cualquier forma de retorno. El descontento acaba por apoderarse del ánimo de la tripulación y se amotina, negándose a volver 200 leguas atrás. Orellana se ve obligado a ceder, y, tras un intercambio de opiniones, se deciden por seguir río abajo con la esperanza de lograr una salida al mar y así salvar sus vidas. Para intentar el viaje con más garantías de éxito, se construye un nuevo bergantín, el Victoria.

Mientras tanto, Gonzalo Pizarro cuenta los días desesperado, y no hallando razón que justifique tal demora, llega al convencimiento de que Orellana le ha traicionado y los ha abandonado a su suerte, así que redacta un informe inculpatorio en esos términos y lo envía a España. Emprende luego el regreso por tierra a Quito, adonde llegan tras un viaje de seis meses de hambre, sed, calor, cansancio y otras penurias inimaginables.

Por su parte, el 2 de febrero de 1542, Orellana y los suyos parten desde las inmediaciones de la actual población de Leticia, en la frontera entre Colombia y Brasil, y empiezan a navegar río abajo por los cauces del Napo, el Trinidad, el río Negro, así bautizado por Orellana por el color de sus aguas. En mayo entran en la región de Machiparo, siendo atacado por las nativos de las aldeas por las que pasan. A partir de entonces, deciden que sólo van a recalar en tierra para abastecerse de suministros.

 En junio descubren un nuevo río, al que llaman Madeira, a partir del cual las poblaciones con que se van encontrando a sus orillas se muestran más hospitalarias. mejor organizadas y más desarrolladas tecnológicamente que las que habían dejado atrás. Entran luego en otro cauce fluvial con una corriente mucho más caudalosa, lecho más profundo y tal distancia entre una y otra orilla que a veces una se perdía de vista, y le dieron el nombre de río Grande.

En la mañana del 24 de junio, día de San Juan, cerca de la aldea de Coniapayara, fueron atacados en reiteradas ocasiones por un grupo de aborígenes que estaban capitaneados por unas mujeres altas, audaces y vigorosas que disparaban sus arcos con destreza y demostraban en el ataques tanta bravura que les hizo recordar a las amazonas de la mitología griega. Conocían la leyenda, pero no daban crédito a lo que estaban viendo. Maravillados por el encuentro con aquellas mujeres guerreras,  Orellana decide cambiar el nombre al río Grande por el de Amazonas.

Y, por fin, el 26 de agosto de 1542, después de siete meses de navegación por aquella maraña interde  ríos interminable, inmersa en la verde espesura de una selva sin fin, y un viaje de 4800 km, llegan a la desembocadura de aquella enorme masa de agua, en lo que hoy es la región brasileña de Pará. La proeza de recorrer el Amazonas había concluido. Desde este punto, bordeando la costa de Brasil, se traslada a Nueva Cádiz en Cubagua (hoy Venezuela). Aquel grupo liderado por Orellana había logrado encontrar no sólo una vía de comunicación entre las tierras altas del Perú y el océano Atlántico, sino y de esto no se tuvo conciencia hasta mucho más tarde el curso principal del río más largo y caudaloso del mundo, el Amazonas.

  

 

 

Recorrido fluvial de Francisco de Orellana, que le supuso el descubrimiento del río más largo del mundo. Corría el año 1541.

(Imagen: https://historiaperuana.pe/...)

  

Las amazonas, un mito

Los relatos que el dominico y cronista fray Gaspar de Carvajal nos ha dejado en sus crónicas dejan bien expedito que los indígenas que les atacaron desde las orillas del río Grande estaban liderados por mujeres, y la opinión unánime de aquellos exploradores se centra en afirmar que se trataba de mujeres. Así, por ejemplo, fray Gaspar, al referirse al ataque que sufrieron de parte de los nativos el 24 de junio de 1541, cerca de la aldea Coniapayara, deja constancia escrita de que estos estaban liderados por mujeres, a las que describe de piel muy blancas, alta estatura y de muy largo el cabello, que corrían «desnudas en cuero, [aunque] tapadas sus vergüenzas», y que, armadas de arcos y flechas, hacían tal alarde  fiereza que en poco se diferenciaban de las amazonas de que habla la mitología griega.

Los hechos narrados en las crónicas de fray Gaspar fueron ratificados, casi un siglo más tarde, por el jesuita y cronista español Cristóbal de Acuña, que había acompañado en 1639 al cartógrafo Pedro Texeira Albernaz, portugués al servicio del rey Felipe IV, en una expedición que recorrió la cuenca del Amazonas en sentido inverso a la ruta de Orellana, realizando el primer ascenso de este gran río alcanzando sus fuentes partiendo de su desembocadura. En una minuciosa crónica que publicó en Madrid en 1641, y que tituló Descubrimiento del Gran Río de las Amazonas, afirmaba que en Nueva Granada (Colombia) había encontrado a una «india que dijo haber estado ella misma en las tierras pobladas por las mujeres guerreras». En otras páginas de su informe da detalles de estas mujeres guerreras, pero basándose no en lo que él vio, sino en el testimonio de nativos tupinambás: «[…] confirmamos las largas noticias que por todo ese río traíamos de las afamadas amazonas […] una de las principales cosas que se aseguran era el estar poblado de una provincia de mujeres guerreras, que sustentándose solas sin varones, con quienes no más de ciertos tiempos tenían cohabitación, vivían en sus pueblos, cultivando sus tierras, y alcanzando con el trabajo de sus manos todo lo necesario para su sustento».

En la América portuguesa, el mito de las amazonas corría también de boca en boca, aunque nadie en absoluto las había visto. Así, en uno de sus escritos fechados en 1576, el profesor y explorador portugués Pero de Magalhães Gândavo llamaba ya “Río das Amazonas” al gran Maranhão (el mismo al que los españoles llamaban Marañón).

No obstante lo escrito por fray Gaspar de Baltasar en sus crónicas, las investigaciones llevadas a cabo posteriormente sobre el particular y la inexistencia de prueba alguna que avale tales afirmaciones inclinan a pensar que los ataques que sufrieron los expedicionarios de Orellana, unos hombres extenuados por el sufrimiento y tantas privaciones, más que por amazonas, en el sentido fiel o aproximado del término, lo fueron por guerreros indígenas de pelo largo. Por otra parte, la veracidad de los actas firmadas por Cristóbal de Acuña desmerece en su valor si tenemos en cuenta que el jesuita no se preocupa, en ningún caso, de llevar a cabo algún tipo de contraste o comprobación que dé fiabilidad a lo que otros le cuentan, más aun tratándose de relatos basados tan sólo en tradiciones populares no comprobadas.

De una u otra manera, merced a esa fantasía propia de los comentarios que se venían arrastrando desde la Alta Edad Media en los libros de caballerías, a la imaginación emprendedora de una época que empieza a vislumbrar el futuro en otros horizontes y al espíritu aventurero de unos hombres que no vacilan en arriesgar la vida entregándose a conocer caminos antes nunca pisados, el gran río, ese inconmensurable mar de agua dulce, pasó a conocerse con el nombre de Amazonas.

  

 

 

El Amazonas es el mayor río del mundo, el que hace desembocar al mar mayor cantidad de agua y el que drena mayor cantidad de tierra que cualquier otro río. La zona que drena recibe el nombre de Amazonia (o Amazonía), una de las zonas tropicales más extensas del mundo, y está considerada como el pulmón del planeta.

(Imagen: https://earthsky.org/...)

  

A modo de conclusión

Muchas fueron las expediciones que se organizaron a lo largo de los siglos XVI y XVII, la mayor parte de las cuales patrocinadas con la sola finalidad de buscar del fabuloso Eldorado, lo que contribuyó a acrecentar las leyendas en número y en variedad, algunas de la cuales aseguraban no sólo haber tenido contacto con las enigmáticas amazonas, sino haber visto animales nunca vistos en el mundo conocido, de gran tamaño y aspecto feroz.

Hoy, el Amazonas es el mayor río del mundo, el que hace desembocar al mar mayor cantidad de agua y el que drena mayor cantidad de tierra que cualquier otro río. La zona que drena recibe el nombre de Amazonia (o Amazonía), una de las zonas tropicales más extensas del mundo, y está considerada como el pulmón del planeta. Por su gran valor ecológico, multitud de entidades ecologistas luchan para salvarlo de la explotación salvaje a que se está sometiendo, sin que se vislumbre por el momento el menor atisbo de optimismo en cuanto a su futuro.

  

  

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Y WEBGRÁFICAS

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«XXIII. Expansión colonial española en América», en J. TERRERO, J. & J. REGLÁ (2002): Historia de España. De la Prehistoria a la actualidad. Prólogo de José María Sans Puig. Editorial Óptima, Barcelona.

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COVARRUBIAS, Sebastián de: Tesoro de la lengua castellana o española según la impresión de 1611 (con las ediciones de Benito Remigio Noydens publicadas en la de 1674), s. v. ‘amazonas’. Editorial Alta Fulla, Barcelona; p. 110.

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THOMAS, Hugh (2010): El Imperio español de Carlos V (1522-1558). Prefacio del autor y traducción española de Carmen Martínez Jimeno y Jesús Cuéllar. Editorial Planeta, Barcelona, 2010.

VELMONT, Horacio: «La leyenda de las amazonas», en Grupo ELRON. Disponible en web: <http://grupoelron.org/historia/amazonas.htm>.

  

  

  

  

  

  

   

   

José Antonio Molero Benavides (Cuevas de San Marcos, Málaga). Diplomado en Maestro de Enseñanza Primaria y licenciado en Filología Románica por la Universidad de Málaga.

Ha sido profesor de Lengua Española en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga hasta el 30 de septiembre de 2017, cuando el Ministerio de Educación y Ciencia deja de considerarlo apto para la docencia y le aplica la ley vigente de actividad laboral, mandándolo, sin capacidad de retorno, al nirvana de la jubilación.

Y en esa condición, desde el 1 de octubre de ese mismo año, vive (respira, aclara él) lánguidamente el paso tardo de los días entregado a la meditación agnóstica del intramundo onírico, a la espera de esa iluminación de la gnoseología límbica transcendental que irremisiblemente le espera.

En tanto el Eterno Omnisciente le convoca a una entrevista en su Celestial Despacho, cuya cita que el interesado desea se prolongue sine die en el tiempo, ejerce como Profesor Jubilado Cvm Venia Docendi, capacidad que la Muy Egregia UMA ha tenido a bien reconocerle, permitiéndole continuar con las tareas de dirección, coordinación y edición de la revista digital GIBRALFARO, revista digital de publicación trimestral que se publica con el beneplácito del Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte de la Universidad de Málaga, compromiso que asumió con la aparición de  su primer número.

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 5. Página 16. Año XXIII. II Época. Número 118. Enero-Marzo 2024. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2024 José Antonio Molero Benavides. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2024 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).

   

     

 

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