ESTAMPA DE MI país, tan bella y tan eternamente sufrida. El hombre y la naturaleza comparten momentos y lugares muy íntimos, hacen de la vida un depender el uno del otro, un vivir intensamente cada uno de esos instantes poniendo el alma en la esperanza…

Enero caliente bajo el añejo tajy vestido de violeta; una cigarra bullanguera llenaba la tarde con su chirriar agudo, penetrante, profundo. Todas las tardes de verano, tardes auténticamente paraguayas, son parecidas para los hermanos labradores, con sus cansancios rebeldes, sus esperanzas fallidas, su agreste belleza y su candor campesino.

Aquel chirriar era el llanto de la madre naturaleza pidiendo agua para enfriar la tierra ardida del verano y alimentar las raíces sedientas del maizal cercano. Insistía una y otra vez la cigarra; su cantar sonaba a letanía triste, monótona; era aquella canción quejumbrosa del atardecer campesino, lleno de presagios. De pronto, calló y el silencio cayó sobre el paisaje mediterráneo. Metiéndose en las casas vecinas, en el campo rojo, en el montecillo cercano. Al rato parecía que todos se habían dormido o esperaban tensos algo desconocido.

La figura chorreante y encorvada, sentada a la sombra agujereada, con su guampa, vieja confidente, entre las manos crispadas de espera angustiosa, miraba lejos, donde termina la tierra y comienza el cielo; horizonte de esperanza. El hombre sentado bajo el tajy formaba parte de un cuadro, junto a la vieja carreta, el rancho de adobe y paja de aquel lugarejo lejano y olvidado.

El sudor le corría por la frente, por el torso desnudo, por el alma… Tenía seca la mirada de mirar la nada en el poniente rojizo lejano, caprichoso, sin nubes, sin viento, como en rebeldía permanente con el destino de aquella solitaria y abandonada aldea, con sus habitantes, y con los frutos de su resignada tierra calcinada.

Era un hombre rudo y solitario, con el alma vieja y desvencijada; su único tesoro estaba allí a la vista, su maizal; lo veía agacharse de sed y no podía defenderlo, no estaba en sus manos hacerlo. ...Y su última esperanza estaba allá lejos, donde muere el sol cada día.

Un profundo suspiro de impotencia, dio hálito al hombre, que perezosamente se sirvió otro tereré, para acallar el gemido de angustia que le brotaba del alma, y atizar su escasa paciencia de seguir esperando el milagro como tantas noches. En la campiña paraguaya, la noche es solo el día que descansa, mientras el sembrador prepara sus músculos para la próxima jornada y bajo sus párpados se recrean los duendes que cuidan sus cosechas.

La bola de fuego roja y amarilla, en el ocaso caliente, se escondía lentamente y las primeras sombras moradas del crepúsculo se arrastraban sin ganas sobre el maizal tristón, mudo y encorvado, sediento de esperas.

Pareciera que el tiempo se había detenido en aquel paraje solitario. La noche con su cargamento de incertidumbres y abandono, estaba ya caminando silenciosamente el ritual de los siglos. De tanto en tanto, una lucecita azul pestañeaba y cambiaba de rumbo, los ojos del hombre la seguían embelesados, al rato eran dos… y luego tres. Revoloteando en la oscuridad. Pequeñas luciérnagas buscando rocío en las hierbas para saciar la sed.

Todo era quietud… tanta, que ni las hojas del viejo tajy daban señales de vida, ni los grillos, ni los búhos. Ni un solo parpadeo del hombre, como si cualquier movimiento pudiera interrumpir aquella corriente de comunicación entre la sombra y su creador; un ruego lastimero, que hasta las luciérnagas apagaron sus luces en respetuosa reverencia.

Era un juramento de no agresión a su obra, una ceremonia hacia la naturaleza que, a pesar de todo, formaba parte de su vida y a la que todos los días regaba con el sudor de su cuerpo en ofrenda simple de gratitud.

Solo el ruido sordo, opaco y acompasado de su propio corazón le llenaba los oídos, para recordarle que aún vivía. Mientras a su rededor se movían sigilosas las sombras, en distintos tonos de gris, apoderándose del espacio impaciente y rebelde.

Los enormes árboles que parecían negros en la oscuridad de la noche, se inclinaban de calor y de sueño. Todo el entorno se adormece bajo el manto azul solitario y vacío de estrellas.

No sé cuánto tiempo duró aquel silencioso monólogo célico, con el cuerpo estremecido de espera; una hora, tal vez o un siglo. La noche ya se adueñó del momento y se comió a la “sombra solitaria” que parecía una estatua, por la quietud sin aliento, cuando de pronto… un fogonazo amarillo y blanco en el horizonte lejano, acompañado de un estampido de gloria, se arrastró perezosamente hacia el este. La palabra “esperanza” tenía significado para él en aquel preciso instante. 

  

  

 

 
 

La bola de fuego roja y amarilla, en el ocaso caliente, se escondía lentamente y las primeras sombras moradas del crepúsculo se arrastraban sin ganas sobre el maizal tristón, mudo y encorvado, sediento de esperas.

 

  

  

Aquella hermosa claridad se repitió al momento iluminando a la figura humana que había quedado invisible en la noche oscura. Al rato se incorporó parsimoniosamente, se desperezó, lanzando un profundo suspiro y sacudiendo el entumecimiento de sus músculos, con la mirada se volvió fuego hacia el poniente. No era un desafío, era la fe en el mañana, y un gracias silencioso al Dios de las cosechas, infinitamente generoso. Oración de comprensión, de amor y esperanza renovada; oración de consuelo y redención.

Sonrió apenas por tanta bondad, extendió sus musculosos brazos en gesto de abrazar la vida, que caía ya en aisladas gotas calientes sobre el sembradío cercano y con su andar cansino de todas las noches. Entró lentamente al rancho, se sentó en el viejo camastro, que lanzó un crujido monocorde al sentir el peso de su dueño sobre sus cuerdas gastadas, y se dispuso a dormir una noche diferente.

La dicha había vuelto sobre el maizal de esperanza. ¡Mañana sería un lindo día! La madre naturaleza, cumpliendo su misión, venía a romper la espera y llenar de frutos la tierra. Aquello era como decir: pan para sus hijos y agua para calmar la sed del suelo, todo en un solo y único milagro: ¡La lluvia!

…Y las luces de bengala del cielo siguieron iluminando por un buen rato la noche, que ahora mostraba al mundo un bellísimo azul intenso mientras por la pequeña ventana con rejas de madera, guiñaba el destino, lanzando rayitos de alegría sobre el rostro moreno, que, en la penumbra del cuarto pobre, dormía con una tenue sonrisa que distendía, después de tantos días, aquel rictus de preocupación que fruncía sus labios.

Pero aquella incipiente esperanza abortó antes de la media noche. Cada vez se hicieron más distantes los lampos y los truenos… y esa calma que se cernía de nuevo lo despertó sobresaltado, lleno de culpas, como si tener esperanza fuera un pecado.

«¿Qué broma es esta?». El firmamento perezosamente fue despejándose en medio de rezongos y centellas; de nuevo la calma, el calor húmedo, la ropa colada por el cuerpo traspirado, pegajoso, que aumentaba su desesperanza.

El hombre se puso de pie de un salto, cerró el puño de impotencia y golpeó el horcón de madera que le servía de perchero en medio de la habitación desnuda. Se sentía golpeado, ultrajado.

Había soñado un mañana… —¿qué digo?— un hoy diferente, lleno de realidades e ilusiones vivas, de trabajo fructífero, de mieses en flor dorándose al sol que sigue a los días lluviosos. Y resultó una noche más de desilusiones, de larga espera. 

  

  

 

 
 

La madre naturaleza, cumpliendo su misión, venía a romper la espera y llenar de frutos la tierra. Aquello era como decir: pan para sus hijos y agua para calmar la sed del suelo, todo en un solo y único milagro: ¡La lluvia!

 

  

  

Caminó hasta la puerta y cerró los ojos por unos instantes para calmar su malestar, cuando una ráfaga de viento fresco con olor a lluvia golpeó su rostro obligándole a abrirlos de nuevo.

«¡Dios!... ¿Un milagro retenido?». Y aleteó de nuevo la esperanza. Sí, el canto del gallo fue en ese instante un aleluya que retumbó en la madrugada. «¡Alabado seas!». Otra vez las gotas, primero unas pocas, luego otras más, ya sin parar, pero serenas. Salió al patio para recibirlas; dejó que la lluvia cayera por su rostro, que mojara su cuerpo para tener la certeza de que no estaba soñando.

Cuando ya las aguas serenaron su mente, entró, se despojó de las ropas mojadas y dijo un ¡gracias! casi a gritos, que se confundió con la lluvia. Ahora sí, su alma descansaba ante la esperanza de una buena cosecha y comienza a soñar…

¡Bendita sea la lluvia!

  

  

  

  

  

  

  

Ninfa Estela Duarte Torres (Ca’acupe, Paraguay). Escritora, poeta y correctora de estilo, vive en Asunción y es profesora en varios centros y otros organismos docentes.

Ha publicado varios libros relacionados con la didáctica de la lengua y la literatura, entre ellos: Manual Práctico de Ortografía (Nivel Medio), Caminemos (Lecturas para Nivel Primario), San Lorenzo, su historia, su gente (investigación histórica), El Chaco, mi Patria (Textos para la Comprensión Lectora), Mitos Guaraníes, cuentos y leyendas (Asunción, 2006), Duetos y abrazados. Diálogos románticos (Córdoba, Argentina, 2005) y Semblanza de un Luchador, Ciriaco Duarte (San Salvador, 2011).

Además de sus obras de creación, cabe citar las antologías compartidas: Lenguaje de Pluma y Tinta (Ed. Novelarte), Colores en Tiempos Literarios (Ed. Cenediciones), Conjugando las Artes (Ed. Novelarte), Navegando Sueños (La Barca de Fredy, San Salvador, 2010), Horizontes Azules (La Barca de Fredy, San Salvador, 2010), Un Poema para Neruda (Navegando Sueños, San Salvador, 2011) y El Rostro Secreto de Eros (Parnassus, Buenos Aires, 2011), Latidos del corazón (Astrid Pedraza de la Hoz, Bogotá, 2011), Poemas Oceánicos (La Barca de Fredy, San Salvador, 2011) y Mil poemas para Neruda (Alfred Asís, Chile, 2011).

Su labor creativa ha sido galardonada en los Concursos Internacionales de Poesía Cenediciones y Novelarte, celebrados en Córdoba, Argentina, en reiteradas ocasiones.

Puede leerse su producción literaria en los blogs: «Ninfa Duarte», «Mis palabras Azules» y «Ninfa, Cuéntame un Cuento».

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Sección 1. Página 5. Año XXI. II Época. Número 111. Abril-Junio 2022. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2022 Ninfa Estela Duarte Torres. © Las imágenes que acompañan al texto se usan exclusivamente como ilustraciones del mismo y han sido tomadas de una base de imágenes libres de derechos de autor. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2022 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3. Ático G.  29730. Rincón de la Victoria (Málaga).

    

    

     

   

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