OCTUBRE-DICIEMBRE 2016  

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DESDE AQUEL RAMO DE FLORES

  

Por Francisco de Sales Sánchez Corrales

   

   

TE ENTREGUÉ AQUEL ramo de flores poseído por una escandalera de nervios que transmitían un terremoto a mi mano y una erupción de volcán a mi cara. También sentía espasmos y contracciones, y padecía el desconcierto de mi pensamiento, que me abandonaba a mi suerte ante ti, tú tan ignorante de mis sentimientos, yo tan ingenuamente enamorado.

Entonces tenía trece inocentes años. Tú, treinta y nueve, y todos maravillosos.

Ahora sé que el amor, en muchas ocasiones, es suplantado por la confusión, y que la diferencia en la edad señala casi siempre una insalvable distancia. Pero entonces llevaba muchos meses idealizándote en silencio.

Cada vez que venías a visitar a mi madre, tu amiga del alma, añadía una nueva flecha en un corazón que había dibujado. Ese era mi segundo mayor secreto: un folio donde un corazón gigante sangraba víctima de enamoradas flechas. Cada una significaba que te había visto otra vez.

El otro gran secreto, el primero, era que estaba enamorado de ti. Desde siempre. Desde que me cogías en brazos. Desde que me apoyabas en tus pechos y me decías duerme conmigo. Desde entonces.

Y estoy seguro de esto que he escrito. Siempre lo he dicho así, y no es porque lo haya querido ver como algo poético, muy romántico, solo posible en la fantasía de mi imaginación: haber estado enamorado de ti desde que nací, como si esas cosas que cuentan de las reencarnaciones fueran verdad, y yo te amara desde muchos siglos antes, y, nada más sentir tu latido, te reconocí. Es así de cierto: siempre te he amado.

A los trece años, si uno no es tímido es osado. O las dos cosas. O la timidez te empuja a la osadía. O uno es osado porque no sabe que es tímido, o es tímido porque no sabe que es osado.

Dirigido por una necesidad determinante, o azuzado por el deseo de compartir contigo esa quemazón tan bien cuidada, o buscando entre lo imposible una posibilidad de que tú me calmaras con la correspondencia hacia mi amor, te entregué el ramo de flores, te dije te amo del modo más audible y menos tembloroso que pude, y aguardé con el brazo estirado para que tú las recogieras, las abrazaras contra tu regazo, y repitieras para mí, como si fueras un eco, las mismas palabras que yo había pronunciado para ti.

Pero no pasó nada de lo que deseé.

Te costó trabajo contener la risa que le correspondía a aquello, que para ti era una chiquillada y para mí el acto más maduro y reflexivo de mi corta vida.

Por respeto, y por amor, pero otro tipo de amor distinto del deseado por mí, lo que hiciste fue aceptar las flores y componer de urgencia unas frases que fueran bálsamo y excusa, pero que aparentaran sinceridad.

Por eso recurriste a decirme es normal lo que te está pasando; todos, incluida yo misma, hemos pasado por esa etapa en la que los sentimientos aún no han sido capaces de aclararse y se confunden sin mala intención.

Me dijiste eres como un hijo para mí, te he visto nacer y te tuve en mis brazos cuando eras pequeño, te he acompañado a lo largo de tu vida con cariño porque eres el hijo de mi mejor amiga, pero no debes confundirte; deja pasar el tiempo y las cosas se irán colocando en su sitio; siéntete muy orgulloso por lo que acabas de hacer: quedan muy pocas personas con esta capacidad de manifestar los sentimientos sinceramente y que se arriesguen a manifestarlos antes de dejar que se mueran de silencio.

Ya ves que recuerdo todas las palabras. Las he escuchado tantas veces en mi memoria, con tu tono y tus pausas, que puedo repetirlas como el padrenuestro o la tabla del cinco. Las he exprimido tanto en el secreto de mi deseo hacia ti que son parte de mí y forman parte de mi vida. Las he degustado muchas veces desatento al dolor que me producían al mismo tiempo, con la esperanza de que en algún momento te dieras cuenta de tu error y me hablases del amor que yo imaginaba disimulado tras tu indiferencia.

Más adelante, el tiempo ha ido colocando las calmas en su sitio y ha seguido intentando convencerme de que tenías razón.

Fue entonces cuando se produjo el momento más difícil de nuestra  relación.

Mi madre me contó, muchos años más tarde, que le habías contado lo que sucedió, y que le habías mostrado tu preocupación porque no sabías qué hacer, y que habías considerado la posibilidad de no volver por nuestra casa para no alentar mi sufrimiento, pero que decidisteis continuar con normalidad y dejarme en mi conflicto, aprendiendo otra de las lecciones de la vida. Eso sí, muy atentas a que un nuevo desaguisado no se inmiscuyera en mi caos.

A partir de mi declaración, me trataste de un modo delicado, exquisito, para que no se acrecentara mi turbación y no sintiera tu distancia, que me hubiera hundido un poco más.

Tu trato, por culpa de mi estado, nunca por culpa tuya, jugaba con mi confusión: a veces, una de tus palabras se convertía en espina o me ponía alas. La misma palabra me daba muerte o me daba vida.

No sé por qué, pero desde entonces me mantuve en un estado como de anestesia y eso evitó que me afectara todo aquello que tuviera que ver contigo y conmigo. Fue una especie de pacto inconsciente con mi mente, para no estar a todas horas en un sin vivir de sufrimiento.

Tus sonrisas perdieron su encantamiento y tu voz se despojó del tono seductor; tus miradas pasaron a ser miradas sin brillo y el resplandor de tu aura aminoró el colorido.

Durante mucho tiempo no tuve otra ocupación que el olvido. Bajarte con cuidado del pedestal y ubicarte en tu sitio natural fue una de las tareas más delicadas. Desmontar los sueños que había preparado para mí, con mi mejor voluntad y el apoyo de mi insaciable deseo, fue otra de las tareas que requirió fuerza y pañuelos. Borrar tu nombre de mi corazón, y tu amor de mi deseo, y tus besos del limbo de lo posible, y tu cuerpo de mi incipiente lujuria, también requirieron de una voluntad que no siempre estaba dispuesta a colaborar.

Fue otra vez el tiempo, el bendito o maldito tiempo, quien hizo un trabajo impecable.

Tenía trece años, el alma llena de trinos, y la felicidad alterada, recién inaugurada. Compré aquel ramo con los ahorros del último año. Escogí para ti cada una de las flores. Llegué al parque, donde te había citado a solas a pesar de tu oposición, y, aunque mi voz estaba casi ausente, alargué el brazo, dije te amo y te esperé, aunque entonces no lo sabía, durante el resto de mi vida.

Hoy he sentido la necesidad de recordarte lo que pasó.

Esta mañana, al ver tu esquela en el periódico, después de que las lágrimas manaran mansamente, me he permitido un tiempo de reflexión, y me he recreado nuevamente en tu recuerdo.

He vuelto a ser aquel niño primerizo en los amores. He sentido de nuevo las escandaleras, los nervios, las fantasías.

Tengo cincuenta años.

He sido y soy feliz.

Pero nunca más podré volver a pasear por aquella delicia de los sentimientos sin frenos y la juventud escribiéndose.

  

  

   
     

 

     
   

  

  

    

       

FRANCISCO DE SALES SÁNCHEZ CORRALES (Córdoba, España, 1954). Gerente de una empresa de distribución. Escribir en prosa y en verso le ha atraído fervorosamente desde la edad más temprana, pero no ha sido hasta hace unos años, no muchos, cuando ha podido dedicarle a la creación de historias y a hilvanar unos versos con otros el tiempo que con tanto celo reclama la vocación literaria. Ha publicado un libro, Andrea Amor, que se inserta en el realismo fantástico, pero es autor de otros varios, que, aunque concluidos, permanecen aún inéditos. Ha escrito también más de medio centenar de relatos cortos y un millar de poemas, que ha dado a conocer (y lo está haciendo todavía) en diversas páginas digitales de Literatura.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 1. Año XV. II Época. Número 94. Octubre-Diciembre 2016. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2016 Francisco de Sales Sánchez Corrales. © La imagen del cuento se usa exclusivamente como ilustración del texto. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2016 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.