ABRIL-JULIO 2016  

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NADA ES LO QUE PARECE

  

Por Elvira Medina Álvarez

  

  

EL MONÓTONO TAÑIDO de las campanas del monasterio se podía oír en todo el valle. Un valle sumergido en esa paz monacal donde el pasado se había detenido. No sólo se detuvo el tiempo entre sus muros, sino que las escasas personas que allí llegaban sentían que estaban haciendo un viaje al pasado.

El sonido de las campanas llamando a laudes había roto, por un momento, el conticinio de la noche. Una tras otra, las hermanas iban abandonando sus celdas, siendo las últimas en salir las novicias, que aguardaban pacientemente y con total recogimiento el paso de la superiora y demás hermanas.

Sus pisadas, suaves pero decididas, retumbaban en el claustro del monasterio. El crujiente roce de las faldas de un hábito contra otro, el tintineo de las cuentas del rosario de madera y el velo cortando la suave brisa nocturna, habían devuelvo a la vida la comunidad. Las siluetas de las doce hermanas, reflejadas en el suelo del claustro por efecto de la luna llena que reinaba esa noche, se alargaban como altos cipreses en las baldosas tornasoladas que lo cubrían.

  
                                         
 

El sonido de las campanas llamando a laudes había roto, por un momento, el conticinio de la noche.

 
  

La madre superiora, Sor Águeda de la Cruz, caminaba ensimismada en el  único pensamiento que la venía consumiendo desde hacía ya unos meses. Había tomado la firme decisión de que, después de las laudes, iba a hacer partícipes de ella a todas las hermanas. Dudaba de que la entendieran. Dudaba también de que pudieran comprenderla. Dudaba de tantas y tantas cosas que su cabeza era un remolino que mixturaba razón y querencia.

Sor Águeda tenía el aspecto de una frágil mujer: menuda y delicada, pero ese aspecto se desvanecía en cuanto comenzaba a hablar. Tenía una voz serena y dulce pero taxativa. Reflexionaba cada respuesta y nada salía de su boca al azar. Eso le hizo ganarse el respeto y cariño de las hermanas del monasterio. Sin embargo, sabía muy bien que cuando anunciara su renuncia y fueran conocedoras del motivo de ella, se sentiría juzgada y observada de un modo que antes nunca había sentido.

Llevaba muchos años allí, dedicada en cuerpo y alma a la congregación. Sin embargo, su corazón no pertenecía totalmente ni a Dios ni a las hermanas ni tampoco a la congregación. Recordaba con total nitidez el día que pisó por primera vez el monasterio. Atrás había dejado la tierra que la vio nacer. Había dejado familia, estudios, aromas, sabores, sensaciones, recuerdos. Pero ¿había dejado todos los recuerdos fuera de las rejas de clausura? Todas las hermanas del monasterio creían que así había sido. Pero Sor Águeda, con el correr de los años y ya convertida en una mujer madura, sabía que había uno que jamás podría olvidar. Estaba incrustado en su mente y en su corazón como incrustados estaban los clavos de las manos y los pies de Jesús. Y así, con ese dolor, ella siguió guardando ese recuerdo años tras año, lustro tras lustro. Ni la penitencia, ni los rezos, ni implorar a Dios hizo que la remembranza se difuminara como difuminada estaba en esta noche de laudes la luz de la luna que buscaba entrar por las arcadas del claustro.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando llegaron a la capilla y cada hermana tomó asiento. Dieron comienzo los salmos y los cantos siguieron a estos. Como era martes, todas las voces, al unísono, entonaban el Cántico de Ezequías.

La capilla se veía envuelta en una musicalidad rara vez oída entre esas cuatro pequeñas y destartaladas paredes. Por algunas ranuras de la techumbre, un claro de luna entraba posándose en el ara del altar. La madre superiora fijó su clara mirada en él y rogó que ella también tuviera esa misma fuerza para hablar con las hermanas. Los cánticos y salmos ya habían terminado y las hermanas, una tras otra, se iban levantando de sus asientos. Fue entonces cuando Sor Águeda les rogó que se detuvieran, que tenía que comunicarles algo que desde hacía tiempo tenía que haberles confesado. Un murmullo llenó el aire y todas volvieron a su lugar.

Poniéndose frente a ellas, y con la mirada fija en la plateada claridad, la madre superiora empezó a hablar.

  
                                       
 

La capilla se veía envuelta en una musicalidad rara vez oída entre esas cuatro pequeñas y destartaladas paredes.

 
  

—Hermanas: hace tiempo que deseo comunicarles algo. No espero que entiendan mi decisión pero les ruego que no me juzguen. Hace años que entré en este monasterio. Entré con el firme deseo y total convicción de que sólo entre estas paredes podría alcanzar la paz que tanto necesitaba. Los años fueron pasando y ustedes fueron llegando también aquí. Otras tantas de las que fueron llegando también fueron abandonando este lugar. Unas por falta de vocación, otras buscaron nuevos horizontes en otros monasterios. Pero las que aquí quedaron siempre me supieron dar su mano en los momentos difíciles. Siempre estuvieron a mi lado y me ayudaron a que esta casa no quedara sumida en la ruina material ni espiritual. Cada una de ustedes fue llenando mi corazón de cariño y ternura. A cada una de ustedes también le entregué mi corazón y mis desvelos. Juntas caminamos por el mismo camino y yo, al frente de él. Lo que ustedes no saben, mis queridas hermanas, es que mi corazón siempre tuvo un espacio que nadie pudo llenar: ni mis hermanas en la fe, ni Dios, ni los rezos...

»Y no se puede llenar, porque cuando entré aquí, dejé en mi ciudad un pedacito de mi corazón porque pensé que jamás ese trocito de mi corazón me lo iba a traer el amor de esa persona, que era toda mi vida y mi sustento. Y ese fue mi error: pensar que ese pedacito que allí dejé un día no retornaría a mi corazón, que ya era pretérito y que ustedes me ayudarían a recomponerlo. Sin embargo, los años me fueron dando la razón, y sé que no se puede vivir con el corazón dividido.

»Es por eso por lo que he decidido dejar este monasterio y también dejar los hábitos.

»Sé que les causará estupor mis palabras. Pero son dichas tras mucho meditarlas. Quiero que sepan también que, lejos de aquí, espero recomenzar la vida que nunca debí de dejar. El miedo, la sinrazón, los prejuicios que se hacen sin meditar las consecuencias y la época que me tocó vivir hacían imposible, por aquel entonces, encauzar mi vida de otro modo. Pensaba que la clausura era el único modo de curar “mi enfermedad”, pero no fue así.

»No encontré una respuesta a mi venida a este lugar. Pero sí encontré una respuesta de por qué pasé tantos años aquí. Simplemente porque amo a una mujer y sé que ella me ama a mí, ¿verdad, Sor Inés?

  

  

  

  

ELVIRA MEDINA ÁLVAREZ (Oviedo, 1961) sintió, desde niña, la necesidad de plasmar en hojas blancas sus emociones, sus sentimientos, todo cuanto bullía en lo más profundo de si mismidad. Aunque gusta mucho de la lectura, la música (estudió en el Conservatorio de Oviedo) y todo lo relacionado con las Bellas Artes, jamás ha sido su pretensión figurar en las páginas de una enciclopedia. Por eso, reserva el uso de la palabra “escribir” para otras personas con más capacidad y conocimiento; ella, simplemente, deja constancia de sus sentires y querencias sobre el blanco de unos folios.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 1. Año XV. II Época. Número 92. Abril-Julio 2016. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2015 Elvira Medina Álvarez. © Las imágenes son propiedad de la autora. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2015 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.