ENERO-MARZO 2016  

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EL ESCRITOR PERDIDO

  

Por Francisco Martínez Hoyos

   

  

HABÍA INVESTIGADO, DURANTE años, en todas las bibliotecas o librerías de viejo a su alcance, cualquier hipótesis por descabellada que fuera. Que Shakespeare era, en realidad, Marlowe. Que se escondía bajo el apellido de Bacon. Había reflexionado, también, sobre la posibilidad de que el bardo inmortal fuera Su Majestad Jacobo I. ¿De dónde había salido aquel genio portentoso con licencia para inmortalizar? En un momento de angustia, incluso consideró la teoría más absurda que podía concebir: ¿Y si William Shakespeare fue, en realidad, William Shakespeare? Aunque eso, tal vez, solo quería decir que era un personaje de ficción con el que compartía nombre.

Desesperado, había dado en leer cada vez más y, por una irritante ley de proporcionalidad inversa, dormir cada vez menos, hasta el punto de que su piel, de tanto hurtarle la luz del sol, había adquirido la tonalidad apergaminada de un príncipe de los vampiros. ¿Qué iba a ser de Bernardo Cifuentes, crítico literario, poeta ocasional, friqui a tiempo completo? Parecía haberse atascado en un callejón sin salida. Hasta caer en un dato obvio: William Shakespeare y Miguel de Cervantes habían muerto un 23 de abril de 1616.

—Pero no el mismo día —se autorrectificó—. En Inglaterra aún estaba vigente el calendario juliano.

—Sí, pero... Como no sabemos quién fue Shakespeare en realidad, ni siquiera podemos asegurar que viviera en Inglaterra.

Había comenzado un debate consigo mismo, una forma como otra de mantener ocupadas las neuronas. La única manera, en realidad, de discutir con alguien cuyas opiniones le inspiraran un mínimo de respeto, aunque, a veces, ni eso siquiera.

—Sus libros están escritos en inglés, Bernardo. ¡No seas burro!

—Eso no prueba nada. Pudo tratarse de un traductor.

—¿Traductor de que idioma?

—Del español, por ejemplo.

—Anda ya. ¿Te has olvidado la pastilla para el azúcar?

—Je, je, je. Graciosillo, el chico. ¿Olvidas que España era la primera potencia mundial?

—¿Estás diciendo que Shakespeare era español? ¿Que nació, pongamos, en Valladolid?

—No sería tan extraño. ¿Acaso uno de sus personajes, Cardenio, no está inspirado en Cervantes?

—Eso no prueba nada.

—Pero hay otras evidencias. Romeo y Julieta... Está claro que el bardo de Stratford-upon-Avon se inspiró en una conocida canción castellana.

—Bernardo, Bernardo... ¡No estaban en la Italia medieval!

—Y el príncipe de mucho ruido y pocas nueces es don Pedro de Aragón.

Se encendió entonces una luz y lo vio todo claro, diáfano. «Gracias, farola de enfrente de mi entresuelo», anotó en un pósit mental. Ya tenía la idea novedosa para el best seller que iba a pulverizar las listas de ventas. Por eso habían muerto el mismo día. Por eso Shakespeare había dedicado dramas a Enrique I, Enrique II, Enrique III y Enrique IV. ¡Los de Castilla, maldita sea! Los que seguían no pasaban de apócrifos, seguro. Por eso, había escrito una obra sobre La Tempestad, una alegoría del desastre de “La Invencible”. Para evitar la censura, claro.

Todo cuadraba. El círculo, por fin, se había cerrado. William Shakespeare era, en realidad, Miguel de Cervantes.

Aunque corrían malos tiempos para ejercer como private historiator, Bernardo no se desanimaba. No pensaba detenerse hasta desenredar la madeja del misterio de los misterios. Si Shakespeare dejó tan pocos rastros sobre su persona, sin duda tenía un motivo más que razonable. Como el hecho, infamante en aquel mundo quisquilloso en cuestiones de honra, de ser hijo ilegítimo, de ser, como decían los que se pasaban la corrección política por la bisectriz del sur, un bastardo. Ningún investigador había reparado en los escasos indicios que parecían relacionar al bardo —¿quizá un alcohólico, parroquiano habitual del bar “Do”?— con Lady Micaela, una de las damas de compañía de la desgraciada Catalina de Aragón. Había encontrado la pista en Catherine, the Unhappy Queen, de Sheldon Cuoco. Routledge, 2012.

La lady, sin imaginar que un día se pintaría los ojos de azul, cuando hizo mil años que dejó atrás su juventud, había llegado a Londres dispuesta a conservar la honorabilidad, tal como le habían enseñado las recias monjas del recio convento de la recia Castilla donde se había educado, sumergida en los asuntos del espíritu pero ajena a los del cuerpo. Por suerte o por desgracia, de subsanar esa laguna en su formación se encargaría un apuesto aristócrata de Liverpool que las embelesaba a todas con su rostro aniñado, Lord McCartney. Porque, seamos serios, ¿cómo hubiera podido resistirse a un galán que le cantaba aquellos versos de «Micaela, ma belle, sont des mots qui vont très bien ensemble»? En francés, claro, porque así hablaban las personas con estilo. Porque los gabachos siempre se han creído los reyes del amor. Nueve meses después, Miguel, el futuro escritor, llegaba al mundo como llegamos todos. Entre llantos.

Sin duda, pensaba Bernardo, en los archivos británicos encontraría pruebas de que ese Miguel se convirtió en William. Y si no las hallaba, siempre podría deleitarse con las pastas de té a las cinco de la tarde. Las mismas que Sancho, sin duda, comió hasta saciarse mientras escuchaba, embelesado, las historias de su señor sobre Palmerín de Inglaterra. Precisamente de Inglaterra. ¿No era curioso que Cervantes tuviera tanto interés en un libro sobre el país de la reina hereje? La Inquisición debió tomar cartas en el asunto, pero… ¿Dónde estaban los documentos que dijeran que el autor del Quijote era un heterodoxo en materia de religión? A fin de cuentas, lo de «Con la Iglesia hemos topado» no parecía reflejar el mayor entusiasmo del mundo por los misterios teológicos.

En los archivos londinenses le esperaban las pruebas, pero antes, ay, debía llegar a las orillas del Támesis. Con el dinero que no tenía, en alguna línea aérea cochambrosa, estrecha como una lata de sardinas donde sus largas piernas iban a resistir el entumecimiento con hispano estoicismo. Arriba Séneca y todos los demás. Por desgracia, los viejos filósofos no iban a ayudarle a reunir con urgencia dinero con el que financiar su viaje de investigación porque, al menos, desde Larra, escribir en la piel de toro equivalía a “llorar”. Si no a sollozar, si es que había que ponerse en plan realista. Así que no se le ocurrió otra cosa que colocarse en las Ramblas, cerca de la font del Gat, a preparar su gran número. Cantaría Le bon roi Dagobert.

El asunto requería un ritual estricto como el ceremonial de la corte borgoñona. En el escenario escogido para su “performance”, colocó una pulcra lámina de papel de embalar, de forma que su trasero no llegara a tocar un suelo por el que habían pasado a saber cuánta gente y sus microbios. Sobre sus tejanos deshilachados, tan sucios que “andaban solos”, situó el cartel que anunciaba al mundo el quid de la cuestión: «es triste no tener para libros, pero más triste es robarlos».

Los turistas, al principio, lo miraban con la curiosidad de los entomólogos cuando encuentran un bicho raro. Pero era julio, y el astro rey, con su verticalidad, empezó a recalentarle la sesera. Fue entonces cuando se produjo el apocalipsis, bien por los gallos de su voz melodiosa sin miel, bien por su insistencia en hacer amplias digresiones en las que explicaba que el tal Dagoberto fue un antiguo monarca merovingio, la dinastía que reinó antes de los carolingios y, probablemente, después de los vingios, todos tan vagos que se encerraban en sus castillos a jugar a cartas mientras los mayordomos se tomaban el trabajo de gobernar. Por desgracia, a la gente que acaba de salir del FNAC o se había atizado una pizza monumental en La Poma, lo que menos le apetecía era escuchar a un chiflado con pretensiones. Así que nuestro pobre Carusso, en lugar de recibir monedas de euro, se vio increpado. Hubo hasta quién le dio una patada en la espinilla con un zapato metálico, pero más le dolió cuando un espíritu estricto le acusó de hacer apología de la privatización del patrimonio bibliográfico como un neoliberal cualquiera.

Cuando regresó a casa, Luisa, su mujer, le miraba con una evidente conmiseración, sin perder la ternura que se debe a un niño que se ha dado un gran trompazo por culpa de sus propias travesuras.

—Ni una palabra. Soy un mártir de la ciencia histórica.

—¿A quién le interesa otra biografía de Cervantes? Tienes que escribir una novela. Algo atractivo, para el público joven. ¿Qué tal Cervantes hombre lobo?

—Yo soy un escritor serio...

—Si, todo lo serio que quieras, cuchi cuchi mío. Pero ya se te han caído tres dientes en los últimos cinco años porque dinero para libros, el que haga falta, pero para una simple limpieza...

Otra vez el sentido común, implacable y prosaico.

—Las cosas de palacio van despacio...

—Tan despacio que no van.

—Pero esta vez es la definitiva, te juro por Snoopy que sí. Voy a encontrar auténticas pruebas falsas de que Miguel de Cervantes era, en realidad, William Shakespeare. Después, se me rifarán El País, Televisión Española, el New York Times, Barrio Sésamo...

—¿Barrio Sésamo? Se te va mucho. Más que de costumbre. Anda, comete esta magdalena. Necesitas azúcar, hijo mío.

—El mes que viene estaré en Londres. Consultaré los archivos.

—Te vas a dejar los ojos. Rompiste tus gafas el mes pasado, pero no te has tomado el trabajo de hacerte con otras nuevas.

—¡Por qué tenía que comprar una primera edición de Stefan Zwieg firmada por el autor!

—Lo que dices siempre, que la carne es débil pero el intelecto más.

—En efecto.

—Además, ¿para qué quieres ese libro de Zweig si no sabes alemán?

—Porque lo firmó él. A ver si se me pega algo...

Paperback Writer...

  
                                       
 

Miguel de Cervantes y William Shakespeare representan la cumbre de la literatura española e inglesa, respectivamente. (Imagen: ABC.es).

 
  

La canción de los Beatles, todo un himno personal por la forma en que retrataba la desgracia de los aspirantes a Homero, se le metió en la cabeza mientras iba a exponer su teoría, con la consiguiente demanda de subvención, a Vicente Useros Da Silva, catedrático de Literatura comparada en la Universidad de Barcelona, que vivía su momento de auge tras publicar su mayor éxito, Shelley en un vaso de cerveza: trasposiciones estilísticas del siglo de oro español en la poesía romántica. Las revistas especializadas habían saludado con alborozo aquel estudio rompedor, en el que con las armas de la literatura comparada, aderezada con la potencia teórica de Lacan, Derrida y Foucault, argumentaba que cualquier autor, lejos de ser el elegido de las musas, es un constructo social. De ahí que tengamos que analizarlo, básicamente, como una categoría histórica, a fin de que podamos desvelar el hecho político que se esconde tras el acto de empuñar la pluma.

Useros Da Silva vestía un traje elegante, con americana y corbata de seda, caro, muy caro. Seguramente, lo habría comprado en La Aramis, la misma tienda a la que Bernardo se había acercado, una tarde de sábado, atraído por el nombre mosqueteril, para descubrir que ni siquiera con sus ingresos de tres meses podría hacerse con una de aquellas vestimentas. Las que Useros lucía como si fueran una manifestación física de su inteligencia poderosa, con un aire de intelectual salido de la Casa Blanca en tiempos de Kennedy. Parecía un cerebrito tipo McNamara, aunque con algo más de barriga porque los años no pasaban en balde. A su lado, Javier Lucena, un profesor veinte años más joven, ejercía de escudero, más bien de monaguillo, mientras le miraba con el arrobo debido al que exhala de su boca verdades divinas. En la Universidad, bien lo sabías tú, Bernardo, no se llegaba a nada sin pagar el peaje de la adulación. Por eso te ceñiste a lo que dictaba el protocolo social.

—Leí su libro. Deslumbrante. Sentí ganas de ir a la biblioteca a devorar las obras de Shelley.

¿Shelley? ¿Quién es Shelley? Los escritores no existen. Para nosotros, los críticos, solo cuentan las recepciones sucesivas de sus obras. Todo lo demás no es más que la típica falacia empirista de los ingenuos.

«Sí, lo que tú quieras», pensaste. Tenías que apostar fuerte, incluso subir la apuesta. Que el otro viera que trataba con un igual.

—Desde el punto de vista de las categorías epistémicas, nuestra “recherche” habitual —pronunciaste la palabra con particular énfasis— se encuentra demasiado alejada de los últimos parámetros de la exégesis holística propia de los centros punteros de toda Europa.

Filosofaste en el mismo tono durante cuatro o cinco minutos, hasta ver el momento de soltar la bomba: “Miguel de Cervantes” no era más que el seudónimo que escondía una identidad alternativa, la de William Shakespeare.

—Tonterías. Si Cervantes existiera, sería Molière. El tema es muy interesante, sin duda, pero en diez minutos tengo una reunión con el Rector. Discúlpeme.

Bernardo abandonó el campus con una sensación de irrealidad, como si no fuera dueño de su propio cuerpo. Caminó varios minutos ajeno al bullicio callejero, sin ser consciente del estrépito de los niños o el de los vendedores callejeros, que lo mismo te ofrecían un DVD que una chanel número 5 casi regalada. ¿Qué haría ahora? Consideró, brevemente, irse al hospital a ver si sacaba algunos eurillos por su sangre, pero enseguida recordó que se desmayaba solo con el tacto de una aguja. Sin duda, había nacido en el tiempo equivocado. Lo propio hubiera sido vivir en el siglo XVII o en el XVIII, para que un mecenas, a poder ser el Rey o, en su defecto, algún Grande de España, le financiara la redacción de una larga, muy larga crónica, de forma que pudiera darle a la pluma sin tener que fatigarse con fastidiosas cuestiones terrenales.

En esos momentos, el presidente de la Generalitat acaba de nombrar conseller de Educación a Miguel de la Orden, descendiente de un cristero mexicano que había venido a España en tiempos de la guerra civil a luchar por Dios. Franco agradeció sus servicios —se decía que había sido la mano derecha de Queipo de Llano en Sevilla— con un escaño en las Cortes, pero el Gran Jefe le bajó los humos al enviarle el castigo de un hijo comunista, Roberto. Al que tú, Bernardo, habías biografiado en un libro polémico, demostrando con pruebas incontrovertibles que era él, y no Ramón Tamames, como algunos creían, el chivato que habían infiltrado los Servicios Secretos en el Comité Central. A Miguel, como era de esperar, aquella revelación no le había sentado lo que se dice “bien”. Contraatacó con un mordaz artículo en Público, la tribuna de la izquierda transformadora y verdadera, desmontando las ridículas tesis de aquel “tal” Bernardo. El mismo que ahora se planteaba, seriamente, solicitarle una beca para investigar en Gran Bretaña. Aunque tuviera que asegurar a propios y extraños que Cervantes era catalán, asunto en el fondo de muy poca monta, una inocua concesión a la moda política del momento. Nada que se pudiera comparar, lo mirara como lo mirase, a lo único que realmente importaba, dejar bien sentado que Hamlet y don Quijote eran hermanos, porque así es como se llaman los hijos del mismo padre. Porque Miguel de Cervantes, alias “el niño de Alcalá”, y William Shakespeare, “la bomba inglesa”, eran la misma persona. Justo por eso, nunca habrían podido librar un combate de boxeo, a no ser que se tratara del típico ballet de exhibición, al estilo de las corridas de Curro Romero, es decir, sin contacto directo con el lado salvaje de la vida.

Deseaba más que nada perderse entre viejos legajos, por mucho que le pareciera ulcerante el hecho de violentar su orgulloso delante de aquel trepa, un tío lo bastante hábil para hacerse su lugar bajo el sol gracias a una sola cosa, el apellido de su padre, al que muchos veneraban como gran héroe de la lucha por la democracia. Sí, había estado en la cárcel. Aunque los sicarios del enano gallego nunca le torturaron. Porque para satisfacer sus instintos sádicos, ya estaban los hijos de los trabajadores, los don nadie, los que no tenían un progenitor entre los combatientes de la Cruzada.

¿Y si te marchabas a Londres andando? Aunque así podrías hacer el deporte atrasado que necesitabas, con un medio de locomoción tan primitivo ibas a tardar demasiado tiempo. Eso, sin contar con tu sentido de la orientación, tan detestable que no podrías asegurar que el fin del trayecto no fuera en Nueva Zelanda. Por si acaso, consultarías en Google los fondos de sus Archivos Nacionales. Si terminabas allí, de alguna forma tenías que distraerte. ¿Qué ibas a hacer, si no? ¿Practicar surf?

Por muchas vueltas que le diera, Bernardo no hallaba solución. Se miró al espejo, con un gesto desganado. Su pelo empezaba a blanquearse en el límite de lo peligroso, aunque, para sus cuarenta y cuatro años, no había motivo real de queja. El estrés, ese productor estajanovista de sienes plateadas. Lo mismo que el trabajo excesivo y sin objeto. Fue entonces cuando recordó, en una especie de epifanía, aquellos versos memorables del Siglo de Oro: «Fabio, las esperanzas cortesanas / prisiones son do el ambicioso muere / y donde al más activo nacen canas». No se podía decir más alto, ni más claro. Habías dejado un trabajo fijo hacía cinco años para consagrarte a la investigación, pero solo habías conseguido dormir poco, comer menos y llenar tu currículum con artículos casi nunca retribuidos. Y todo ello... ¿Para qué? Solo habías conseguido volverte cínico, como un gladiador avejentado. Cervantes, Cervantes... ¿A quién le interesaba un escritor que llevaba muerto cuatrocientos años, en un país donde los libros se multiplicaban como hongos y los lectores había que buscarlos con lupa? Te diste cuenta entonces, Bernardo, de que la vida es demasiado corta para malgastarla con la promesa de un futuro que nunca llega.

Tú mismo habías forjado tus cadenas a fuerza de laboriosidad fanática. Había llegado el momento de romperlas.

El corazón te daba saltos mientras regresabas a paso acelerado a casa, sin fijarte demasiado en el tráfico, ni detenerte a mirar las portadas de los periódicos en el quiosco. Le dirías a Luisa que pondríais vuestro apartamento a la venta y os marcharías a Cuenca, Ecuador, a esa Atenas andina donde hacía tres años te habían denegado un puesto en la Universidad cuando todo parecía hecho. Porque a los sueños, si solo viven en la imaginación, les sucede lo que al agua estancada: que se corrompen. ¿Era tu sueño ser escritor? No, ese solo era el medio para ser libre y vivir a tu aire.

Había llegado el momento de lanzarte a lo desconocido. Así que alquilarías un local, pondrías un restaurante español, y te lanzarías a la vida de empresario. Y no volverías a escribir otro libro que no fuera el de contabilidad. El mundo te lo agradecería. Luisa, todavía más. Pero, sobre todo, te lo debías a ti mismo, porque no era cuestión de pasarte el resto de tu vida dejándote los ojos ante una pantalla de ordenador cuando el mundo estaba lleno de maravillas. El club de los poetas muertos había hecho mucho mal, con la buena nueva de que todos podemos ser Michelet, Lord Byron o Pablo Picasso, pero ya estaba bien de espejismos. Necesitabas una decisión radical. No como todos tus proyectos anteriores, que se malograban precisamente porque nunca te atrevías a ir hasta el fin, siempre obsesionado con un plan B para no poner todos los huevos en el mismo cesto. Ahora se trataba, sin vuelta atrás, de ser o de no ser. Sí, eso era. No es que Shakespeare fuera Cervantes. Shakespeare eras tú. Porque los clásicos son clásicos cuando tienen un poco de todos nosotros.

  

  

     
    

Francisco Martínez Hoyos (Barcelona, 1972). Doctor en Historia por la Universidad de Barcelona. Ha estudiado a fondo el cristianismo progresista bajo el franquismo y dedicado varios trabajos a la historia de América Latina, como Francisco de Miranda, el eterno revolucionario (Arpegio, 2012) o Breve Historia de Hernán Cortés (Nowtilus, 2014). En 2015 está prevista la aparición de su Breve Historia de la Revolución Mexicana (Nowtilus). Es articulista y crítico de libros en las revistas Historia y Vida y El Ciervo. En el terreno literario, ha publicado relatos cortos en antologías como Perversidades. Cuento al Filo (Rubeo, 2015).

 

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 2. Año XV. II Época. Número 91. Enero-Marzo 2016. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2015 Francisco Martínez Hoyos. © La imagen utilizada para la ilustración de este relato ha sido tomada del diario digital "ABC.es" y los derechos sobre la misma pertenecen a esta empresa editora y a su autor. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2015 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.