ENERO-MARZO 2016  

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IRENE

   

Por Juan de Dios Villanueva Roa

   

  

Recién cumplidos los dieciocho

  

Acabo de cumplir dieciocho años. Desde que tenía doce mi abuela me está dando la lata con los dieciocho. Mi padre me dijo hace tiempo que hasta que cumpliese los dieciocho tendría que hacer lo que él quisiera, que eso era lo que había. Ahora ya los tengo. Y sin embargo parece que no ha sucedido nada. Pretenden que todo siga igual, aquí, aguantando sus cosas, sus caprichos, sus horarios de salida y de entrada. Resulta absurdo que para unas cosas sea considerada una mujer y para otras continúe siendo una niña. Llevo tanto tiempo esperando que llegue este momento que ya no estoy dispuesta a aguantar ni un solo instante más, ni un solo día más. Y no es solo cosa de horarios. Que si me pongo esto, que si lo otro, que si corto, que si provocativo. Y después están las cosas de mis relaciones con los demás, que con quién hablo, que con quién entro, con quién voy. Yo ya tengo mi chico, mi pareja, y tampoco tiene por qué venir a recibir su visto bueno. Parece que estamos en el año de Maricastaña, y esto no es para toda la vida, esto es para ahora mismo. Yo no me meto en sus vidas, en sus cosas, yo no le digo a mi padre a qué hora tiene que abrir o cerrar su taller, a quién tiene que atender primero y a quién después. Cada cual, a partir de determinados momentos, debe tener capacidad de decidir sobre su vida, sobre sus cosas. Y las horas de entradas y salidas, las relaciones de cada cual, los asuntos más íntimos deben quedar en el ámbito de la decisión de cada una, de su responsabilidad. Yo ya tengo mayoría de edad, ya puedo votar, de hecho acabo de votar, aunque me lo he pensado mucho. En un principio no lo iba a hacer. Dicen que todos hacen lo mismo, pero eso de ver entrar mi opinión en una urna me atraía desde hacía tiempo. Pues eso, que si ya puedo votar quién se ha creído mi padre que es para decirme que llegue a tal o cual hora por el simple hecho de mantenerme. Esa es su obligación, que para eso se dio el gusto, que para eso me ha estado paseando como un juguete, presumiendo, y sin entrar en más historias de opiniones. Yo no aguanto más, y la bronca de esta noche será la última. Yo sé que ellos me quieren, pero tienen que comprender que ya soy una mujer. Mañana, después de desayunar, llenaré la mochila del instituto con alguna ropa y me marcharé. Carlos me ayudará. Me lo ha dicho. Viviremos en un apartamento que tienen sus padres para alquilarlo los veranos. Nos buscaremos la vida; aquí no es tan difícil; trabajo no falta, y la independencia bien merece la pena. Los estudios los podré seguir después, para eso siempre hay tiempo.

  

Amor y cebolla

  

Me dijo que viviríamos en el apartamento de sus padres, aquí, en la playa, que todo sería fácil, que entraríamos, que saldríamos, que nuestra voluntad sería la dominante, que nadie mandaría, que nadie me diría lo que tengo que hacer. Y es cierto. Pero hay que comer todos los días, y ya estoy harta de patatas y hamburguesa. Ya estoy harta de ponerme los mismos trapos que me traje de mi casa. Ya estoy harta de no poder elegir nada, de depender de nada, de nadie a cambio de nada. Carlos me dice que hasta que no llegue mayo los hoteles no contratan a nadie, que hay que buscarse la vida, y sus padres no le dan más dinero. Podría volver a mi casa, pero por no verle la cara a mi padre; esa cara de satisfacción, de victoria, de superioridad que yo sé que pondrá cuando me vea prefiero quedarme donde estoy. Sé que lo están pasando mal, casi más él que mi madre. Ella es fuerte, y tiene a mis hermanos para descargar sus emociones, pero él sólo me ve a mí, soy la niña de sus ojos. Pero tiene que darse cuenta de que ya no soy aquella niña que se subía sobre sus hombros, a la que compraba aquellos bolsones de gusanitos tan grandes, que llevaba al cine a ver las películas de dibujos que ahora me repelen tanto. Yo ya soy una mujer, y él no quiere aceptarlo, y me sigue martilleando con sus sermones; y no quiere admitir que la única dueña de mi cuerpo soy yo. A mi madre le cuesta menos, aunque ya pasé lo mío hasta que se dio cuenta. No, no volveré, no le daré la satisfacción de la razón, de su razón. Deben aprender a respetarme como persona mayor.

Carlos me ha dicho que un colega suyo puede ayudarnos a ganar una pasta sin ningún esfuerzo. Sólo tengo que darme una vueltecita por Ceuta, recoger un paquete y entregarlo aquí. Me dicen que no debo ponerme nerviosa, que debo actuar con naturalidad, con discreción, como si trajese un cartón de tabaco o una botella de güisqui. A cambio me darán una buena cantidad de dinero, el suficiente para que nos permita llegar hasta la temporada de hoteles. Carlos lo ve bien. Él confía en sus amigos y en mi templanza. Me ha visto hacer algunas cosas con mucha frialdad, como el día que saqué aquel vestido de El Corte Inglés, puesto, y no se dieron cuenta de nada. Yo creo que podré hacerlo sin muchos problemas. Además es poca cantidad, por lo que si por mala suerte algo saliera mal nadie me diría nada. No tengo antecedentes, nunca he hecho nada, salvo lo de El Corte Inglés, y no voy a tener tan mala suerte, para una vez que lo hago... La verdad es que estoy un poco nerviosa, porque no tengo muy claras las cosas. Sé exactamente lo que tengo que hacer, pero no termino de comprender muy bien por qué me van a dar tanta pasta a cambio de una cosa tan fácil. Carlos no deja de decirme que confía en mí. Yo lo quiero, pero... acaso esté excesivamente preocupada.

Ellos me animan, tengo que ser yo, porque mi apariencia es la de no haber roto nunca un plato, y a ellos los tienen fichados, a Carlos también, por tonterías, pero lo suficiente como para que las cosas se puedan complicar. Me ha prometido que esta será la primera y la última vez que paso algo desde allí. Seguro que no pasa nada, qué había de pasar, además yo soy una mujer con suerte, siempre la he tenido, en casi todo. No iban a cambiar ahora las cosas. Y necesitamos el dinero para comer, para vestir. Será solo una vez.

  

Qué fácil habría sido

  

Qué noche tan larga, qué silencios tan terribles, qué gemir tan doloroso. Todo el mundo se me viene encima. La suerte, mi suerte, la que siempre me acompañó en mis trampas, en los exámenes aprobados a base de chuletas, las cosas escondidas en el doblez de las faldas, los juegos con dos chicos a la vez..., siempre tuve un ángel guardián vigilante en mis travesuras. Pero hoy, ¿dónde estaba hoy ese ángel que me ha cuidado siempre?, ¿dónde estaba hoy la buena estrella que siempre tuve? ¡Quién me manda a mí creer que me miraban y aligerar el paso en ese momento tan inoportuno! Justamente cuando pasaba delante de la guardia. Me han desnudado entera; me han dejado como mi madre me echó al mundo, pero sin nadie que me protegiese, me han buscado en todos los rincones de mi cuerpo, y me han encontrado todo lo que traía, todo. Siete kilos. Siete años que me dicen aquí que me van a caer. Cómo me van a meter a mí en la cárcel, si yo no he hecho nunca nada, si no he hecho mal a nadie. Solo por pasar unos paquetes que, además, ni sé lo que llevan dentro, porque ni lo he visto, ¿por eso me van a meter en la cárcel? Para nada. Además yo estoy limpia. Qué cara puso Carlos cuando vio que la guardia me ponía la mano en el hombro y me indicaba que la acompañase hacia dentro un momento. Sabía que me habían cazado. No lo he vuelto a ver después. Me han metido directamente en un coche y me han traído hasta los juzgados. El juez me ha preguntado cuatro cosas, que si yo sabía, que si tenía..., y yo qué sé. Yo no he hecho nada. Y después me han traído hasta esta cárcel. Casi me meten en este cuartucho directamente. Otra vez desnuda, otra vez miradas por todos lados, otra vez preguntas. Y luego... luego han ido cerrando todas las puertas del mundo detrás de mí. A cada paso que daba se cerraba una puerta, hasta llegar aquí, a esta celda, donde están estas dos. Aquí huele a zotal, he visto cucarachas, hormigas..., aquí hay todo tipo de insectos, a pesar del zotal. Hace frío, y tengo ganas de llorar. Pero no lloro, debe ser un error de los guardias, o del juez. Yo solo he pasado un paquete, o dos, pero solo una vez, es la primera vez. A mí nadie me puede acusar de nada antes de esto. Los amigos de Carlos me dijeron que si ocurría algo extraño que no dijese nada, porque sería peor, y además ya no podrían ayudarme. De modo que le he dicho a los policías que yo no conozco a nadie, que no sé nada. Tengo ganas de llorar, me estoy acordando de mi padre y de mi madre. Qué mal rato se van a llevar cuando le diga la guardia civil que su hija está presa, que la han cogido pasando droga. ¡Qué vergüenza! Ya no los podré mirar a la cara. Pero esto no me va a pasar a mí. Segura que mañana el juez me suelta. Me echará una bronca, y hasta puede que me ponga una multa. Con el dinero que me den los amigos de Carlos podré pagarla y asunto resuelto. Mis padres ni se enterarán de esto. No sé por qué me han preguntado que si tengo abogado, que si no lo tengo me ponen uno de oficio. ¿Eso qué será?

  
                                       
  

De una a otra

  

Cuatro años, llevo cuatro años encerrada en las cárceles. Y menos mal que ahora estoy cerca de mis padres. Vienen a verme todas las semanas desde el primer momento en el que me trasladaron aquí. Carlos ha desaparecido de mi vida. Vino una vez cuando me condenaron. ¡Siete años! Un año por kilo. Me dijo que me esperaría, que no me preocupase, que con buena conducta y trabajando en los talleres esto se quedaría en un par de años, como mucho en tres. Que no dijera nada, que sería mejor para todos. De todas formas lo mío tendría poco remedio aunque hablara, y que a él lo pondría en serios problemas. Mientras yo estuviese aquí él trabajaría fuera e iría montando poco a poco nuestra casa para cuando saliese, para que todo estuviese listo. Y nos casaríamos, porque él a mí me quería con toda el alma, con toda su alma. Yo le dije que sí, que callaría, que no diría nada. Faltaría más, que a una mujer hecha y derecha como yo alguien le dijese chivata, con lo mal visto y lo infantil que es eso.

Ahora ya me da igual todo. Él no volvió a aparecer por aquí. Hablé con él por teléfono. Sus amigos le habían dicho que no era conveniente que me visitase, que lo podrían relacionar con el caso, y que a ellos los comprometería. Carlos no quería problemas con sus amigos. Yo sé que les temía, que les tenía miedo, mucho miedo. Esa gente no se anda con tonterías. Primero le dan una paliza, luego le parten las piernas, y si vuelven es para dejarlo medio muerto en una cuneta. No, a mi Carlos que no le hiciesen esas cosas. De todas formas íbamos a adelantar poco.

Tengo veintidós años. Voté aquella vez que no lo tenía claro. Después no he vuelto a hacerlo. No me podría imaginar las cosas que se aprenden aquí dentro, ni las cosas que te pueden pasar. No, ni siquiera deseo recordar ya. Ahora me respetan, mis relaciones son lo mejor que pueden ser. Las ofertas las rechazo. No necesito nada, ni a nadie. La sensación que tengo es que todo es mentira, una burda y cruel mentira. Las cosas solo merecen la pena cuando hay un mañana para vivirlas. Pero aquí los días son eternos, y las noches... las noches son infinitas, largas, frías, llenas de sonidos venidos de todos lados, de arriba, de abajo, de todos los sitios. Y cada cual, sin embargo, se arrastra por su vida como puede. Aquí hay gente que dejó su orgullo mucho antes de llegar, pero otras lo pasean cada día por el patio, trabajan con él en los talleres, duermen con su orgullo; dicen que es lo único que les permite levantarse cada mañana, contar los días que les quedan para salir. Algunas, en cambio, viven como si fuesen a morir una hora más tarde, un minuto más tarde. No les importa nada, hacen cualquier cosa para conseguir lo que buscan. No hay hueco donde no quepan con sus menesteres, no hay rincón en el que no intenten esconderse. Nada ni nadie les importa, nada ni nadie les espera; solo el dolor, el sufrimiento, la marginación. Algunas, cada vez más, aguardan su muerte en forma de SIDA, y lo saben, se lo han dicho; y saben que no pueden hacer nada, nada por vivir ni un solo día tal y como hubiera sido su vida si no hubiesen entrado nunca aquí. Ya han olvidado la dignidad, su dignidad poco, nada les importa.

Aquellas otras, las de Alcalá, aquellas eran otra cosa. Muy a pesar suyo, de algunas. Jamás, por muchos años que viva, nunca olvidaré el día en el que el coche en el que viajaba paró en aquel patio. En los alrededores había árboles, muchos árboles, creo que eran pinos. Paró en el interior de aquel recinto. Era absolutamente distinto a lo que había visto hasta ese momento, a lo que había vivido. Pasé el examen, como tantas otras veces, leí, escribí, contesté a las preguntas que me pusieron las maestras. Quiero olvidar las duchas, los reconocimientos. Son igual de humillantes en todos los sitios. Pero allí había algo distinto, algo que se veía, algo que se oía y hasta se podía oler. Allí había niños y niñas, decenas de ellos. Eran todos pequeñitos, menores de cuatro o cinco años. Desde recién nacidos. Parecía una guardería. Había una guardería. Las ventanas escondían tras los barrotes cortinas de colores, cortinas con lunares verdes, rojos, azules... Y olía a polvos de talco, y a colonia de bebé. Lloro cuando recuerdo esos olores, me llevan a casa, a mi casa, cuando ayudaba a mi madre a cuidar a mi hermano, el más pequeño. Ese olor siempre me recuerda a mi madre.

¡Cuánto lloró ella aquel día!

Los niños jugueteaban en los patios, parecía una escuela. Los más mayorcitos iban todos los días a un colegio. Los llevaba y los traía un microbús. Los pequeños se quedaban con unas monitoras. Algunas de nosotras ayudábamos en la guardería. Si no fuese porque sus madres no podían salir a comprarles la ropita, ni los pañales ni la comida, si no fuese porque no podían sacarlos a pasear fuera de aquel recinto hubiese parecido mismamente que era todo normal, como en la calle, con sus pelotas y sus muñecos. Sí, allí estuve cómoda. Incluso gané dinero en el taller de calzado, y aprendí a coser zapatos, a pegar suelas, a callar, a mirar y a olvidar. Pero estaba muy lejos de mi casa, de la casa de mis padres. El día que me sacaron de allí volví a llorar. Y quedaron algunas amigas de esas que tienes para siempre. Cuántas cosas me enseñaron sobre los hombres, sobre la vida, sobre el cielo y sobre el infierno. ¡Qué bien me abrieron los ojos! Lo que ocurre es que todavía no he podido poner en práctica aquellas lecciones de sabiduría, de auténtica sabiduría. Ellas sí que podían escribir un libro. ¡Qué digo un libro! ¡Una biblioteca entera! Pero qué tristeza cuando me fui, casi como la de mis compañeras cuando les quitaban a sus niños. Al cumplir, creo que los cinco años, no estoy muy segura, se los llevaban, había que sacarlos de allí. Les decían que era por el bien de ellos, que no era bueno que a partir de ese momento siguiesen en ese lugar. Y se los llevaban a sus abuelos, o a sus padres o a sus tíos. ¡Qué pena tan grande la de algunas! En ese momento se quedaban solas, terriblemente solas. Hasta ahí habían cumplido una función, habían hecho algo importante. A partir de ahí algunas sentían que su vida ya no tenía sentido. Para qué seguir si no podían ver, si no podían tocar  ni oler a sus niños, a esas criaturas que eran parte de ellas, que habían estado dentro de ellas, y que se los habían arrancado de forma miserable. Sus hijos habían justificado tantas cosas... Ahora solo les quedaba esperar a terminar de cumplir la condena para volver a reunirse con ellos. Y para eso buscaban entretener hasta el último segundo de cada día, para llegar a la noche tan cansadas que apenas cayesen en la cama el sueño las atrapase. Si no ocurría así las noches eran, podían ser terriblemente largas. Yo recuerdo aún los llantos en el silencio, contenidos, para no despertar a las otras, ni a los niños de las otras. Las madrugadas eran el peor momento de cada día.

Pero mi casa, mis padres, mis hermanos estaban lejos. Y me trajeron hasta aquí, cerca de ellos. Y he tenido suerte. Otras aún están muy lejos de sus casas. Apenas ven a nadie, no las visitan, no las escuchan, no tienen nada fuera, o al menos, cerca, a lo que agarrarse cada día, a lo que atrapar el sentido de cada minuto aquí dentro.

  
                                       
  

El Principito

  

Me estoy sacando el Graduado en Secundaria. Tengo maestras y maestros. Uno es de aquí, paisano mío. Yo lo conozco desde que era chica. Él me animó a aprovechar el tiempo. Creo que pronto podré salir durante el día. Tendré que regresar a dormir por la noche, pero no me importa. Me ha dicho que para encontrar algún trabajo necesito ese título, y como no acabé en el instituto pues es como si no tuviese nada. Estamos un montón de gente. Hay una biblioteca maravillosa. Desde hace dos años lo que más me gusta hacer es leer. Esta biblioteca es circular, y los libros van envolviendo las paredes. Se alcanzan con unas escaleras de caracol que llegan hasta un pasillo lleno de libros. Me encanta. Hay respeto entre hombres y mujeres, aunque ya se sabe que algunos y algunas utilizan la escuela para después poder hacer otras cosas. Ese no es mi problema. Aquí cada cual se las apaña como puede. Yo a lo mío. Si acaso, con quien mejor me llevo es con los compañeros del grupo de teatro. Y es que estos maestros se han empeñado en que representemos una obra teatral. Parece ser que si lo hacemos bien, además de representarla aquí dentro podremos salir fuera, para que nos vean, para que vean lo que hacemos aquí. Dicen que las compañeras de Córdoba viajaron hasta Granada hace dos años, y se alojaron en un hotel y todo. Y representaron su obra en un teatro de verdad. Eso nos ha dado mucho ánimo. No me imagino yo de actriz encima de un escenario. Aquí sí, porque los conozco a todos, pero fuera... fuera es otra cosa. Nos hemos animado. Estamos ensayando la obra El Principito, que la escribió un francés que era militar, y murió el pobre hombre joven. Yo represento a la serpiente. Me estoy haciendo un traje de serpiente muy pegado al cuerpo, con unas manchas que se asemejan a la piel de esos bichos. Me gusta mi papel, creo que me va. Además mi cuerpo me ayuda a representarla, como no tengo mucho pecho, bueno, en realidad no tengo casi nada, qué le vamos a hacer, pues eso me viene bien. Salgo poco, pero lo suficiente para que se me vea. Llevamos ya dos meses ensayando. Nosotras nos hemos hecho los trajes, estamos haciendo los decorados, el maquillaje, en fin, todo. El director está muy contento con el grupo, aunque el maestro está bastante nervioso. Dice que confía plenamente en nosotros, pero los nervios no hay quien se los quite. De vez en cuando aparece por aquí un tal Guillermo, que dicen que es uno de los jefes, aquí hay muchos jefes, y le ha dicho al maestro que después de lo que lleva visto probablemente nuestro grupo represente incluso a la provincia. El subdirector le ha dicho que si somos capaces de que eso sea así es capaz de llevarnos esa noche de juerga. Luego será menos.

  

El día D

  

Son las seis de la tarde. Llevamos arreglándonos desde las tres, desde que hemos terminado con las cosas de la cocina. Hoy no hemos tenido que fregar platos ni perolas. Nuestras compañeras nos han sustituido en la tarea. Apenas hemos recogido nuestro comedor se nos ha autorizado a marcharnos. Tenemos que preparar las ropas, los vestidos de esta noche. Nos han dicho que nos darán una recepción, creo que se llama así, en un sitio muy elegante, que vayamos con nuestros mejores trajes, bien pintadas, que causemos buena impresión, que no se note de donde venimos, que nos portemos como mejor sabemos... en fin, esas cosas que siempre se dicen, digo yo.

Se nos ha ido media tarde pintándonos, maquillándonos, y porque nos habíamos depilado antes, que de no haber sido así no nos hubiera dado tiempo a nada, sobre todo a Luisa, que más que depilarse casi se tiene que afeitar. El problema principal lo hemos tenido con la ropa, porque a algunas de nosotras no nos entraban apenas los vestidos, o se nos antojaban largos, o cortos, o vaya usted a saber. Y es que, como dice Teresa, los cuerpos cambian. A mí me está perfecto. Es un vestido ceñido, pero no porque yo esté gorda, es que es así. Me marca perfectamente mis formas. Yo sé que más de una me mira con envidia, pero a mi edad qué no me va a estar bien. Patricia ha tenido algún problema con el suyo. Se le ha quedado más bien estrecho, pero a ella no le importa. Le cae bien, porque es una de estas regordetillas que caen simpáticas entradas en carnes; no le pasa lo que a María, que rápidamente se le suben los kilos a donde no es preciso. De todas formas ella está contenta, porque va a ver a su marido y a sus hijos, y a él le gusta de todas las maneras. Tenemos que cuidar las pinturas, que no se nos vaya la mano, no vayamos a parecer otra cosa que no somos.

Al fin todas listas. ¡Qué conjunto! Y qué cara lleva el jefe de servicio, Don Miguel Rosal Perfecto, va como orgulloso, como pavoneándose de la compañía que lleva. Cuándo se iba a ver él con semejante ramillete de mujeres por las calles de Málaga. Vamos, que va haciendo ricia, todo el mundo nos mira, y los hombres le lanzan miradas de envidia, que lo sabemos nosotras, y por eso nos pegamos más a él. En cambio, el subdirector, como es así de estirado, camina detrás, no se vaya a escapar alguna. Yo creo que no se atreve, por si lo ve algún conocido. Los maestros van felices, orgullosos. Verán mañana, cuando nos subamos al escenario. Entonces sí estarán orgullosos de sus alumnas.

Acabamos de llegar a la finca. En la puerta se lee “Escuela de Hostelería”. Es un lugar fantástico, lleno de jardines, de flores, de verde. Qué diferencia tan grande con nuestra casa de ahora. Al fondo hay un edificio que parece un palacio, con unas grandes escalinatas delante, con unos rellanos que parecen plazas, con una baranda de piedra blanca. Abajo, entre los jardines, han colocado unas mesas muy elegantes, en las que hay muchas bandejas con canapés, refrescos, copas... Nos vamos a hartar. A Patricia le van a saltar los corchetes del vestido, con lo comilona que es. Pero lo más fantástico de todo es que nos viene a saludar todo el mundo, todos quieren hablar con nosotras, todos quieren saber de nuestras cosas. Incluso el juez, que tan serio se pone en el tribunal, se comporta aquí como si fuera nuestro padre. Bueno, nuestro padre no; más bien como un primo algo lejano que quiere mejorar las relaciones familiares.

Al principio me siento algo extraña. Éste no es mi ambiente, no lo ha sido nunca. Yo era una chiquilla antes; después, de pronto, he pasado a ser una mujer, pero una mujer distinta a lo que soñé hace tiempo, creo yo, aunque no estoy muy segura de lo que pasa. Aquí, ahora, me siento como una princesa esperando un príncipe azul, y está claro que lo que estoy encontrando son viejos verdes, o así me lo parecen a mí. Me cogen del brazo y me lo presionan con mucha suavidad, con cariño, con afecto, y me miran muy fijos a los ojos, como esperando no sé qué de mí. Mis amigas se ríen a carcajadas, y cuando se dan cuentan que las miran procuran contenerse. Yo creo que estoy fuera de lugar, que aquí pinto más bien poco, aunque algunos de los que se me acercan parecen creer todo lo contrario. Ya veremos.

Qué rápidas pasan las horas cuando somos felices, cuando estamos bien, cuando la luna se apodera de los sentidos. Antes de darnos cuenta estamos de regreso al penal. Mis compañeras se ríen, hablan de los acompañantes y ríen: recuerdan frases, miradas, gestos y ríen. Yo no termino de comprender muy bien las cosas. Ya me las explicarán. Ellas siempre me lo explican todo, como si yo fuera una chiquilla de seis años, para que me entere bien, sin dobleces. Prefiero soñar ahora. No estoy nerviosa, más bien tensa. Mañana será nuestro día. El Principito volverá a la tierra de nuestra mano, y yo seré la serpiente. Y después nos han prometido que podremos estar con nuestras familias un rato, sin nadie que vigile. Solos ellos y nosotras. Mis padres y mis hermanos vendrán a verme. Les han mandado invitaciones para el teatro. Estarán en un palco, y tras la representación hablaremos. Yo los miraré de reojo. Pero tendré cuidado, no se me vaya a olvidar el papel. Me ha dicho el juez que ya me queda poco, que aguante, que después de esto la vida será distinta, como si naciese otra vez, que me fije en quienes me esperan fuera, que su amor me aguarda en la casa. Que aprenda para no volver a caer en la misma trampa. Mis compañeras parecen recordar otras frases de sus acompañantes. Y se ríen. Hacía tiempo que no se sentían mujeres, atractivas, atrayentes, sensuales. Claro que con estas ropas que llevamos podríamos haber levantado a un muerto. Elegantes sí que vamos, pero un pelín llamativas también. O al menos así me lo parece a mí, por las miradas de otras mujeres que debían sentirse ignoradas, y es que con ellas están todos los días. Además, nosotras despertamos morbo. A ver cuando se van a encontrar con siete mujeres presas por pasar droga, por asesinato, por robo... o por error; y poder tomar un canapé o como se llamen esos pastelillos tan ricos, así, tan ricamente, como si estuvieran tomando una cerveza con su compañera de trabajo. Muy respetadas, muy miradas y muy admiradas, que qué pena que no nos dejen, que si tal y que si cual. Pues allí estaban todos, digo yo; que lo solucionasen entre ellos, que mire usted qué fácil habría sido. Que aquí estamos ya; que a dormir que mañana será otro día, será el día. Y ahí estaremos, como todos los demás, mostrando nuestras alas desplegadas durante un rato sobre el escenario, y volviendo a plegarlas de nuevo tras nuestro minuto de gloria. Después a luchar de nuevo por el cigarro, por la colilla, por el encendedor, por el lápiz, por el aire, por la intimidad, por la dignidad, por la vida. A seguir aprendiendo a sobrevivir cada día, hasta que llegue el momento en el que salga por esa puerta a pie, sin mirar atrás, sin siquiera para recordar, si acaso para olvidar, si puedo. Pero antes estará mañana, cuando El Principito volverá a La Tierra de nuestra mano...,  y yo seré la serpiente.

  
                                       
  

«Irene» es un relato del libro Julia, el otro lado de la puerta, escrito por Juan de Dios Villanueva Roa y publicado en 2002 por el Instituto Andaluz de la Mujer y las Diputaciones provinciales de Granada y Córdoba.

   

   
                   

Datos bibliográficos

Julia, el otro lado de la puerta

Juan de Dios Villanueva Roa

2.ª edición

Instituto Andaluz de la Mujer

Granada, 2003

180 páginas

Edición en papel

  

   

   

      

     

JUAN DE DIOS VILLANUEVA ROA (Huelma, Jaén, 1960) viene publicando artículos de opinión en el diario Ideal desde 1997. Antes publicó en el decano de la prensa granadina, el motrileño El Faro, y en la revista Costa Tropical. Han visto la luz sus libros de relatos Atardecer y Julia, el otro lado de la puerta; la novela El otoño de Lucía y el poemario Candela, entre otros, además de una decena de libros sobre enseñanza de la lengua y la literatura. Actualmente trabaja como profesor en la Universidad de Granada, tras una larga carrera profesional en todos los ámbitos educativos, desde la Educación Primaria. Ha impartido clases en alrededor de diez países, y ha sido colaborador en Onda Cero en Motril y Granada, de Cadena Ser en Granada, así como de Canal Sur TV.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 1. Año XV. II Época. Número 91. Enero-Marzo 2016. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2016 Juan de Dios Villanueva Roa. © Las imágenes que ilustran el texto son propiedad de Andrea Felipe Morales, a excepción de la tercera, que es un poema visual del poeta y colaborador nuestro Ferran Fernández. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2016 Departamento de Didáctica de las Lenguas, la Música y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.