OCTUBRE-DICIEMBRE 2015  

      90 PÁGINA 1

   

   

JUANA

   

Por Juan de Dios Villanueva Roa

   

  

Era algo rutinario

Era algo rutinario. Ir a la consulta de Pedro cada tres meses se había convertido en una costumbre. A la salida pararía en la cafetería de la esquina, donde tuvo que entrar aquel ya lejano día, y tomaría una infusión, lentamente, dejando que el líquido calentase el labio superior, casi quemando, dando pequeños sorbos con la mirada perdida en el estante de enfrente. Allí, durante unos minutos, se relajaría. Otra vez más. Hasta dentro de tres meses. Un euro y veinte céntimos ¡Cómo se habían aprovechado de las circunstancias! La primera infusión que tomó le había costado ciento veinticinco pesetas. Hacía ya más de dos años de aquella tarde. Fue una tila. Estaba muy nerviosa. No debí venir sola. Estas cosas, en compañía, se pasan mejor, pero mi madre está mayor y cada día le cuesta más entender que la vida puede ser algo más que lo que Dios quiera, aunque yo cada día veo a Dios un poco más cerca, claro que el mío no es seguramente el mismo Dios que el de mi madre. Yo le exijo, le demando, le pregunto, le cuestiono. Por qué a mí, por qué ahora, por qué… Siempre me quedo esperando algo que tal vez algún día llegue, una simple respuesta. Mi amiga María me dice que a otros les tocan los ciegos, la lotería, o que mire para otro lado. Peor hubiese sido que le hubiese tocado a una hija. Y yo qué sé. Yo no tengo ninguna hija, ni la tendré jamás. Eso sí está claro. Mi descendencia seré yo misma, al menos durante el tiempo que pueda pasar por estas calles, entrar en esta cafetería, aunque me cobren la infusión a dos euros. ¡Ya querré yo pagarlos!

Pero ya me he dicho muchas veces que no debo proyectar mi mente hacia ese lado tan oscuro, tan inexistente. Me dijeron que tres meses podría ser un tiempo prudencial, una vida en condiciones más o menos buenas, cuidando determinados hábitos. Han pasado dos años, pero yo no quiero confiarme.

Esto de hablar sola se está convirtiendo ya en algo peligroso. Pepa se ríe de mí cuando le cuento mis soliloquios. Yo creo que en el fondo se ríe para que no la vea llorar, porque sé que ella sí me quiere, que me quiere de verdad, como mi mejor amiga que es. Me cuenta sus cosas, me habla de su niño, de los doce años que ahora pasea por el mundo, de sus manías con la ropa, de los pelos de punta. Le cuento nuestros tiempos de adolescencia, cuando, al salir por la puerta de la casa, nos tirábamos hacia arriba de la falda, convirtiéndola en una mini. Si nuestras madres nos hubieran pillado, también se habrían llevado las manos a la cabeza. ¡Qué me vas a decir, Pepa! Ya estoy viviendo la maternidad a través de ti. Que si los pelos más largos, que si más cortos, que si el pendiente, y la cara de Carlos, su padre, tan macho él, y cómo se tragó el pendiente del niño en la oreja izquierda. ¡En la izquierda precisamente! Y cómo nos reímos, todavía. Y, de pronto, el silencio, el largo silencio que denuncia nuestra existencia, nuestro inconformismo. Y una lágrima tuya que se te escapa hasta llegar a la comisura de los labios. ¿La alergia? Otra vez esta puñetera alergia que me hace llorar y moquear, y…

Y un abrazo hasta el alma, que es ahí donde estás, amiga mía, en mi alma, llenándola en la parte que te toca.

Y luego aparecen las demás a decirme que estoy requetebién, que no me preocupe por el pelo, que mira, que ya me está saliendo otra vez, que la peluca es muy mona, que si tal y que si cual… y otra vez y otra más. Y no se quieren dar cuenta de que yo estoy viva, que estoy viva todavía, que lo que más deseo en estos momentos es hablar de otras cosas, de sus cosas, de lo que ocurre cada día en la calle, en el trabajo, al que yo ya no iré seguramente nunca más, en sus casas, con sus hijos, con sus suegras y cuñadas; que me cotilleen algo, que me hablen del libro que están leyendo, de Almudena Grandes, o de Ángeles Caso, o de Cervantes, pero que no me hablen de mí, ni que me pregunten por mi salud.

—¿Mi salud? Bien, gracias. Está acabando conmigo.

—Pero mujer, no hace falta que te pongas así, si es porque nos preocupas, y, además, de algo habrá que hablar.

—Pues hablamos de Ana Rosa Quintana o de Rosa, la de Armilla, pero, por Dios, no me metáis más los dedos en el corazón, que duele hacia dentro como si me lo arrancasen de cuajo, como el dolor de la vida, ese del que tanto me habláis de vez en cuando. Contadme vuestra vida, vuestras cosas, pero no me recordéis que seguramente el otoño ya no llegará para mí nunca más. Quiero apurar cada instante, cada gota de este vaso, beberla sorbo a sorbo, como el de esta infusión, y saborearla en sus más profundas esencias. Y, además, darle gracias a mi naturaleza por seguir conmigo, por permitirme seguir con ella, todavía.

Y un cigarro más. Que produce cáncer, que hay que ver las mujeres, que solo aprendéis los peores vicios de los hombres, con lo fea que estás con eso en la boca. Y erre que erre con mi madre. A veces parece que Dios me la ha puesto en el mundo para recordarme sus caminos, sus doctrinas, sus ruindades, porque hay que ser muy ruin para hacerle esto a una mujer que se ha limitado a vivir, a trabajar, a cumplir con sus cosas, a ser mujer… y no me deja siquiera comenzar a ser madre… Y el tabaco, que no fume… ¿dónde estará el tabaco? No me gustan estos bolsos tan grandes. Nunca encuentro nada. Los pañuelos, la barra de labios, el móvil, ¡el mechero!, el tamoxifeno, ¡ay, el tamoxifeno!, compañero mío al parecer eterno, cuánto tiempo seguirás en mi bolso. Es la única forma de que no olvide tomarlo, llevarlo con el tabaco, por aquello de la leyenda de las cajetillas y el cáncer. Yo sé que es absurdo, que lo que haya de ser será, pero la bronca de Pedro cuando le contesté que se me olvidaba tomarlo una vez sí y otra también fue monumental, de modo que, cuando me pregunta ahora, le digo que aquí, con el Ducados, que con un cáncer de ovarios difícilmente me va a perjudicar un poco de humo con la pastillita, y él me da la razón, y lumbre, y se ríe. Y yo también me río, aunque ahora más que antes, que al principio, cuando me iba por las patas abajo nada más de pensar en lo que llevaba dentro. Qué lejanía va tomando una de las cosas, de ciertas cosas. Cada día me gusta madrugar, levantarme temprano, y tocarme los brazos, y las piernas, y abrazarme, y comprobar que me siento, que sigo aquí, que tengo un día más por delante, que qué bella es la vida. Y me lanzo a hacer cosas, pero disfrutándolas todas y cada una de ellas. Y me tomo un café, con bollos, aunque engorden. A mí me gustan esos que llevan azúcar por encima, y me gusta que se me quede el azúcar pegado al labio superior, al bigote, y me relamo el dulce. Ahora el azúcar es más dulce. Y no me importa que la taza del desayuno se quede en el fregadero sin lavar hasta más tarde. Y se me pueden pasar las horas muertas mirando el horizonte, observando el ir y venir de la gente por la calle. Primero los chiquillos camino de la escuela, con sus mochilas a cuestas, cargadas de libros y cuadernos; y recuerdo cuando yo iba a esa misma escuela, con mi cartilla, con mi pizarra, con mi pizarrín, con el cola-cao en polvo y el azúcar liados en papelillos, para echarlos en el recreo a la leche en polvo que nos habían mandado los americanos. Algunos llevan todavía las tostadas en la mano. Otros van jugando al trompo. Pero todos llevan la misma carita de sueño que llevábamos hace ya tantos años. Cuando salga de esta, voy a adoptar a una niña. No me importa el color de su pelo, ni de su piel. Que tenga cuatro o cinco añitos, y le compraré toda la ropita del mundo, y yo le haré alguna, también, y los disfraces para las fiestas, y haré de Ratoncito Pérez cuando se le caigan los dientes de leche, y le pondré el termómetro, y sacaré a la madre que llevo dentro, aunque la naturaleza me haya destinado otra cosa para el futuro.

Yo miro desde mi balcón y saludo a mis vecinos. Ya no voy a trabajar. Me dijeron que lo dejara, que no merecía la pena, que disfrutara lo que me quedase de vida. Y a mí se me vino el mundo encima, porque yo no me quería morir, porque yo no he hecho nada para dejar de respirar este aire, con este olor a romero, para dejar de ver esos montes que me han criado, para dejar de escuchar las voces de los chiquillos al salir de la escuela. Yo no me quería morir, y ya me moría solo de pensarlo, solo de ver lo que ellos me hacían para intentar que no me muriera. Y decidí decir que no, que yo iba a luchar, que era inocente a la muerte, que pondría todas las fuerzas del mundo para que eso no fuera así. Él me daba tres meses, pero los milagros existían, y la química también, aunque eso de las pastillas era mucho. Y se me olvidaban. Pero mi madre ejercía, y me las metía casi con carrillos de mano por la boca. Yo creo que de esta salgo. He pasado lo peor, y he triunfado. Se me cayó el pelo, pero ya está naciendo otra vez, perdí todo el peso del mundo, pero he engordado, mi piel ha recuperado parte de su color, ha perdido ese cobrizo que me impregnaba por todas partes. Creo que sí. Pedro me ha dado ánimo. Él sabe que soy una mujer fuerte, que en mi vida me he enfrentado a situaciones muy duras, y que, al final, he conseguido poner las cosas en su sitio. Y mi lucha, mi lucha, solo esta lucha que emprendí entonces, hace ya tanto tiempo, la voy a ganar, estoy segura.

   
     

     
   

Al final

Esta mañana me apetecía ver el mar, respirar su aire. He estado toda la noche soñando que volaba, que mis pies se despegaban del suelo, que me desplazaba por salas y pasillos levitando, ligeramente tumbada, moviendo los brazos y manos como si nadase. Los demás me miraban pero no les importaba, les parecía natural que yo volase. Alguno intentó imitarme y se dio un gran golpe. Yo salí de mi casa y me iba de un lado de la calle a otro, junto a las ventanas, un poco por encima de los tejados, entre los árboles. Y volaba y volaba. Toda la noche volando. Pero, al final, no iba a ningún lado. Siempre estaba por los mismos lugares. Al despertarme, me han entrado unas ganas locas de ver el mar, mi mar, allá en la Playa de Poniente, y de escuchar el agua rompiendo contra la arena, o simplemente acariciándola; y de escuchar el viento rozando mis sentidos, y el lagrimeo de los ojos cuando le hacen frente a ese viento que lleva millas y millas navegando para venir a estrellarse contra mi rostro; y el olor, ese olor que, desde que vi por primera vez el mar, he necesitado que me penetre, que inunde mis pulmones, que llegue hasta mi corazón hasta marearme. Y me voy a la playa, a pesar de la lata que me está dando mi madre con que estamos en mayo, y hace fresco, y me puedo resfriar, y los resfriados a mí me sientan muy mal. Yo no me resfrío, lo que ocurre es que soy alérgica a algún polen, pero ella dale que dale. Me marcharé en cuanto acabe lo que tengo que hacer, después de salir del analista, que hoy toca. Desayunaré un café frente al mar, y lo veré, comulgaré con él; y después pasearé descalza por la arena hasta la desembocadura del Guadalfeo. Y regresaré, y me iré al puerto, y escucharé a las gaviotas volar entre los barcos pesqueros. Y después, si me apetece, regresaré a casa, llena de mar, de la mar, por todos los poros de mi cuerpo.

Le costó encontrar una vía. Parece mentira tras tanto tiempo de ser una persona enferma, en qué que me he convertido, aún me dan miedo las agujas, no puedo evitarlo, miro hacia otro lado cada vez que veo al sanitario con la jeringuilla en la mano. Mi miedo al dolor no ha desaparecido, yo creo que jamás me podré acostumbrar al dolor. Yo siempre he rechazado ser una enferma, un cuerpo con necesidad de ayuda permanente, alguien que necesite de los demás para ser ella misma; siempre lo rechacé, pero, a la vez, siempre tuve un miedo tremendo al dolor, al dolor físico, y también al otro, al que duele por dentro, al de la impotencia, al de la humillación, al de la soledad, al dolor que en la vida nos producimos unos a otros. Quizás por eso siempre parecí ser una pedante, una chula, como me dice Pepa de vez en cuando, pero es una forma de defenderme, de evitar que me hagan daño. El dolor, la enfermedad, la lástima, la humillación, son sensaciones, realidades, hechos no palpables que te arrancan la dignidad. Puedes tener una muerte muy digna, pero llegar hasta ella con una vida por la que vas arrastrándote cada minuto. Yo creo que he vencido a ese dolor, pero para que alguien me diga que sí, que eso es así, es preciso que esa aguja rompa una vez más mi piel y mis venas. Y después me iré junto al mar.

   
     

     
   

Un día más

Mi vientre se va hinchando cada día un poquito, y, sin embargo, mis piernas van perdiendo esa carne que hasta hace bien poco hacía volver la cabeza a los hombres por la calle. Noto cómo mi cuerpo se va descompensando a cada rato. Mis brazos se alargan y caen, mis rodillas se anudan a sí mismas y mi rostro va destacando los huesos que lo sostienen. ¿Solo ha sido mala suerte? Me niego a creerlo. Yo he luchado, yo había ganado, estaba bien… Me dicen que la biopsia ha dado positiva, que ha habido metástasis, que mi cuerpo está siendo devorado por el cáncer, que esta vez no hay ninguna posibilidad, que es cuestión de semanas; quizás, con suerte, de algunos meses, pero pocos. Se me ha venido el mundo encima. Y ahora tengo que decírselo a mi madre. Ella, que siempre creyó que su Dios, me quitaría este mal de mi cuerpo, que le había prometido no sé cuántas misas y que le había encendido velas a Fray Leopoldo, a Santa Rita, a San Cayetano, que es un santo al que ella tiene mucha devoción, a todos. Y su niña, su única niña, la única que le dio tiempo a parir antes de que su marido se fuera al otro mundo, se va a morir.

Me siento terriblemente angustiada, siento como si alguien me estuviese robando la libertad de la vida, de mi vida. Siento cómo las cosas se van alejando de mí, cómo los demás se van alejando, cómo yo misma me voy alejando. Ha sido muy duro, un golpe muy duro. No hay derecho, tras tanta lucha, tras tanto sufrimiento, tras tantas ganas de vivir, de compartir. No quiero deprimirme, no quiero pensar que ya no vale nada la pena. Quiero agarrarme a cada minuto que me quede de vida, quiero gozar de las cosas, de esas cosas que se alejan, de las gentes, de mis amigos. Quiero hablar con Pepa, con mi amiga Pepa, y reír con ella, y si tengo que llorar, quiero que sea ella la única que vea brotar las lágrimas de mis ojos, porque es la única persona a quien le he mantenido abierta siempre la puerta de mi alma. No, no quiero deprimirme, no seré yo la que se quede en cama, en casa, mientras las fuerzas me permitan salir a la calle, mientras me dejen acercarme al balcón para saludar a mis vecinos y ver a los niños entrar y salir del colegio. Y después haré que acerquen mi cama lo más posible a ese balcón, y pediré a mi madre que abra sus hojas para que yo los escuche, y para que pueda ver los picos de las montañas, y el azul del cielo con su luz que entra para mí, para decirme que aún estoy viva, que hoy también estoy viva. Y que nadie venga a preguntarme por mí; que me cuenten sus cosas, sus risas y sus llantos, que los míos ya los llevo yo por dentro. Pero que vengan a verme, para hacerme sentir viva cada día.

Ya no voy a hacer más quimioterapia, no voy a tomar más pastillas contra el cáncer, sólo tomaré las del dolor, porque no quiero que me duela, pero al cáncer le voy a ganar con la indiferencia; me ha vencido, pero no me arrastraré ante él cada mañana. Mi libertad y mi dignidad se quedan conmigo hasta el final. Yo no soy culpable de nada. Voy a dejar esta sociedad, este pueblo; voy a dejar de tomar té con limón, voy a dejar de pasear por las calles, ya no oleré más las rosas ni los jazmines, no acariciaré más el rostro de los niños, ni veré cómo va hundiéndose el sol allá lejos cada atardecer, ni oiré el piar de los gorriones al amanecer despertándome cada mañana. Pero yo no soy culpable; que no me miren tampoco con cara de pena, que mi vida llegará hasta ahí mismo, ni un segundo más allá, pero llevaré la cabeza alta, muy alta mientras tenga energía para ello, y después me dejaré morir, simplemente. Mientras, iré al hospital cada semana, ya me lo han dicho, a que entren en mi cuerpo, a que vacíen mi vientre de líquido ascítico, a que me digan cómo me tengo que poner, lo que no tengo que hacer, cuándo he de escuchar y cuándo que callar. Mientras llega, iré y aguardaré cada instante con todos mis sentidos despiertos, como llenando mis alforjas para el viaje, como llenando mi alma de recuerdos para desembalarlos luego, en el después, y colocarlos, como cuando era niña, en forma de altar junto a mi nueva cama, aquí los olores, allí los atardeceres, acullá las sonrisas y las miradas. Quiero llenar las alforjas con las cosas importantes, y ahí estarás tú, como siempre, muy, muy cerca, para cuando quieras contarme algo, para cuando quieras hablar, o reír, o llorar un ratito, y arrepentirte de aquello que ya no tiene remedio; para cuando te hartes de fingir o de callar porque es mejor que no digas nada; para esos momentos, sabes que yo te tendré en mi altar, porque te llevaré en mi zurrón de recuerdos hermosos, para que estés conmigo siempre, siempre.

Qué duro es todo conforme se va acercando la hora. Lo vas sintiendo en tu interior, lo vas viendo en el espejo. ¡Qué ropa me pongo hoy! Parezco una embarazada de mellizos de once meses, con estas piernas tan flacas que casi me dan risa. No sé con qué vestirme, pero yo quiero salir a la calle. Es duro, siempre debe ser duro, pero yo apenas tengo cuarenta años. Con un poco de suerte, apenas habría llegado a la mitad de mi vida, y, sin embargo, me estoy bebiendo los últimos sorbos. Siempre debe ser duro, pero me duele el alma hoy, estoy cansada, muy cansada. Me miro en el espejo mientras me pongo esta crema hidratante y me dan ganas de llorar al verme. Mi piel se arrastra con mi mano, mis costillas, mi columna vertebral, los nudos de los dedos, y este vientre, tan hinchado. Realmente dan ganas de llamar ya a la muerte; pero no, mis sentidos están ahí, aún abiertos, aún ansiosos de percibir, de oler, de ver, de sentir. Mi cuerpo no es más que un pasado, que duele, y cómo duele, con el miedo al dolor que siempre tuve, y cómo me he acostumbrado a que me acompañe, a que esté conmigo a cada instante. Ayer me hice las fotos para el carné de conducir. Fue terrible, debí hacerle caso a mi madre, pero Pepa me dijo que nones, que al fotógrafo, que yo todavía cuento, y que el otro estaba caducado. Cuando me dieron las fotografías y las comparé con la del anterior, quise morirme. Parece increíble; aunque me miro cada día al espejo, me pinto, me arreglo; pero cuando comparo mi rostro, mi cara, la tristeza me envuelve. La nariz parece ahora un cuchillo entre dos cuencas profundas en cuyo fondo se esconden dos ojos otrora de un verde intenso, ahora apagados y tristes. Mi madre tenía razón, yo ya no voy a necesitar esa tarjeta, ¡pero aún cuento! Y esos gorriones que cantan esta mañana me dicen que estoy viva, que todavía estoy viva, y que hoy puede ser el último día, de modo que me voy a arreglar y me voy a asomar a mi balcón para ver pasar a los niños camino del colegio, medio dormidos algunos, otros con sus tostadas en la mano, esperando todos a que llegue el verano para coger las vacaciones, sus vacaciones. Y sonreiré a mis vecinos, que, al doblar la esquina, yo sé que hablarán de mí, de la pena…

   
         

         
   

  

«Juana» es un relato del libro Julia, el otro lado de la puerta, escrito por Juan de Dios Villanueva Roa y publicado en 2002 por el Instituto Andaluz de la Mujer y las Diputaciones provinciales de Granada y Córdoba.

   

   
                                        

                                        
   

     

   

   

      

    

JUAN DE DIOS VILLANUEVA ROA (Huelma, Jaén, 1960) viene publicando artículos de opinión en el diario Ideal desde 1997. Antes publicó en el decano de la prensa granadina, el motrileño El Faro, y en la revista Costa Tropical. Han visto la luz sus libros de relatos Atardecer y Julia, el otro lado de la puerta; la novela El otoño de Lucía y el poemario Candela, entre otros, además de una decena de libros sobre enseñanza de la lengua y la literatura. Actualmente trabaja como profesor en la Universidad de Granada, tras una larga carrera profesional en todos los ámbitos educativos, desde la Educación Primaria. Ha impartido clases en alrededor de diez países, y ha sido colaborador en Onda Cero en Motril y Granada, de Cadena Ser en Granada, así como de Canal Sur TV.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 1. Año XIV. II Época. Número 90. Octubre-Diciembre 2015. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2015 Juan de Dios Villanueva Roa. © De las imágenes, Andrea Felipe Morales. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2015 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.