N.º 72

MAYO-JULIO 2011

4

    

    

   

   

   

   

   

¿MÁS ALLÁ?

   

Por Luis Antonio Ródenas

   

   

   

V

acaciones de verano para los estudiantes. Mi hijo había llegado a casa la noche anterior a pasar un par de semanas conmigo, pero casi no le había visto.

Oí ruido. Se acababa de despertar.

—¿Qué tal anoche, campeón? Seguro que tus amigos del pueblo te echaban mucho de menos.

—¡Sí, papá! Lamento haberte dejado solo ayer.

—¡Tranquilo! Aún tenemos unos cuantos días por delante, pero procuremos que tu madre no piense que no me preocupo por ti.

Los divorcios son duros…

Buscó en el armario su tazón, el cacao, la leche… y comenzó a prepararse el desayuno. Yo estaba enfrascado en adecentar la loza para introducirla en el lavaplatos. Noté que quería decirme algo, pero que no sabía cómo. Quizá pensaba que lo que fuera que tuviese que contarme me lo tomaría a mal, o no lo entendería a su modo. Quince años es una edad difícil. ¿Alguna chica a la vista?

Comenzó con un preámbulo.

—¿Sabes? Mis amigos están apuntados en un club juvenil católico. Ayer me llevaron a verlo. Hay ping-pong, futbolines, juegos de mesa, cabina de pincha discos y pista de baile.

—¡Ah, muy bien! —respondí—. Todo eso que comentas es mucho más sano que andar callejeando por ahí.

—También tienes derecho a jugar en el polideportivo del colegio. Van a hacer un equipo de fútbol sala en serio y me han dicho que, si yo quiero, cuentan conmigo.

—¡Eso es fantástico! —sonreí; él también lo hizo satisfecho, aunque noté la sombra de la duda en su cara—.  ¡Los cereales están ahí! —disimulé dando una evasiva—. Todo el mundo sabe que juegas muy bien. Lo que no sé es cómo harás para involucrarte en esa actividad, viviendo en la ciudad con tu madre.

   
     

  

«¡Eso es fantástico! —sonreí; él también lo hizo satisfecho, aunque noté la sombra de la duda en su cara—.  ¡Los cereales están ahí! —disimulé dando una evasiva—. Todo el mundo sabe que juegas muy bien. Lo que no sé es cómo harás para involucrarte en esa actividad, viviendo en la ciudad con tu madre.»

Imagen tomada de "revistadm.com"

   

A ciertas edades, veinticinco kilómetros son demasiados.

—A David le trae su hermano, que vive al otro lado de aquí, en la urbanización del estanque. Vendría con ellos, y así, ya de paso, tú y yo nos veríamos un poco más…

—¿Y cómo regresarías? Dormirías aquí, y te llevaría yo al día siguiente, entonces…

—Y si alguna vez no puedes hacerlo, cogería el autobús.

—¡Pues me parece muy bien! Lo único, deberías consultar con la jefa para que no piense que te malmeto o algo parecido; además, hay que mirar cuánto cuesta apuntarte, que estamos en crisis y las cosas no van nada bien.

No me gustaba hablar de ello, pero la verdad es así de cruda y, tarde o temprano, habría que digerirla.

—¡Es gratis! Sólo hay que llevar unas fotos de carné, rellenar unos impresos…

—Vale. Pues ya está dicho todo.

Pero tenía que contarme algo más.

—Veo que no te parece mal…

Le miré con cara de sorpresa.

—¿Por qué dices eso?

—No sé… Como nunca hemos ido a misa, ni hablamos de religión, ni nada… Y como cuando te oigo hablar de los curas, los obispos y toda esa gente, te alteras muchísimo y te enfadas…

Mal hecho por mi parte, el haberlo hecho delante de él; todo hay que decirlo.

—¡Papá! ¿Tú crees en Dios?

Buena pregunta.

—La verdad es que sí. Tengo mi propio Dios. Uno… distinto e igual a la vez. Creo que, en el fondo, todo el mundo lo tiene, aunque no sea consciente de ello o no desee aceptarlo.

Puso la cara de extrañeza que me cabía esperar.

—Háblame de Él.

Me acerqué a la puerta que daba al jardín y miré a través del cristal. Hacía una mañana espléndida. No era ni pronto ni tarde, pero el astro rey aún estaba comenzando a levantar por los cielos.

—Salgamos fuera.

Salió detrás de mí. Tomé una silla del conjunto de jardín y me senté. Él se acomodó a mi lado.

—¿Ves el sol?

—Claro…

—Sale por allí, por el este, y se pone por ahí, por el oeste —hice un gesto con mi pulgar y empecé a señalar—. Aquél es el sur, el punto donde, en teoría, toma más altura.

—¿En teoría?

—En verano llevamos dos horas de retraso con respecto al tiempo solar, así que la estrella encuentra su cénit a las dos de la tarde, no a las doce.

—Por eso cambiamos los horarios en primavera y otoño… Y llevamos una hora de diferencia durante todo el año, por lo de Europa y el ahorro energético, ¿verdad?

Asentí. Él me miraba expectante.

—Vale: imagina que vivieras permanentemente en tu habitación, como si fuera una cárcel. No puedes salir. Tu vida se reduce a esas cuatro paredes, y a lo más que puedes aspirar es a mirar por la ventana. Y así, día tras día…

—¡Qué tristeza! —exclamó.

—En tu caso, aún más triste que en el mío, si me sucediese lo mismo —le espeté—, porque sabrías que el sol existe, ya que hay día y noche, pero nunca podrías verlo, puesto que tu alcoba da al norte. En nuestro hemisferio, el sol nunca pasa por el norte… Tus veranos serían frescos, pero tus inviernos, fríos y oscuros… En cambio, la ventana de mi dormitorio da más bien al sur. Yo lo vería casi todo el día, casi como ahora, salvo cuando se escondiera por la parte de atrás de la casa, claro. Y sí, me achicharraría en verano, pero la luz de mi habitación tendría un color muy bonito en invierno, ¿no crees? Con suerte, tal vez contemplaría su amanecer, entre aquellos tejados, pero me perdería su puesta. No podemos pretender tenerlo todo.

Se quedó pensativo un instante.

—¿Adónde quieres llegar? —me soltó sin más. No era nada tonto, no.

—¿Creerías en el Sol, aunque no lo vieras?

—Supongo que sí…

    

     

«Y ése es el Dios del mundo, hijo mío, según yo lo entiendo: muchos nombres para un ente idéntico. Cada raza, cada cultura le llaman de una manera, ya que tienen una perspectiva distinta de su poder, de su génesis, de su magnifi-cencia… Pero, a la postre, yo creo que todos son el mismo. Y estoy convencido de que alguna de las religiones de este planeta está muy, muy cerca de la verdad.»

 
   

—Dudas. Quizá creerías a tu manera, con poca fe, ya que lamentarías la desgracia de no poder sentirlo tan cerca como otros. Porque para ti, hijo mío, el sol no sería más que un sueño inalcanzable. Pero eso no significa que no exista.

—En cambio, tú, en mi caso —zanjó—, lo tendrías presente permanentemente. Como lo ves, lo crees.

—¡Así es! Aunque otros, en tus circunstancias, caerían en la trampa fácil de no ver, no creer: son los ateos… —suspiré profundamente; yo había sido uno de ellos—. Y ése es el Dios del mundo, hijo mío, según yo lo entiendo: muchos nombres para un ente idéntico. Cada raza, cada cultura le llaman de una manera, ya que tienen una perspectiva distinta de su poder, de su génesis, de su magnificencia… Pero, a la postre, yo creo que todos son el mismo. Y estoy convencido de que alguna de las religiones de este planeta está muy, muy cerca de la verdad.

—Entonces —concluyó—, crees en Él.

—Sí.

Se mantuvo callado un instante. Había algo más. Seguro.

—¿Y en el Más Allá?

—También, a mi manera.

Exhaló aire profundamente. Ya sabía lo que le esperaba escuchar. Otro rollazo.

—¿Recuerdas aquel videojuego que te regalé? El del chico que penetra en un laberinto, que tiene que buscar tesoros, sortear peligros, hay puertas que se abren y se cierran, llaves maestras, cámaras ocultas…

—¡Sí, sí! Hemos jugado juntos alguna vez.

—Pues hijo mío, eso es la vida, según mi punto de vista. Al nacer, nos ponen frente a la puerta de un laberinto, penetramos en él y echamos a andar. Nuestra misión es recoger todas las monedas que podamos, evitar quedarnos encerrados y procurar que ninguna amenaza pueda hacernos daño durante nuestro viaje.

—Serán muchas.

—Ya sabes que gastamos bastantes en movernos por dentro, abriendo trampas y todo eso.

—¡Claro, claro…! ¿Y no hay nada más? ¿Eso es todo?

—No —concluí tajante—. No lo es. El Más Allá comienza cuando consigues encontrar, sano y salvo, la salida del laberinto. Entonces, alguien que te espera desde al menos una eternidad te pide que te identifiques; tú, obedeces, y…

Me hice el interesante.

—¿Entonces…? —preguntó intrigado.

—Te pide que saques las piezas que has ido encontrando y guardando, y las cuentes delante de él. Tú lo haces y él se las queda.

—¡Ah, como en el juego…!

—Supongo. Nunca he llegado hasta el final.

Para mí era obvio que lo que yo decía lo hacía con doble sentido.

—¿Y qué sucede después? ¿También se cambia de nivel?

—¡Exacto! Pero en la vida hay una diferencia importante con el juego, y es que en este laberinto real que nos toca recorrer… hay monedas falsas.

Se quedó perplejo.

—No lo entiendo…

—¡Sí, sí! Monedas falsas. A veces, cuando recogemos los tesoros que la vida nos brinda, encontramos dinero que no es de verdad, aunque lo parezca. ¿Y sabes en qué se diferencian las malas de las buenas? En que se oxidan.

—Entonces, no nos valen…

—Depende. Mucha gente las recoge y las emplea como si fueran verdaderas, y engañan a muchos otros con arteras estrategias; pero quien nos espera al final del todo sabe reconocerlas. ¡Ya lo creo que sí! Así que millones de personas, mientras recorren el laberinto, acaparan monedas tanto auténticas como falsas, porque creen que les van a valer todas. Mucha gente, como los ricachones desaprensivos, los políticos corruptos, los religiosos deshonestos, los militares ambiciosos, etcétera, se apoderan de ellas con extrema avidez, e incluso, ya te digo, hasta trafican con ellas. Las usan, por ejemplo, para corromper a algunos vigilantes, que ceden, se dejan comprar y les consienten el paso durante el juego; o para pillar esa llave mágica que abre esa cámara secreta… Las guardan celosamente y, en su locura colectiva, hasta llegan a considerarlas como legítimas.

Mi hijo me escuchaba entusiasmado, pero a veces yo, a juzgar por sus gestos, dudaba de que estuviera entendiendo total y realmente el trasfondo.

—¿Y qué pasa, entonces?

—Que, al oxidarse las monedas falsas, tal como ocurre con los garbanzos podridos cuando tocan a los sanos, contaminan a las buenas. Y cuando los jugadores llegan al final, aquel que les espera, ya sabes, les ordena contarlas. ¡Y ay, amigo, cuando abren el saco y descubren el fatal resultado! Las falsas les son desechadas, y muchas de las buenas, corroídas, ya no les sirven…

Profirió una exclamación y abrió los ojos como platos. Un nuevo mundo, ¡qué digo!, un nuevo universo, pareció abrirse ante él.

—¿Qué más sucede?

—Sucede que aquellos que consigamos llegar al final con suficientes monedas auténticas, ¡aunque llevemos alguna falsa en la saca, que puede ser! —sonreí enigmáticamente—, tendremos paso libre hacia el Más Allá. Y eso será así porque habremos sido mucho más cuerdos y prudentes que tantos y tantos otros, que piensan que, por acaparar más, tienen más. Es muy probable que todos ésos, hijo mío, se queden fuera.

   
     

  

«¿Y en el Más Allá?»

Imagen tomada de "WebMitologia.com"

   

—Entonces, si pasamos, cambiamos de nivel.

—Exacto.

—¿Hay muchos niveles?

—Lo ignoro. Yo no soy el creador del juego; sólo creo en el juego.

—¿Y qué crees que pasa con esos otros?

—No lo sé. Quizá vuelvan a empezar el laberinto; o tal vez se queden perdidos por ahí, para siempre…

—O vayan al infierno…

—¡Puede ser! Tal vez, el infierno sea algún otro videojuego. Uno de esos de matar gente —le guiñé un ojo—. Lo que tengo muy claro es que pasar, no pasan. Fijo —reí—. Les va a dar igual ser multimillonarios o famosos, que ser papas, reyes o presidentes. Si no llevan las suficientes monedas verdaderas en el zurrón, el guardián no les dejará cruzar.

Mi visión de Dios, de la vida, del Más Allá… ¿Sería un ser real Caronte?

—¿Estás preocupado, papá, por las monedas que llevas en tu saco?

—Lo estoy, aunque no lo parezca.

—Y durante el viaje, ¿te las pueden robar?

—Creo que sí —disimulé mi tristeza—. Me temo que el guardián no pierde el tiempo en preguntar de dónde han salido; simplemente, las cuenta…

—¡Pero eso no es justo!

Me encogí de hombros. No supe qué decirle. Ésa era mi forma de explicarle que las excusas, la mayor parte de las veces, no sirven ni de consuelo.

—También puedes malgastarlas. Por ejemplo, tu madre y yo nos equivocamos, y eso echó a perder unas cuantas de ambos, bastantes. Pero desde entonces, procuro hacer el bien allá por donde paso. También cojo monedas falsas, no lo niego, porque en este difícil juego podría necesitarlas; pero soy más listo que antes y procuro no mezclarlas con las buenas. ¡Eso se puede hacer!

—¿De verdad? Entonces puedes manejar las reglas a tu antojo…

—¡Eres bastante perspicaz, hijo! ¿Ya te ha quedado suficientemente claro lo que querías saber?

—Creo que sí… —dudó—. Y también creo que mi padre está mucho más cerca de Dios, y del bien, que muchos otros que presumen y lo pregonan a los cuatro vientos.

Sonreí feliz. Lo había entendido.

—Pues ya sabes: hazte las fotos, rellena ese impreso, apúntate a ese club que me decías, o al que sea… ¡y bienvenido al laberinto!

   

   

    

 

  

LUIS ANTONIO RÓDENAS (Colmenar Viejo, 1965). Arquitecto técnico, criado en Aranda de Duero (Burgos) y actualmente residente en Valladolid. Fue guionista en La Hermandad de la Espada, aventura de resurrección de «El Jabato», famoso personaje de tebeo español de los años 60 y 70, publicada por Ediciones B en 2008 con motivo de la celebración de su cincuentenario, así como autor del libro de temática medieval La Mirada del Unicornio. También colabora como articulista en páginas web como Gibralfaro y Suite101.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año X. II Época. Número 72. Mayo-Julio 2011. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2011 Luis Antonio Ródenas Collado. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2011 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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