N.º 70

ENERO-FEBRERO 2011

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DOCE SEGUNDOS

   

Por  Blas Cabanilles Folgado

   

   

   

E

l frío de aquella mañana de otoño mecía las escasas hojas de los árboles en un suave son de paz, los tenues rayos del día proyectaban las últimas sombras sobre el asfalto y un ruido incesante de motores hacía acto de presencia en la avenida.

Pocos estudiantes se habían atrevido a ir hoy a clase, y el desértico vestíbulo sólo albergaba a los más aventureros, tapados hasta el cuello. El edificio de la facultad se erguía sobrio, cuadrado, y más o menos a la vista, y esta poca vista, dejaba ver unas enormes ventanas de libertad, que evitaban la asfixia de universitarios y profesores.

   
     

  

Pocos estudiantes se habían atrevido a ir hoy a clase, y el desértico vestíbulo sólo albergaba a los más aventureros, tapados hasta el cuello.

   

En una de ellas, en la del centro de la cuarta planta, si uno hubiera estado atento, podría haber distinguido un desmesurado destello, seguido de una fuerte explosión. Y como las aves que rondaban en torno al edificio, todos quedaron en mudo silencio ante la incertidumbre.

En aquella aula, sillas vacías contemplaban el espectáculo que se les estaba ofreciendo. Las luces apagadas buscaban la intimidad de la pareja, y la puerta cerrada vigilaba el pasillo para evitar posibles intrusos. El profesor se encontraba en el centro mismo, acariciando por los hombros a una mujer. Pelo largo, labios vacilantes y pequeña perilla. Ella se tapaba la cara. Lloraba. Unos pequeños brillos de color morado rondaban su cara, y la hinchazón la esculpía, de arriba abajo. La abraza entre susurros, pero ella tiembla.

El profesor había cogido el extintor de la pared sin que el hombre se hubiera dado cuenta y, en un momento de distracción por parte de él, le asestó un fortísimo golpe en la cabeza que lo derribó en el suelo. Su pulso se había acelerado de tal forma que aquel acto había sido inevitable. Si no le hubiera provocado, él nunca le hubiera herido, claro que no. Dejó caer el extintor al suelo y se arrodilló conmocionado.

Sus cuerpos chocaban dentro de aquella pequeña cápsula. No podían apenas moverse sin provocar una reacción en cadena que alertara a todos los que pasaran por allí que ahí dentro había alguien. Su primera vez fue en un baño, y ahora, todas las demás veces que quería hacerlo con ella, también lo eran. Esclavos del anonimato. ¿Qué dirían sus compañeros de clase si pudieran verlos en estos momentos? El baño de la universidad era su refugio, su jaula. Pero solo a esa hora de ese día de la semana, cuando sabían que nadie podría sorprenderles. Sus pechos le rozaban la piel como el fuego de un deseo y sus manos lo agarraban con fuerza, arañándole, impidiendo que se escapara. El sacudir de su pelvis le hacía viajar hacia la nada, y todos los pequeños ruidos del exterior le volvían a arrastrar a la realidad, preocupándole. Sus labios se fundían en dulce jugueteo, pero lo que de verdad le excitaba eran los grititos que salían de su femenina y lujuriosa boca. La chica del piercing, amante incontrolable.

Me había puesto la gabardina larga para que no se me viera. Una bufanda gruesa, que, posiblemente, tapara mi cara. Ropa cómoda y discreta, pero a la vez elegante. Y un cinturón para guardarla. Mi idea era entrar en la facultad y lo había conseguido. Me encontraba furioso. Violento. Alborotado. No conseguía que la gente dejara de mirarme. Debía darme prisa. Ese era el día en que iba a matar a alguien por primera vez.

Esa fría mañana de otoño, había cogido el bus de milagro, y no sabía si él aún seguiría esperándome, cosa que me mataba por dentro. Con la carpeta a cuestas, fui corriendo todo el tramo desde la parada, y estaba cogiendo aire, ya a punto de llegar a la puerta, cuando de pronto lo vi a él con sus amigos. Toda roja, tuve que decir que iba a una tutoría inventada para que nadie sospechara de mi presencia allí, y subí corriendo por las escaleras. Al verla, hice un gesto de sorpresa que no pasó inadvertido, y tuve que decir que me había asustado, como excusa barata. Habíamos dicho de no encontrarnos fuera nunca para evitar precisamente esto, ¿en qué estaría pensando? Se me heló la sangre y el corazón me dejó de latir. Dije que me había olvidado unos apuntes dentro y, sin esperar, la seguí, impaciente por encontrarme a solas con ella en el baño, por besar sus dulces labios y por escucharla suspirar.

    

     

En el pasillo tropecé con un hombre muy raro que vestía una gabardina larga, y una bufanda gruesa le cubría medio rostro. Pareció agitarse mucho, y mirándome fijamente, sacó la mano de debajo de la gabardina.

 
   

Aún no la había visto en todo el día, tal como debía ser. Habíamos prometido no vernos fuera de la facultad, para evitar posibles rumores, y, por el momento, nadie sospechaba nada. Compartíamos amigos, y eso nos dificultaba un poco la vida, pero lo llevábamos bien, por lo menos yo, ya que la recompensa merecía la pena.

La clase había terminado sin problemas, y me dirigía a la puerta de la facultad con mis amigos. Como siempre daría un rodeo a la facultad, haciéndoles creer que me iba a casa, y volvería para así poder estar con ella a solas. En el pasillo tropecé con un hombre muy raro que vestía una gabardina larga, y una bufanda gruesa le cubría medio rostro. Pareció agitarse mucho, y mirándome fijamente, sacó la mano de debajo de la gabardina.

Los dos estaban forcejeando. El hombre tenía una pistola y el chico no iba a permitir que la usara para matar a nadie. Le cogió por detrás y alejó el cañón de su cara, lo sujetó con fuerza y el hombre quedó inmovilizado. Pero con un movimiento, los dos quedaron cara a cara con el arma a la altura del estómago. El miedo había entrado sin llamar.

Algo ha quebrado, y dos rostros se abalanzan sobre el suelo cubiertos de lágrimas. La chica del piercing grita con la fuerza de una plañidera voraz. Hacía mucho tiempo que no lo veía. Hacía como seis años que había abandonado su casa, y poco a poco también iba abandonando sus recuerdos. Nunca imaginó volver a verlo, y mucho menos así; con una bala en el abdomen. Al salir, y ver a su hermano ahí de pie, no pudo pensar en nada. Luego, al verlo en el suelo malherido, tampoco. El profesor, a su lado, también estaba llorando, lloraba de rabia, de impotencia. Lo que quería evitar había resultado ser inevitable. Aquel desgraciado se había presentado con una pistola. Lloraba porque esa bala que ahora se alojaba en el abdomen del agresor, podría haberle volado los sesos a él, o a ella. Asomada en la puerta, testigo de todo. Sus cardenales brillaban en ríos de paz.

El hombre con la gabardina había desenfundado. Estaban los dos solos en el pasillo del cuarto piso. La pistola refulgía inquieta en la mano de aquel tipo, que parecía capaz de acabar con toda una manada de leones hambrientos. Al otro lado de la trayectoria de la bala, estaba el profesor, de pie, completamente horrorizado. Había salido a por un poco de maquillaje para cubrir los moratones de la cara de su amiga, cuando de pronto apareció y le apuntó. No sabía quién era hasta que se quitó la bufanda y comenzó a hablar.

   
     

  

El hombre de la gabardina estaba apuntando con una pistola a mi profesor en medio del pasillo, a una hora en la que la gente brillaba por su ausencia en la cuarta planta.

   

El acuerdo también incluía salir del baño separados. Primero uno, yo, en esta ocasión, y a los diez minutos, ella. Nos besamos apasionadamente por última vez y la dejé allí dentro. Fuera no había nadie. Me lavé las manos y me sacudí el agua mientras caminaba hacia la puerta satisfecho. El metal del pomo estaba frío en comparación con los muslos que había disfrutado segundos antes, pero eso no me impidió girarlo. Salí despreocupado, poniéndome bien la chaqueta, y, al girarme en dirección a las escaleras, lo vi. Era aquel tipo que había chocado conmigo antes de encontrarme por sorpresa con mi chica fuera de la facultad. Tenía la mano alzada y mostraba un objeto reluciente, negro elegante. Al ver que era una pistola, frené en seco. Mis nervios se paralizaron al instante y miré a mi alrededor. Él estaba de espaldas a mí, por lo que no me vio. Podía meterme de nuevo en el baño y esperar a que se fuera, pero apuntaba a alguien. Ese alguien era un profesor. El corazón se me paró. El hombre de la gabardina estaba apuntando con una pistola a mi profesor en medio del pasillo, a una hora en la que la gente brillaba por su ausencia en la cuarta planta. Y solo yo observaba a escondidas de los dos. Dios, en aquel momento no supe muy bien cómo lo haría ni por qué, pero me abalancé sobre el agresor como una pantera a la cual le había llegado su momento. Le sorprendí por la espalda y lo desestabilicé.

El hombre sangraba en el suelo. Los dos jóvenes enamorados se abrazaban a la vista de todos los curiosos que se habían acercado a ver qué es lo que había pasado. Ya no les importaba que los vieran. Ella lloraba porque el hombre que gemía tirado era su hermano, que los había abandonado cuando ella era niña. Su confusión emocional era palpable, y su chico no iba a dejarla sola en un momento como éste por aparentar. Su profesor quedó atónito al descubrir el parentesco que tenía su alumna con el agresor, del que protegía a su amiga desde hacía unos días. Había acudido a él antes que a la policía porque tenía miedo, bien fundado por lo visto, y le pidió ayuda. Su marido estaba loco, decía. Ahora empezaba a creérselo. Si no hubiera sido porque el chico salió del baño y le despistó, ahora estarían muertos. Suerte también que pudo coger el extintor sin problemas.

Cuando lo contaron luego a la policía, pareció como si los segundos hubieran sido eternos, y el qué sucedió antes y el qué después hubiera perdido toda importancia para ellos.

   

   

 

Blas Cabanilles Folgado (Gandía, 1991). Estudiante de Filología Hispánica en la Facultad de Letras de la Universidad de Valencia. Le encantan las historias que le puedan sorprender, ya sean de fantasía, de terror, de aventuras. Ha sido ‘Premi Sambori 2009’ de Literatura en Valencià. Ha consiguió dos accésits consecutivos en el concurso del Taller de Creación Literaria de la UPG de Gandía, organizado por la escritora Adriana Serlik. Publica poesías en diversos ‘llibrets falleros’ desde hace cuatro años y actualmente ha preparado la explicación de una falla, también en Gandía.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año X. II Época. Número 70. Enero-Febrero 2011. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2011 Blas Cabanilles Folgado. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Edición en CD: Depósito Legal MA-265-2010. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. © 2002-2011 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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