N.º 69

NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2010

4

   

   

  

  

  

  

  

EL ATRAPASUEÑOS

  

Por Alberto Hidalgo Domínguez

   

  

  

I

E

ra invierno. Era invierno y llovía. Yo miraba tras mi ventana a la calle desde una habitación alumbrada por la tenue luz de un flexo. Se reflejaba mi rostro en un cristal mojado y con vaho. Estaba todo en silencio, sólo se escuchaban las gotas de lluvia chocar contra el suelo y el agua fluir calle abajo. Yo tenía la mente en blanco, pues estaba inmerso en la lluvia, era parte de ella y me sentía por dentro igual que la ciudad esa noche: vacío.

En un instante, mi mente cambió de color y de forma, y dibujó una silueta que se reflejó también en el cristal. No había nadie más que yo, pero ella vivía conmigo. En ese momento, comenzó a llover más fuerte y yo sentía cómo el frío penetraba ya en mi cuerpo. Sabía que la causa era ella, por eso no me abrigué, y seguí tiritando el resto de la noche.

Amanecí junto a ella, pero no la besé. Tan rápido como abrí los ojos, ya no estaba allí. Cada noche dormía conmigo, la podía ver, tocar, besar… pero al despertar, huía de mí, y yo volvía al mundo real.

  

II

Cuando conseguí evadirme de mis propios pensamientos, estaba ya montado en mi coche, de camino al trabajo. El tráfico era denso, al igual que la niebla; no había parado de llover desde anoche y yo me distraía con el zigzag del limpiaparabrisas, pero mantenía la mirada en el infinito.

Trabajaba en un periódico local, era un periodista fracasado y sin futuro. Me incliné por esta profesión por mi amor a las letras: me encanta escribir. Encontraba en los libros la única manera de evadirme del mundo que me rodea y calmar, al mismo tiempo, a una mente inquieta que soñaba con múltiples realidades paralelas. Pero mis sueños se vieron interrumpidos al intentar plasmarlos en mi propia novela: una historia de amor inacabada que jamás conseguí retomar.

—Buenos días —dije al entrar.

—No tan buenos, hoy ha habido un accidente múltiple a causa de la lluvia y la niebla en la A-7, a la altura de Guadalmar. Ha habido un par de heridos graves, y quiero que escribas sobre ello y no te duermas que vamos hoy con prisa, hay mucho trabajo.

   
     

  

Trabajaba en un periódico local, era un periodista fracasado y sin futuro. Me incliné por esta profesión por mi amor a las letras: me encanta escribir.

   

Rara vez me asignaban una noticia importante, y jamás una en primera página. Sinceramente, no estaba contento con mi trabajo y me parecía monótono todo lo que hacía, necesitaba un cambio, una nueva vida. Estaba anclado en mi mundo y quería volar, conocer las estrellas.

Mientras escribía sobre accidentes, heridos, ambulancias y carreteras colapsadas, se me vino a la cabeza la imagen de un viaje. Así podría despejarme un tiempo y cambiar de aires, tomar el rumbo de mi vida al volante, conocer sitios nuevos, retomar la novela que nunca acabé.  Incluso, quizás me esperancé con la idea de volver a verla. Había pasado tanto tiempo…

—No —pensé—, ella seguro que ya no me recuerda.

Nos prometimos el futuro un tiempo atrás, pero el azar logró separarnos. Yo ahora pensaba en unir lo que el destino dejó a medias. Era una decisión demasiado arriesgada, pero necesitaba a mi musa a mi lado para completar mi vida. Decidí pensar sobre ello más adelante, tenía que trabajar.

Cuando volví a casa seguía aún pensando en mi viaje; aunque quizás sólo pensara en ella. Me tumbé en la cama sin deshacerla y miré hacia la ventana, el cielo seguía gris, pero ya no llovía, un rayo de sol se abría paso entre las nubes como un hilo de esperanza sobre un mundo atormentado, el primer rayo de luz después de dos días grises. Es la calma tras la tormenta, pensé, pero quizás no me refería al tiempo; puede que sólo pensara en ella.

  

III

Era verano, mi primer verano como periodista. Acababa de terminar la carrera y no cabía en mí de la alegría. Un halo de esperanza me envolvía. Soñaba despierto con el futuro y no podía remediar que mis labios dibujaran una inocente sonrisa al hacerlo. Había echado currículos en algunos periódicos locales y nacionales: mi más bello sueño podría verse cumplido dentro de poco. Me encantaba escribir, desde pequeño lo hacía, no recuerdo un pasado próximo en el que no me imagine escribiendo en mi cuarto; pero el futuro era hoy mi centro de atención. Un brillo en mis ojos me delataba, por fin tenía alas y podía empezar a volar.

Me sentía aún más feliz conforme pasaba el tiempo, ya que, dentro de unas horas, la vería. Había quedado con Sara y miraba el reloj impaciente por que las agujas marcaran de una vez la hora de nuestro encuentro. Tenía hoy más ganas de verla que cualquier otro día, ya que hoy sería una cita especial, aunque ella no lo sabía. Quizás ese brillo en mis ojos no representara un futuro tan lejano, pensé, era la manera que tenían mis ojos de decirme que necesitaban verla.

—¡Hola! —dije con entusiasmo—. ¿Cómo estás?

—Muy bien, ¿y tú? —me contestó ella mientras me besaba en la mejilla.

—Muy bien, tengo que decirte algo —le dije conteniendo mi alegría torpemente— ¡He aprobado las que me quedaban! ¡Ya tengo la carrera!

En ese momento me abrazó de un salto mientras mostraba sin pudor una amplia sonrisa. Ver su cara en ese momento fue lo mejor que me había pasado aquél día, sin duda; aún hoy pienso en ella y no puedo evitar sonreírme.

—Enhorabuena —concluyó—. ¡Vamos a tomarnos algo para celebrarlo!

Al poco rato estábamos en una cafetería hablando del futuro, de nuestros sueños, nuestras inquietudes… Me encantaba hablar con ella, sentía que me entendía sin necesidad de pronunciar palabra, y eso, para mí, era muy importante. Conversábamos mucho, nos podíamos pasar horas y horas haciéndolo, hablábamos del pasado, presente y futuro, de nuestros temores, de nuestros sueños… Siempre había algo de qué hablar cuando estaba con ella; incluso, a veces no, y nos comunicábamos en el silencio. Pero, al despedirnos, me invadía la extraña sensación de que me faltaba algo por decir. Hoy eso no pasaría.

Tras pagar la cuenta en la cafetería, fuimos al paseo marítimo de la ciudad. Estaba atardeciendo y nos sentamos en un banco a ver el mar. Aún había gente en la playa, pero, cuando estaba con ella, me olvidaba de los demás, no me importaba nada ni nadie. Estaba vacío para mí el mundo, solo existían el mar, el banco en el que estábamos sentados, ella y yo.

Nos quedamos en silencio unos minutos, escuchando las olas romper contra la arena. Poco a poco iba oscureciendo y mi corazón cada vez latía con más fuerza. Me miró. La miré. Clavé mis ojos en los suyos de tal manera que no pude escuchar lo que me estaba diciendo. Sonrió, yo aparté mi vista bruscamente, pues sentí una presión en el pecho que captó toda mi atención. Pensé en besarla, pero me faltaron fuerzas. Predije que me iba a arrepentir si no hacía nada, así que decidí decirle lo que sentía.

  

IV

Me encantaba conducir, y más aún cuando sabía que cada kilómetro que recorría me acercaba más a ella. A media mañana paré en un área de servicio a estirar las piernas y a desayunar. Tuve que abrir el maletero para ponerme algo de abrigo al bajar del coche, hacía frío; la noche anterior había llovido y el suelo aún seguía mojado, anduve hacia el bar esquivando los charcos que se habían formado, entré y me senté en una mesa.

—Buenos días  —me dijo el camarero.

—Buenos días.

—¿Qué va a tomar? —me preguntó mientras se sacaba del bolsillo de la camisa un bolígrafo.

—Ponme un café con leche y un sándwich mixto, por favor.

—Muy bien —dijo mientras escribía.

    

     

Poco a poco iba oscureciendo y mi corazón cada vez latía con más fuerza. Me miró. La miré. Clavé mis ojos en los suyos de tal manera que no pude escuchar lo que me estaba diciendo.

 
   

Miraba a mi alrededor y me sentía bien, alejado de la rutina y del estrés del trabajo. Hacía ya unas semanas que llevaba preparando el viaje y aún no estaba muy seguro de mi decisión de ir a verla, ni de lo que iba a decir cuando la viera, ni de lo que iba a hacer. Sólo seguía a mi instinto. Lo único que tenía claro lo estaba consiguiendo ya: cambiar de aires y despejarme de la monotonía de mi vida.

Al poco, empecé a pensar en lo que pasaría cuando llegara a Jaén, que era donde ella vivía. Quizás ha rehecho su vida y no quiere volver a verme, pensé, o tal vez ni siquiera vive allí ya, o puede que haya conocido a alguien en estos dos años y se haya olvidado de mí».

No había tenido contacto con ella casi desde que nos separamos; al principio nos llamábamos a diario, hablábamos horas y horas, pero poco a poco fuimos perdiendo la costumbre hasta que se quedó en nada.

Me sentí como un idiota y pensé en volver. No sabía qué me iba a encontrar allí, ni siquiera la había llamado avisándola de que iba, estaba actuando sin pensar y no podía evitar creer que así era mucho más probable que nada saliera bien.

En ese momento se acercó el camarero con mi desayuno y lo puso en mi mesa.

—Gracias —dije.

Cuando acabé, salí a que me diera un poco el aire. Corría un viento frío que me golpeaba en la cara; yo mantenía la mirada en el infinito, con la mente en blanco. Me encendí un cigarro. Tenía que decidir si debía seguir hacia delante o, por el contrario, volver otra vez a mi ciudad, mi trabajo y mi vida.

El simple hecho de plantearme esta cuestión hizo darme cuenta de lo mucho que necesitaba correr el riesgo de seguir. En ese instante, el miedo y la incertidumbre se transformaron en excitación y en aun más ganas de verla.

Me monté en el coche y seguí con mi camino planeado, volví a pensar lo poco prevista que tenía mi actuación cuando llegara, el riesgo me excitaba aún más. A cada kilómetro recorrido crecía mi ilusión, la siguiente parada sería su ciudad.

  

V

—¿Quieres que te cuente una historia? —dije—. Aunque aún no sé el final, a ver qué final le pondrías tú.

—Sabes que me encantan tus historias —contestó.

El verde de sus ojos me inspiraba, aunque ella no lo sabía.

—Cuéntame —añadió finalmente.

Tomé aire, intentando hacer tiempo para pensar qué iba a decir.

—Es la típica historia, quizás, de «chico conoce chica, chica conoce chico» —dije—. Cuando se conocieron, no sentían el uno por el otro más que una simple amistad, aunque hablaban mucho. Percibían un gran entendimiento entre ellos, reían, lloraban y soñaban juntos. Esa amistad fue creciendo y, al tiempo, el chico empezó a sentir que cuanto más la conocía, más quería conocerla; cuanto más hablaba con ella, más quería hacerlo; cuanto más estaban juntos, más tiempo necesitaba estar a su lado… y así siguió pasando el tiempo, hasta que se dio cuenta de que sentía algo más que una amistad hacia ella. Al principio, intentó ignorarlo, pensó que podría ser pasajero y no quería arriesgarse a perderla si ella no sentía lo mismo. Temía perderla. Escondió así sus sentimientos hasta que un día no pudo aguantarlo más y le confesó lo que sentía… Y aquí termina la historia, sólo le falta el final… Quiero que sepas que el chico de la historia soy yo y la chica eres tú… Por eso, no le he puesto final: porque no quiero que tenga final.

Ella no respondió.

Estuvimos un instante en silencio, a mí me pareció una eternidad. Me miraba fijamente sin saber muy bien qué decir. Sin pronunciar palabra, me besó.

Fue como si nunca antes nadie me hubiera besado. Sentí mi corazón expandiéndose en mi pecho.

  

VI

Cuando llegué a su pueblo no sabía muy bien qué hacer. No sabía dónde vivía, así que no podía darle una sorpresa, tenía que llamarla por teléfono. Eso hice.

—¿Diga? —dijo ella cuando descolgó el teléfono—. ¿Quién es?

—Soy yo, Andrés. ¿Qué tal estás? —contesté.

—¿Andrés? ¡Cuánto tiempo! Muy bien, ¿y tú? Hace mucho que no hablamos —contestó ella sorprendida de mi llamada.

—Muy bien también. Pues eso se puede remediar ¿A que no sabes dónde estoy? —dije mientras mi corazón intentaba salir de mi pecho. Hacía mucho que no escuchaba su voz y no podía disimular mi alegría.

—¿Estás aquí? —preguntó más sorprendida aún—. No puede ser.

—Pues sí —dije mientras sonreía—. Estoy cerca de un bar llamado “La Boloñesa”. ¿Quedamos aquí?

—No me puedo creer que estés aquí. Voy para allá. Espérame, estaré allí en un cuarto de hora.

Al pasar algo más del tiempo indicado, llegó ella. El tiempo se detuvo en el instante en que la vi aparecer. No había nadie más en el mundo, no escuchaba ningún sonido más que el de mi corazón palpitando cada vez más fuerte y más rápido, intentando sincronizarse con el ruido de sus tacones sobre el suelo al andar. Estaba igual de guapa que siempre. Tuve que tragar saliva para evitar que el corazón se me escapara de mi cuerpo. No podía esperar más y me acerqué a ella.

Nos abrazamos durante un largo tiempo, nos dimos dos besos a modo de saludo. Cuando la solté de entre mis brazos, sentí el impulso de volverla a abrazar durante más tiempo aún. Impulso que logré apaciguar.

—¿Cómo es que has venido? —preguntó mientras entrabamos en el bar.

—Pues no lo sé, me dieron unas semanas de vacaciones y, como hacía mucho tiempo que no te veía, decidí venir a verte.

Nos sentamos y nos sirvieron unos refrescos. Ella estaba muy callada. Me incomodaba su silencio. Intenté romper el hielo:

—Bueno, cuéntame: ¿qué es de tu vida? ¿Qué tal te va todo? —le dije sin saber muy bien qué preguntar.

Se quedó pensativa, como si no hubiera escuchado mis preguntas.

—¿Por qué no llamaste antes? —dijo finalmente.

—Quería darte una sorpresa, pensé que te alegrarías de verme —respondí.

—No, si yo me alegro; pero no sé, me pillas de improviso… no te esperaba… la verdad —dijo titubeantemente.

—Pasamos muy buenos ratos juntos y tenía ganas de verte, pensaba en ti a menudo y en la manera en la que nos separamos. Te echaba de menos y pensé que, quizás, podríamos recuperar los momentos que no pudimos vivir al separarnos.

Me dolía cada palabra que pronunciaba, en su cara veía su incomodidad. En ese  momento me arrepentí de todo lo que había hecho y se me vino el mundo encima.

Permaneció unos instantes callada. Estaba un poco inquieta, miraba hacia todos lados, intentando que su mirada no se encontrara con la mía, como si se sintiera culpable por lo que me iba a decir.

   
     

  

Me monté en el coche y seguí con mi camino planeado, volví a pensar lo poco prevista que tenía mi actuación cuando llegara, el riesgo me excitaba aún más. A cada kilómetro recorrido crecía mi ilusión, la siguiente parada sería su ciudad.

   

—Es cierto que pasamos muy buenos ratos juntos y agradezco que hayas venido a visitarme; pero, por circunstancias, tuvimos que separarnos. Yo rehíce mi vida aquí, intentando mirar siempre hacia delante, hacia el futuro. Todos los buenos momentos que pasamos juntos fueron inolvidables; pero pertenecen al pasado —dijo con un tono comprensivo, hablando despacio, para que me diera tiempo a asimilar cada palabra.

Me quedé en silencio, martirizándome mentalmente. Sin decir nada me levanté de la silla y dejé el dinero de los refrescos sobre la mesa.

—Me ha encantado volverte a ver. Sigues igual de guapa que siempre. Adiós —dije antes de irme.

Anduve. Anduve y no sabría muy bien decir hacia dónde. Un viento frío me golpeaba en la cara, al igual que lo hacía la realidad, que aún era más fría. Ese viento marcaba mi rumbo, andaba contrario a él.

Acabé en un pequeño mirador. Estaba atardeciendo. El aire era frío y muy húmedo. Me senté en el único banco que había y encendí un cigarrillo.

Mientras el sol se ocultaba tras un horizonte que se dibujaba rojo como el fuego, yo no dejaba de pensar en lo que acababa de pasar, en todo el tiempo perdido, en todas las ilusiones creadas en vano. Quizás debí prever este desenlace, quizás lo hice y no lo quise creer.

Debí haberla olvidado hace mucho tiempo, pensé, igual que ella me olvidó a mí. Había pasado muchos momentos a su lado, tantos, que es posible que ya no supiera diferenciar los reales de los imaginarios.

  

VII

Esa misma noche llegué a mi casa. Tuve una extraña sensación al abrir la puerta, me sentí como un idiota al haberme ido sin más; pero aquí me sentía seguro. Me senté en el sofá y recapacité sobre todo lo que había pasado y sobre todo lo que pasaría. Bruscamente, intentaba olvidar lo inolvidable. Sabía que no era posible.

Estaba cansado y me acosté. He de reconocer que esa noche tuve miedo de volver a soñar con ella. Saqué un atrapasueños del armario y lo coloqué sobre mi almohada, puede que él absorbiera su imagen de mi cabeza. Puede que así volviese a creer en mis sueños.

   

   

Alberto Hidalgo Domínguez (Málaga, 1987). Diplomado en Maestro en Educación Musical) por la Universidad de Málaga.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año IX. II Época. Número 69. Noviembre-Diciembre 2010. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2010 Alberto Hidalgo Domínguez. Edición en CD: Depósito Legal MA-265-2010. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

   

   

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