N.º 69

NOVIEMEBRE-DICIEMBRE 2010

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EL HORMIGUERO

   

Por Carolina Fernández Pérez

   

  

   

B

ien agarrado de la mano de su madre, Santi intenta caminar todo lo deprisa que le permiten sus cortas piernecillas de niño. No ha cumplido aún los cinco años, pero ya hace dos que va a al colegio. Sin embargo, aún no se ha acostumbrado a levantarse a las siete de la mañana, ser vestido a toda prisa, desayunar corriendo cualquier cosa comestible y caminar casi en volandas hasta el coche de mamá, aparcado dos calles más abajo de donde viven, porque la plaza de garaje está reservada para el Audi de papá.

Por fin llegan al coche. Mamá rebusca nerviosamente en el bolso y saca las llaves, abre el vehículo y sienta a su hijo en la sillita especial, atándole las correas para que no salga disparado (y también para que no se le ocurra levantarse y molestarla mientras conduce). Al tercer intento, el coche arranca. Dos minutos más tarde, mamá consigue salir del estacionamiento y se introduce en el torrente de coches que intentan acceder a una de las arterias principales de la ciudad. Poco a poco, la interminable fila va avanzando, aumentando y disminuyendo el volumen de tráfico según los sectores por los que discurre la avenida.

Desde su privilegiado asiento, Santi mira a través de la ventanilla. Cada vez que el tráfico se detiene, Santi hace muecas y saca la lengua, intentando provocar la risa de los pasajeros de los coches que quedan a su lado, pero en la mayoría de los vehículos sólo viaja el conductor y, en el caso de haber pasajeros, van tan dormidos que no ven al niño, o bien se toman a burla sus payasadas y fruncen el ceño en señal de reprimenda. Santi advierte que sus monerías no son aceptadas, pero insiste en alegrar a aquellos cariacontecidos pasajeros. Sólo deja de gesticular cuando el coche se pone de nuevo en movimiento, o bien cuando los ocupantes del otro vehículo muestran su disgusto con rápidos aspavientos y caras más agrias todavía.

De vez en cuando, Santi da un respingo en su sillita al oír las bocinas de los coches; tampoco a eso se ha acostumbrado, a pesar de que lo oye todos los días de su vida, tanto si va en coche como ahora o paseando de la mano de su madre. Esta vez la que pita es mamá. Acaba de decir un montón de palabrotas seguidas, y Santi duda entre reprenderla o ignorarla y hacer que no ha oído nada. A mamá no le gusta que diga esas palabras feas, y le ha dicho mil veces que, cuando oiga que alguien las dice, debe regañarle para que no las repita. Pero en estos momentos, mamá está demasiado exaltada para que la regañen, así que Santi decide callar. Además, están cerca del colegio.

   
     

  

Y mucha gente, cientos de personas, miles de almas vagando de un lado a otro, cada una con su asunto, sin preocuparse de los otros que pasan a escasos centímetros… todos, siempre en perpetuo movimiento.

   

Delante del colegio, los coches se mezclan confusamente, el ruido de las bocinas es insoportable y las madres que ya han dejado a sus hijos increpan a las que vienen a dejarlos, exigiéndoles que aparten sus vehículos para dejarlas salir a ellas. Hay también algún que otro padre al volante, pero ellos son más salvajes todavía: suben medio coche a la acera y salen como pueden del tumulto.

Mamá detiene el coche lo más cerca posible de la puerta del colegio, sale, saca a Santi, lo coge en brazos, cierra el coche y echa a correr. Son más de las ocho y media, y mamá entra a las nueve al trabajo. Afortunadamente, la tienda donde trabaja su madre no queda lejos del colegio, apenas a trescientos metros, aunque mamá tiene todavía que encontrar un sitio donde aparcar el coche.

Ya en la puerta, Santi besa a su madre y corre por el patio hasta su fila. Cuando llega se da la vuelta, con la esperanza de distinguirla entre el barullo de gente que entra y sale del colegio. Pero mamá ya está en el coche, maldiciendo al dueño (o, probablemente, la dueña) del coche que le corta el paso y le impide moverse de donde está.

Ya en clase, la maestra les hace colocarse en círculo alrededor de una mesa. En la mesa hay una caja grande, y está cubierta con una tela de colores. Cuando logra hacerles callar a todos, la maestra levanta la tela y deja ver una urna de cristal llena de tierra. Por las paredes de la urna se aprecia cómo en la tierra hay caminos, y multitud de hormiguitas recorren esos caminos sin descansar.  Mientras la maestra les explica qué es un hormiguero, Santi contempla absorto el ir y venir de los insectos.

A las dos de la tarde, Santi espera pacientemente a que llegue su madre. No suele tardar mucho, pero hoy parece que se retrasa. O quizá sea que el tiempo parece ir más despacio cuando deseamos que venga alguien para contarle nuestro gran descubrimiento. Al fin, mamá entra en el patio y Santi corre hacia ella. Después del beso de rigor, Santi exclama muy emocionado:

—¡Mamá! ¿Sabes que hemos visto hoy un hormiguero?

—¿Sí? ¿Y qué te parece, te gusta?

—Sí, mami, me gusta mucho. Las hormiguitas me recuerdan a ti.

La madre lo mira extrañado.

—¿A mí? ¿Por qué, Santi?

—Bueno, a ti y a todo el mundo. Las hormigas parecen coches y gente, se pasan todo el día corriendo de un caminito a otro, pero nunca salen del hormiguero; están ahí metidas y no se pueden escapar.

—¿Sí? Anda, vámonos a casa.

De vuelta a casa, la madre de Santi piensa en las palabras de su hijo.

Realmente, la vida en las ciudades se asemeja a la vida en un hormiguero, siempre con prisas, tropezando unos con otros, desempeñando cada uno su tarea sin contar con los demás. Caminos que suben, que bajan, que se cruzan, caminos sin salida... Y mucha gente, cientos de personas, miles de almas vagando de un lado a otro, cada una con su asunto, sin preocuparse de los otros que pasan a escasos centímetros… todos, siempre en perpetuo movimiento. ¿Quién duda de que el hombre no es más que un animal gregario, si se comporta como cualquiera de ellos? Animales atrapados en urnas que ellos mismos han construido y de las que creen salir, pero no hacen más que escapar de una para introducirse en otra. Hasta los niños lo saben.

   

   

 

    

 

 

Carolina Fernández Pérez (Málaga, 1983). Diplomada en Maestro en Educación Primaria por la Universidad de Málaga. Aunque aficionada a las prácticas deportivas, confiesa pasar sus mejores momentos escribiendo y, sobre todo, leyendo, en cuyo particular firmamento, Bécquer, Lorca, Machado, Verne, Stephen King, García Márquez e Isabel Allende son estrellas cuyo fulgor la tienen magnetizada. Es colaboradora distinguida de nuestra revista, en cuya sección de “Narrativa Breve” aparece con asiduidad, con una prosa madura, impecable y moderna que cautiva el interés del lector desde la primera línea.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año IX. II Época. Número 69. Noviembre-Diciembre 2010. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2010 Carolina Fernández Pérez. Edición en CD: Depósito Legal MA-265-2010. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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