N.º 68

AGOSTO-OCTUBRE 2010

3

    

    

  

  

  

  

  

PEDRO DORIAN GUTIÉRREZ

   

Por  Ninoschka Prado Ouviña

  

  

  

A Agnes Steuer

  

  

«E

res mi última esperanza», lo había susurrado con un hilillo de voz casi ininteligible. El aludido se irguió sorprendido, observando el manojo de huesos recubierto de piel amarilla y arrugada, piel vieja, castigada por el tiempo.

«Esperanza, ¿de qué?», pensó. ¿Qué puede esperar esta pobre criatura de este mundo infiel? Le dio un último beso en la mejilla, la arropó y ahuecó el cojín, que soportaba la cabeza de la anciana. Pedro se fue a la cocina a fumarse un cigarrillo. Llevaba ya casi un año en este trabajo. Asistencia las 24 horas del día; Sterbehilfe lo llamaban.

En Alemania, los enfermos crónicos terminales, siempre y cuando hayan pagado un plus, tienen derecho a ser atendidos en sus casas, en lugar de tener que ir a una inhóspita residencia o a un hospital a pasar sus últimos días. Al gobierno, incluso, le sale más rentable. Empresas especializadas concertadas se encargan y organizan colonias de limpiadoras, enfermería, curas de necrosis, las compras... todo lo que haga falta y a domicilio.

Cuando Ute, su amiga alemana de Málaga, le comentó que buscaban gente que tuviese un nivel mínimo de alemán, no se lo pensó dos veces. Era la oportunidad que había estado esperando. No tenía dinero. Había terminado sus estudios de Ciencias Políticas en Granada y sólo le quedaban algunas de libre configuración y Economía Mundial, de cuarto curso. Estaba ansioso por ir al extranjero. Se había dado cuenta a tiempo de que los idiomas le serían imprescindibles en el futuro y empezó, desde joven, a acostumbrarse a ver la tele, oír la radio y leer los periódicos en diferentes idiomas. No es que tuviese un alemán tan bueno, pero podía comunicarse y no tenía miedo. Además, Ute le había ayudado mucho con el tema de la búsqueda del trabajo. Ella fue la que lo animó: «...Pero Pehhtaa, si eso no es nada parra ti, sólo tienes que hablarr y eso es lo que quierres, ¿no? Inténtalo, si no te gusta, te vienes y ya stá».

  

 

     

 

La geriatría era un sector de oferta laboral muy poco exigente. Dema-siados viejos solos, abandonados, desatendidos, y muy poca gente dis-puesta a trabajar en tales condi-ciones. Hasta los del Este se lo pen-saban dos veces.

  

 

La geriatría era un sector de oferta laboral muy poco exigente. Demasiados viejos solos, abandonados, desatendidos, y muy poca gente dispuesta a trabajar en tales condiciones. Hasta los del Este se lo pensaban dos veces.

Y allí estaba él, fumando y pensando en el fregado en el que se había metido, pero no durante mucho tiempo. La preocupación por Agnes, por su pobre Agnes, estaba grabada en el disco duro de su memoria y no le permitía derrochar sus pensamientos durante mucho tiempo en banalidades.

Ya, el otro día, había estado buscando las fotos. Hoy las encontró guardadas entre papeles de difuntos, de Rentenversicherung y cientos de sobres de vete a saber qué asuntos. Agnes, de niña, haciendo la primera comunión; Agnes y Bruno, el día de su boda, y una foto que le gustó mucho a Pedro: ya entrados en edad, pero aún de buen ver; ella sentada, bien colocada, fuerte, guapa, seria; él, sonriente, orgulloso, feliz y enamorado, de pie, al lado de ella. La edad, los años, no perdonan. Nos gastan, desforman y nos reducen hasta que dejamos de ser, y no somos ni la sombra de lo que fuimos. Tuvieron que huir con lo puesto; los dos, con la niña recién nacida y el carrito; no les dio tiempo para más. Los rusos invadieron y tomaron posesión de todo. Dice que se acuerda mucho del parto, rápido, sin dolor alguno, en casa. Bruno se puso nervioso y fue al lavabo; para cuando volvió, ya había nacido Ursula. Él tocaba el violín y cantaba en el coro de la iglesia, y, además, la batería en una banda de baile. Ella nunca bailaba porque él siempre tocaba. Anonyme Bestattung, sus cenizas enterradas, sin lápida, sin epitafio, nada. Ella dice que sabe dónde está, debajo de un árbol, desplazado a la izquierda. Era una de las muchas cosas que Ursula, su única hija, y, desde que cayó enferma, también su mentora, no tenía intenciones de perdonarle jamás. A Pedro le pareció más bien una de las muchas excusas para desentenderse de la vieja, del muerto.

No, Agnes no es ni la sombra de lo que fue. Qué dura es la muerte, que se lleva a nuestros seres queridos para siempre. El abandono, el deterioro físico, la desintegración lenta y obstinada que no perdona, y, mucho menos, al que aguanta. Al que no le comen los gusanos lo va devorando el tiempo, palillos de dientes, manojos impedidos, imposibilitados. El pobre Bruno se murió de pena. Se murió porque llevaba años postrado en la cama, viendo cómo su bella Agnes cuidaba su inmóvil cuerpo con tesón, a él, que hubiese querido cuidarla a ella hasta el final, supongo. Qué milagrosa es la fotografía, que inmortaliza la belleza, la juventud, el amor y la felicidad, para regocijo de sus protagonistas, hasta más allá de la eternidad.

El trabajo tenía algo de duro, aunque no pudiese especificar exactamente qué era lo que hacía que fuese un trabajo duro, si el estar encerrado, o la enfermedad... no lo sabía; luego, por otro lado, no dejaba de ser algo muy sencillo, era como estar en casa. Tenía tiempo de sobra para estudiar e incluso leer.

Durante los dos últimos meses, la salud de Agnes había empeorado drásticamente. Él, que nunca había sufrido la muerte en sus propias carnes y ansiaba, de alguna manera, que llegase el momento, se quedó estupefacto cuando, según Ursula: «¡Por fin!», comenzó el declive. El doctor Jensen, médico de cabecera de Agnes durante los últimos veinte años, se lo llevaba advirtiendo desde el principio, que le quedaba poco tiempo, dos meses, tres a lo sumo. Él no se lo había creído, pero se mordió la lengua y se dedicó a agradar y cuidar a su viejita con mucha responsabilidad y cariño. Al final, dos meses se convirtieron casi en un año.

Desde que la enfermedad postró finalmente a Agnes en su lecho de muerte, después de un terrible ataque nocturno de vómitos sanguinolentos que Pedro no quería ni recordar porque aún le temblaban las piernas, todas las mañanas, a las nueve de la mañana, venían las enfermeras, que se encargaban de limpiar, maquillar un poco y mover el ya inerte cuerpo de Agnes. Antes, los cuidados personales los había llevado una especie de asistente sanitario.

Pedro se había acostumbrado a estar presente, ayudando a las chicas a calmar a Agnes cuando se quejaba. El cuerpo, rígido, ya no quería trasiego alguno y mortificaba a la pobrecilla con dolores que le sacaban los ojos de sus hundidas cuencas, pareciéndose más a una ardilla acorralada que a un ser humano. Él lo sabía, se había convertido en el bálsamo de la pobre viejita, y no la dejaba sola con nadie ni un momento, excepto cuando venía Frau Kaiser a darle la comunión. Sí, durante un año, dos veces a la semana, Pedro la había visto venir, en lugar del cura, que debía estar muy ocupado. Se ve que ya, cuando su marido enfermó, esta voluntariosa representante extraoficial de la Iglesia se ofreció a tan digna labor. Le contó a Pedro que Agnes ya había recibido la extremaunción por si las moscas, por precaución, vamos, y quién le iba a decir a Pedro que más sabe el zorro por viejo que por zorro.

Hacía ya cuatro días que a Agnes le había dado un jamacuco durante una de las visitas de las enfermeras. Estaban limpiándola dos chicas, ella se quejaba como un niño y Pedro les ayudaba para amortiguar el dolor de las oxidadas bisagras al usarlas; le hablaba en susurros tranquilizadores mirándola fijamente a los ojos, como intentando hipnotizarla con la mirada; ojos a los que ella se aferraba aterrada como una náufraga a punto de ser engullida por las aguas, y, de pronto, dejó de quejarse. Los ojos abiertos se perdieron en la mirada de Pedro y dejaron de existir. Un vegetal.

Entre el Jensen, la Ursula y el jefe de Pedro, dueño de la empresa de servicios a la cuarta edad, llegaron al acuerdo de que no se le prestaría ninguna asistencia, de forma que, dado que la embolia la había dejado frita, ella moriría, en realidad, de inanición. Darle de beber supondría el riesgo de que muriese ahogada. A Pedro no le pareció buena idea y sus escrúpulos incitaron a su jefe a pedir el acuerdo por escrito, pero nada más. Después de una breve reunión de apenas quince minutos, esas tres personas, tan ajenas a Pedro y Agnes, decidieron sobre sus cabezas el destino final de la anciana, pero también el de Pedro, su Sterbehilfe. El médico, aun antes de marcharse, con un pie en el pasillo de la casa y otro fuera, en el rellano de las escaleras, le dijo a Pedro: «Ah, oye, mira, y si se muere de noche, no llames a nadie, ni hagas nada. La dejas y, por la mañana, me llamas y yo lo arreglo todo, ¿vale?».

    
     

 

Quién hubiese dicho que la muer-te tiene sonido de cremallera.

    

Pedro se quedó solo.

Agnes tardó unos cuantos días más en sucumbir. Para entonces, el catéter hacía tiempo que permanecía seco. Le habían recetado unos bastoncillos de glicerina, que Pedro deslizaba con suma suavidad por los labios cortados y secos, y, sorprendentemente, ella, que no reaccionaba ante absolutamente ningún estímulo con ningún sentido, en cuanto algo le rozaba los labios, los apretaba con fuerza, como el niño que no quiere comer, y Pedro entonces se preguntaba, ¿nos estará oyendo?

Ocurrió tal como el Jensen predijo. Pedro aún trató de localizar al cura, pero nadie, absolutamente nadie, vino a acompañar a Agnes en su último viaje.

Pedro hacía tiempo que había dejado de dormir del tirón. Se levantaba, como despertado por un sexto sentido, y se acercaba al lecho continuamente. Ella seguía con los ojos abiertos de par en par y seguía respirando, si se puede llamar respiración a esos ruidos que salían del interior de su cuerpo deshidratado. A Pedro se le ponía la carne de gallina, sonaba como los últimos sorbos de una Fanta bebida con pajita.

La última noche, Pedro estaba durmiendo profundamente cuando algo lo despertó de repente. Eran las tres de la madrugada. Le recorrió un escalofrío por la columna vertebral a pesar del ambiente caliente de la calefacción. Se levantó sigilosamente, arrimó su oído a la puerta del dormitorio de Agnes, pero esta vez, algo le impidió entrar. Sentía una profunda frialdad. Volvió a su cuarto y se acostó. Puso el despertador para las siete.

Cuando, a la mañana siguiente, se la llevaron los de la funeraria, Pedro ya había tomado la decisión de no volver a trabajar en eso; especialmente cuando, desde la cocina, oyó el sonido de una cremallera y pensó: «¿Eso ha sido todo?».

Quién hubiese dicho que la muerte tiene sonido de cremallera, ¿verdad?

   

   

 

    

Ninoschka Prado Ouviña (Hannover, Alemania, 1970). Diplomada en Maestro en Lengua Extranjera (sección Inglés) por la Universidad de Málaga, en cuya Facultad de Ciencias de la Educación cursó los estudios de Magisterio. Hija de emigrantes españoles, nació en Alemania y retornó a España en 1981. Lingüista vocacional y amante de la humanidad, se ha interesado desde temprana edad por la literatura y el arte en general. Ha cursado estudios de Traducción e Interpretación en la Universidad de Granada. Ágil, aguda y mordaz en ocasiones, cultiva con magistral desenvoltura tanto la prosa como el verso. Nuestra revista se honra en tenerla como colaboradora.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año IX. II Época. Número 68. Agosto-Octubre 2010. Director: José Antonio Molero Benavides. ISSN 1696-9294. Edición en CD: Depósito Legal MA-265-2010. Disegro Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Copyright © 2010 Ninoschka Prado Ouviña. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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