N.º 68

AGOSTO-OCTUBRE 2010

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EL PICAFLOR

  

Por  Ninfa Duarte Torres

  

  

  

L

a historia familiar es toda una institución dentro de la cultura de los pueblos. Son cofres sagrados de discretas confidencias, costumbres o simplemente hábitos. Son verdaderos bargueños secretos, amados, respetados y, muchas veces, hasta venerados.

Al margen de las leyendas, tradiciones y creencias populares que se transmiten de padres a hijos por largas generaciones familiares constituyendo el folclore de los pueblos, existen otras creencias, suerte de relicario pagano, que son menos conocidas, o poco difundidas, pero no por ello menos verosímiles; secretas herencias que van quedando como un recuerdo o una fantasía dentro del grupo familiar y, con el tiempo, se borra o crece según el espíritu de los que lo reciben como patrimonio o herencia.

Los poblados del interior de nuestro país están llenos de este tipo de creencias y en cada familia se respeta como un legado de los antepasados. A veces, no pasa de ser un refrán, chiste o dicho popular y otras, hasta toman la intensidad de una doctrina.

   
     

 

Cuando eso ocurría, dejaba su labor, se embelesaba con los vistosos arabescos que iba trazando por los aires aquel diminuto pajarito, que, goloso, se llevaba todo el jugo dulce de las flores.

   

En mi familia ―por ilustrar lo dicho―, cuando un picaflor llegaba al jardín de mi madre con su alegre gorgorito y danzaba de flor en flor el baile del dulce néctar en un incesante aleteo tornasol, provocando un revuelo entre las dalias y los crisantemos, y llenando la tarde con ese aroma tan peculiar, mi madre decía: «Es el alma de Angélica Isabel, que viene a visitarnos, trae buenas noticias...».

Cuando eso ocurría, dejaba su labor, se embelesaba con los vistosos arabescos que iba trazando por los aires aquel diminuto pajarito, que, goloso, se llevaba todo el jugo dulce de las flores, y mamá, con una sonrisa brillante en sus ojos llenos de lágrimas, se transformaba. Era la imagen misma de la felicidad, algo etéreo e increíble.

Al rato, el picaflor desaparecía del lugar, quedando un halo de dulzor y pureza colgado en el ambiente, acariciando con sus alas y sembrando ternura en nuestros corazones por un instante como si un ángel nos hubiera visitado realmente.

Un largo suspiro de añoranza era la respuesta obligada de mamá, cargada de nostalgias tal vez. Nunca lo indagué. Pero siempre, ése era un momento muy especial, lleno de preguntas no dichas o secretos compartidos.

Es muy posible que mi madre creyera realmente que el almita de aquella pequeña hija suya, que muriera en sus brazos a los nueve meses consumida por la fiebre, tan tierna y pequeñita, viajara eternamente dentro del picaflor de alas transparentes y largo pico rojizo, donde habitaban juntos, en eterna comunión, el suave recuerdo de su bebé y el dulce néctar de las flores del jardín, que ella cuidaba con tanto amor y dedicación. Es muy posible que ella creyera también que venía a visitarnos de vez en cuando acompañado de buenas noticias… Es muy posible que ella creyera...

En los años de la inocencia, también nosotros teníamos esa creencia, o quizá inventábamos otras parecidas, llenas de sentimientos encontrados e imaginación infantil. Y con el tiempo, tal vez se haya diluido en el recuerdo, pero algo quedó para inquietarnos de tanto en tanto, sin tener en cuenta los pantalones largos, ni los tacones altos.

Tanto es así que, sin importar dónde estemos, siempre que llega un colibrí al jardín, donde la familia esté reunida, aquella fantasía vuelve a pasar aleteando hasta instalarse en nuestros recuerdos, y todo se repite invariablemente… Casi al unísono decimos: «Angélica Isabel viene a visitarnos».

Creencia, tradición o folclore se convierten en un agradable cosquilleo dentro de nuestros pechos, que crece y se ensancha hasta llegar a los labios con ternura incomparable y se traduce en sonrisa de complicidad. Todo nos recuerda un bello momento: mamá, Angélica Isabel, los geranios, se confunden en dorados arabescos como los que va trazando el picaflor al pasar.

Si es el picaflor o el alma de aquella hermanita nuestra tan querida, a quien no llegamos a conocer, nunca lo sabré. Pero está allí, siempre lo estará, para recordarnos que el amor no muere y que siempre hay un retazo de inocencia dentro de cada ser para conservar la ternura que hace falta para vivir.

Una simpleza, quizá, una nadería, pero de esa clase de creencias están llenos nuestros recuerdos y forman «la historia familiar».

El picaflor es para nosotros como un ángel. Una prolongación de Angélica Isabel. Es la ternura dulce y colorida que revolotea de vez en cuando sobre nosotros para decirnos: «Les quiero mucho».

¡Y mamá desde el cielo sonríe feliz!

   

   

 

    

Ninfa Estela Duarte Torres (Asunción, Paraguay). Profesora Normal Superior y coordinadora de cursos de Formación Docente. Ha resultado ganadora en el Concurso Internacional de Poesía “Cenediciones y Novelarte”, que se celebra en Córdoba, Argentina, durante tres veces consecutivas. Duetos y Abrazados es el título de su primer libro, cuya autoría comparte con Rafael Ángel Cortés, de Puerto Rico.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año IX. II Época. Número 68. Agosto-Octubre 2010. Director: José Antonio Molero Benavides. ISSN 1696-9294. Edición en CD: Depósito Legal MA-265-2010. Disegro Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Copyright © 2010 Ninfa Estela Duarte Torres. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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