N.º 67

MAYO-JUNIO-JULIO 2010

4

GIBRALFARO

   

   

   

   

   

EL TALISMÁN

   

Por  Roberto Attías

   

   

E

l río mecía suavemente los camalotes que cabalgaban las pequeñas olas alumbradas por el titilar de las estrellas. El monótono golpeteo de los remos se hermanaba con la respiración acompasada del pescador guiando con destreza la embarcación en pos de la costa, luchando contra la corriente que, aunque invisible, trata infructuosamente de arrastrarlo aguas abajo. Luego, los remos se detienen abruptamente cuando la proa roza la playa dejando escapar un corto quejido de las maderas arañadas por la arena.

    
     

 

El monótono golpeteo de los remos se hermanaba con la respiración acompasada del pescador guiando con destreza la embarcación en pos de la costa.

    

Manuel regresaba al campamento, situado en lo alto, donde no llegan las aguas en las crecidas. Fue allí donde su padre, don Carlos, construyó un refugio amplio y prolijo para albergar a su esposa y su pequeño hijo. Él había elegido este lugar porque era parte de un paisaje espléndido, con grandes extensiones cubiertas por vegetación, y, bajo la cual, la maleza, como una alfombra, llegaba hasta el agua. Por la mañana, un coro de vida te despertaba, donde predominaban las aves con sus trinos, y, en los días de cambio de tiempo, los monos aulladores gritabas sobre las copas de los sauces y alisos. Allí la vida se manifestaba a cada paso.

Un día apareció un gran cartel que declaraba a la franja costera como «Zona Industrial». Pronto se edificaron fábricas, astilleros y frigoríficos, con la idea de que esto traería el progreso a la provincia y el esperado trabajo a las personas del lugar.

Ya no estaban solos los pescadores, el predio se pobló de camiones, cañerías y humo.

Pasaron los años y algunas de las industrias, como la curtiembre «Oeste», cerraron y quedaron abandonadas las oficinas, los galpones y las cisternas donde trataban los desperdicios líquidos antes de arrojarlos al río, pero, aun así, en días ventosos se puede sentir el vaho picante y nauseabundo que hace arder los ojos y la garganta.

Pero a Manuel sólo le preocupa la falta de peces. Era el oficio enseñado por su padre, al cual acompañaba en sus tareas hasta que enfermó de los pulmones, igual que su madre, y ambos terminaron muertos. «Es el humo de las fábricas», dijeron los médicos.

El muchacho era joven, pero, con años de trabajo arduo, tiñó su mirada de incertidumbre y despobló sus pensamientos de sueños esperanzados, pues pasó los últimos meses tratando de atrapar algunos peces con la red y no lo había logrado, aun triplicando el esfuerzo. Cada día ha visto cómo las pequeñas boyas amarillas desaparecen rápidamente bajo el agua, arrastradas por los plomos.

Manuel había estado sentado y quieto esperando el momento de levantar la red cuando llegara a la señal prefijada, sólo se movía para dar un golpe de remo y corregir el rumbo, mientras sus pensamientos lo arrastraban por los recuerdos de leyendas oídas, escudriñando en los comentarios hechos en días de reuniones, tratando de descubrir la palabra, el hecho mágico o el elemento preciso que le devolviera el don de atrapar esas presas escurridizas.

    

 

Al medio día, después de remar toda la mañana río arriba, se detuvo en el extremo sur de la Isla Grande.

     
    

El nuevo amanecer lo encontró meditando, sentado en la costa, viendo cómo su embarcación se sacudía con violencia a causa de la tormenta que había llegado al alba.

«¡Con esto, se empeoraron las cosas!», pensó, y se dirigió a un grupo de pescadores que, como él, sufría del mismo problema; algunos recordaron que, en años anteriores, cuando ocurría algo similar, colgaban sus herramientas y se empleaban en las empresas del lugar.

Pero él se negaba a apartarse del río, convencido de que hallaría remedio a la situación. Después de que el grupo se desmembró, quedando él solo en el arenal, con don Benigno, habitante de la isla de enfrente, que, entre relatos, chistes e historias fantásticas, contó al muchacho que su abuelo extraía de la cabeza del Dorado un huesillo conocido popularmente con el nombre de San Antonio, que, extraído de acuerdo a un ritual ancestral, adquiría el poder de convertirse en el más poderoso talismán para la pesca.

Esta idea encendió una hoguera en su mente. Allí estaba lo que tanto buscó, aquella era la solución definitiva y el comienzo de un futuro promisorio.

Luego de disimular la prisa, se alejo con la promesa de volver.

Estando en su rancho, farfullaba y revisaba el equipo que tenía para la pesca de costa: anzuelos, cambiadores, patejas, líneas y demás; luego, acomodó todo en un zurrón y se dirigió a buscar carnadas con su tarraja a corta distancia de su hogar en un diminuto estero, mientras esperaba que aminorase la tormenta.

Amaneció gris y, aunque la calma no era total, el peligro había pasado.

Al medio día, después de remar toda la mañana río arriba, se detuvo en el extremo sur de la Isla Grande. Bajó todas sus cosas con premura y tiró seis líneas encarnadas con cascarudos. Seguidamente, cortó ramas, colocó sobre éstas un trozo de carpa, juntó leña y encendió una hoguera. Una hora después se sentó a esperar mientras fumaba un cigarro y bebía unos sorbos de caña en su precario campamento.

Pasaron las horas y todos los peces que atrapaba los devolvía, como dictaba el rito. Un tirón de una de sus líneas hizo repicar la campanilla de alerta. Esto lo sacó bruscamente del sopor. Con movimientos apresurados, atrapó la tanza con fuerza y comprobó que la presa estaba atrapada; allí se inicio una lucha que se extendió por varios minutos. En la desesperación de sentirse prisionero, el animal dio un desesperado salto fuera del agua y Manuel pudo ver un resplandor de cobre y oro en sus escamas. Un sentimiento de júbilo elevó su estima mientras recogía el Dorado vencido en la batalla por la libertad.

    
     

 

En algunos de ellos, perforados por el oxido, se podía apreciar en su interior el fluir de una cantidad imprecisa de liquido fétido y oscuro que descendía hacia el río.

    

Manuel repetía las mismas palabras una y otra vez. Primero como un susurro y luego se fue elevando hasta convertirse en un grito: «La mitad del camino está recorrido, tengo el animal que posee el hueso mágico; desde ahora, el boleto de ida hacia la gran cosecha de peces». Siguiendo estrictamente el ritual que le expresara el anciano, obtuvo el talismán y luego devoró con ansias la carne, como lo dictaba la leyenda.

Mientras comía, pensaba que su sabor era delicioso como el de los peces de la laguna interior de la isla, su textura es más suave, su color más agradable. Allí, la pesca era magnifica, y se quedó durante unos días a disfrutar de la naturaleza.

Todo estaba dispuesto para volver, tenía el talismán dentro de una bolsita atada a la canoa. Después de varias horas, divisó el paisaje cotidiano de las inmediaciones de su casa.

Primero divisó el caño del desagüe principal de las cloacas de la ciudad. Más allá está el puerto de la industria química y, entre éste y el frigorífico, la curtiembre.

Pasó lentamente frente a estos caños color ocre que se sumergían en el agua. En algunos de ellos, perforados por el oxido, se podía apreciar en su interior el fluir de una cantidad imprecisa de liquido fétido y oscuro que descendía hacia el río. En todo ese sector, las hiervas estaban secas.

Todos los días veía lo mismo y no prestaba mayor atención a la acostumbrada desolación del paisaje, que se fue degradando con el paso de los años, y hacía mucho que las aves y los monos se habían retirado de la región, pero eso no lo preocupaba, sólo los peces lo mantenían alerta.

Preparó todo para el amanecer, el día estaba calmo. Se dirigió a la señal de inicio y echo la red al agua.

Esperó los veinte minutos que duraba su red para recorrer ‘la cancha’, según la jerga pescadora llaman a una sección del lecho del río libre de trabas, las que fueron retiradas precedentemente para tal fin. Las manos traspiradas y la boca seca como evidente señal de la ansiedad que le daba estar atento a la marca que fijaba el final de la labor que generalmente es alguna chimenea que sobresale en la ciudad.

Sonreía constantemente como saboreando de antemano el logro que se suscitaría pronto.

    

 

Pero lo que no podía comprender Manuel es que los peces que no habían muerto emigraron lejos de la contaminación, como las aves y los monos.

     
    

«¡Ha llegado el momento!», pensó, y se aferró con energía a la boya de la punta y comenzó a izar la maya y a depositarla desordenadamente en la tabla fija sobre las cuadernas de su canoa.

¡Una, dos, diez brazadas de hilos enmarañados y ningún pez! Pero se calmó un poco pensando que, con todos los metros que aún faltaban por recoger, alcanzaría para marcar el triunfo. Cuando hubo sacado más de la mitad, la duda comenzó a corroerlo y de la tímida incertidumbre paso a la zozobra más descarnada ya que, antes de concluir su labor, pudo comprender su total fracaso.

«¿En que he fallado?», se preguntaba entre lagrimas, mirando con tristeza el agua.

Pero lo que no podía comprender Manuel es que los peces que no habían muerto emigraron lejos de la contaminación, como las aves y los monos, pues casi nunca prestaba atención al reclamo que se oía en la radio de los grupos ecológicos, y, cuando lo hacía, era para mofarse de los anuncios, asegurando que «¡Esa es otra manera de timar a la gente!». Su descreimiento, sumado a su desinformación, lo convirtió, paradójicamente, en cómplice del problema que devastaba su hábitat y su trabajo.

Lo que allí aprendió Manuel es que los peces no eran más escurridizos que antes y no necesitaba un talismán para atraparlos, porque no estaban allí; lo que necesita el lugar era un plan de protección ambiental.

  

  

  

*Este relato ha sido galardonado con el Premio Participación en la “NUEVA ANTOLOGÍA DE HABLA HISPANA 2006” y premiado también en el “XIV Certamen Internacional de Poesía y Narrativa Breve” patrocinado por Editorial Nuevo Ser (Buenos Aires, Argentina).

   

   

 

    

Roberto Attías (Fontana, Chaco, Argentina, 1955). Cultiva tanto la poesía como la prosa y su creación literaria ha sido galardonada en numerosas ocasiones. Una muestra de su creación literaria puede encontrarse en su página RobertoAttías.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año IX. II Época. Número 67. Mayo-Junio-Julio 2010. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2010 Roberto Attías. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

PORTADA

TÍTULOS PUBLICADOS