N.º 64

NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2009

3

   

   

   

   

   

   

   

VOLAR DEL NIDO

   

Por  Luis Antonio Ródenas

   

   

E

staba contemplativo, concentrado en sí mismo. Quería dedicar aquella calurosa tarde de otoño a otear el maravilloso paisaje que podía admirarse a partir de esa altura. Desde el risco, lograban apreciarse los agostados campos en toda su magnificencia: los desordenados árboles de ribera, que marcaban el recorrido del sinuoso riachuelo; algún nogal o almendro solitario campeaba en medio de una hermosa viña, de cuyas cepas colgaban los exquisitos y sazonados racimos que albergaban cual tesoro el precioso líquido dorado, y que habrían de ser recogidos durante las vendimias… Más allá, se vislumbraba la recta e interminable carretera y, mucho más lejos todavía, alguna típica construcción de campo.

Sabía que no podía ser, que ya no podía dilatar por más tiempo su estancia en aquel sitio para él tan cómodo. Pronto, muy pronto, tendría que marcharse. Uno de esos próximos días, cuando saliera de su acogedor refugio, lo haría para siempre. Era una ida sin regreso.

    
     

 

Desde el risco, lograban apreciarse los agostados campos en toda su magnificencia: los desordenados árboles de ribera, que marcaban el recorrido del sinuoso riachuelo...

    

Disfrutaba mirando los intensos azules del cielo de Castilla, sin apenas una nube que los emborronara al amparo de los generosos rayos de un sol vespertino aún calcinador. A la vez, discurría en el modo como decírselo. No podía abandonar su hogar sin preguntárselo, sin intentar que, por fin, tras tanto tiempo de incertidumbre, ella accediera y se lo contase.

—Mamá, nunca me hablas de papá…

La madre no se sintió molesta en absoluto. De hecho, pudo incluso adivinarse un amago de sonrisa en su dulce expresión. Se rascó la cabeza, teñida de azulones brillos que fulguraban a la luz como filigranas de metal; trataba de hacerse la despistada. Quería probar suerte, por si la pregunta no fuera más que un antojo pasajero del jovenzuelo y el asunto pudiese ser pasado de soslayo.

Pero no. Ella sabía que, lejos de ser un capricho, era una necesidad vital. Alguien que se abre al mundo que le rodea tras mucho tiempo de silencio se formula muchas preguntas, y, por difíciles que algunas sean de responder, una madre tiene que asumir esa responsabilidad como una parte más de la enseñanza ante la vida: el momento había llegado. Lo tenía asumido.

—¿Cómo era papá? —insistió el petimetre, sin dejar de mantener la vista en el paisaje.

—¿Tu padre? —inquirió sutilmente la madre rompiendo su silencio—. Tu padre era el ser más maravilloso que jamás he podido conocer… ¡Salvo tú, claro! Al fin y al cabo, eres y serás siempre mi pequeño. ¿Sabes? Te pareces mucho a él…

Él hizo una mueca similar a una sonrisa, y pacientemente, esperó en silencio a que la madre prosiguiera su narración.

—Era el mejor en todo. ¡De eso estoy totalmente segura! Si no, jamás lo hubiera escogido como compañero —afirmó contundentemente la madre como quien augura un largo parlamento.

El joven se dio la vuelta y, de un respingo, en un movimiento visto y no visto, se plantó justo delante su madre.

—¡Cuéntamelo todo, mamá! Pero hazlo como siempre que haces estas cosas conmigo. Deja que me acurruque junto a ti, bajo tu vientre, como cuando era pequeño. Y, por favor, no pares de hablar.

La madre alojó tiernamente al hijo en su regazo y, empleando un dulce y melodioso tono de voz, se prestó de buena gana a los requerimientos de su retoño.

—Nos conocimos por ahí… Ya sabes… Pertenecíamos a una banda, como cualquier otro. Todos los miembros eran cariñosos, divertidos y fáciles de tratar, pero tu padre, sin duda, era el mejor. ¡O así me lo pareció!

El pequeño entornó plácidamente los ojos. Se le notaba muy a gusto escuchándola, disfrutando del cálido rumor que irradiaba su garganta.

—¿El que más? —inquirió pertinaz el jovencete, carialegre, impeliendo a su voz cierta inflexión melindrosa.

—¡El que más! —respondió ella concluyente, sin conceder el menor atisbo de duda posible.

—Sigue... sigue contándome.

—No tardó en galantearme —prosiguió la madre—. Era lo propio a nuestra edad. Comenzamos a salir juntos por ahí… Yo era un poquito tímida, pero él, soñador que volaba bien alto, no tardó en transmitirme su fuerza, en crear en mí la necesidad de lanzarme al vacío, de soltarme a la vida sin más; de improvisar el día a día, de disfrutar de todo esto que los dioses nos regalan tan espléndidamente. Y pronto, percibimos la irresistible necesidad de estar juntos, y supimos que tendría que ser para siempre.

—Continúa, mamá.

—Construimos juntos este hogar, brizna a brizna, terruño a terruño, en el lugar más maravilloso que la Madre Naturaleza nos pudo brindar, disfrutando de nuestro amor y respeto mutuo.

—¿Y qué pasó entonces? —preguntó él, curioso.

—¡Pues que llegó el momento que tanto deseábamos! Pronto supe que algo se gestaba en mi interior y que ya no podría ayudar a tu padre a traer el sustento a casa. Mi deber, desde ese momento, era cuidar de lo que albergaba dentro. De tus hermanos… y de ti.

    
     

 

Él volaba rasante con una velocidad como jamás había visto a nadie hacerlo. Su control era extraordinario.

    

Se apreció un casi inaudible cuchicheo de placer. Era él, que sonreía henchido de satisfacción.

—Algún tiempo después, primero tus hermanos, y luego tú, llegasteis al mundo. ¡Eras tan pequeño...! ¡Te veías tan desvalido, tan necesitado de amor y cariño...! Ambos cuidamos de vosotros, pero sobre todo de ti. Tu padre se encargaba en exclusiva de que no faltase de nada en nuestro hogar, y, al poco tiempo, cuando creciste, yo fui la encargada de abrirte paso a la vida, de salir ahí fuera, para que lo aprendieses todo sin excepción alguna. Así está escrito.

—¿Y erais felices?

—¡Mucho!

—¿Y por qué se marchó papá?

Se hizo un solemne silencio, casi aterrador, solamente roto por los grillos y las chicharras que, majestuosas, proporcionaban esa sinfonía sonora a los dorados trigales. A lo lejos, en la carretera, se vislumbraba la silueta de un coche circulando a gran velocidad. Ella cerró los ojos un instante… La hora había llegado.

—Tu padre no se marchó… —le dijo con cierto quebranto en la voz—.  Nunca nos abandonó. Una mañana, salimos juntos a recrearnos. ¡Hacía tanto tiempo que no sentíamos esa sensación de liberación...! Aquel aciago día, él sólo pensaba en satisfacerme, en hacerme feliz, en demostrarme lo mucho que me amaba. ¡Y yo reía y reía! No me separaba de él, asumiendo cada trance, cada sacudida, cada movimiento, como si fuésemos caballitos salvajes realizando cabriolas en una pradera…

»Yo era algo temerosa. ¡Pero él no! —Continuó la madre tras una leve pausa que le pareció interminable—. Él volaba rasante con una velocidad como jamás había visto a nadie hacerlo. Su control era extraordinario. ¡Sus piruetas eran magníficas! Y en uno de esos vuelos, se estrelló contra el parabrisas de un automóvil que venía más rápido de lo que estábamos habituados por aquí… ¡Uno como aquél!

Un estremecimiento recorrió los cuerpos de ambos, mientras miraban a lontananza y escuchaban y veían al vehículo alejándose. El polluelo solamente acertó a exhalar un tenue “¡Oh!” como única exclamación.

—Cuando me concentro —prosiguió ella—, todavía logro recordar el sonido del tremendo impacto. Me veo girando caprichosamente en el espacio, buscándole… ¡Y no lo encuentro! El aire, sin él, está como vacío… Y entonces, lo veo allí —continuó después de un breve silencio—, tendido en el asfalto, perdiendo el último hálito de vida que le queda. —Luego añadió: Y yo me quedo sola, con mi pequeño corazoncito de golondrina partido en mil pedazos. ¡Y no hago más que pensar en ti! En cómo haré para cuidarte, para convertirte en alguien tan valiente, tan sacrificado y generoso como lo fue tu padre.

Nuevamente, se hizo un breve silencio entre ambos.

—¡Ha llegado tu momento! —le dijo finalmente la madre—. Debes incorporarte a una bandada, viajar, conocer mundo… Has de afianzarte en tus creencias, luchar junto a tus amigos en contra de tus enemigos y encontrar a la pareja ideal para crear vuestro propio nido, vuestra propia familia… Debes irte… —añadió tras un pausado silencio a lo que parecía el epílogo.

Enseguida tendría que marcharse. Despedirse de su madre para siempre. Volar del nido...

   

   

 

    

Luis Antonio Ródenas (Colmenar Viejo, Madrid, 1965). Arquitecto técnico, se crió en Aranda de Duero (Burgos) y actualmente residente en Valladolid. Fue guionista de la aventura La Hermandad de la Espada, que supuso la resurrección del “Jabato” al mundo de la fantasía y la recuperación de un famoso personaje de tebeo español de los años 60 y 70. El álbum fue publicado por Ediciones B en 2008, con motivo de la celebración del cincuentenario del nacimiento del personaje.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año VIII. II Época. Número 64. Noviembre-Diciembre 2009. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2009 Luis Antonio Ródenas. © 2002-2009 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

PORTADA

TÍTULOS PUBLICADOS