N.º 64

NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2009

1

  

  

   

   

   

   

   

EL UNICORNIO DEL JARDÍN

   

Por  Elena Ortiz Muñiz

   

   

A

quella mañana, despertó sintiéndose más infeliz y solo que nunca. El silencio poblaba la habitación, estaba cansado aun cuando apenas comenzaba el día, pero su fatiga iba mucho más allá de un agotamiento físico, el desgaste era interno. Podía no comprender muchas cosas, pero de algo estaba seguro: su vida era inútil.

Observó su estancia espaciosa y grande. Tenía todo lo que pudiera requerir. Ahí estaba su computadora, el piano que tanto le gustaba tocar aunque no supiera hilar una melodía correctamente, sus libros con grabados, el televisor, películas y juguetes al por mayor. Y, sin embargo, de poco le servía todo aquello.

Tenía síndrome de Down, pero eso no significaba que no se diera cuenta de lo que sucedía a su alrededor o que no poseyera sentimientos. Se sentía  solo, desprotegido, sin saber lo que era un abrazo, una palabra de aliento, una mirada amorosa. Sabía que todo eso existía porque lo veía en sus películas, en los programas de televisión, en los libros, pero nunca había logrado experimentar en carne propia esa sensación.

Siempre había vivido recluido en ese aposento, podía salir solo al jardín cuando sus padres estaban fuera y bajo la estricta vigilancia de Juana, que se encargaba de supervisar cada movimiento y acción, y de cuidar que nadie entrara en casa intempestivamente y lo descubriera ahí. Vivía con comodidades porque eran adinerados, pero éstas sólo servían para ayudarlo a sobrevivir cada día, a ver transcurrir los minutos y las horas como algo mecánico, sin significado alguno. A su padre ni siquiera lo conocía bien. Escuchaba su voz detrás de la puerta, pero nunca lo había tenido cerca de él; ese hombre era quien menos lo quería.

   
     

 

Entonces, lo vio: estaba parado junto al manzano: ¡era sencillamente fantástico!

   

Lo llamaba «el loco» sin que pudiera entender el motivo. Si loco era el que ansiaba ser amado y comprendido, entonces tenía razón; si loco era el que pedía a Dios que se lo llevara de este mundo para no seguir incomodando a esas personas que lo habían traído a la vida sólo para condenarlo a la soledad más cruel, entonces era cierto. Era un loco porque no nació como ellos soñaron, porque nunca podría ser tan galante como su padre ni tan delicado como su madre. Pero, a pesar de todo, los amaba.

Juana entró a la habitación con la bandeja del desayuno entre las manos. Lo ayudó a levantarse de la cama con paciencia y cuidado, le alcanzó la ropa que debía vestir ese día y vigiló que se la colocara correctamente. Le ordenó que se dirigiera al baño a lavarse para que pudiera, entonces, desayunar.

Detuvo su mirada frente al espejo después de mojarse la cara para asearse los dientes y peinarse. Miró sus ojos inclinados hacia abajo, las orejas pequeñas con la parte superior apenas doblada, la boca diminuta en contraste con la lengua que parecía estar tan grande. Esa nariz con el tabique nasal aplanado.

Se sentó a desayunar. Juana empezó a arreglar la habitación. Callada como siempre, dedicada a sus obligaciones, eficiente pero fría como un témpano de hielo. Abrió las cortinas para que entrara la luz. Él se dispuso a ver hacia el jardín mientras masticaba su almuerzo tratando de no verter, como siempre, jugo sobre la mesa. De cuando en cuando, Juana se acercaba a limpiarle con un pañuelo la boca eliminando los restos de comida que quedaban visibles fuera de ella.

En esa época del año, todo estaba verde, las lluvias arreciaban por la tarde, pero las mañanas eran deliciosas. Todo se impregnaba de ese olor a tierra mojada, los árboles se erguían majestuosos, las flores coloreaban el lugar otorgando además frescura al ambiente. La fuente estaba encendida y varios pajarillos se ocupaban en bañarse bajo su chorro refrescante. Entonces, lo vio: estaba parado junto al manzano: ¡era sencillamente fantástico!

Se levantó de la mesa y corrió hasta la ventana tirando por fin el zumo, no en la mesa, pero sí en el piso. Juana lo tomó del brazo y amable pero firmemente lo llevó a sentarse nuevamente para que terminara sus alimentos. Limpió el líquido derramado y continuó con lo suyo.

Sin quitar la vista de su objetivo, que parecía esperar pacientemente por él, engulló con avidez todos los alimentos hasta el punto de casi atragantarse, ella lo miró con desaprobación. Corrió hasta la estantería y sacó un libro de ilustraciones, recorrió las hojas lentamente mientras con el dedo índice golpeaba en cada ilustración. Por fin lo encontró. Lo llevó ante la mujer y, con insistencia, toqueteó la imagen. Con fastidio, su cuidadora observó la viñeta y luego articuló lenta y claramente haciendo hincapié en cada sílaba pronunciada:

—U-ni-cor-nio. Eso es un u-ni-cor-nio. No existen. Son leyendas... cuentos.

No le agradó esa respuesta y, jalándola por el delantal, la obligó a caminar hacia el ventanal señalándole con obstinación el jardín para que mirara cómo estaba de pie rasgando el césped con la pata izquierda, como invitándolo a salir con él. Tenía el pelo más blanco que hubiera visto jamás, su crin mostraba mechones rosados, violetas, azules y verdes, lo mismo que la gran cola. Pero lo más hermoso era su cuerno dorado, que brillaba con el sol. A pesar de todo, Juana parecía no verlo.

—Si te portas bien, dentro de rato te llevo al jardín; ahora no —dijo secamente.

Luego, limpió la mesa y puso sobre ella los cubos de colores para que el chico se entretuviera apilándolos mientras llevaba los cacharros sucios a la cocina.

No se mostró interesado, seguía parado frente al ventanal señalando hacia afuera y pegando en el cristal, hasta que Juana, con decisión, cerró las cortinas y lo alejó de ahí sin hacer caso a los gritos desaforados del muchacho, que luchaba por regresar para seguir mirando. Cuando pudo lograrlo y asomarse al exterior, el u-ni-cor-nio se había ido.

El día transcurrió de la misma manera, aburrida, como se desarrollaba siempre. Con una sola diferencia: se sentía más deprimido que de costumbre. Pasó la mitad de la tarde llorando en silencio sin que nadie hiciera nada para consolarlo.

La noche hizo su aparición y Juana supervisó que se pusiera el pijama y se acostara a dormir. En cuanto le acomodó las cobijas, salió de la estancia. El pequeño se cubrió el rostro con las mantas para poder seguir llorando sin ser molestado, hasta que por fin se durmió. Hacia la media noche se despertó sintiendo que le faltaba la respiración. Se sentó en la cama aterrorizado mientras gemía sin que nadie acudiera en su auxilio. Poco a poco se fue recuperando. Se puso de pie y caminó hasta el ventanal. ¡Ahí estaba otra vez! El u-ni-cor-nio lo esperaba abajo.

Cerró la cortina y corrió a ocultarse entre las cobijas mientras gritaba una y otra vez. Juana entró corriendo y, tras encender la luz, le riñó por escandalizar.

—Tus padres están en casa. Guarda silencio, que no les gusta escucharte gritar.

A él tampoco le gustaba escuchar la voz de su padre. Siempre renegando de su presencia, de que hubiera nacido con vida. Era una vergüenza. Lo escuchaba detrás de la puerta y eso le dolía más que cuando le faltaba la respiración.

Juana se sentó en el sillón cerca de la cama prometiendo quedarse hasta que se durmiera otra vez. No supo cuándo fue eso, lo cierto es que, al abrir los ojos, el día clareaba y su u-ni-cor-nio se había marchado.

Sin embargo, volvía a cada momento. Juana se desesperaba tratando de alejarlo de la vidriera, mientras él golpeaba el cristal llamando a aquella criatura tan hermosa, que, no obstante, le daba tanto miedo.

Escuchó a Juana conversando con su madre en el pasillo, aconsejándole que mandara poner barrotes fuera de la ventana, pues le preocupaba que su insistencia por estar tras ella ocasionara un accidente fatal algún día.

Los barrotes no llegaron jamás. Pero el u-ni-cor-nio sí, constantemente lo visitaba, a todas horas, cada vez durante más tiempo, tanto, que terminó por perderle el miedo.

   
     

 

Podía verlo, el valle estaba frente a él. Había una cascada cuya caída resonaba mezclándose con las carcajadas sonoras de tantos niños que jugaban alegremente.

   

Una noche se despertó a consecuencia de los gritos de sus padres, que se culpaban mutuamente porque él había llegado a la vida para ultrajarlos con su incapacidad. Caminó hasta el ventanal buscando a su amigo. Estaba acostado, con la mirada fija en él, se puso de pie enseguida, los ojillos negros le brillaban como las estrellas. Sintió deseos de bajar para tocar su pelo blanco, seguramente sería suave como el algodón. Caminó hasta la puerta para salir, pero estaba cerrada por fuera. Además, ellos seguían discutiendo al otro lado. Sin pensarlo dos veces, retrocedió hasta el otro extremo del cuarto, para después correr con todas sus fuerzas directo al cristal. El estallido de los vidrios con el impacto sonó como un trueno infernal.

El u-ni-cor-nio corrió hasta él interceptando su caída. El chico se  aferraba a su cuello con firmeza para no resbalar mientras el animal galopaba hacia la verja, que, junto con la enorme y altísima barda, delimitaban la propiedad como si se tratara de una fortaleza.

Pudo el niño ver las tres siluetas mirando hacia abajo, impactados con la escena brutal que aparecía a través de la ventana rota. Su padre, con el mismo gesto impasible de siempre; su madre, con el rostro bañado en llanto, y Juana con la reprobación reflejada en sus facciones.

Todavía pudo levantar la mano con dificultad para decirles adiós antes de saltar la puerta para cabalgar en su u-ni-cor-nio hacia la libertad. Irían a un valle lleno de flores de colores y gente feliz, a un lugar donde no había padres a los que les causara vergüenza su presencia, ni paredes, ni puertas cerradas por fuera para evitar que saliera y molestara con su infame apariencia.

Se acercaban a su destino. El u-ni-cor-nio era suave como la seda; de su crin de colores, se desprendían luces brillantes; los cascos, al golpear en el suelo, hacían el mismo sonido de los tambores. Podía verlo, el valle estaba frente a él. Había una cascada cuya caída resonaba mezclándose con las carcajadas sonoras de tantos niños que jugaban alegremente. ¡Sí! ¡Los veía…! Dios mío, ¡eran idénticos a él! Los ojos rasgados, la misma nariz, la comisura de la boca... ¡Cuánta felicidad!

   

   

 

Elena Ortiz Muñiz (México, D.F., 1971). Licenciada en Ciencias de la Comunicación egresada de la Universidad Franco Mexicana S.C. Miembro activo de las páginas literarias Escritores Latinoamericanos, Unión de Escritores Hispanoamericanos, El Rincón del Poeta y El Rincón de los Escritores. En este último ha logrado obtener algunos premios por mejores escritos del mes. Ha formado parte de la antología digital Mejores Escritos del Rincón con el poema "Un beso" y "Que no se borre la vida" y de la Antología editada por Iwith en la editorial Bubok. Ganadora de accésit y mención especial en la revista literaria Katharsis y finalista del II Certamen de microrelatos para abogados convocados por la página abogados. Ha publicado también en diferentes revistas literarias. Es subdirectora de la revista literaria Molino de Letras (www.molinodeletras.net).

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año VIII. II Época. Número 64. Noviembre-Diciembre 2009. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2009 Elena Ortiz Muñiz. © 2002-2009 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

PORTADA

TÍTULOS PUBLICADOS