N.º 63

SEPTIEMBRE-OCTUBRE 2009

3

   

GIBRALFARO

   

NARRATIVA BREVE

   

   

   

   

   

EL PASAJERO

   

Por Marcelo D. Ferrer

   

   

D

escendí del taxi. La construcción en esa esquina me devolvió de un viaje con dual presente, de avenida Rossemary a la antigua botica sobre la empedrada calle Garay, bajo la cual se yergue la estación Tortkings de la línea B del metro.

Todo se endereza a mi rutina de sábado. La misma que cumplo incluso desde antes de ocupar el puesto vacante tras fallecer papá.

Salido de allí, camino tres cuadras hasta el subte en avenida Rossemary. Y antes de que el aroma viciado y grasiento de la estación Victoria golpee mi cara, pido al canillita apostado en la escalinata un periódico.

El canillita ha ido mutando su fisonomía al ritmo contrario de los cambios habidos en la avenida Rossemary. El anciano ya no vocea las noticias como lo hacía según lo recuerdo de niño cuando vendía a papá su periódico; ahora, sólo espera apostado en la puerta del subterráneo y los vende en la medida de que alguien se los pida.

Llamó mi atención que hoy no estuviese; su ausencia fragmentaba la monotonía sesgándola de imprevisibilidad.

    
     

 

Jamás abordaría el primer vagón de un tren. Una regla que adquirió de su padre por simple observación. Tan arraigada estaba esa norma en su subconsciente, que su ubicación sobre la plataforma era estratégica.

    

Soy una persona metódica hasta un extremo inconciliable con la normalidad. Actitud que heredé de papá. En alguna medida, el cumplimiento estricto de mi rutina, me da seguridad; esa sensación de que las cosas marchan conforme lo predecible, confirmándose, a medida de su paso, con sucesos más o menos invariables: mi llegada puntual al trabajo, el sonido seco del reloj imprimiendo mi tarjeta de asistencia, la presencia del guardia verificando el acceso de los vehículos y la monótona tarea de controlar las agujas de un manómetro de apariencia imperturbable. Así soy y a eso contribuyen también mis silencios. Al igual de los que se hacen en el transcurso de un viaje corto en compañía de desconocidos, porque lo circunstancial convierte en efímeras las palabras.

Comprenderán ahora mi decepción al no verlo. Así fue que quedé inmóvil, aguardándolo durante unos momentos infinitos, deambulando pensamientos, aun a riesgo de perder el arribo del tren de las 18.07.

“La estación Victoria tendría un aspecto desolado, circunstancia que habría llamado poderosamente su atención. Los días sábados a esa hora, son miles los que ascienden y descienden de los vagones del metro rumbo y desde el centro de la ciudad. Empleados, turistas, personas con paquetes o bien arregladas para un paseo nocturno.”

“Lo inhabitual de público perfectamente le hubiera permitido desplegar el periódico bajo su brazo y comenzar con su lectura sin que los tocamientos y empujones normales de la hora lo interrumpiesen. Sin embargo, aguardó para hacer lo que siempre hacía. Así que lo mantuvo doblado en tres partes, perfectamente iguales, bajo su brazo izquierdo.”

“No era un hecho menor este de ponerlo bajo su brazo izquierdo, al ser diestro, liberaba su mano más hábil para los vaivenes del trayecto.”

“Avanzó y quedó inmóvil en el punto sobre el que siempre se detenía cuando estaba en el andén..., aguardando la llegada del tren de las 18.07..., con su vista perpendicular a las vías. Tras una demora de apenas segundos, la formación se habría detenido frente a él.”

“Jamás abordaría el primer vagón de un tren. Una regla que adquirió de su padre por simple observación. Tan arraigada estaba esa norma en su subconsciente, que su ubicación sobre la plataforma era estratégica. De modo tal, a veces errando por escasos centímetros, siempre le quedaba frente a sí la puerta abierta del segundo vagón. Esa técnica le permitía no pensar demasiado.”

    

 

Así soy y a eso contribuyen también mis silencios. Al igual de los que se hacen en el transcurso de un viaje corto en compañía de desconocidos, porque lo circunstancial convierte en efímeras las palabras.

     
    

“Pero este día, para cuando el tren se detuvo en la estación Independencia, siguiente a la  estación Victoria, se habría dado cuenta. Recordaba palmo a palmo los detalles del trayecto. La vista desde el lugar donde se encontraba dentro de la formación, seguramente no habría resistido otra conclusión; detrás de él, estaba el conductor.”

“La secuencia de sucesos impredecibles habría puesto en ingravidez su estómago. En primer lugar, la ausencia del canillita y la necesidad de comprar su periódico en uno de los puestos sobre el andén; en segundo, que estuviese en el lugar más indebido de un tren.”

“Para cuando el convoy arribó a la estación Centenario, antepenúltima de su recorrido, era el único ocupante del primer vagón. Entonces, la asfixia complementaría aquella angustia estomacal a medida que la ingravidez se alongaba por su tráquea hasta la garganta para expandirse por su cuello y contracturarle los hombros.”

A decir verdad, habría algo de sórdido en la soledad de aquel vagón amplificando el eco de los sonidos hasta el ensordecimiento. Sumado a ello, el deambular de formas avanzando entre los asientos con el sigilo intermitente de la iluminación. Formas semejantes a las de ciertas noches desveladas de reflejos, como intrusos  escurriéndose a través de las ventanas cerradas de mi dormitorio, para recorrer las paredes en círculos, al ritmo del ronroneo de un motor.

Yo cerraba los ojos presa del pánico e imaginaba que, al abrirlos, esas presencias etéreas me acecharían a los lados de mi cama. Mucho más desgarradora era la sensación cuando coincidía con el movimiento telúrico que provocaba el paso del subte bajo la calle Garay. En su lugar, era un alivio descubrir la silueta de papá, con su rutinario tazón de leche en sus manos y la consigna de desearme una buena noche.

En este momento, creo que cerré mis ojos también. Y al percibir el semanario reposando bajo la axila de mi brazo izquierdo, doblado en tres partes perfectamente iguales, me tranquilicé. Pensé en la posibilidad de desplegarlo y distraerme. Sin embargo, gozaba especialmente de ese instante en que, una vez sentado en mi mesa de siempre en el bar del Ruso, lo extendía, mientras una atmósfera con aroma a café torrado me iba invadiendo al igual que el moderado y habitual bullicio de los sábados; a papá le sucedía también.

    
     

 

Los días sábados a esa hora, son miles los que ascienden y descienden de los vagones del metro rumbo y desde el centro de la ciudad.

    

“Al día siguiente, la estación Tortkings estaba completamente vacía. Sentí que mis pasos retumbaban más allá de la cavidad de los túneles y concluí que así serían todas las estaciones los días domingo. Un estruendo monstruoso comenzó a claquear sobre los rieles de acero hasta que una formación emergió fantasmagórica desde la oscuridad y prosiguió sin detenerse hacia el otro extremo de la estación en la continuidad del túnel; las luces intermitentes de sus vagones vacíos denunciaban un recorrido fuera de servicio.”

“Papá no había vuelto a casa, dado que el portón estaba con la cadena y el candado.”

“Salí de la sordidez subterránea de la estación Tortkings a mi zona, mi barrio de siempre, compré el semanario Sundaypress para esperar a papá en el bar del Ruso. Mi desasosiego se atenuó.”

El bar del Ruso es un clásico a diez cuadras a la redonda. Antes era una botica. Todavía conserva aquella ornamentación de estantes en madera de caoba que tanto me asombraba cuando era chico; por aquel tiempo, rebosante de medicamentos. El Ruso, simplemente, amplió el espacio entre los estantes y los colmó de botellas vacías de vino ordinario y licores, inidentificables ahora por el polvo. En frente, sobre la misma empedrada calle Garay, bajo la cual corre el metro, está mi casa.

Al Ruso lo conozco desde chico; ni rivales ni amigos. El Ruso rara vez salía de su casa, y cuando lo hacía, era para completar una venta de jabones, peines y peinetas que con seguridad había iniciado su padre. A través del tiempo construimos una relación de tolerancia; entre su parquedad y mis silencios, no había intermediarios.

Respiré profundo el aire del bar y desdoblé el semanario. El Ruso se acercó profiriendo aquel sonido que significaba “hola”. Repasó la mesa con un trapo grasiento. Se sorprendió al verme fuera de mi rutina de los sábados.

Lo suyo era ni más ni menos que una sobreactuación; él sabía muy bien lo que le diría yo; todos los sábados, a esa misma hora, en compañía de papá, repetíamos la misma historia. Creo que era porque el Ruso tenía muy impreso el rol de mozo; y, aunque supiera cada palabra que saldría de nuestra boca, actuaba su papel decorosamente.

“Me ahorré el saludo.”

“—Ayer tuve que hacer; acabo de regresar —dije adivinando su extrañeza—. Café doble bien cargado, un vaso de soda y un tostado.”

“Se fue el Ruso y puse la atención en el Sundaypress. En minutos, estuvo mi orden sobre la mesa.”

“Al pie de la primera plana estaba la noticia. En la página 9, un cronista la desarrollaba.”

«Por causas que se tratan de establecer, en el día de ayer, sábado, aproximadamente a las 18.30, se produjo el descarrilamiento de una formación de la línea B entre las estaciones Centenario y Tortkings. El accidente ocasionó el hecho luctuoso de la muerte de un pasajero que aún no ha podido ser  identificado.»

“—Ayer, sábado —murmuré.”

“Salí de ese lugar sin probar siquiera un sorbo de aquel café que debió ser servido ayer.”

“Atravesé el empedrado de la calle Garay y, sobre el centro de su calzada, una enorme rejilla exhaló en mi cara el aliento del subterráneo. Me detuve frente a la robusta puerta de molduras y bronces que era mi casa. La cadena y el candado estaban tal como papá los había dejado la última vez al cerrarla con aquel ademán de su brazo inmovilizado por apresar un periódico. El polvo era deponente de que en el interior de la vivienda no había ni inquilino ni propietario.”

    

 

El aire viciado de la estación Victoria invadió mis fosas nasales y regresé de mi abstracción. El canillita se disculpó por su tardanza.

     
    

El aire viciado de la estación Victoria invadió mis fosas nasales y regresé de mi abstracción. El canillita se disculpó por su tardanza. «No importa», dije con un tono de profunda parquedad que había dejado de sorprender al anciano. Me entregó el vespertino del día y lo retuve en mi mano derecha. Descendí por las escaleras rumbo al anden y allí lo arrojé a un cesto. La formación del tren de las 18.07 se detuvo frente a mí ofreciéndome las puertas abiertas de su primer vagón; justo, donde debían encontrarse las del segundo, de no haber perdido su eficacia la estrategia de papá. Apenas una tonta modificación en las marcas de frenado echaban por tierra un metodismo de años.

Di varios pasos hacia atrás mientras aquel pasajero con un periódico vespertino bajo su brazo izquierdo se ubicaba en el asiento donde posiblemente se hubiera sentado papá. El tren se marchó rumbo a un viaje corto en cuyo transcurso seguramente serían superfluas las palabras.

Hace tiempo que cambié esta parte de mi rutina de los días sábado. Llego hasta el andén, me ubico en el punto estratégico donde papá se detuvo aquel fatídico día, retrocedo unos pasos, veo partir el tren y emerjo hacia la avenida Rossemary para abordar el auto que me dejará en la empedrada calle Garay, donde están el bar del Ruso Petrov y la casa donde vivía yo.

Tras el mostrador con molduras antiguas se expande la pesada estantería de caoba repleta de botellas vacías de vino y licores cubiertas por el polvo. El Ruso se acerca, me dice “hola” y repasa la mesa con su trapo grasiento.

—Un café doble —digo yo.

—¿Un café doble?  —repite el Ruso todavía no habituado al cambio.

—Un café doble —repito yo.

El Ruso se marcha arrastrando los pies y al rato regresa con el café.

—¿Qué día es hoy, Ruso?

—¡Sábado! —dice él marcando su tono ante la evidencia de verme allí con aquel viejo ejemplar del Sundaypress bajo mi brazo izquierdo.

—Hubo un accidente —le digo con una voz que emerge del pasado. —Hoy, en la línea B del subte. Alguien murió. Viajaba en el primer vagón.

Es cuando el Ruso se esmera más por actuar bien su papel y dice:

—Creo que no, las copas no han dejado de chocarse entre sí toda la tarde.

Luego, haciendo culto a su parquedad, se marcha a sus cosas.

   

   

  

NOTAS DEL AUTOR

  

Nota de interpretación

El título pretende poner de manifiesto la intrascendente vida de los personajes, a la vez de identificarse con el escenario de los sucesos.

El cuento trata de una persona metódica hasta la médula que, por sus propias limitaciones rutinarias, está limitado a un mundo pequeño: su barrio, su trabajo, el bar del ruso... momentos precisos. Su idiosincrasia no es propia. Muchos de sus hábitos son por imitación de los hábitos y métodos de su padre, también presa de un mundo rutinario y pequeño que, a su vez, adquirió de su padre, al no abordar jamás el primer vagón de una formación, por ejemplo. Se genera así una cadena de rutinas y métodos retransmitidos de padres a hijos, cuya intención es disfumarla en el tiempo a fin de que adquiera profundidad la idiosincrasia del personaje central. El peso ancestral de esas rutinas genera en éste fobias obsesivas que pretenden ser reveladas hacia el final (historia en segundo plano).

Se ha pretendido un ir y venir en el tiempo dentro de la abstracción del personaje central, sumergido en su obsesión.

   

La historia sin rodeos

Un hombre sale de su trabajo dispuesto a cumplir palmo a palmo cada paso de su rutina del sábado. Camina tres cuadras a la entrada de la estación Victoria y espera ver allí al canillita que, durante años, vendió su periódico al padre y ahora se lo vende a él. El canillita no está. Esto lo induce a sumergirse en los últimos momentos de la vida de su padre. 

El padre, que, a su vez actuaba por imitación de su propio padre, tenía como norma no abordar jamás el primer vagón de una formación. Para ello, ponía en práctica una estrategia que consistía en ubicarse precisamente sobre el andén, de tal modo que siempre quedara frente a él la puerta abierta del segundo vagón. Su metodismo le evitaba pensamientos innecesarios.

He aquí el juego de personajes y la necesidad de prestar atención al entrecomillado y a los tiempos verbales del relato. Cuando el relato aborda la primera persona, el personaje principal habla de sus propias vivencias y sensaciones. Cuando el relato aborda la tercera persona, es el personaje quien imagina los sucesos previos al accidente en que fallece su padre. A su vez, este tramo de la historia está entrecomillado. Adrede hay párrafos intercalados de recuerdos frugales del personaje principal que guardan el deseo de provocar confusión, acentuar la simbiosis padre-hijo y manipular la atención del lector para el desenlace (no sé si con éxito). 

Luego, la fatalidad de su padre por haber abordado el tren en su primer vagón al fallarle su estrategia, hecho que, en cierta forma, induce al hijo, posteriormente, a variar su rutina —aunque no su metodismo—, poniendo de manifiesto su obsesión.

El hijo se entera del accidente al leer la crónica en el Sundaypress mientras aguardaba al padre en el bar del ruso. He ahí otro detalle no tan importante. Sundaypress, título que podría traducirse por Domingoimpreso; pretende evidenciar la impronta que el relato da a la “rutina sabatina”. La ausencia del padre lleva al personaje principal a ir a aguardarlo a la estación Tortkings y tener allí ciertas experiencias. A salir a la superficie, compra el Sundaypress y va al bar del ruso a esperar al padre. Es lógico que la noticia del accidente en que muere el padre (que permanece según la crónica inidentificado) se lea en el periódico del domingo. Se reafirma esta circunstancia de tiempo cuando el personaje principal, al notar la cara de extrañeza del ruso por no haber asistido el día anterior (sábado) y verlo allí en domingo, le dice: “Me ahorré el saludo. —Ayer tuve que hacer; acabo de regresar —dije adivinando su extrañeza. —Café doble bien cargado, un vaso de soda y un tostado.”

La muerte del padre cambia la rutina del hijo. La historia apunta hacia el desenlace cuando el personaje principal, todavía parado en la entrada de la estación Victoria mientras relata su rutina sabatina, retorna de su abstracción y el canillita, habiendo regresado a su puesto, le pide disculpas: “El aire viciado de la estación Victoria invadió mis fosas nasales y regresé de mi abstracción. El canillita se disculpó por su tardanza. —No importa —dije—...”.

En esta parte, el personaje principal termina de relatarnos el resto de los pasos de su rutina de sábado, ahora cambiada por lo acontecido al padre.

Sin embargo, su obsesión vuelve a ponerse de manifiesto al imitar cada paso de la rutina de su padre (comprar un periódico y arrojarlo, pararse en el sitio sobre el andén donde siempre lo hacia su padre y aguardando el tren de las 18.07, para finalmente no abordarlo). Luego, emerger de la estación Victoria e ir al bar del ruso por otro medio. Tal obsesión se resalta aún más al mencionarse que el personaje principal lleva consigo el viejo ejemplar del Sundaypress, doblado en tres partes perfectamente iguales, bajo su brazo izquierdo, tal cual lo hacía su padre; al abstraerse del tiempo preguntándole al ruso qué día es hoy y al manifestarle al Ruso que hubo un accidente en la línea B del metro, que, por supuesto, no ocurrió ese día.

Finalmente, cuando el Ruso responde: “No creo, las copas no han dejado de chocarse entre sí toda la tarde”, es preciso recordar que, bajo la avenida Garay, pasa el subterráneo. Es característico que las vibraciones que producen los trenes a su paso hagan vibrar vidrios, puertas y todo cuanto esté suelto en las construcciones de la superficie.

Guardo el deseo de haber cumplido con el objetivo del relato, sin mezquinar en demasía las pautas para su comprensión.

 

   

   

 

    

 

 

Marcelo D. Ferrer (La Plata, Buenos Aires, Argentina). Licenciado en Economía, ejerce la profesión de contador público en su ciudad natal. Es miembro y ha presidido diversas O.N.G. dedicadas a la educación y al servicio comunitario.  Escritor desde temprana edad, sus primeras publicaciones las realizó con el seudónimo de “McLitton” en la sección “Arte y Cultura” de la «Revista Notarial del Colegio de Escribanos» de la provincia de Buenos Aires. Autor de poemas, reflexiones, cuentos y ensayos, colabora en diversos medios periodísticos de Argentina y en múltiples revistas digitales. Más datos sobre este autor, en su página: “Marcelo D. Ferrer”.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año VIII. II Época. Número 63. Septiembre-Octubre 2009. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2009 Marcelo D. Ferrer. © 2002-2009 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

PORTADA

TÍTULOS PUBLICADOS