N.º 63

SEPTIEMBRE-OCTUBRE 2009

2

GIBRALFARO

NARRATIVA BREVE

  

  

  

  

  

EL DUEÑO DEL TIEMPO

   

Por Enrique J. Martínez Llenas

   

   

E

duardo Galíndez logró, al fin, dominar el tiempo. Después de ingentes esfuerzos a lo largo de muchos años, pudo controlarlo a su antojo. Sin embargo, a los fines prácticos, tan insólita como desconcertante hazaña de nada le sirvió, fue una victoria pírrica.

El recuerdo más nítido de su primera infancia fue siempre el del día en que descubrió que había en él algo raro, incontrolable, que se imponía contra su voluntad, apareciendo de improviso y súbitamente. Estaba jugando en la plaza, mirando una mariposa, viendo sus aleteos y el subibaja de su cuerpo en el aire, cuando se quedó atontado, inmóvil, durante unos pocos pero intensísimos segundos en los que el insecto quedó casi quieto en el espacio, al igual que todo su entorno. Apenas se movían las coloridas alas, apenas oscilaban las ramas de los árboles del parque con la brisa, apenas se movían de su sitio los otros niños, sus madres, las hamacas, las infaltables pelotas recién pateadas. Todo se había aquietado al mínimo, al borde de la completa detención. De pronto, como en una película acelerada, las cosas corrieron veloces para situarse en las precisas coordenadas espaciales en las que les correspondería estar de haber continuado el tiempo su decurso normal, unos metros o centímetros más adelante, según fuera su velocidad y trayectoria en el momento previo. Y entonces, vuelto todo a su lugar, Eduardo volvió en sí.

   
     

 

Eduardo, en esos momentos, se alejaba del mundo, esperando ansioso el instante en que todo lo que había quedado inmóvil y en suspenso corriera a ocupar su nuevo y demorado lugar en el espacio.

   

Nadie se percató de lo sucedido, excepto él mismo, pero, obviamente, sin comprenderlo, dadas su corta edad y conocimiento. Quizás su madre, de haber estado más atenta, hubiera percibido esa expresión extática que invadió el rostro de su hijo por unos segundos, pero en ese instante preciso estaba mirando para otro lado.

Esa primera experiencia se repitió en forma azarosa muchas veces más durante los siguientes años, haciéndose progresivamente más y más duradera, tanto que finalmente fue detectada por alguien de la familia en una nochebuena, casi con seguridad la abuela, o quizás alguna tía, que lo vio mirando sin ver, embelesado, la inmovilidad de las cañitas voladoras recién disparadas, quietas en el aire a dos metros de altura, y dijo: «Pero che, este chico está en Babia. ¿Qué le pasa?».

Porque Eduardo, en esos momentos, se alejaba del mundo, esperando ansioso el instante en que todo lo que había quedado inmóvil y en suspenso corriera a ocupar su nuevo y demorado lugar en el espacio, cosa que le producía un regocijo fuera de lo común. Es muy posible que esa tan deseada como inusual e impredecible gratificación fuera el germen de su intento de controlar el fenómeno muchos años más tarde, cuando la vida se encargó de mostrarle crudamente, como a todos los humanos, su cara menos grata.

Mientras tanto, las palabras de la abuela, o quienquiera que fuese el que lo percibió por primera vez, dejaron su huella. A partir de ese momento, la madre de Eduardo comenzó un implacable período de observación, hasta que se convenció de que, efectivamente, había algo raro en su hijo. Lo llevó al pediatra, quien diagnosticó el caso como una posible epilepsia con ausencias, y lo remitió al neurólogo. Después de todos los estudios, éste concluyó en que no encontraba nada anormal en el electroencefalograma ni en la conducta del chico, así que mientras tanto no le daría ningún tratamiento, quizás algún antiepiléptico por si acaso, pero en baja dosis.

Lo que no resultaba evidente en ese momento era el sutil cambio físico que se estaba operando en Eduardo, vaya a saberse si como producto secundario de esa alteración en la percepción temporal que padecía o disfrutaba . Imperceptiblemente, su edad corporal real iba quedando retrasada en relación con los años vividos. Al principio nadie se percató, ni los médicos, pero luego, ya en la adolescencia, quedó claro que aparentaba uno o dos años menos que sus compañeros. El endocrinólogo atribuyó el hallazgo a una mínima deficiencia hormonal, la tiroides, dijo, y le administró pequeñas dosis de suplementos de la misma. Y todos tan contentos.

Mientras tanto, Eduardo buscaba los momentos de soledad, esperando que se repitieran esos arreboladores instantes de gracia que le significaban sus suspensiones temporales transitorias. Pero éstos eran poco frecuentes e imprevisibles, lo que le dificultaba controlarlos y producirlos a voluntad. Además tenía infinidad de cosas que hacer, colegio, exámenes, deportes, noviazgo, que le dejaban muy pocas ocasiones de ejercitarse, así que prefirió dejar pasar el tiempo y disfrutar de esos maravillosos instantes cuando y como se presentaran espontáneamente.

Los años continuaron sucediéndose uno tras otro y Eduardo, a los cuarenta, parecía tener treinta. Era la envidia de todos sus coetáneos, calvos y con arrugas más que incipientes. Dorian Gray le decían, como broma entre viejos amigos. Nadie sabía que, en reiteradas ocasiones, pero ahora inexplicablemente casi siempre en soledad, por la noche, o viajando en tren, los episodios seguían produciéndose, sin interferir con su vida cotidiana. A los sesenta años, Eduardo aparentaba sólo cuarenta y cinco, haciendo que su amada esposa pareciera una verdadera momia a su lado, pese a todos los esfuerzos gimnásticos, quirúrgicos y de maquillaje que hacía ella para mantenerse lozana.

Se jubiló a los sesenta y cinco y llegó así a los ochenta, cuando enviudó, aparentando tener no más de sesenta. Se encontró solo, sin su esposa y compañera de toda la vida, ni hijos, que nunca habían tenido, y con una vida por delante de la que ya no tenía nada que esperar, sino la enfermedad y la muerte. Eso al menos en la teoría, porque su salud era bastante buena por el momento y su cuerpo no aparentaba para nada su edad real.

Durante una de esas depresivas cavilaciones, se le ocurrió dedicarse por entero a mejorar su innata habilidad, o característica, comoquiera llamársela, para ver hasta qué extremos podía llegar. Inició sus experimentos mirando fijamente a un punto móvil que le llamara la atención, a ver qué sucedía. Pasó horas, días, semanas intentándolo de esa manera. Nada, los episodios seguían produciéndose a su antojo, independientes de su voluntad. Lo intentó, también durante meses, antes de dormirse, en el crepúsculo de su conciencia, pero, al tener las luces apagadas, no podía ver nítidamente, por lo que le resultaba imposible seguir el movimiento de los escasos objetos que se desplazaban a su alrededor. Hizo la prueba de tratar de prolongar concientemente los períodos de inmovilidad una vez que éstos ya se hubieran presentado; entonces comenzó a notar efectos positivos, pero, al cabo de un año de ensayos, se animó a darlos por adquiridos y consolidados.

Descubrió que los eventos se iban haciendo poco a poco más duraderos e intensos, que lograba pasar en trance varios minutos, y que gradualmente podía regular el momento de su aparición. Era como si, al retenerlos deliberada y concientemente, se organizaran y adoptaran un ritmo y un horario de inicio más definidos; al principio, con una frecuencia de uno o dos cada dos días, que se fue modificando imperceptiblemente hasta llegar a producirse una vez por día, circunstancias todas que lo estimularon a proseguir sus prácticas con ahínco.

   
     

 

Descubrió que los eventos se iban haciendo poco a poco más duraderos e intensos, que lograba pasar en trance varios minutos, y que gradualmente podía regular el momento de su aparición.

Imagen: "La persistencia de la memoria" (1931). Salvador Dalí.

   

Tardó otro año más en aumentar la duración promedio de los episodios y su cantidad diaria. Como nadie lo importunaba, se dedicó entonces a perfeccionarse en el tema a tiempo completo, sin límites. Pasaba gran parte del día en éxtasis, observando fascinado la cristalización transitoria del movimiento de los objetos de su entorno, y luego, su rápida y furtiva fuga hacia delante, hasta su nueva situación en el tiempo y el espacio, como si estuviera viendo transcurrir la vida en sucesivas imágenes de un colorido caleidoscopio. Sólo suspendía para hacer las mínimas compras necesarias para su supervivencia y para comer e higienizarse. En ocasiones, le sucedió que en el mismo trayecto hasta el mercado se presentara alguna que otra vez el fenómeno, pero sin su participación conciente. Ese fue su siguiente paso, alcanzar el control diurno, voluntario, y total del fenómeno. Finalmente lo logró y, ya totalmente diestro en la materia, se entregó por completo: perdió el interés en comer, y poco a poco también la noción del día y de la noche, la de ser y estar, y hasta la de cuándo y dónde. Simple y sencillamente, se detuvo.

Lo encontraron unos primos que, por una de esas casualidades, fueron a visitarlo y se alarmaron al no recibir respuesta al tocar el timbre de la casa. Nadie pudo determinar cuánto tiempo llevaba así. No tenía pulso detectable, no se percibía la respiración, y no había indicios de que su cerebro funcionara, pero tampoco se veían señales de que su cuerpo estuviera corrompiéndose, lo que extrañó a todo el mundo, médicos incluidos. Por eso mismo, no podían sepultarlo, porque no era concluyentemente un cadáver, así que lo ubicaron en una cama de una residencia para ancianos, con una sonda para alimentarlo, y se desentendieron de él por varios años, hasta el día en que, a instancias de los parientes que solventaban a desgano su mantenimiento y a que la situación se mantenía sin variantes, un juez decretó de oficio su muerte y ordenó su entierro.

Y así, Eduardo Galíndez, el desconocido hombre que se hizo dueño del tiempo, de ese precioso tiempo que discurre y se escapa entre los dedos con cada minuto que pasa y que, cuando se va, no vuelve jamás; ese pequeño hombre que había logrado con un denodado esfuerzo, y sin que nadie lo supiera, la epopeya de detener los estragos con que los años vejan la dignidad y la carne fue, en silencio y sin testigos, depositado en un ataúd bajo dos metros de tierra, y se diluyó en el impiadoso y trivial olvido que la sociedad reserva para sus miembros más comunes e intrascendentes.

   

   

 

Enrique J. Martínez Llenas, argentino de origen y con nacionalidad también española, ejerce la Medicina en Valencia desde el año 2002. Ha comenzado muy recientemente a escribir de forma autodidacta, y ha descubierto en esa actividad lo que necesitaba para continuar su desarrollo personal hacia el futuro.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año VIII. II Época. Número 63. Septiembre-Octubre 2009. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2009 Enrique J. Martínez Llenas. © 2002-2009 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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