N.º 62

JULIO-AGOSTO 2009

3

   

GIBRALFARO

   

NARRATIVA BREVE

  

  

  

  

  

VIAJEROS DE BARRO

  

Por Juan José L. Gallego

  

A mi Padre.

  

Á

lvaro se despertó. El primer estímulo que le sacudió fue la sed; una terrible sed. Tenía la boca reseca, plomiza y, por más que trataba de humedecer la lengua, no conseguía salivar. Era precisamente el deseo de beber lo que le había espabilado, arrancándole del sueño y mostrándole una habitación aún en penumbras.

¡Agua! murmuró, y comenzó a incorporarse.

En la pequeña mesa que estaba junto a su cama encontró un vaso que parecía dispuesto para la ocasión; lo agarró con ambas manos y bebió con avidez.

Mientras bebía, le asaltó la sensación de haber concluido un largo viaje. No se trataba de un sentimiento fugaz, ni de una impresión pasajera; era una sensación intensa y profunda. Un viaje de cientos de kilómetros; un viaje extenuante que acababa de finalizar.

    
     

 

Inconscientemente dio con lo que parecía un pequeño aseo indivi-dual; entró con sigilo y, cerrando la puerta, se miró en el espejo  del lavabo.

    

Trató de no prestar atención a aquel sentimiento y volvió a tenderse. Al instante, Álvaro quedó desconcertado. ¿Dónde estaba? Con un giro brusco miró a su alrededor y se sintió perdido. No conocía aquella habitación. En la penumbra no podía identificar nada de lo que le rodeaba. Confuso, cerró los ojos sólo para ir entreabriéndolos poco a poco y comprobar que nada le era familiar.

Los cuadros, la pequeña mesa junto a su cama, el armario ropero, la cómoda, incluso la ropa dispuesta sobre un perchero; todo le era extraño. De las sombras que provocaba la media luz de la mañana pudo distinguir una habitación amplia y bien distribuida, de techos altos y abovedados, con vertiginosas cortinas y persianas. Los ventanales estaban abiertos de par en par, mostrando un pequeño balconcito ornado de geranios, cintas y helechos.

Álvaro estaba desconcertado.

Se levantaría, volvería a beber y recordaría todo, pensó. ¿Qué hacía allí, en un lugar que no conocía y del que era incapaz de recordar nada?

De repente, reparó que había alguien en la cama junto a él. Se quedó inmóvil, pétreo, conteniendo la respiración. Un estremecimiento le recorrió de pies a cabeza. ¿Qué era todo aquello? Su ritmo interior estaba sometido a un compás vertiginoso.

Una mujer rubia, de edad madura, estaba tendida junto a él. Su respiración era pausada y el sueño profundo. Las trasparencias del ligero camisón mostraban un cuerpo hermoso, plácido, en el que la ausencia de juventud no mermaba la sensualidad de sus formas.

A pesar de la tensión, se levantó pausadamente, tratando de no incomodar a la mujer, y se dirigió al fondo de la habitación. Inconscientemente dio con lo que parecía un pequeño aseo individual; entró con sigilo y, cerrando la puerta, se miró en el espejo  del lavabo.

——Sí, éste soy yo ——musitó——, pero ésta no es mi vida.

La imagen que encontró era la de un hombre cercano a los cincuenta años, de ojos negros, profundos y taciturnos. La tez era pálida y los cabellos canos, pero como no tenía barba ni bigote, aparentaba menos edad de la que le correspondía. Su talla era normal y, aunque nada en él sobresalía de la media, había algo que sí destacaba: su nariz. Era una nariz grande, colosal, con espaciosas aberturas. El trazado vertical no era rectilíneo; además de estar orientado un poco hacia la izquierda, presentaba una ruptura del tabique nasal que le daba un malévolo aspecto de boxeador.

De todas formas, aquello no afeaba su imagen y no podía negar que, gracias a su nariz, había conseguido un cierto aire de distinción que le daba notoriedad sobre los demás.

Ansioso, se enjuagó la cara con energía y la fruición de sus gestos parecía dar celeridad a sus pensamientos.

Riéndose para sí, pensó:

——Soy como Alicia en el País de las Maravillas; sólo que ella sabía quién era y de dónde venía.

Recordó que Lewis Carroll no pretendió hacer de Alicia un cuento para niños, a pesar de que muchos intentaran convertirlo en un libro de entretenimiento infantil.

Ahora, como Alicia, él había viajado a través del espejo,  estaba allí ocupando el lugar de otro yo, pero, por alguna clase de amnesia, no conseguía recordar nada. Su viaje a este universo paralelo, porque estaba seguro de que  había viajado, era un extraño recorrido del que trataba de recuperarse.

——¿Quién era aquella mujer?

——Debo calmarme ——se dijo——. ¿Quién soy y qué hago aquí? ——se preguntó mientras se observaba en el espejo.

Volvió a la habitación y trató de recabar más información sobre dónde se encontraba. Las penumbras se habían disipado y la luz de la mañana había irrumpido en el dormitorio. Sin apenas percibirlo, el nuevo día ya había comenzado.

Decidió asomarse al balconcito y comprobó que daba a una calle céntrica, estrecha y adoquinada. Había grandes maceteros que se alineaban a ambos lados de la vía, algunos con pequeños arbolitos, otros con arbustos enanos y otros con hermosas flores de distintos colores. Los maceteros marcaban las dos aceras que delimitaban un camino por el que podía circular un vehículo en un solo sentido, aunque la calle tenía un claro aspecto peatonal. Había más balcones de más edificios y de más pisos y todos estaban bellamente adornados de flores y plantas.

Los comercios se yuxtaponían ocupando las dos aceras y uno podía encontrar desde ultramarinos y fruterías hasta asesorías contables y despachos de abogados. Era una calle que, a esta hora de la mañana, vaticinaba un gran poder de convocatoria.

——Buenos días, Álvaro.

La mujer había despertado y se dirigió al pequeño aseo de la habitación. Ahora le pareció mucho más hermosa que mientras dormía, y, aunque la sensación le resultó extraña, no se sobresaltó; esperaba el encuentro, era inevitable y de alguna forma se sintió ridículo.

——Buenos días ——respondió aceleradamente. Álvaro se extrañó de su propia voz; era una voz firme, sin dudas, sin miedos.

——Voy a preparar el desayuno, ¿quieres el café como siempre? ——dijo la mujer mientras salía del lavabo——. Recuerda que no sólo las palabras construyen realidades.

¿Qué era aquello? ¿Cómo había llegado allí? No estaba teniendo visiones, aquel escenario no pertenecía a ningún mundo onírico; estaba viviendo una realidad alternativa, paralela, y la amnesia, producida por el viaje, le impedía el acceso a sus recuerdos.

——Sí, gracias; tomaré café ——contestó.

——¿Qué habrá querido decir con ese comentario? Esta realidad es nueva para mí ——pensó.

A hurtadillas, miró a la mujer mientras ella iba a la cocina y un sentimiento de soledad le estremeció.

Álvaro continuó asomado al balcón y comprobó cómo, poco a poco, la calle adquiría dinamismo y colorido. Hombres y mujeres, como hormigas, corrían aceleradamente marcando trayectorias incongruentes, difíciles de predecir, hacia destinos desconocidos que mantenían su anonimato sobre una masa informe que no tenía clara su esencia.

En su mundo existía una calle igual a aquella, con la misma orientación y a la que convergían otras calles con la misma estructura y con la misma forma de rebullir la vida.

El capitán Morris también tuvo problemas en otras realidades, recordó. El capitán Morris saltó de dimensión cuando volaba en su aeroplano; Álvaro inició su viaje mientras dormía.

El famoso cuento de Bioy Casares era uno de sus preferidos, aunque, como reconociera en más de una ocasión, él sentía debilidad por los autores argentinos y toda una devoción por Borges.

Con lentitud, abandonó el balconcito y, todavía en pijama, siguió a la mujer. Logró localizarla por el ruido de la cafetera y de las tazas al disponer la mesa.

——Siento haberte despertado, no era mi intención. Quizá debí ser más cauteloso ——dijo, al tiempo que irrumpía en la cocina.

——No, de ningún modo ——contestó ella con una sonrisa burlona——. Ya sabes que tengo un sueño profundo, no es fácil despertarme. ——Y agregó: He preparado algunas tostadas y el café como te gusta; siéntate.

Al momento, se colocó en la silla más próxima a la puerta. Tenía hambre, el viaje había sido largo, tortuoso, tanto que hasta había perdido la memoria; el tránsito al universo paralelo en que se encontraba no había sido fácil.

Álvaro tenía curiosidad, de manera que optó por abordarla por su último comentario.

——¿Qué has querido decir con que no sólo las palabras construyen realidades? —— preguntó, al tiempo que la mujer le alargaba una tostada embadurnada en mantequilla.

——Bueno, ya sabes. Tú eres el profesor de literatura y la frase no es mía. ——El café estaba demasiado caliente y amagó un sorbo con una mueca de dolor——.  Siempre he supuesto que es una forma de incitarte a la acción; además, tú también la utilizas muy a menudo, sobre todo con tus alumnos ——concluyó, y trató de sorber el café ardiente.

Álvaro sintió un mazazo en las sienes; sí, él era profesor en la universidad, le gustaba tanto su trabajo porque le encantaba enseñar y porque le encantaba aprender.

De repente, recordó: ¿dónde estaban sus libros? En su mundo tenía una extensa biblioteca. Tratando de no exteriorizar su inquietud, mordió la tostada.

——Como profesor, debo tener una gran biblioteca ——aseveró con la dejadez de alguien que no espera respuesta.

——Por supuesto, una de las mejores. No sólo es tu lugar de trabajo; también es donde más te gusta emplear el tiempo. Nunca entenderé esa afición, que tú llamas necesidad, a estar constantemente rodeado de libros. Pero espera, tómate el desayuno y después podrás reunirte con ellos.

    
     

 

De nuevo, Álvaro se perdió en sus pensamientos. Se preocupó de que su viaje a esta dimensión hubiera provocado un caos de orden cósmico de consecuencias impredecibles.

    

De nuevo, Álvaro se perdió en sus pensamientos. Se preocupó de que su viaje a esta dimensión hubiera provocado un caos de orden cósmico de consecuencias impredecibles. Cientos de Álvaros, miles, quizá millones, habrían abandonado su realidad y, como fichas de dominó, que al caer mueven la pieza contigua, habrían provocado incontables desplazamientos. Multitud de viajeros en el espacio y en el tiempo; multitud de náufragos en dimensiones y realidades desconocidas. Aquello le hizo sonreír. Álvaros clónicos repartidos por diferentes espacios, todos parecidos y con gustos  similares.

¿Dónde estaría el hombre cuyo lugar ocupaba? Probablemente se encontraría tan desconcertado como él mismo, y debían de ser semejantes, porque si no, aquella mujer ya habría llamado a la policía.

Álvaro no recordaba la casa ni su entorno, pero sí conocía su rostro ante el espejo; no recordaba a la mujer con la que compartía el desayuno, pero sabía que la amaba; recordaba que era profesor y no olvidaba que gozaba con su profesión; se encontraba en un laberinto y aquello no le agradaba.

——¿Te apetece repetir?

La pregunta lo devolvió a la realidad. La mujer, con una mano solícita, le tendía otra tostada.

——No, gracias ——respondió——; ya tengo suficiente.

 ——¿Qué vas a hacer hoy? No tienes muchas obligaciones ahora que han terminado las clases. Si quieres puedes acompañarme al mercado, tengo que hacer varias compras y no me vendría mal tu ayuda.

——Me gustaría retirarme a la biblioteca ——dijo Álvaro. Necesitaba estar a solas; el torbellino de sus pensamientos le martilleaba.

——Bueno, pero allí no pasarás toda la mañana. Te necesito y no quiero ir sola; además, te vendrá muy bien salir ——sentenció.

——Cuando esté lista, te llamaré y no quiero escuchar una negativa o un “ya voy, Teresa”. Y ahora, antes de irte, toma tu pastilla y ayúdame a recoger la mesa.

Dándole la espalda, comenzó a recoger los platos y dio por terminada la conversación.

¡Teresa! ¡Así se llamaba! Durante todo el desayuno, Álvaro había evitado dirigirse a ella por su nombre; lo desconocía y le pareció que no era el momento de hacer preguntas directas sobre su situación. Había mantenido con ella un dialogo sin disensiones y ahora, sin saberlo, ella había solucionado el problema.

En pie, Álvaro apuró el café, se tomó una pastilla de color rojo, que no pudo tragar sin la ayuda de un vaso de agua, y, tras colaborar en recoger los restos del desayuno, se lanzó a la aventura de encontrar la biblioteca.

La casa era espaciosa, pero no tanto como para que fuera fácil perderse. El mes de junio finalizaba, el calor estival cada vez se hacía más presente y todo, en las diferentes habitaciones por las que iba caminando, estaba dispuesto a la comodidad y al frescor.

Álvaro anduvo por un pasillo largo y angosto, con cuadros a cada lado representando diferentes escenas de mujeres aseándose y, al final, encontró la biblioteca.

Nada más entrar, quedó aturdido. La estancia era amplia, bien iluminada, con dos balcones, uno en dirección este y otro hacia el oeste, que facilitaban mucha luz y que no desmerecían en cuidados y arreglos florales. En el centro había una larga mesa rectangular, con algunas sillas a juego a ambos lados y lapiceros y folios. Aquélla era su sala de lectura, no podía negarlo.

Allí estaban todos sus libros, los mismos autores, las mismas colecciones, la misma disposición en los anaqueles; era imposible, pero no cabía duda; eran sus libros y estaban en aquel lugar. Había estanterías en todas las paredes de la habitación, excepto en el espacio que ocupaban un armario de dos puertas y un gran caballete que soportaba un lienzo en blanco. La limpieza y el orden llamaban la atención.

Álvaro intentó sosegarse y trató de analizar la situación con calma. Por increíble que le pareciera, sus libros habían viajado con él; eso o, y se le ocurrió una idea todavía más descabellada, aquel conjunto de libros, tanto de forma individual como colectiva, tenían la capacidad de “vivir” en diferentes dimensiones superando el tiempo. Dimensiones que no podían interrelacionarse pero que, aunque no pudieran tener contacto, compartían ciertos elementos físicos.

El movimiento de uno de esos elementos producía ese mismo movimiento en las diferentes dimensiones. Cualquier alteración de los componentes repercutía sobre el conjunto, aunque en diferentes momentos espaciales y temporales, coincidiendo con el propio de su dimensión. Todo un caos sobre el tiempo y el espacio.

Álvaro se adelantó y comprobó que la biblioteca era muy extensa y que conocía el lugar exacto que ocupaba cada uno de los ejemplares; era una de sus manías. Este carácter maniático le condicionaba a no seguir ningún orden lógico ni preestablecido; los diferentes volúmenes no estaban organizados por materias, ni por autores, ni siquiera estaban juntos los libros que pertenecían a una misma colección.

Los que conocían a Álvaro, quienesquiera que fueran, descartaban el desorden porque sabían que la verdadera organización de la biblioteca se realizaba por estrictos criterios de afinidad. En algunos estantes se encontraban los libros que le ayudaron a instruirse, casi todos de su tiempo como estudiante universitario; en otros reposaban los que habían influido en que tomara alguna decisión y, separados y un poco ocultos, los que había leído en algún momento decisivo de su vida.

Pero los verdaderamente importantes estaban en el centro. El centro estaba ocupado por los libros amados, por aquellos libros que habían pasado a formar parte de él mismo, conquistándole y acompañándole donde fuera.

Fue sacando ejemplares y leyendo al azar algunos de sus párrafos; cogió libros aquí y allá y comprobó su textura y su olor advirtiendo que realmente pertenecían a su biblioteca, incluso algunos tenían subrayados y anotaciones de su puño y letra.

Releyó un par de relatos breves de Ignacio Aldecoa y comprobó la presencia de autores como Pío Baroja y Conrad. Fue entonces cuando comenzó a perderse en la sensación, que preconizara su admirada Martín Gaite, de que lo que no está escrito es como si no hubiera existido.

Teresa irrumpió en la biblioteca. Se había arreglado para salir, estaba hermosa, con un aire desenfadado y tenía prisa. Eran casi las doce y aún quedaban muchas cosas por hacer.

——¿Todavía estas así? ——preguntó casi exclamando.

Perplejo, vio que aún estaba en pijama. Como siempre le ocurría, perdía la noción del tiempo cuando se rodeaba de libros y había olvidado por completo que iban juntos a hacer la compra.

Álvaro bajó la mirada; corrió hasta la habitación en que había despertado y se vistió con ropa del armario. Le quedaba bien, eligió un pantalón vaquero y una camisa azul, que le daban un aspecto informal y que le confirmaron su parecido con el Álvaro de aquella dimensión.

En menos de cinco minutos estaba dispuesto y juntos bajaron a la calle.

Hacía una temperatura agradable. Mientras paseaban en dirección al mercado, comenzó a pensar que no le disgustaba aquel mundo; una bella mujer, una casa amplia, buena posición social; en fin, todo cuanto necesitaba un hombre como él.

No tenía otra salida que la de afrontar la situación, y si ésta era agradable, tanto mejor.

Sin embargo, continuaba sin recordar su lugar de origen. ¿De dónde procedía? Se esforzaba por rememorar imágenes, por visualizar rostros, pero era estéril; la amnesia había sido un efecto poderoso en su tránsito a aquel mundo. Una secuela inevitable del viaje.

Atravesaron una plaza circular, con un largo diámetro y una especie de vértice en el centro, y se mezclaron con el gentío del mercado, adoptando su compás y su soniquete.

Durante todo este tiempo, la conversación entre Álvaro y Teresa fue trivial, centrándose en la calidad de los tomates o en la viveza del pescado. Pero, de vuelta, Álvaro la sorprendió:

——¿Qué edad tienes, Teresa? ——preguntó.

——Ya lo sabes, aún no he cumplido cuarenta y ocho ——dijo en tono lastimero——. ¿Ya has olvidado el día de mi cumpleaños? Es en la festividad de Todos los Santos, el uno de noviembre.

A Teresa le gustaba pintar, y lo hacía muy bien. Siempre que había que hacerle un regalo ella reclamaba que fuera para sus lienzos: un color, un lápiz, una tela; le apasionaba el arte. Álvaro no sabía pintar y los cuadros, bocetos y dibujos que estaban dispuestos por toda la casa constaban firmados por Teresa.

——Aunque aún queda para mi cumpleaños, quiero que me regales un color nuevo y que te inventes su nombre ——dijo sonriendo.

Sin apenas darse cuenta, habían llegado a la casa, sorteando los escalones del portal y superando al ascensor.

No tardaron mucho en disponer la mesa y en comenzar a preparar el almuerzo. Sopa, verdura y pescado con melocotones o manzanas de postre, era el menú del día. Álvaro, más en un alarde de sinceridad que en una búsqueda de la verdad, decidió contar con la colaboración de Teresa.

    
     

 

Ya lo sabes, aún no he cumplido cuarenta y ocho ——dijo en tono lastimero——. ¿Ya has olvidado el día de mi cumpleaños? Es en la festividad de Todos los Santos, el uno de noviembre.

    

——Vas a pensar que soy un estúpido que quiere gastarte una broma, pero quiero que me ayudes a comprender quién soy y qué hago aquí.

Aquella declaración no surtió el efecto que esperaba en su acompañante. Teresa no se mostró confundida ni extrañada.

——Ayúdame a entender todo esto ——suplicó.

Ella se acercó, le dio un beso y su proximidad estremeció a Álvaro, que ya se había dado por vencido.

——Verás, eres lo que yo llamo un viajero de barro y, desgraciadamente, hay más como tú ——dijo ella——. No es tan fácil de explicar. Para ti es algo nuevo, que acaba de producirse; sin embargo, viene sucediendo desde hace algún tiempo.

Teresa se sentó y apoyó los codos en la mesa. La comida podía esperar.

——En la clínica conocí a una chica que cuidaba de su padre, porque había olvidado algunos episodios de su vida. Todos los días, la hija debía explicarle al padre que mamá había muerto y para él era como si se acabara de producir. Cada día revivía la muerte de su mujer. Cada día convivía con el sufrimiento inesperado de la pérdida de su esposa.

Bebió un poco de agua para aclarase la garganta y prosiguió.

——Tú te crees un viajero por mundos de diferentes dimensiones, pero todo es producto de tu enfermedad, una enfermedad con nombre extraño y parecida al alzhéimer.

Álvaro estaba atónito.

——No eres un viajero del espacio ni del tiempo; sólo Álvaro, un digno profesor de universidad que está enfermo. No tuvimos hijos; sólo te tengo a ti y te quiero demasiado.

Ella le miraba fijamente, hablándole con una voz firme y segura.

——Después de todo ——continuó——, somos unos afortunados. Todo sería distinto si no tuviéramos el dinero ni los medios con que contamos. Hay quienes tienen serios problemas añadidos a la enfermedad. ——Y continuó: Los peores días son los que tenemos que ir al hospital. No aceptas las pruebas, pero al menos no pones objeciones en tomarte las pastillas.

Durante todo el discurso de Teresa, Álvaro no dijo nada. Se limitó a escucharla.

——No estoy loco y realmente he viajado por el espacio y por el tiempo. Si pudiera recordar... ——pensó——. ¡Qué extraña realidad!

Un sentimiento de tristeza le embargó; sentía pena por aquella mujer que cada mañana despertaba con alguien que no la conocía.

——El pescado se enfría. Comamos ——fue lo único que dijo Álvaro.

Durante el resto del almuerzo, no hubo ninguna conversación. Álvaro estaba pensativo y, cuando terminó, pidió a Teresa que le disculpara de colaborar en recoger la cocina y se retiró a la biblioteca. Allí comenzó a sentirse más tranquilo.

Al poco, llegó Teresa. Se sentó frente al caballete y sobre el lienzo blanco comenzó los trazos de un cuadro.

En los intervalos que Álvaro no leía, ella le contaba cómo fueron cuando eran más jóvenes; sus amistades; sus familias, de las que apenas quedaba nadie; sus ilusiones y sus logros.

La hora de la cena les sorprendió. Lo hicieron frugalmente: fruta y un poco de jamón cocido.

Álvaro se tomó la pastilla, se enfundó su pijama y se fue a la cama. Antes de acostarse tomó un libro, El árbol de la ciencia,  y preparó un gran vaso de agua, que situó sobre la mesita de noche, cerca de la lamparita.

Leyó un poco y, cuando Teresa apareció, apagó la luz.

——Adiós, Teresa, adiós ——musitó.

Al día siguiente, Álvaro se despertó, con la boca reseca y la extraña sensación de haber concluido un largo viaje.

   

   

    

Juan José López Gallego (El Ferrol, A Coruña, 1968). Funcionario y un apasionado de la Literatura. Lleva más de una década residiendo en Málaga, ciudad en la que se ha afincado y siente como malagueño propia. En su tiempo libre cursa estudios en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VIII. II Época. Número 62. Julio-Agosto 2009. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2009 Juan José López Gallego. © 2002-2009 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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