N.º 61

MAYO-JUNIO 2009

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GIBRALFARO

   

AULA de NARRATIVA BREVE

IGNACIO ALDECOA

  

  

  

EL CARACOL Y LA NIEVE

Por Montse Jiménez Gambero

C

omo todos los cuentos populares, podríamos empezar el nuestro diciendo “Érase una vez un caracol…”, pero es que el nuestro no es un cuento cualquiera, sino una tierna historia sobre un caracol poeta, un caracol que, así como don Quijote se creyó un valiente caballero después de beber de las fuentes de aquellos lejanos libros de caballería, se impregnó de dulces y felices historias de amor hasta quedar absorbido por sus desatadas pasiones y apasionados argumentos.

   
    

 

 

Una tierna historia sobre un caracol poeta, un caracol que, así como don Quijote se creyó un valiente caballero después de beber de las fuentes de aquellos lejanos libros de caballería, se impregnó de dulces y felices historias de amor.

   

Pero ¿cómo llegó nuestro caracol a conocer los deleites de la letra escrita? Él solía contar que le sucedió igual que a su adorado Curianito ‘el Nene’, aquel bichito de la obra de Lorca enamorado de la poesía, cuyo trágico final lleva al autor a advertirnos de lo peligroso de olvidar libros en las praderas, al alcance de inocentes y cotillas bichitos como nuestros amigos, que inocentemente creyeron todo lo que leían.

No obstante, esta explicación de nuestro caracol no es convincente, puesto que, al mismo tiempo, él solía hablar de que padecía la misma enfermedad que azotó a don Quijote, la locura por los libros, así que ¿podemos creer sus argumentos?

Lo que sí es seguro es que este bichito gustaba de escuchar los cuentos y las historias que los maestros contaban a sus estudiantes a través de las ventanas de una pequeña escuela que había cerca de donde él vivía, por lo que se empapó de millones de anécdotas, venturas y desventuras sufridas por todos aquellos personajes que pueblan las páginas de la literatura, hazañas que él escuchaba embelesado creyendo ingenuamente que las palabras de los maestros contenían la historia de los humanos ¡y cuán interesante era! Fue así como supo de la existencia de unos personajes llamados juglares, que recitaban cantares de gesta en la plaza del pueblo; así supo también que antaño existían magníficos teatros que representaban obras de un tal Shakespeare; así conoció que un tal Segismundo  fue encerrado en una torre por su padre y que existió un pirata que tenía un barco al que llamaba “el Temido”. Tantas historias conoció… Pero, sin duda, las que más le calentaron el alma fueron aquellas que relataban pasiones, como la que encandiló a Romeo y Julieta.

El único problema es que al bichito se le liaban las historias en la cabeza y, a menudo, en sus relatos —porque ejercía de juglar en su comunidad— Rodrigo Díaz de Vivar fue desterrado a Nerverland o que Shylock era un judío usurero que prestó dinero a Cervantes para que fuera a rescatar a la Gitanilla. Pero se lo podemos perdonar sólo por la manera que tenía de recitar sonetos ante su embelesado público.

Cierto día, nuestro caracol se levantó sorprendido por una extraña claridad que brillaba allí, cerca del helado río. Se acercó lentamente (no podía ser de otra forma, siendo, como era, un caracol) sin poder explicarse qué era aquello que brillaba con tanta intensidad.

Había llovido toda la noche. Aquel invierno estaba siendo especialmente duro y mojado, sobre todo para los delicados bichitos del bosque. Siguió la húmeda estela de aquella luz. ¿Qué sería? Nadie le había explicado nunca las magníficas e impresionantes leyes de la naturaleza que consiguieron que, a muy bajas temperaturas, las gotas de lluvia se convirtieran en blancos copos de nieve que expandieron su brillantísimo manto blanco sobre aquella pradera a la que se aproximaba nuestro amigo.

   
    

 

 

A muy bajas temperaturas, las gotas de lluvia se convirtieran en blancos copos de nieve que expandieron su brillantísimo manto blanco sobre aquella pradera.

   

Era de esperar que su trastocada mente convirtiera en poesía la blanca visión y que creyera ver en la nieve la asombrosa imagen que él supo le encandilaría para siempre el corazón. Y así fue cómo nuestro caracol se enamoró de la nieve, tal como le pasó a aquel personaje becqueriano con un rayo de luna.

Y los días se volvieron más felices. Cada mañana lo despertaban los latidos de su alocado corazón enamorado. Cada mañana se arrastraba por la helada senda para contemplar su reluciente motivo de dicha. Se pasaba los días intentando hablarle, utilizando la poesía, la música, las palabras y hasta los silencios. Pero nunca obtuvo respuesta. Para él cobraban sentido todos los versos, las dulces canciones, aquellas palabras que oyera en boca del maestro de escuela.

Una mañana, como tantas otras, los alumnos salieron al claro del bosque durante el recreo. Para ellos, la nieve no era más que eso, nieve, blanco polvo apto para hacer bolitas con las que poder jugar con sus compañeros, sin saber que cada bola que  arrojaban rompía un poco más el alma desgarrada de nuestro amigo, que, en vano, les gritaba que por favor pararan, que le iban a hacer daño, que acabarían con ella…

Así pasaron los días. El sol persistía en el cielo y sus cálidos rayos arrancaban un poco de la vida del caracol, que observaba impotente cómo su amada se empequeñecía cada día. Nunca supo el caracol que, si el frío congela el agua, el sol la derrite, y que tal cosa estaba sucediendo ante sus ojos sin que él alcanzase a comprenderlo. Su lastimado corazón sólo entendía que la desesperación crecía a medida que su amada iba desapareciendo, por más que él le suplicase que no lo hiciera. Dejó de retirarse al anochecer para descansar, sus horas transcurrían junto al claro donde su amor lo abandonada. Sus amigos nada pudieron hacer por él.

Finalmente, en el claro sólo quedaba una minúscula porción de nieve en la que el caracol se acomodó para estar con ella en su despedida final, que no tardó en llegar.

Sin poder evitarlo, nuestro amigo se durmió recitando poemas de amor y, al amanecer, descubrió que la amada ya no estaba, que su resto corría en un finísimo hilo de agua que acababa en el río y se fundía con él.

Lloró desconsoladamente mientras se perdía en el hueco donde antes descansaba su amada. Por su mente pasaron mil imágenes de los distintos modos en que aquella acabada belleza le deslumbraba dependiendo del modo en que el sol se reflejara en su blancura. Así pasaron horas. De repente, su mente enferma de literatura imaginó que, tal vez, su amada no había desaparecido después de todo; tal vez sólo se había transformado; tal vez, por amor, su cuerpo se había convertido en lágrimas y eran éstas las que formaban el breve hilo por el que se escapaba el motivo de su existencia.

Algo más tranquilo, volvió hacia su casa, sin saber que, en breve, brotaría una vida justo en aquel hueco donde su amada había desaparecido.

  

  

 

Montse Jiménez Gambero (Málaga, 1979), Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Málaga, es Profesora de Lengua Castellana y literatura en el IES ‘Torre Atalaya’, de Málaga.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VIII. Número 60. Mayo-Junio 2009. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2009 Montserrat Jiménez Gambero. © 2002-2009 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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