N.º 58

NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2008

3

   

  

   

   

SIEMPRE TE QUERRÉ

   

Por Antonia J. Corrales

  

  

L

a miraba en silencio. Como un cazador furtivo, contenía la respiración dejándose llevar por aquel deseo de necesidad carnal, por aquel acceso de locura deshonesta, incontrolada. Sentía ganas de saltar junto a ella, de susurrarle al odio, de besar su cuello, su delgado cuello protegido por una bufanda violeta como sus ojos. Desde el anonimato que le daba la distancia, cobijado por la penumbra de su habitación, Camilo se perdía en aquella mujer. Caminaba tras cada uno de sus pasos, sintiendo todos sus movimientos, incluso a veces le pareció oír su respiración, aquella respiración entrecortada por la prisa, sutil y solitaria. Contemplaba con quietud sus gruesos labios,  vírgenes, desconocedores de su mirada.

   
      

 

Desde el anonimato que le daba la distancia, cobijado por la penumbra de su habitación, Camilo se perdía en aquella mujer.

   

Ella se contoneaba. Su balanceo era lento, entorpecido por los adoquines desiguales de la acera, donde sus finos tacones se hundían peligrosamente. Camilo sentía el desequilibrio de su cuerpo, de sus desnutridos tobillos, y su mirada resbalaba por el contorno de sus caderas, acariciando sus muslos, hundiéndose en la piel de sus glúteos, rozándole el vientre con el  pensamiento, ese pensamiento perturbador que le poseía. Imaginaba su cintura, aquellas hendiduras sensuales que consentían gustosas el abrazo de la falda de tubo, que jugaban al escondite tras los delanteros del abrigo de lana negro.

Como cada mañana, Elda bajó del autobús y recorrió el trecho de acera hasta llegar a la residencia geriátrica. Camilo la observaba en silencio. El timbre del teléfono móvil sonó haciéndole recuperar la conciencia. Se alejó del ventanal y lo cogió.

—¿Cuéntame qué tal va todo? —le preguntó su esposa a través del aparato.                                       

—Bien. Mejor de lo que pensaba. Ayer me dieron a entender que estaba propuesto para un ascenso.

—Es estupendo. Significa que pronto volverás. ¿Estoy en lo cierto? —preguntó ella intranquila.

—No exactamente. Tal vez tenga que pasar aquí unos meses más.

—Camilo, no podré soportarlo.

—Claro que sí. Lo harás. Tú eres fuerte. Ahora tengo que colgar. Estoy ocupado.

—Entiendo. ¿Me llamarás mañana?

—Siempre lo hago. Ya te dije que es mejor que sea yo quien te llame  —contestó mientras se acercaba al ventanal y miraba como Elda se perdía tras aquella puerta de cristal—. No debes preocuparte, todo se solucionará. Un beso, cariño. Que tengas un buen día.     

—Hasta mañana. Te quiero —concluyó la esposa.

Camilo se acercó de nuevo al ventanal y miró  su  reloj de pulsera. Tenía ocho horas por delante. Ocho largas horas hasta que ella saliese una vez más por aquella puerta. Así llevaba haciéndolo un día y otro, y otro... Sin darse cuenta pasaron dos meses, dos largos meses en los que él, cada mañana, seguía el mismo rito inevitable. Aquella ceremonia de observación se convirtió poco a poco en una necesidad más que vital, en un ahogo anímico que le llevaba a pensar que necesitaría contemplarla incluso cuando la vida hubiera de ser muerte. 

Elda, ajena a su mirada, bajaba del autobús con destreza. Con precisión milimétrica dejaba caer su cuerpo sobre la húmeda acera. Él la contemplaba pensando que sujetaba sus tacones en la distancia. Cuando ella se contoneaba, sentía su cuerpo desnudo, sus pechos rozándole el tórax. Entonces, sus dedos se desplazaban sobre el cristal con suavidad, con exquisita dulzura, casi ingrávidos, temerosos... Camilo, consciente de su obsesión, se ruborizaba y, jadeante, sudoroso, se retiraba del ventanal poniéndose a salvo, buscando la oscuridad del dormitorio para seguir observándola hasta que aquella puerta  quedase, para él, vacía de vida.

Había perdido el trabajo, aquel trabajo que les mantuvo a salvo durante tantos años, treinta y dos. Ahora él tenía cincuenta y nadie se interesaba por su situación. La fábrica había cerrado, la quiebra sólo dejó como única posibilidad el fondo de garantía salarial, que aún no había llegado. Y la jubilación anticipada.

—¡Jubilarme! ¿Quieren darme la jubilación? ¡Están locos! Soy demasiado joven. No lo haré. ¿Cómo acabaremos de pagar la hipoteca? Aún nos quedan dos años.

—Nos apañaremos. Podemos vender la casa y comprar un piso pequeño —dijo ella acariciando la espalda de Camilo.

—No. No lo permitiré. Tú amas esta casa. Has luchado igual que yo por ella.

—Cierto. Pero tú eres más importante que la casa. Yo te necesito más que a nada. Mi sueldo nos dará para seguir a delante.

—Ni hablar. No lo permitiré —dijo Camilo enfurecido.

Dos meses después, Camilo se marchaba. Había encontrado trabajo fuera de la capital.

—Llámame todos los días —le dijo ella besando sus mejillas—. ¿Lo harás? ¡Júrame que lo harás!     

—Cómo no voy a hacerlo. ¡Te quiero más que a mi vida! —exclamó él dándole un beso en los labios.

Ella quedó prendida sobre la estación del tren. Mientras, él miraba cómo poco a poco la imagen de su mujer se hacía más pequeña. Tres meses después, Camilo seguía recluido en aquella pensión, buscando en las páginas de los periódicos el trabajo que había dicho tener. Todos los días inventaba los quehaceres que se suponía estaba desempeñando, y ella, a través de la línea telefónica, escuchaba con entusiasmo.

—¿Cuándo podrás pedir el traslado?

—Aún es pronto. No soy más que uno de los contables. Estoy aprendiendo a utilizar el ordenador. Ya te dije que quieren abrir una sucursal en Sevilla. Debo prepararme para ser el gerente de ella. Ya sabes que estoy propuesto para el cargo, pero sólo es una propuesta.

—Aunque únicamente sea una propuesta, es maravilloso. No puedo creer dónde has llegado. Yo te dije que no deberías preocuparte. Siempre has sabido salir adelante. ¡Te quiero! Camilo, eres un genio.

Las mentiras aumentaban en proporción a los días de ausencia. Después de tres meses, Camilo seguía en el mismo lugar sin más compañía que los deseos anónimos que Elda suscitaba en él. Su imagen le hacía más soportable aquella búsqueda estéril, aquellas mentiras imperdonables. Pero, una mañana, Elda no pasó frente a su ventana y él creyó morir. No comió, no durmió. Esperó durante horas, estático, frente al cristal. Necesitaba ver de nuevo su paso firme, su mirada solitaria. Entrada la noche, como de costumbre, llamó a su esposa intentando disimular su estado.

—Hola, cariño —dijo con voz apagada—. ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?

—¡Por supuesto! Y tú; ¿cómo estás? Pareces preocupado.  

—He tenido un mal día —explicó Camilo en un tono más tranquilo—. Uno de los balances de situación descuadraba. Ya sabes cómo son estas cosas. Cuéntame, ¿qué has hecho hoy?

—Lo de siempre. Sabes que mi trabajo no tiene nada de peculiar. Camilo, júrame que no te pasa nada —insistió la mujer—. Camilo, ¿estás ahí? —volvió a preguntar ella aún más angustiada.

Camilo acariciaba, en silencio, el teléfono móvil. El tono de la voz de su mujer le hizo pensar en decirle la verdad, pero sintió miedo y volvió a callar. La posibilidad de perderla le aterraba.

—Estoy bien. Un poco cansado. Te echo de menos. ¡No sabes cuanto! —contestó en un ahogo.

—Cariño, yo también. ¿Por qué no pides unos días de descanso? —dijo ella sollozando.

—Lo intentaré...

Hacía una semana que Elda se había percatado de que Camilo la observaba desde la ventana de la pensión. Sabía que él conocía sus cambios de turno semanales e incluso los imprevistos. El primer día sólo le pareció una coincidencia, pero a medida que fueron pasando las semanas, la mirada de aquel hombre comenzó a producir en ella desasosiego. Cambió varios turnos,  pero a pesar de la discontinuidad de sus horarios, él seguía en la ventana. Un día llegó a la residencia un gran ramo de rosas blancas. El florista dijo:

—Verá usted, sólo sé que son para una señora que se llama Elda. El hombre que encargó el ramo dijo que, para más señas, debería decirles que el color de los ojos de ella es tan azul que parece violeta. ¡Debe ser usted! —dijo el muchacho con una sonrisa que evidenciaba confianza en su afirmación.

—Sí, soy yo. Pero no es eso lo que quiero saber —dijo Elda haciendo una pausa y mirando al joven fijamente.

—Ah, ¿no? Pues usted dirá —contestó el joven contrariado.

—¿Sabe cómo se llama? ¿Dónde vive? ¿Lo sabe?

—Pues no. Verá usted, hizo el encargo en la tienda. Lo pagó, dio la dirección y se fue. Será un admirador  —concluyó el motorista sonriente.    

Desde aquello, Elda no conseguía conciliar el sueño. Sentía miedo. El hecho de que alguien pudiera estar obsesionado con ella le daba escalofríos. Sabía cómo se llamaba, los horarios que tenía y, tal vez, incluso su dirección. Temerosa por lo que pudiese acontecer decidió ir junto a una de sus compañeras a denunciar los hechos.

—Y dice usted que la observa desde la pensión. Eso no es un delito. Tampoco lo es el que alguien le mande rosas; más bien, lo último es una deferencia. Si no hay amenazas, acoso... usted ya me entiende. No se puede hacer nada. No puede poner una denuncia porque la miren. Lo mejor que puede hacer es no ponerse nerviosa. Este tipo de individuos suele cansarse pronto. Si observa algo más, vuelva. Quiero decir que si la llama a casa, o a la residencia, o la sigue, entonces venga a vernos.    

—¡Gracias agente! Creo que tiene razón. Quizá me haya preocupado en exceso —contestó amablemente Elda.

—Señora —increpó el policía.

—Dígame.

—Esto ya es cosa mía. Quiero decir que yo, en su lugar, durante un tiempo, procuraría ir acompañada de algún amigo. Suele dar resultados positivos, la compañía masculina les descoloca. Los mirones suelen ser cobardes, y desde mi punto de vista, creo que este individuo sólo es un mirón. 

—¡Gracias, agente! Lo haré. Buenos días.

—Buenos días también para usted —contestó el policía saludando con la mano.

Camilo esperaba el amanecer sentado sobre el orejero. Sin asearse, sin desayunar y con los ojos desencajados por la ausencia de su amada, se apostó una vez más frente a la ventana. Aquella mañana, Elda acudió a la residencia acompañada de un hombre más joven que ella. Éste la sujetaba del brazo. Ambos se despidieron con un suave beso en la mejilla. Camilo creyó enloquecer. Desenfrenado, dio un puñetazo a la pared. Sus nudillos comenzaron a sangrar.

«Sólo es un amigo. No puede significar nada para ella. Sólo puede ser un amigo» , pensó mientras ponía el puño bajo el agua del grifo.  

Pero aquel hombre siguió acompañándola dos días más. No sólo iba a dejarla, también la esperaba a la salida. Camilo olvidó la búsqueda de aquel trabajo que tanto le preocupaba, desconectó el teléfono móvil. Dejó de pensar con normalidad y se perdió en lo más profundo de su obsesión. Llegado el tercer día, decidió que todo aquello debería acabar, porque Elda le pertenecía, ella sólo podía ser amada por él. Se aseó y cogió un taxi, buscó una floristería lo más lejana posible a la residencia y envió un gran ramo de flores blancas, junto a ellas una tarjeta en cuyo texto se podía leer:

Elda, lo que estás haciendo te llevará a un arrepentimiento eterno. Te has olvidado de mí. ¿Cómo puedes hacerme esto? Yo te amo. Siempre te amaré. Cuido en la distancia cada uno de tus pasos, y tú sólo me desprecias, te olvidas de que existo. Crees que no lo sé. Que soy ajeno a tu comportamiento, pero no es así.

Haz que él se aleje de ti. Si tú no lo haces, tendré que hacerlo yo. Te observo en la distancia. ¿Por qué quieres olvidarte de mí? Yo te quiero.

Nada más recibir las flores, Elda acudió a la comisaría junto al motorista. Dos horas más tarde, la policía llamaba a la habitación de Camilo. Había una denuncia por amenazas y acoso. Camilo fue detenido.

—No pueden hacerme esto —repetía sin descanso—. Yo la quiero. ¿Es un pecado querer? ¿Acaso es un pecado? No he hecho nada malo ¡Lo juro!  

Elda observaba desde la cristalera de la residencia cómo la policía bajaba al hombre hasta el coche patrulla. Pensando que tal vez había actuado de una forma un tanto precipitada, salió a la acera y se acercó lentamente. Al ver su cara, un escalofrío recorrió su cuerpo.

—¡Camilo! —gritó desaforada— No puede ser, suéltenlo. Ha sido un error, una desgraciada equivocación. Es mi marido.

  

*     *     *

 

Obra galardonada por la Fundación José Banús Masdeu y Pilar Calvo y Sánchez de León con el primer premio del concurso de cuentos «Ciudad de Marbella 2001».

  

  

      

 

 

ANTONIA J. CORRALES (Madrid), administrativa de profesión, comenzó a escribir en 1989 como correctora y con artículos y viñetas humorísticas en una revista profesional. En 2000 entra a formar parte de los colaboradores de opinión en el periódico comarcal ‘El telégrafo’, tarea que abandona para dedicarse en exclusividad a la creación literaria. Ha sido galardonada con el primer premio del ‘Concurso de cuentos Ciudad de Marbella’ (2001) y ha resultado finalista en varias convocatorias, como el VII Certamen Internacional de Narrativa Corta ‘Santoña... La Mar’ (2002), IV Certamen Internacional de Relato Hiperbreve ‘Acumán’ (2003), Certamen Internacional de narrativa corta ‘Las Quinientas’, Colombia (2004), Certamen Internacional de Narrativa Breve ‘Don Manuel Alonso’, Madrid, entre otras. En 2003, su relato Las lágrimas del mar es seleccionado en el I Certamen Internacional de «Relato Breve» convocado por ‘La lectora impaciente’. Es autora de tres novelas, dos intimistas y una de suspense. Epitafio de un asesino (Editorial Titania, Barcelona, 2005) y La décima clave (Editorial Martínez Roca, 2008) son novelas que se inscriben en la línea más genuina del género de intriga.

    

  

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VII. Número 58. Noviembre-Diciembre 2008. Sección 1. Página 3. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2008 Antonia J. Corrales. © 2002-2008 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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