N.º 56

JULIO-AGOSTO 2008

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JUNTO A LA MAR BRAVÍA

Por Cristóbal Villalobos  

  

  

Q

uizás tiritaban por frío, o quizás por miedo. La negra noche amenazaba sus temblorosas almas mientras les engullía una tenue brisa de desazón y desasosiego. Las esperanzas con las que partieron de Gibraltar hacia las costas malagueñas se habían disipado como el día, que ahora llegaba a su ocaso. La traición las había devorado.

El que creía su amigo, su compañero de armas, de sufrimientos, su camarada, había acabado por no ser más que un burdo peón a las órdenes de nuestro magno rey Fernando VII, renunciando a sus ideales y a su dignidad, por bastante más que un plato de lentejas.

El traidor se llamaba Vicente González Moreno, gobernador de Málaga y antiguo amigo. Les había hecho creer que, cuando desembarcase, tanto la guarnición de la ciudad malacitana como las tropas del antiguo reino de Granada, así como otros contingentes militares de diversas zonas de Andalucía, secundarían su pronunciamiento en pos de la Constitución y del régimen de libertades que ella contempla.

   
      

 

Alquería del conde de Molina.

(Alhaurín de la Torre, Málaga)

(Foto antigua)

   

Así que hacia Málaga partió, el 30 de noviembre del año 1831, acompañado de medio centenar de hombres. Navegaban en dos barcazas rumbo al sueño de la Libertad y la gloria. Viriato, nombre en clave que tomó el traidor, le había prometido que una embarcación les escoltaría hasta la ciudad. Pero a la mañana siguiente de divisar al Neptuno, que así se llamaba el pequeño navío, éste se mostró hostil y se vieron obligados  a poner dirección a tierra, embarrancando las barcas cerca de Fuengirola.

En aquel trágico instante comprendió que Viriato los había vendido y se sintió totalmente solo en aquel fragor de olas y disparos. Aunque no podía desfallecer ni perder la moral, al menos aparentemente, ante aquellos hombres que habían depositado sus vidas bajo su mando, sabía que, tras la traición, la situación se tornaba insostenible.

Bajo la zozobra de la incertidumbre, anduvieron acechados por los realistas entre campos de chumbos e higueras. Fueron alejándose de la costa buscando el abrigo de los montes. Sin ningún tipo de apoyos, la sierra constituía el único resguardo posible para el exiguo ejército que combatía a sus órdenes, sin más armas que las del romanticismo.

Se vieron cercados y tuvieron que refugiarse en una alquería propiedad del conde de Molina. Allí se acantonaron como buenamente pudieron y aguantaron el asedio hasta el día cinco de diciembre, en el que decidieron rendirse ante la imposibilidad de sostener una lucha justa.

Esperaba, de este modo, salvarles la vida a la mayoría de sus hombres y que sólo tuvieran que pasar una buena temporada entre los barrotes de alguna prisión real. Pero cuando llegaron a Málaga y se encontraron entre aquellos muros pétreos, una escueta y funesta carta llegó hasta los oficiales que los custodiaban. Uno de ellos la leyó en voz alta:

—Que los fusilen a todos. Yo, el Rey.

Con esta breve frase, su majestad acababa con la aventura de medio centenar de soñadores. El oficial ni parpadeó al pronunciar la sentencia de muerte.

—Y yo, aquí, solo y a oscuras, privado de mi libertad entre estas paredes, compadeciéndome de mi historia y de la de los míos ¿En qué infausto día tuve la maldita ocurrencia de cometer esta locura? ¿Por qué diablos arrastré a estos infelices hacia mi propia tragedia? —se preguntaba el general entre lamentos.

Perdida la libertad, perdidos los sueños, sólo nos queda morir como hemos vivido, con dignidad y coraje, dando así un testamento de nuestras existencias. Ese pensamiento era el único que confortaba al triste militar.

La idea de contemplarse altivo y orgulloso ante la propia muerte, representada por un pelotón de fusilamiento, producía en el romántico general los últimos estertores de esperanza. Pero el paréntesis de felicidad fue borrado de su mente en el mismo instante que volvió a acordarse de sus hombres.

Él, aun entristecido por dejar a su mujer, a su familia, y por abandonar inconclusos sus proyectos, podía renunciar a la propia vida por sus ideales y por la gloria. Sin embargo, no podía quitarse del alma el sentimiento de culpa respecto al destino de aquellos soldados, no podía dejar de pensar que los desdichados no estaban allí por su propia voluntad, como él, sino que habían acabado en esta febril empresa por la lealtad que a él procesaban, o por el excesivo optimismo con respecto al final de la expedición, que él mismo había fomentado de forma inconsciente.

Envuelto por estas tribulaciones, al general le llegó la hora del patíbulo. Decidió morir digno y sereno como el héroe que había sido en la guerra contra el francés. Por aquel entonces, luchaban por la vuelta del que hoy les ajusticiaba, el rey, nuestro señor, Fernando VII.

Pero hoy, las glorias pasadas se volvían pesares y, cuando salieron del convento, que hacía de improvisada cárcel, el general alzó la vista hacia el recién amanecido cielo andaluz y aspiró, con toda su fuerza, el aroma a salitre marino. Cerró los ojos. Y dijo entre dientes sin que nadie pudiera oírle:

—¡Qué pena no volver a ver un amanecer!

Miró a sus hombres. Nada les dijo, pero todos comprendieron la última orden del general. Muchos pensaron que era mejor acabar allí, de pie y con cierto honor, que hacerlo derrotados por los años en una cama de pensión. Al igual que los soldados, sabían lo que debían hacer en el campo de batalla, hoy todos eran conscientes de cómo debían pasar a mejor vida.

Y así se presentaron ante la muerte que les reclamaba, al lado del mar, con la brisa golpeando sus caras. Sus miradas, desafiantes algunas y resignadas otras, apuntaban al pelotón penetrando para siempre en las almas de aquellos verdugos involuntarios.

—¡Carguen! —espetó el oficial que mandaba el pelotón.

Firme, como si le fueran a pasar revista, el general José María de Torrijos y Uriarte estrechó las manos de sus compañeros más cercanos.

—¡Apunten!

Los héroes aguantaron la respiración, ya no había tiempo ni de lamentarse.

—¡Fuego! —gritó por fin el oficial.

Tras el estruendo, los cuerpos quedaron inmóviles, junto a la mar bravía, como les cantaría Espronceda. Ya no habría más tiempo para sus vidas, sólo recuerdos, historia y poesía.

  

                      

                      

  

A la muerte de Torrijos y sus compañeros

 Helos allí: junto a la mar bravía

cadáveres están ¡ay! los que fueron

honra del libre, y con su muerte dieron

almas al cielo, a España nombradía.

Ansia de patria y libertad henchía

sus nobles pechos que jamás temieron,

y las costas de Málaga los vieron

cual sol de gloria en desdichado día.

Españoles, llorad; mas vuestro llanto

lágrimas de dolor y sangre sean,

sangre que ahogue a siervos y opresores,

y los viles tiranos con espanto

siempre delante amenazando vean

alzarse sus espectros vengadores.

  

(José de Espronceda, 1808-1842)

  

  

CRISTÓBAL VILLALOBOS SALAS (Málaga, 1985) estudia 5.º de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Málaga. Desde el año 2006 es columnista de opinión de los diarios digitales ‘Siglo XXI’ y ‘Periodista Digital’ y ha publicado numerosos artículos en diferentes medios de prensa nacional y local. Durante el año 2007 fue uno de los ganadores del concurso de trabajos de investigación “Hablemos de Europa”, promovido por el Ministerio de Asuntos Exteriores y la Universidad de Málaga, con un trabajo sobre el concepto de Europa en la obra de Ortega y Gasset. Desde el curso 2007/08 es Redactor Jefe de la sección de Cultura del periódico universitario ‘Aula Magna’.

    

    

  

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VII. Número 56. Julio-Agosto 2008. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides.  Copyright © 2008 Cristóbal Villalobos Salas. © 2002-2008 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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